viernes, 25 de noviembre de 2011

Brindo por los cobardes

La cobardía no es más que una de las muchas expresiones del miedo. Creo que si todos buscásemos dentro de nosotros mismos, podríamos encontrar situaciones en las que nos venció el temor, y por lo tanto, seguramente hallaríamos también todas esas ocasiones en que actuamos de una manera reprobable.

Yo hoy quiero adorar a todos los cobardes del mundo, a los sumisos que pagan con el conductor vecino sus frustraciones, apelando a su ridícula manera de conducir; al que no da un paso adelante en su relación, pero tampoco se atreve a retirarse a tiempo; al que llama al trabajo fingiendo una enfermedad altamente contagiosa para evitar una reunión con su jefe; al que critica a su amiga a hurtadillas y luego la alaba con lisonjas; a todas las personas competitivas que restan importancia a sus fracasos en público, pero en realidad les corroen por dentro; a la que se tapa los granos con litros de maquillaje, en vez de mostrar orgullosa esos pequeños signos hormonales; a los que invierten en cremas antiarrugas porque sienten pánico por el paso de los años; al adolescente que un día se emborrachó y se quedó a dormir en casa de alguien para evitar que sus padres le vieran en dicho estado...

Quiero empatizar con los cobardes, con la ejecutiva agresiva que no se atrevió a pedir una reducción de jornada para estar con sus hijos por miedo a perder su trabajo, con la abuelita que se lamentaba en su lecho de muerte por todo lo que no hizo antes de morir, con la mujer maltratada que consintió una situación que quizá podría haber evitado, con el auxiliar de enfermería cuyo sueño frustrado era ser médico pero no tenía dinero para costearse la carrera; con todas las mujeres que se atiborran a películas románticas para evadirse de la realidad, y con los hombres que disfrutan viendo Torrente porque saben que hay algo de ellos escondido dentre de ese personaje soez.

Quiero brindar por los cobardes, por ese hombre que se sabe caballero, pero jamás invitó a una chica a cenar por miedo a lo que dijesen sus amigos; por esa mujer que nunca se permitió un desliz en su juventud; y también por ese niño que se comió una bolsa entera de caramelos y mintió a su madre alegando que la sopa de la cena estaba en malas condiciones; por la novia que quería huir de su prometido mientras andaba del brazo de su padre rumbo al altar, pero creía que ya era demasiado tarde... Brindo por todos ellos con un buen champagne francés, como en las mejores ocasiones, porque de alguna manera me veo reflejada dentro de cada uno de ellos. 

Gracias a los cobardes, existen los valientes. Gracias al miedo, tenemos la oportunidad de enfrentarnos algún día a esas situaciones que nos paralizan. Y gracias a ambos estados, llegará el momento en que superemos con creces nuestros temores, para convertirnos en mejores personas. Puede que necesitemos errar millones de veces, pero siempre hay -en el fondo- un rayito de esperanza.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cuando el amor desata la guerra...

La mayoría de nosotros hemos pasado alguna vez por el difícil trago de dejar a alguien, o por el contrario, que sea el otro el que rompa la relación. Todos sabemos que no es algo nada fácil, y que en cualquier caso, siempre cuesta muchísimo superar el dolor de la ruptura.

Supongo que en realidad todo se reduce a una cuestión de poder... Me explico:

Cuando tu pareja te sienta en una mesa, y te dice con cara de circunstancia que ya no quiere seguir adelante con lo vuestro, me imagino las mil reacciones que se producen al otro lado. Puede que sorpresa, o incertidumbre, o un dolor agudísimo en el pecho. Algunos se pondrán a llorar, otros a gritar, y los más afortunados se lo tomarán con cierta perspectiva. Lo he estado analizando, y creo que es mucho más fácil que te dejen, a ser tú quién toma esa decisión. 

