lunes, 10 de septiembre de 2012

Mariola - Capítulo 8 - El despertar


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Mariola abrió los ojos, parpadeó, y suplicó mentalmente que todo aquello no fuera más que un sueño. 

- Buenos días, Mariola -la voz grave, una vez más, acudía a ella-.

Se cubrió de nuevo con la sábana, ocultando por completo su cabeza, como si ese simple gesto borrara la visión de aquel hombre, o la hiciese desaparecer de repente. Se tomó unos segundos para contestar, recobrando una ínfima parte de la compostura, dejando atrás cualquier resquicio de femme fatale que le quedara, retomando -de manera inconsciente- la actitud inocente y mojigata de la verdadera Mariola. 

Aún cubierta, se animó a preguntar en un leve susurro: ¿cómo sabes mi nombre?

Se sentía estúpida y avengonzada, y tenía al menos un millón de preguntas que le rondaban la mente, como por ejemplo, cómo había llegado hasta allí, o si había hecho algo con ese hombre. Trató de alejar esos pensamientos, reconduciéndolos hacia otros más seguros, y empezó a sentir cierto regustillo al saber que, al menos, había conseguido un hombre en su primera cacería.

- Porque me lo dijiste tú, anoche. A mí, y a toda la gente del Alabama
- ¿El Alabama? -preguntó contrariada-.
- El local en el que estuvimos anoche.
- Claro -dijo, mientras iba apartando las sábanas de su cara lentamente, atreviéndose a mirar por fin al hombre a los ojos-.
- Te he traído un ibuprofeno. Tómatelo -añadió, mientras se acercaba al borde de la cama, y le ofrecía una pastilla blanca y un vaso grande de agua-. ¿Te duele la cabeza?
- No mucho, la verdad. Más bien siento un malestar general, como si me hubiese ido hasta San Petersburgo corriendo... Y me duele muchísimo el pie izquierdo...
- Bueno, por si te sirve de consuelo, no estás en San Petersburgo... Me llamo Francisco. Encantado de conocerte, Mariola. Otra vez.

Se produjo un silencio incómodo, o al menos Mariola lo sintió así. Quería preguntar algo, lo que fuese, pero no sabía ni por dónde empezar. Gracias a Dios, él interrumpió sus pensamientos.

