miércoles, 20 de noviembre de 2013

La sorpresa del sol yaciente

Un buen merlot. Eso es lo único que podría aclarar estas líneas, aún borrosas en mi mente. Quizá esta sequía verbal ponga fin a la intensidad de mis contrariadas emociones, que se enfrentan en una batalla campal por perseguir tres mil sueños dormidos, un ápice de cordura, una canción de Sabina de fondo. Hacía tiempo que se había declarado en huelga. Ya es hora de volver a escucharle.

Una frase y diez segundos contados. Nada más. 

No me gustan los finales tristes. Puede que sea una romántica, o que haya consumido demasiados productos de la industria made in Hollywood. A veces no sé muy bien dónde está mi lugar, y otras me afano por conseguir ese extraño cosquilleo ficticio que se arremolina en mi nuca cada vez que me pienso querida, deseada, insubordinada…

Un estallido de sopresa recorre un instante. Estoy sentada, doy un sorbo para pensar en mi próximo movimiento, retrasando al máximo el momento de dejar rigurosamente el vaso de nuevo sobre la mesa. Un escalofrío atraviesa mi espalda, y me doy cuenta de que el juego ha terminado. Quizá lo había alargado demasiado. Y ahí está él, ansioso, expectante. Me dice algo, aunque centro toda mi atención en alguna que otra conversación inquietante del pasado, en trescientos escritos sin importancia, en mil panolis y un canalla. Me siento un poco Mariola, asustadiza y tirana a la vez. Siempre en busca de caballeros andantes, pero una vez más, mi criterio se desbarata. 

Sigo sentada, y juego con un mechón de pelo rebelde que insiste en caer anárquico sobre mis ojos. Recuerdo la Piotrkowska, llena de frío, llena de Chopin. Recuerdo cierto bar en Bangkok, con sus luces de neón y sus ganas de atrapar. Le recuerdo a él, que tanto me hizo sentir mujer un día cualquiera de julio. 

Vuelvo a mi escena, me olvido de ese afán heredado por vivir todo menos el presente, y me cruzo con una mirada desconcertante. Las palabras vienen a mí, arremolinándose en mi lóbulo derecho, impidiéndome gritar lo que tantas veces me hubiera gustado. Me pongo en pie. Es hora de irme, pero algo me agarrota las piernas, como en una pesadilla, como en todos esos bailes arrítmicos del pasado, como en una profunda melodía custodiada por mil horcos. Y entonces llega una caricia inesperada, sorprendente. Todo sucede como en un susurro, en la complicidad de los amantes, en la ingenuidad de los diurnos. Y me acuerdo de ese principio que un día alguien me regaló: mi querida amiga y mujer fatal, de ojos preciosos y precisos. Y me acuerdo también de aquella noche de hotel, rodeada de rosas y velas, en que debí claudicar para siempre. Y me centro en la hora que es, alborotada por el olor a concentración y a humanidad. Digo adiós, sin despedirme realmente.

Espero una disculpa, que aunque tímida, la espero. Pero no llega. Pasa un día, y otro, y un tercero. No hay respuestas, sólo el rastro de aquella caricia inoportuna, que aún a día de hoy es desconcertante, más por sus formas que por sus ecos. Eres tú el que hoy me ocupa, así que te escribo, aún asustada, esperando recibir a un caballero. Pero no hay más respuesta que el silencio.

Me abriste las puertas del mundo, quisiste iniciarme en los recovecos, llevarme a tierras oscuras, contagiarme de esa filosofía, marcarme a fuego lento. Y después, sólo queda llevarte en mis miedos. Qué final más triste. Qué disgusto tengo. 

Espero un poco más, me indigno, y duermo. Hablo en sueños, y me despierto contrariada por ese silencio. Y entonces pregunto a todos mis muertos, a ver si hay alguno que dé salida a mis ruegos. Sé dónde estás y sé lo que has hecho. Yo pensaba en bailes, lisonjas y afectos. Creía en tu luz, y aún creo. Una foto te sedujo. Una foto. Sólo eso.


miércoles, 10 de julio de 2013

Tú sabes cuándo...