Cuando ese alguien a quien adoras, al que quieres profundamente, y por el que darías tu vida, rompe contigo, lo único que te espera es aprender a vivir sin él, hacerte a la idea de que ya no estáis juntos, y poco a poco -el tiempo, la mejor medicina- acabará poniéndolo todo en su sitio. Pensarás a menudo en esa persona, sentirás la tentación de llamarle para ver qué tal está, y puede que incluso quieras rogarle para que sea tu pareja de nuevo. Contarás lo mal que lo estás pasando a cada persona con la que te cruces, llorarás en silencio por las noches, y te corroerá la infinita duda de lo que podría haber sido y jamás será. Sí, cuando alguien te deja, se pasa realmente mal. Algunos se recuperan bastante rápido, y otros se pasan meses o incluso años tratando de superar el golpe. Pero de momento, nadie ha muerto de desamor -a excepción de la leyenda de Juana la Loca, claro-.

Por el contrario, cuando eres tú quien toma la decisión, te encuentras en una sitiación bastante comprometida. En primer lugar, porque tienes que responsabilizarte de una sensación que suele ser incómoda. En segundo, porque cuando te enfrentas al momento en cuestión, tienes que percibir cada una de las microexpresiones del otro, luchando contra tu aprendido sentimiento de culpabilidad en esas situaciones. Y en tercero, porque por mucho que tú quieras avanzar hacia otros puertos, siempre queda algo vivo. Tienes la sartén por el mango, pero sigues sintiendo -al menos- cariño por esa persona. Él -o ella- ha sido tu compañero durante un tiempo, te ha acompañado, te ha presentado a sus amigos, a su familia, habéis viajado... Tenéis una vida en común, un pasado en común, y el infinito recuerdo de algo que fue.

Pero lo peor de todo, es que una vez que ya ha pasado todo aquello, sigues pensando en él, y duele. ¡Claro que duele! Le echas de menos, a ratos lloras un poquito, sientes la necesidad de expresar lo que sientes, y siempre te queda la duda de si hiciste lo correcto. Buscas en tu memoria su número de teléfono, y te planteas si llamarle, decirle que estabas equivocada, que en realidad es él, y sólo él, el amor de tu vida. Y sabes también que debes forzarte a recordar las razones que te llevaron a dejarle, pero ahora ya no tienen apenas importancia. No te comprendes, no hay ni un rayito de esperanza, y puede que tardes incluso más que el otro en recuperarte de la ruptura.  Tú tienes el poder, porque tú decidiste acabarlo. Eres la única que también tiene el poder de cederlo de nuevo. ¿Y si él ya no te quiere? Otra vez vuelven las dudas, y el miedo a que aquella impresión sea cierta, y el temor a la soledad... Algunos entran en un ciclo obsesivo, como en un vómito de palabras apresadas que no saben cómo expresar.

¿Quién dijo que fuera fácil todo este tema de las relaciones? Lo que a mí aún me sorprende es que todavía haya parejas que siguen juntas, que llevan casadas 27 años -como mis padres-, o más de 60 como estuvieron mis abuelos. ¿Será que el amor ha cambiado tanto como las tecnologías y ahora es también de usar y tirar? ¿Será que ya ni siquiera existe el amor?


domingo, 20 de noviembre de 2011

Oda a los domingos

Nunca entendí por qué a la gente no le gustan los domingos. A mí me parecen días mágicos, llenos de misterio, dignos de devoción. 

Se plantearon como una oda a los dormilones, a los cinéfilos, a los sibaritas, a los aficionados y a los caseros. Hay domingos de todo tipo. A veces fantaseo con algunos de ellos, y en ocasiones hasta he llegado a bautizarlos. 

Hay domingos, como el de hoy -pongamos que se llama Ramón-, que amanecen tristones. Llora el cielo, puede que sean las lágrimas de Dios. Supongo que Ramón se merece que le honre, y que haga todas aquellas cosas que me implora: una chimenea, mirar el fuego durante horas mientras me bebo un café recién hecho, ver una película en blanco y negro, probablemente de Hitchcock, y charlar durante horas con un grupo reducido de amigos... 

Los domingos no tienen normas, ni despertadores, ni epítetos. Hay domingos en que el cine te llama, poseyendo cada uno de tus movimientos para atraerte hacia él, hasta una de sus salas, aportándote dos horas de emociones y escarmientos. Hay domingos en que disfrutas de la paella de la abuela, y de la compañía de tu familia. Hay domingos en que te tomas un coca-cola con esa amiga a la que hace un siglo que no ves. Hay domingos en que decides ordenar tu cuarto, limpiar tu casa, o montar el escritorio que compraste hace un mes en Ikea. 