- ¿Qué te apetece cenar?
- ¿Cenar? 
- Sí, son las nueve, y sería un poco raro tomar café y tostadas a estas horas, ¿no?
- ¿Las nueve de la noche? -giró su muñeca para mirar la hora, pero el reloj no estaba-. ¿Sabes dónde está mi reloj?
- Sí, te lo metí en el bolso.
- ¿En el bolso? ¿Por qué?
- Porque nos cruzamos con un mendigo por la calle que te contó que tenía cinco hijos a los que alimentar y le habían despedido hacía ya dos años. Tú te pusiste a llorar y le diste tu reloj para que lo empeñara y de esa forma pudiera alimentar a su familia durante unos días. Él te miró con cara extraña, y lo tiró al suelo. Así que yo lo recogí y te lo metí en el bolso...
- ¿Y por qué no lo quiso?
- Porque nadie puede ir al supermercado y cambiar diez litros de vino por un reloj.
- Ah, comprendo -Mariola sentía ahora una mezcla entre indignación e incredulidad-. ¿Y dónde estaba el mendigo? Igual puedo ir a buscarle y ponerle en contacto con mis inquilinos. Seguro que alguno de ellos, o sus parientes, pueden ofrecerle un trabajo digno para que salga de la calle y... 
- ¿Tus inquilinos? -la interrumpió-. ¿Es que acaso eres la propietaria de un bloque lleno de viviendas con habitantes ricos?
Mariola se tomó unos segundos para responder. El silencio se estaba tornando violento de nuevo: oye Francisco, ¿tú y yo...? -la duda la estaba matando. Prefería matar dos pájaros de un tiro obviando responder acerca de los enfermos, y armarse de valor para salir de dudas sobre las hipotéticas, posibles, indeseadas relaciones sexuales de la noche anterior-.
- ¿Tú y yo, qué? -dijo él entre risas-.
- Ya sabes, tú y yo... ¿hemos...? ¿nosotros...? ¿ayer...? -él la miraba muy atento, perfectamente consciente de a qué se refería, pero prefería dejarla hablar y ver cómo sus mejillas iban tornándose cada vez más y más coloradas-. ¿Pasó algo?
- Sí, pasaron muchas cosas. Eres un torbellino, Mariola, aunque he de decirte que no toleras muy bien el whiskey -la mera mención a la bebida le produjo una arcada, y por si eso fuera poco, ya había alcanzado oficialmente su grado máximo de mortificación-. Aunque puedes estar tranquila.
- Pues ahora mismo siento muchas cosas menos tranquilidad. Creo que debería irme a casa. 
- ¿No quieres saber qué pasó?
- Mmm -dudó un instante-. ¿Cómo llegué hasta aquí?
- En taxi -respondió-.
- Pero, ¿por qué?
- ¿Qué es lo último que recuerdas?
- Que me pedí una copa, me fui a la sala de los VIPS, me senté, apareció Ricky, me llamó frígida, y después llegaste tú.
- ¿Y ya está?
- Sí. ¿Hay más?
- Sí.
- ¿Mucho más?
- Sí.
- Pues entonces creo que no me queda más remedio que escuchar la historia...
- Veamos... Me senté a hablar contigo, y me agradeciste que te quitara a Ricky de en medio. Me hablaste durante un buen rato de millones de personas sin ningún tipo de conexión aparente, y me explicaste con todo lujo de detalles cómo hacer una perfecta pedicura a una señora de más de 80 años. Luego llegó el encargado de la sala VIP con la clara intención de echarte porque había hablado con su jefe y aparentemente no podías estar allí, así que le dijiste que era muy joven para trabajar en ese ambiente. Estuviste aproximadamente una hora tratando de convencerle de que se hiciera abogado porque habías intuido que tenía una clara actitud negociadora ante la vida, y no sé cómo ni por qué, pero conseguiste que dejara su trabajo en ese mismo instante con la promesa de matricularse al día siguiente en la universidad. Se unió a nosotros y te contó que necesitaba el dinero para poder vivir porque sus padres le habían echado de casa al salir del armario, así que abriste el bolso y le diste 50 euros. Le dijiste que ese billete era un símbolo; representaba su futuro, y que lo guardara para pagar algo que realmente necesitase. El chico se levantó, no sin antes intercambiar vuestros teléfonos, y le dijiste al oído que ya no te quedaba dinero para pagar las consumiciones pero que podías fregar todas las copas de la noche a modo de pago. Al cabo de un rato apareció uno de los camareros y te ofreció trabajar en la barra durante una hora a cambio de beber gratis toda la noche. Así que aceptaste. Pero debiste interpretar mal sus palabras, porque te acercaste al DJ, y acto seguido te subiste literalmente a la barra, y empezaste a bailar de una manera un tanto... impetuosa. A mitad de tu primera actuación, tenías la atención de todo el local, lanzaste tus zapatos por los aires, y cogiste un micrófono de la cabina del DJ. Te presentaste ante todos, y explicaste que esa era la primera noche del resto de tu vida, así que querías que alguien te invitase a una copa. A los dos segundos tenías aproximadamente cien chupitos a tus pies, pero se cayeron todos cuando giraste sobre ti misma tratando de hacer lo que parecía una voltereta lateral... -Francisco comprobó que Mariola estaba totalmente encogida en la cama, posiblemente muerta de vergüenza, por lo que interrumpió el relato durante un par de segundos para que ella asimilara la historia-.
- ¿Una voltereta lateral? Pero si nunca supe hacerlas... Estas cosas no suceden así en las películas...
- Bueno, en realidad, depende de qué película -Mariola no contestó-. ¿Por qué no hacemos una cosa: te das una ducha, yo me encargo de que traigan algo de comida, y continúo contándote la historia cuando al menos estés más relajada?
- Me parece una buena idea -contestó, mientras retiraba la sábana. Cuando sacó los pies de la cama, le sorprendió ver todo su pie vendado hasta la rodilla, y se animó a preguntar: ¿por qué tengo el tobillo vendado?
- Porque te caíste y te hiciste una buena torcedura. Tuviste suerte de no rompértelo en dos.
- ¿Y fui a urgencias?
- Toma -dijo él, ofreciéndole una camisa de franela-, es mía, pero al menos te tapará. En el cuarto de baño encontrarás toallas limpias, y me he tomado la libertad de comprarte un cepillo de dientes. Es el verde. No tengas prisa. Cuando estés lista, te daré algo de comer. Necesitas reponerte. Fue una noche muy larga.
- Gracias -fue lo único que fue capaz de responder. ¿Acaso ese desconocido pretendía que se pasease por su apartamento medio desnuda, con una de sus camisas a modo de camisón? Y lo que era aún peor: ¿por qué estaba confiando en él? No quiso darle excesiva importancia, y ni siquiera sabía si necesitaba saber el final de la historia o prefería irse a su casa a encaramarse en la cama, y devorar películas románticas hasta morir sola por un coma diabético producido por un alarmante exceso de hidratos de carbono. Barajó sus opciones durante un par de segundos, y optó por darse esa ducha. Al fin y al cabo, había decidido ser una nueva Mariola, y aunque las cosas no estaban saliendo según lo previsto, el objetivo era justo ese: experimentar, sorprenderse, y dejarse llevar.