Eran las 10 de la noche. Descorché un Moët, y empecé a quitarme el esmalte rojo que decoraba mis uñas. Me encantaba exhibir esa muestra de coquetería ante ti, a pesar de que no estuvieras presente en ese momento. De lejos sonaba La Vie en Rose. Continué de manera autómata, como cada domingo, en mi labor cuidada de hacerme la manicura, mientras bebía a pequeños sorbos aquel espumoso francés. Una pincelada, otra, y otra más. Cuando acabé con la mano derecha empecé a bailar sola, dando vueltas por el salón, soñando despierta, mientras un millón de mariposas revoloteaban alrededor de mi compás.

Empecé a reflexionar sobre cosas más profundas. Estaba entre dos mundos, entre miles, y no sabía salir de allí... No quise darle importancia. Edith Piaf estaba a mi lado invitándome a bailar un vals... Un vals, suave y lento, tierno, lleno de Esperanza -como yo-.

Te había dicho días antes, como despistada, que quería ir al carnaval de Cádiz. No estaba pensando en las chirigotas ni en los cabezudos, sino más bien en el mar, en las olas, en el Atlántico, en la mirada perdida a lo lejos, y en mi cintura rodeada por tus brazos. Cerré los ojos, como soñando, y empecé a sentir el olor salado, el viento en mi cara, las largas horas esperando una respuesta, el abandono, el éxtasis, y otra vez tus manos. Hablé contigo como si no pasara nada, como si jamás me hubieras mirado. Y tus ojos me interrogaban entre líneas, acongojados. Te inclinaste ante mí y me convidaste a bailar ese vals contigo en la playa. La lluvia caía lenta por mi espalda, por tu pelo, como en una caricia perdida en algún momento, en aquel mar embravecido, en tantas preguntas sin respuesta, en mi consentimiento, en nuestro vals. 

Me llevaste una vez más hasta el otro extremo, para encerrarme en un zulo de besos, pero me atraparon la rabia, la culpa y el miedo. Sentí, por primera vez, lo que era la claustrofobia, como si me faltara el aliento. No podía entender cómo la gente sobrevivía a aquello, cómo lo buscaba, cómo lo destruía... Y tomé una decisión que me llevó años. Dejé todo atrás, como abandonando el pasado. Aún dudando, aún extasiada, aún temblando. Necesitaba una señal, un adelanto. Una vuelta. Me sentía como todos los personajes de El Principito actuando. Las palabras se arremolinaban en mi nuca, salían disparadas, disparatadas, disputando. Otra vuelta. Estábamos llegando al clímax de la melodía, envolviendo cada grano de arena de todas las playas del universo. Yo me balanceaba, tratando de conservar el poco equilibrio que me quedaba. Mi mano rozó tu cara, en un suspiro, y la música acabó. Nos quedamos así, mirándonos. Un, dos, tres. Seguimos bailando, en silencio. Cada nota estaba en mi cabeza. Siempre quise que alguien me dedicara aquella canción, y me prometiera hasta el firmamento...

Entonces te paraste en seco, como si estuvieras soñando conmigo. Y cuando estábamos llegando al acordeón, me miraste fijamente y susurraste: que quieres las estrellas, pues todas para ti.



viernes, 5 de julio de 2013

Tú sabes por qué...




Estaba de espaldas al mundo, y notaba cómo unos ojos increpantes se fijaban en mí, en mis manos. Preferí no darme la vuelta y disfrutar del regustillo de saberme admirada. 