Hay domingos en que te levantas a la hora de comer porque te encanta remolonear en la cama, y hay domingos en que madrugas para darte un agradable paseo por El Escorial. Hay domingos en que te tomas el aperitivo -tres hurras por el que inventó el aperitivo de los domingos-, y hay otros en los que te quedas en casa descansando. Hay domingos en que pones al día tus emails, y hay domingos en que te echas la siesta. 

Hay domingos en que vuelves de pasar el fin de semana fuera, quizá en alguna capital europea o en una casita rural. Hay domingos en que te vas a un centro comercial, y sumas a tu armario -por fin- aquella gabardina beige que llevas dos meses queriendo comprarte.

Hay domingos en que estudias para prepararte ese examen tan importante que, probablemente, será el lunes. Y hay domingos en que toca trabajar. Pero también hay domingos de piscina y gazpacho, domingos de vacaciones, domingos de regalos y navidades, domingos de ilusión, domingos de esperanza, domingos de felicidad, domingos de reconciliación, domingos de sexo y domingos de amor. 

Quiero agradecer a los domingos su existencia, su razón de ser, su presencia. Son tan bonitos, tan libres, tan especiales... Propongo destinarles un poquito de amor, porque no nos han hecho nada malo. 

¿Qué sería de nosotros sin los domingos?


miércoles, 16 de noviembre de 2011

Criadas y señoras


El sábado pasado tuve la instructiva oportunidad de servir como Dios manda a una mesa de ocho comensales. Una amiga me pidió ayuda con una comida especial que tenían aquel día en su casa, algo relacionado con una sociedad gastronómica, vinos buenos y conversaciones cultas. Yo acepté su petición, y ayudé en todo lo que pude. Tengo que reconocer que nunca antes había servido a nadie, o al menos, yo no había tenido la sensación de servidumbre en el sentido estricto de la palabra.

Me levanté bien pronto, y fui hasta allí para echarles una mano. Puse la mesa de manera automática, de la misma manera que se hace en mi casa a diario, cuidando con precisión y cierta urgencia los detalles, esos pequeños matices que convierten una mesa en una oda en sí misma, y la alejan irremediablemente de la ostentosidad vulgar del nuevo rico.

Mi labor principal consistía en aportar cierto protocolo al evento, y en segundo lugar, servir -sí, servir- las mesas, haciendo las veces de camarera de sala. A las dos en punto llegaron los invitados. Yo me limité a retirar sus abrigos con sumisión, llevar las bebidas que me iban pidiendo, y reponer los cuencos con los aperitivos, previamente dispuestos a tal efecto. 

Cuando la señora de la casa estuvo preparada, conduje a todas las personas hasta el comedor, y comencé a servir los platos, en riguroso orden. En la cocina no dábamos abasto, entre fogones y ollas, descorchar blancos y decantar tintos, emplatar, desmoldar y calentar. Esperé hasta que consideré que había transcurrido el tiempo suficiente, y me acerqué disimuladamente hasta la mesa, para iniciar la tarea de retirar los platos sucios y dar paso a los nuevos sabores. 

Durante los breves instantes en que estuve ahí postrada, pude escuchar un pequeño fragmento de la conversación que mantenían los invitados. Hablaban de las buenas formas, del protocolo y de los nuevos ricos. Entonces a mí me salió una vena que creía dormida tras mi estancia en Paraguay. Escuché a hurtadillas aquel diálogo que me resultó del todo inverosímil, y juzgué descaradamente a aquellas mujeres que reproducían como papagayos alguna norma que habrían oído en cualquier sitio. Me sentí fatal, como una espía traidora, juzgando en silencio las opiniones de otros. ¿Hacía cuánto que yo no juzgaba? Pero me sentí aún peor al saberme del todo invisible, como un elemento decorativo más de aquella mesa que yo misma había preparado apenas unas horas antes. 