Se encerró en el cuarto de baño, se desnudó ligeramente intimidada por la posibilidad de que Francisco la estuviera espiando con alguna cámara oculta en una de las bombillas o en la cajita del algodón, pero pensó que tampoco pasaba nada por que un hombre viese a una mujer duchándose. El agua abrasaba, justo como a ella le gustaba, y al cabo de unos diez minutos empezó a sentir cómo los músculos se desentumecían. Definitivamente, necesitaba una ducha. Cuando estuvo preparada, cerró los grifos y cogió la toalla que había dejado preparada a un lado. Se enrolló con ella, y se miró al espejo. Tenía un aspecto horrible, con unas terribles ojeras moradas, patéticamente cubiertas por los restos del rímel corrido.
Al cabo de un rato sintió la necesidad de cantar Si tú me dices ven de Los Panchos, uno de los boleros predilectos de su madre. Empezó tarareándola, mientras se desenredaba el pelo con los dedos, y se fue animando progresivamente: si tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti. Mis momentos más ocultos, también te los daré, mis secretos que son pocos, serán tuyos también... Había conseguido perder la noción del espacio y el tiempo, totalmente absorta en su canción, cuando oyó que una voz grave, lejana, cantaba desde la habitación contigua, siguiendo la letra con ella: Si tú me dices ven, lo dejo todo -Mariola se concentró en escuchar- que no se te haga tarde y te encuentres en la calle perdida, sin rumbo, y en el lodo. Si tú me dices ven, lo dejo todo... 

Sentía que, de alguna manera, la letra iba dirigida a ella. ¿Realmente la habría encontrado en la calle perdida, sin rumbo y en el lodo? La mera idea la horrorizaba. Había llegado el momento de disipar las dudas. Salió del cuarto de baño, vestida con la camisa de franela pero sin la venda. Se la había quitado para ducharse y le pareció una estupidez volver a ponérsela sin saber realmente cómo hacerlo. Se sentía extraña y tímida, pero se obligó a mantener la compostura y continuar al menos con la idea que le quedaba de la nueva Mariola. Fue directa hacia la cocina y se detuvo en la puerta, apoyándose en el quicio.

- Huele fenomenal. ¿Qué es? -dijo, mientras miraba con atención los millones de platos con comida que cubrían la encimera-.
- No sabía qué te apetecería, así que he llamado a todos los restaurantes de comida a domicilio de la zona. Puedes elegir entre pasta, pizza, sushi, tortilla, pollo asado, tortitas, ensaladas varias, hamburguesas, sandwiches, aperitivos variados...
- Gracias, pero no tenías por qué molestarte. Me hubiese valido cualquier cosa que tuvieras en la nevera -dijo Mariola, realmente impresionada por el despliegue culinario-.
- Créeme, es mejor que yo no me acerque a la cocina. Se me da mucho mejor comer que cocinar.
- En ese caso has hecho bien. No queremos que después de todo resultes tú también herido -ambos se rieron, y Mariola añadió-: ¿eres fan de Los Panchos?
- No mucho, pero esa canción es un clásico. Me gusta la buena música -y sacudió los hombros, demostrando que no le importaba especialmente el tema-.
- ¿Quieres que te ayude en algo? -se ofreció-.
- Quiero que vayas al comedor y te sientes. Como ves, la cena está lista. Yo voy a llevar las cosas. Tengo un vino estupendo, no sé si te apetecerá probarlo... -la pregunta estaba implícita en la frase-.
- Por supuesto -cogió varios platos y se los apoyó en los antebrazos, le guiñó un ojo y se dio la vuelta-. ¿Vienes?

No hacía falta una respuesta; él simplemente la siguió hasta la mesa, que ya estaba preparada para la cena, y sirvió las dos copas de vino. Mariola se sentía muy seductora, con su camisa masculina, demasiado corta para ser un vestido de mujer. Pero también era muy consciente de que él vigilaba atentamente cada uno de sus movimientos.