Cogí algo, como despistada, y jugueteé con mi pelo, consciente del efecto que quería provocar. Quizá estaba resultando ridícula, pero había que intentarlo. Mi cabeza empezó a vacilar, imaginando formas fabulosas, casi místicas, totalmente fantasiosas. No era yo, sino otra persona jugando a seducir. Tú eras tú, con esa gracia y ese enfoque protector que me embriagaba hasta dejarme sin aliento, que me desnudaba en sueños ante ti, que me dirigía cabizbaja hasta tus ínfimas fantasías eróticas. Sonó una voz en mi conciencia que me obligaba a detener ese juego al instante, gritándome lo tonta que era por concederme ese segundo de magia. Y yo escuchaba a la dichosa voz, más por miedo que por obediencia. Los ojos seguían incrustados en mis movimientos, y no había nada que yo pudiera hacer para detener ese profundo latigazo de placer al saberme querida. Mi razón y el deseo estaban batiéndose en duelo, y ni siquiera sabía de qué lado posicionarme... 

Decidí dejarlo estar, temblando de pánico, sabiendo que quizá estaba renunciando al amor de mi vida, consciente de que, tal vez, te estaba haciendo un favor. De repente sentí un calor inhumano, casi tan candente como el infierno de Asunción en enero. Salí de la habitación sin mediar palabra, y pude adivinar en tus ojos un ápice de sorpresa, una profunda decepción. Era tan difícil relacionarme entre silencios...Me seguiste con la mirada, una vez más, y tus pasos siempre llegaban a donde yo estuviera. Volqué mis frustraciones sobre un cacharro viejo, lleno de manchas de grasa seca. Lo froté dejándome el aliento. Quizá mi piel también tenía pequeños trozos de tomate desde hacía días y no me atrevía a rascarlos... 

Alguien se interpuso, mirando a ambos lados de la partida, e intentó cortar la tensión que había en el ambiente. Quizá contó un chiste, no lo recuerdo bien, porque yo sólo podía pensar en esos ojos que me miraban el alma, que se deleitaban con mis manos en la mundana labor de fregar un plato, que soñaban que acariciara su cuerpo desnudo, que lo besara, que me hacían el amor. Pasaron mil años en el transcurso de esa mirada fiel, inconmensurable, irremplazable, infinita. Mil años pensando, soñando, sabiendo. Mil años con el poder de amarlos, con el poder de destruirlos. Esa mirada que me lo daba todo en un guiño, que me lo seguía dando en un suspiro. Entonces me di la vuelta, y yo también quise mirarte. Quise saber quién me amaba tanto, en silencio, distante. Y mi mirada se volcó en tus labios, y ya jamás subieron. Una fuerza sobrehumana me impulsó hasta tu mano, suave y fuerte. Tu mano. Te acaricié suavemente, y sentí tu expectación. Tu respiración empezó a agitarse, y tus labios -¡tus labios! - se arrugaron gritándome callados que te diera un beso.

Entonces me lancé hasta tu boca, inocente y tonta como antaño. Quise darte un beso de película, pero la timidez se apoderó de mí. Empecé a apartarme rápidamente, y traté de pensar en un par de palabras superfluas para disculparme por mi osadía, y así esconderme en una máscara de locura transitoria y frivolidad. Entonces tú me agarraste con fuerza, pegándome aún más si cabe a ti, rozando tu nariz con la mía, dejándome saber lo que estabas pensando. Y ya nunca más me dejaste ir.  

Me cogiste de la mano, y me miraste en serio por primera vez. Me viste real y me hablaste del pasado. Entonces me montaste en el coche, y me llevaste a todos lados: a la barrera de coral, a la lluvia de mayo, a la biblia azul, al Teide y otra vez a tus brazos. Y allí me quedé, y aquí estoy aún, a tu lado. Suspirando por los rincones, extasiándome con tus halagos, llenándome los huecos con lisonjas y con harapos. 

Yo estaba de espaldas al mundo, y tú te fijaste en mí. Preferí no darme la vuelta. Prefiero seguir aquí. Tú sabes por qué...