Ese pensamiento me torturó durante un par de días, impulsándome constantemente a hallar una solución a mi recién estrenado crucigrama. Era consciente de que mi sentimiento no tenía nada que ver con el hecho de haber servido una mesa -dicho así resulta hasta ridículo-, sino más bien con algo tan profundo, que no existían palabras para expresarlo.

La casualidad o el destino quisieron que me cogiera el lunes una gripe como las de los niños pequeños. Y el aburrimiento me ha llevado hoy a ver, postrada en mi cama, una película titulada Criadas y Señoras -muy buena, por cierto-. En ella hablaban de todo el tema de la esclavitud de los negros en Estados Unidos en los años 60, y de su posterior liberación. Es una película muy tierna, que me ha abierto muchísimo los ojos. 

Debe ser terrible sentir la humillación de tener que viajar en un autobús diferente que tu amo, o comer una comida distinta, o incluso usar otro cuarto de baño. Entonces me he puesto a comparar mi vida de princesa con la de todas aquellas personas que tienen que matarse por conseguir su salario, y que son capaces de pasar por lo que sea con tal de alimentar cada día a sus hijos. ¿Qué deben de sentir todos esos maravillosos seres, que vienen desde países de Asia, Latinoamérica y Europa del este, y que nos sirven de mil maneras distintas a diario? ¿Qué pensarán? ¿Qué les gustaría gritar a sus jefes? ¿Cómo habrán aprendido a actuar con semejante humildad, con una devoción que me fascina, y que me resulta del todo admirable?

Y en mitad de todas esas preguntas, me miro hacia dentro, y me doy cuenta con infinita tristeza de que en mi casa jamás compartimos la mesa con un miembro del servicio. Recuerdo que una vez le pregunté a mi madre que por qué esto era así. A decir verdad, no recuerdo bien la respuesta, pero una cosa tengo clara: si hoy tuviera que etiquetar el papel de la criada y de la señora, lo haría justo al contrario de lo que uno prevería, porque no hay más esclavo que el que depende de una norma social, ni más señor que el que, a pesar de todo, se siente libre.


jueves, 10 de noviembre de 2011

Quiéreme, miénteme mucho


Hay un momento clave en la vida de toda persona: el instante en que te das cuenta de que alguien que te importa te ha mentido. 

Hace ya bastante tiempo, mi padre me dijo que lo único que debías hacer para conquistar a una mujer era endulzarle el oído. Yo no comprendí muy bien a qué se refería, y lo dejé pasar. Años después conocí a Paco, un tenor muy apañado que me cantaba el O Sole Mío en la intimidad, y a mí me cautivaba hasta el aliento. A Paco le conocí en Paraguay, y era la viva imagen del latin lover: atento, servicial, romántico, machista, pasional, cariñoso, fuerte y endiabladamente atractivo. Yo no sé qué tendrá la cultura latina que me cautiva tanto. Siempre venía a buscarme a mi casa, paseábamos de la mano, me abría la puerta del taxi, me acercaba la silla para que me sentara en la mesa del restaurante y jamás dejaba que pagara nada. Yo estaba encantada con él, y pensaba con resignación y cierta nostalgia que en España ya no quedaban hombres así. 

Tengo que reconocer que el tipo era un verdadero conquistador. Sabía cómo seducir a una mujer: te iba camelando poco a poco, como el agricultor que planta una semilla y espera durante meses para ver florecer su cosecha. Cada día llegaba con algo nuevo, una flor, una lisonja, un vino francés, unas entradas para la ópera... 

Pero todos sabemos que por la boca muere el pez, y Paco era casi un tiburón. Una tarde estaba tumbada en mi cama, escuchando a todo volumen el álbum que me había regalado con su último trabajo. Yo estaba embelesada, soñando despierta, sintiéndome una vez más la protagonista de una novela romántica. Me puse a leer la contraportada del CD, deteniéndome con especial interés en los agradecimientos, en los que él decía algo tal que así: agradezco en primer lugar y por encima de todo a Dios, quien me otorgó el don de la voz, y el privilegio de poner en mi camino a personas que hicieran posible cumplir mi sueño. Agradezco también a mis padres, que me enseñaron lo que sé y me convirtieron en el hombre que hoy soy. Y por último y más importante, agradezco y dedico este trabajo a mi mujer y a mis tres hijos, que son la alegría de mi vida y... No quise seguir leyendo. A día de hoy, daría cualquier cosa por ver la cara de estúpida que se me debió quedar cuando leí aquello. Evidentemente, mi historia con Paco acabó en ese preciso instante. Le llamé y me contó una milonga que no sonaba en absoluto creíble, así que borré su número, y hasta hoy.