- Espero que te guste. Llevo toda la tarde cocinando para ti -dijo, sonriendo-.
- Seguro que me gusta. ¿Brindamos? -Mariola contestó entre risas-.
-  ¿Y por qué vamos a brindar?
- Por tus dotes culinarias. Y también porque el destino me haya traído hoy hasta aquí.
- Brindemos pues -chocaron las copas, y bebieron el sorbo de rigor sin perder el contacto visual-. ¿Crees en El Destino?
- ¿Qué sino me traería aquí ayer?
- Yo creo que tuvo mucho que ver una borrachera descomunal debida a un exceso de alcohol de calidad cuestionable, una lesión leve, y una serie de acontecimientos extravagantes, más bien desafortunados.
- ¿Desafortunados?
- ¿Crees que estás preparada para que te siga contando la historia?
- Claro, por qué no...
- Bien, pues continuaré entonces... ¿Dónde me había quedado? -dijo, mirando al techo tratando de hacer memoria-.
- En que me lesioné el tobillo tratando de hacer una voltereta lateral -inquirió Mariola-.
- ¡Ah, sí! Te caíste y te torciste un tobillo, pero no debió de dolerte, porque te incorporaste de inmediato. Al poco rato te diste cuenta de que ya no podías bailar como hasta el momento, así que nos explicaste a todos que debías pagar tus consumiciones trabajando en la barra, y como ya no podías continuar, decidiste subastar un beso tuyo. El ambiente cada vez estaba más caldeado, y las pujas empezaron en ese preciso instante. Después de media hora, un tío ganó el premio, pero otro te bajó de la barra y te dijo que trataras de apoyar el pie en el suelo. Toda la gente clamaba que os besarais, pero el que te había bajado de la barra dijo que era médico y que necesitabas ir a urgencias. Tú te acercaste a él, le susurraste algo al oído, y acto seguido le pegaste un puñetazo en la cara. Le gritaste que eso era por Dieguito, así que todos dedujimos que os conocíais. Él se incorporó, se tocó la nariz para comprobar si sangraba, y te levantó en volandas. Pero el resto de los clientes no se lo tomó muy bien, así que varios hombres intentaron frenarle y se organizó una verdadera pelea en el local. Tú te levantaste, cojeando, te acercaste hasta mí, me cogiste de la mano, y me llevaste hasta la barra. Y entre los puñetazos y las botellas por el aire gritaste -dirigiéndote al susodicho- que yo era tu novio, y que no se atreviera a volver a besarte nunca más. La trifulca empezó a ser realmente peligrosa, así que te urgí a que nos marcháramos cuanto antes, pero como la salida estaba bloqueada, se acercó el chico al que habías convencido para que empezara la universidad, y nos ayudó a escapar por la puerta trasera. Tú apenas podías andar, habías perdido los zapatos al principio de tu baile, y cada vez te costaba más mantenerte en pie, así que te cogí en brazos, paré un taxi, y nos llevó a la primera farmacia de guardia que encontramos. Una vez allí, nos abrió una chica joven, de unos 25 años, y nos dijo que nos podía vender una venda pero nos aconsejó que fuéramos a urgencias para que te hicieran una radiografía. Cuando nos íbamos a marchar al hospital, la chica te reconoció desde el taxi, y nos dejó pasar a la trastienda. Te dio un vaso de agua y un antiinflamatorio, y te vendó el pie. Me presentaste como Pablo, tu novio, y ella empezó a contarme que tú te habías portado muy bien con su padre, y que era lo menos que podía hacer por ti. Estuvimos un rato charlando, hasta que nos fuimos definitivamente. Entonces pasó lo del mendigo y el reloj, y tú te enfadaste muchísimo con él y le exigiste que se presentara al día siguiente en el despacho de alguien, un hombre creo, aunque no recuerdo su nombre. Te montaste en el taxi de nuevo, y te apoyaste en mi hombro. Iba a preguntarte dónde vivías para indicarle al conductor la dirección, pero te quedaste dormida al instante, así que te traje a mi casa. Nada más entrar te encerraste en el baño y estuviste vomitando al menos dos horas, y cuando saliste, agotada, te dejé ese camisón sobre la cama. Cerré la puerta, y te quedaste dormida de nuevo. Y lo demás ya lo sabes...

Mariola estaba sin habla. La noche había resultado del todo surrealista, aunque en el fondo, muy en el fondo, sentía un placer incomprensible por tener una aventura de juventud, la primera de su vida, y poder guardarla como un tesoro vital.

- Muchas gracias por todo -se limitó a decir-. No sé cómo agradecértelo.
- No hace falta que me lo agradezcas.
- Seguro que cuando saliste de tu casa no pensaste que volverías con una mujer borracha, generadora de broncas, lesionada, y bastante perjudicada.
- Bueno, nadie tiene por qué saber todo eso. Me quedo con la experiencia y con las ganas de seguir conociendo a la excéntrica Mariola...
- Aún tengo una pregunta más...
- Dime.
- ¿Llegué a besar al ganador de la subasta?

Entonces ella se incorporó de la silla, sin esperar la respuesta. Bordeó la mesa y se colocó delante de él. Acto seguido, le rodeó la cara con ambas manos, acariciando ligeramente sus pómulos, y se inclinó hasta su oído para susurrar: a partir de ahora te llamaré Pancho.

Él la miraba fijamente, a la espera, en silencio. Ella se inclinó, muy despacio, acercando sus labios lentamente a los de él, sin llegar a rozarle. Cada uno podía sentir la respiración agitada del otro, sus respectivos alientos con olor a vino, las pulsaciones aceleradas. Entonces ella finalmente rompió la distancia que los separaba, y empezó a besarle como si ese fuera el último instante de su vida. Parecían dos adolescentes desenfrenados, conociéndose, descubriendo lo desconocido. Y al fin y al cabo, quién podía decir que no lo fueran.

Entonces Mariola se separó de repente, haciendo caso omiso al aturdimiento que sentía tras el que posiblemente había sido el mejor beso de toda su vida, y volvió a inclinarse para susurrar: Pancho, yo siempre cumplo mi palabra, y creo que anoche me ganaste un beso.

(Continuará...)

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Mariola - Capítulo 7 - La cacería

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Cuando Mariola se despertó se sentía desorientada. No sabía exactamente dónde se encontraba, y le costó algo más de un minuto adivinar -más bien suponer- lo que había sucedido la noche anterior. 

Desde que Joaquín la besó sin previo aviso, unos meses antes, había tomado la firme determinación de dejar de ser la mojigata que todos creían, que ella se consideraba. Ese mismo día, había salido de compras, sola, y había hecho lo que las revistas de moda llamarían una renovación de vestuario. Adiós a las camisas sencillas y a las faldas a la altura de la rodilla. Ella siempre había sabido que no era una Marilyn Monroe ni una Rita Hayworth, pero al fin y al cabo, había pocos hombres de su edad que supiesen quiénes eran esas divas despampanantes. El mundo estaba algo loco, y parecía que la mujer más atractiva era la que más carne enseñaba...

Llegó algo exhausta a casa, con unas ganas locas de meterse en la cama, pero su propósito de dar un cambio radical a su vida se habría visto frustrado, una vez más, por su impertinente sueño, y eso era algo a lo que no estaba dispuesta a renunciar esta vez. Se dio una ducha rápida, se peinó cuidadosamente siguiendo las instrucciones de un video casero que había encontrado en youtube, y se maquilló los ojos negros, tan rasgados como los de un gato. Se miró en el espejo para aprobar mentalmente el resultado, y se dio cuenta -muy a su pesar-, de que con ese aspecto jamás conseguiría conquistar a un caballero de los que ya no quedaban, de los que te retiran la silla para que te sientes en un restaurante lujoso, o los que se adelantan al camarero para pedirles, con una simple mirada, que te sirvan otro chardonnay. Pero estaba claro que ella ese día no quería caballeros, sino hombres, y por primera vez en su vida, se dio cuenta de que iba a salir de caza.

Se sentía extraña, casi díscola, y se atrevió a juzgarse por aquella actitud tan reprobatoria. Oyó a lo lejos la voz de su madre tachándola de fresca -por no usar otra palabra mucho más apropiada-, pero estaba decidida a hacerlo, y al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Merecía divertirse, merecía disfrutar de su juventud, y merecía algo más que un puñado de amigas embarazadas, una casa vieja, y sus queridos -aunque poco futuribles- inquilinos del hospital. 

Cogió uno de los nuevos bolsitos -bastante inútil, por cierto- en el que apenas cabían las llaves, el carnet de identidad, y un billete arrugado de 50€. Pensó que los hombres eran muy caros, ya que ella jamás en la vida se había gastado tanto dinero en un solo día, pero acalló sus pensamientos y se convenció de que al menos la experiencia valdría la pena. 