Dos años después conocí a otro hombre, digamos que se llamaba Antonio -siempre me han encantado los nombres con A-. Desde que le vi por primera vez, me cautivó. Era una mezcla entre chico malo y niño tierno. La combinación perfecta. Y una vez más, se podría decir que era la viva imagen del latin lover: atento, servicial, romántico, machista, pasional, cariñoso, fuerte y endiabladamente atractivo. Todo parecía maravilloso a su lado, los relojes se detenían, y las horas pasaban volando. Era culto, divertido, locuaz, algo sarcástico y muy sagaz. Y me enamoró hasta la médula. 

Claro, que por la boca muerte el pez, y éste era un tiburón de los pies a la cabeza. Toda su vida era una pura mentira, o al menos, toda la que él me había contado a mí. Hay un momento clave en la vida de toda persona: el instante en que te das cuenta de que alguien que te importa te ha mentido. Y es justo en ese segundo, en el que lo único que recuerdas es aquella frase de tu padre, en que te decía que a las mujeres se las conquista por el oído. ¿Se referiría a eso? ¿Había sido tan estúpida de entregarme por completo a alguien por un conjunto de palabras bien dichas?

Entonces me di cuenta de que las mujeres somos tontas, y que con tal de sentirnos queridas somos capaces de obviar hasta las mayores barbaridades. Decía Sabina en una de sus canciones que yo le quería decir la verdad por amarga que fuera (...) pero ella prefería escuchar mentiras piadosas. Y creo que cuando un hombre descubre esta grieta en nuestra sensibilidad femenina, comprende que un simple quiéreme, a veces lleva consigo un miénteme mucho incluido.


lunes, 7 de noviembre de 2011

Os pido ayuda

Queridos amigos, familia, conocidos, alumnos, desconocidos... Queridos todos,


Una vez más me pongo en contacto con vosotros para solicitar vuestra ayuda. Como muchos de vosotros sabéis, hace ya un par de años pasé unos meses en Paraguay realizando un proyecto de labor social. Me asenté en Asunción, en un comedor para niños de la calle. Durante mi estancia, fui consciente realmente de las penurias que pasan muchas familias en el mismo mundo en el que yo, en el que nosotros habitamos. 


Tengo que reconocer que aquella experiencia fue maravillosa, y aprendí mucho de todo y de todos. A día de hoy sigo manteniendo el contacto con las personas que conocí y que tanto me enriquecieron... Desde que estuve allí soy mucho más consciente de la cantidad de ayuda que hace falta, y como desde aquí no se puede hacer mucho, os pido por favor, os ruego, que hagáis un donativo. No hace falta que sea mucho, simplemente se trata de recaudar algo para que mis niños del Paraguay puedan una vez más comer algo en Navidad.


Mi tía Concha, que es monja misionera en Paraguay, ha venido a Madrid unos días para pasar aquí sus vacaciones y estar con mi abuela. Ella estará en España hasta el 1 ó 2 de diciembre. 


Su número de cuenta corriente es el siguiente: 0128-0053-18-0100021261. En el concepto debéis poner "Comedor Paraguay", y vuestro nombre -si queréis-.


Aún así, si lo preferís, podéis darle el dinero directamente a ella (para los que la conocéis), y los que no, me lo podéis dar a mí y yo se lo daré a ella el día que se vaya de vuelta a Paraguay.


Os agradezco de antemano vuestra colaboración, y os doy mi palabra de que la ayuda realmente es necesaria. Os prometo solemnemente que cada euro será invertido íntegramente de la manera más adecuada, pensando siempre en lo mejor para miles de familias que mueren de hambre cada día. ¡¡¡¡Muchísimas gracias!!!!


Un beso enorme,


Espe.


Con Librada en Paraguay el día de Nochebuena de 2009