Dos horas y 59 minutos después -porque sonaba mejor que decir tres horas exactas- salió de su casa dando un portazo, con la cabeza bien alta, y una duda de lo más inquietante: ¿a dónde demonios iría ahora?

Empezó a andar calle abajo, pero en seguida se dio cuenta de que si continuaba caminando, los pies comenzarían a dolerle de un momento a otro a causa de los altísimos tacones de aguja. Miró a su alrededor, y vio que se acercaba un taxi por el sentido contrario. Salió corriendo, casi persiguiendo el coche, hasta que el conductor se percató de su presencia, y frenó en seco. Ella entró rápidamente orgullosa de su recién estrenada espontaneidad, y le suplicó al taxista que le llevara a cualquier sitio en el que hubiera música, alcohol y hombres. Quiso que su voz resultara atractiva, y demostrar una seguridad de la que evidentemente carecía, por lo que puso acento extranjero y fingió que estaba en la ciudad por negocios y necesitaba divertirse. El señor se limitaba a asentir con la cabeza, y condujo al menos diez minutos callejeando con la clara intención de sacarle unos cuantos euros más de los necesarios. Ella se hizo la tonta para confirmar su estúpida nacionalidad indeterminada, simplemente extranjera, y le pidió con su acento indescriptible y macarrónico que se diera prisa. 

El taxi paró al final de una calle, justo delante de un local cuyo umbral custodiaban dos negros gigantes, iluminados por lo que debían ser diez millones de luces. Ella bajó del coche, se irguió, y empezó a caminar hacia la entrada con toda la decisión de la que fue capaz. El negro de la derecha le abrió la puerta para que pasara, y se sintió un poco aturdida al entrar debido al ruido y al gentío aglutinado en aquel sitio. Visualizó una de las tres barras que había en ese piso, y se dirigió rápidamente a pedir una copa. El camarero la miró de arriba a abajo, con un aire relativamente insultante. 

- Whiskey. Solo. 

Se sintió muy atrevida. Era la primera vez que pedía un whiskey, iba a ser la primera vez que probase una bebida con más graduación que el vino, y era también la primera vez que había pedido algo sin decir por favor. Creyó que ser maleducada por una noche iba bien con su recién estrenada personalidad.

El camarero no le quitaba los ojos de encima, y preparó su copa sosteniéndole la mirada deliberadamente. Cuando terminó de servirle, dijo:

- ¿Algo más... señorita?
- Sí, que dejes de mirarme las tetas. 

Mariola no se lo podía creer. Estaba en racha. Cogió el vaso y se lo bebió de un trago, golpeándolo después contra la barra con fuerza a modo de petición tácita de que le rellenara la copa. Cuando el camarero se giró para coger de nuevo la botella, ella abrió la boca todo lo que pudo para intentar expulsar el fuego imaginario que le salía a borbotones de la garganta, pero en cuanto sus miradas se cruzaron una vez más, retomó su actitud desafiante. 

Mientras cogía la segunda copa de la noche, decidió tomárselo con más calma, en primer lugar porque quería saborear el whiskey para hacer una valoración objetiva de si le gustaba o no, y en segundo, porque quería volver a su casa de cualquier manera excepto en ambulancia. 

Echó un rápido vistazo a la discoteca. Había una pista de baile con bastantes personas, en su mayoría mujeres, bailando lo que supuso que serían las canciones de moda, y a lo lejos una pequeña sala con sillones amplios y mesas bajas. Se le antojó sentarse un rato para seguir observando el local desde otra perspectiva, así que anduvo la corta distancia que separaba la barra de la salita, y se sentó en la primera butaca que encontró libre. 

- Disculpa, pero no puedes sentarte aquí -le dijo un crío, de unos 18 años, vestido con el mismo polo que todos los camareros-.
- ¿Y eso quién lo dice? -se animó a contestar-.
- Esta es una zona reservada para los vips. 
- ¿Y qué te hace pensar que yo no soy una de esos vips?
- No tienes la pulsera amarilla que identifica a las personas que pueden estar en esta zona, así que lárgate. 
- Y tú no tienes dos ojos en la cara. Deberías ir a preguntarle a tu jefe si puedo o no estar aquí, y tendrás suerte si no te pone de patitas en la calle.

El chico se quedó mirándola, medio embobado, quizá tratando de recordar aquella cara o poniéndole un nombre. Dudó un par de minutos y se marchó. Mariola sabía que tenía todas las de perder, y si el chaval se decantaba por consultar al responsable, lo más probable fuese que acabaran echándola a patadas de aquel antro, aunque prefirió correr el riego. Al fin y al cabo, nadie la conocía allí y esa era su primera cacería. No entendía cuál sería el concepto de VIP en esa discoteca, quizá un miembro de la aristocracia, o un famoso, o simplemente un cliente habitual, pero estaba claro que ella no era ninguna de esas tres cosas. 

Estaba absorta en sus pensamientos cuando se le acercó un hombre que debía tener algo más de 30 años. Se sentó en la butaca contigua sin pedir permiso, y se inclinó hacia ella con la clara intención de empezar una conversación:

- Hola, nena -dijo-.
- ¿Qué pasa, acabas de salir de una peli de los 60?
- ¿Perdona?
- ¿Qué quieres... nene? -contestó Mariola haciendo hincapié en las dos últimas sílabas-.
- Conocerte.
- ¿Por qué?
- Porque eres la mujer más guapa que he visto en mi vida.
- ¿Eso te funciona con todas?
- Con la mayoría. Soy Ricky.
- Muy bien, Ricky, ¿por qué no te buscas a una adolescente a la que te puedas camelar con un par de palabras tontas?
- Porque me gustas tú.
- Mala elección. Respuesta incorrecta.
- ¿Por qué no me dices lo que quieres oír para acortar la charla de rigor y nos podemos ir de una vez a echar un polvo? -Mariola dio un sorbo largo a su whiskey, que por cierto no le gustaba en absoluto, pero prefirió tomarse unos segundos para contestar y disimular su sorpresa ante aquella proposición-.
- Ricky, si fueras una nube, ¿dónde lloverías?
Ricky se rascó la cabeza con los nudillos, posiblemente tratando de encontrar una respuesta ingeniosa a una pregunta que muy probablemente jamás le habían hecho.
- ¿Qué pasa, tía, que te va a bajar la regla y tratas de inspirarte pensando en anuncios de compresas?
- Vete a probar en otro sitio, aquí no tienes nada que hacer.
- Puedo hacer que te echen del reservado.
- Inténtalo.
- ¿Pero quién coño te crees que eres para rechazarme? ¡Frígida!
- La señorita te ha dicho que te vayas -una voz grave salió de detrás de ella. Mariola se giró para comprobar quién era aquel hombre que había salido a defenderla, y sintió una profunda decepción al darse cuenta de que no era Joaquín, sino un hombre cualquiera de los muchos que rondaban la ya aburrida sala VIP-. Toma cariño -dijo él refiriéndose a ella-, te he traído la copa, como me pediste -y esa afirmación tan rotunda puso punto final a los aires de gallito de Ricky, dejando un leve aroma a pachulí y a chulo de barrio-.

Ese era el último recuerdo que Mariola tenía almacenado en su memoria. Se incorporó ligeramente, apoyándose sobre los codos, y descubrió que no llevaba su atuendo de tigresa, sino un ligero camisón de satén, estaba en una cama que no era la suya, y un hombre -quizá el salvador de la última copa- le miraba desde el otro lado de la habitación.

Para leer el capítulo 8, pincha aquí.


martes, 24 de julio de 2012

Nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos

Hacía calor. Un calor pegajoso y aplastante, como solía ser habitual en la cidad de Cáceres durante el mes de julio. Me monté en el coche, y estuve una hora entera dejándome llevar, absorta en el paisaje. De fondo sonaba un canalla cualquiera cantando eso de yo te querré como jamás te quiso quien más te haya marcado.

Una mezcla entre tangos y malabares me llevaron una vez más a una explanada de arena, de expectación, de nervios, de coincidencias y milagros. Y nos dieron las diez y las once, y una ligera brisa nos regaló un principio imprevisible, un silbido resquebrajado, un Serrat mayor, un Sabina poeta. 

Los brazos en alto, una espiral de música y humo, tintos y disfraces, ventanas y puertas, cielos e infiernos, caras en el espejo, mañanas y azares. Y empezaron a sonar. Cada canción me recordaba a mí, o a tantos otros a los que alguna vez puse nombre. Cada minuto era mágico, cada segundo me devolvía la esperanza de lo intenso, me vaciaba de todos a cada instante.

Jamás lo había sentido así, impaciente, deseosa, anhelante. Entonces tocaron aquella canción, mi favorita, y cerré los ojos recordando el primer beso que me diste mientras sonaba hacía ya mucho tiempo en otro concierto de Sabina. De repente cobró sentido cada palabra, cada estrofa, cada verso. Y me vi a mí misma en una sucesión de imágenes, como si estuviese visualizando mi vida a través de una película. Vi que nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos. Vi también cómo el verano acabó, y el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno. Y a tu pueblo el azar, otra vez, el verano siguiente me llevó y al final del concierto me puse a buscar tu cara entre la gente. Y no hallé quien de ti me dijera ni media palabra. Parecía como si me quisiera gastar el destino una broma macabra... Tu memoria vengué a pedradas contra los cristales; sé que no lo soñé, protestaba mientras me esposaban los municipales... Y empecé esta canción, en el cuarto donde aquella vez me quitabas la ropa...

Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres, y ya no hacía calor, sino un frío intenso, pegajoso y aplastante, nada propio del mes de julio. Y a la mañana siguiente me compré unas nuevas entradas para vivir ese trocito de lo que fue, y ver a mi canalla preferido en Madrid el 20 de septiembre. 
 

lunes, 9 de julio de 2012

La Habanera


Y allí está ella una vez más. Me encanta sentarme en la mesa de la derecha, la que está tapada con un biombo chino, para poder observarla sin que se dé cuenta.

Todas las tardes viene al Café du París. Cuando entra en el salón parece que el tiempo se ha parado y es ella quien lo controla. Sujeta la puerta de cristal durante al menos dos segundos, inclina la barbilla y alza la mirada hasta el reloj de la repisa para comprobar que son las siete en punto. Acto seguido, posa su mano enguantada sobre la barandilla de color oro y baja los tres escalones de la entrada. Anda distraída los siete metros que la separan de la barra, haciendo sonar exactamente veintiuna veces sus altísimos tacones de aguja contra el parquet del suelo. Cuando llega a la fabulosa tarima de caoba, se sienta en la última banqueta de la izquierda. El contraste del terciopelo verde de las fundas del asiento siempre hace juego con las ajustadas faldas que lleva día tras día a la altura de las rodillas. Con ella no hay modas, ni complementos, ni aburrimiento.

Echa un vistazo a su alrededor distraída, aunque nunca mira a nadie realmente.  Deja su bolso como olvidado sobre la barra y saca un cigarrillo. Es increíble lo bien que queda entre sus dedos… Su boca se retuerce, mientras su mano se va acercando lentamente para exhalar el humo del tabaco. Instantes después su rostro desaparece tras una nubecina envolvente imposible de atravesar. Una vez quise acercarme para percibirla mejor en ese momento, y sólo pude oler una mezcla de colorete, perfume caro y un ápice de tabaco de importación.

Unos seis minutos después, apaga la colilla – ahora de color bermellón – en el cenicero que alguien se ha molestado en hacerle llegar. Levanta la mano ligeramente, y un camarero jovencito corre a atender su pedido. Ella no habla, ni siquiera mueve los labios. Se limita a sonreír, y asiente con la cabeza en un movimiento casi imperceptible.

Al cabo de la mitad de un instante, tiene en las manos una copa de champaña. Acerca los labios al finísimo cristal de Bohemia, y saborea el líquido hasta dar su aprobación con la mirada.

Llevo viniendo a este bar cinco años, y siempre la veo allí sentada. Su ritual no ha variado ni un milímetro desde entonces. Cuando intento imaginármela en sueños, jamás logro ser fiel a la realidad. Una vez intenté describirla para mis adentros y no fui capaz. Es la máxima expresión de la femineidad; tan elegante, tan proporcionada, tan perfecta. Habría sido la gema más preciada de algún genio como Leonardo o Miguel Ángel. Y dado que ninguno de nosotros –los que venimos cada día al Café du París a observarla –somos genios, queremos rendir homenaje a nuestros antecesores artistas con su presencia.

Todos sabemos cuándo entra porque las luces se atenúan y el tocadiscos, siempre preparado para la ocasión, cambia para dar paso a los mejores momentos de la Callas en la Scala de Milán. Está claro que sabe hacer justicia a la melodía, porque sus citados 21 pasos forman ya parte del Carmen de Bizet; por ese motivo, hemos decidido entre todos llamarla Habanera, en honor al pasaje que suena siempre a su entrada en el local.

Pero nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni de dónde viene. Después de tantos años, ella tampoco sabe nada de nosotros, así que nos hemos limitado a ignorar este hecho y a adorarla de la única manera en que se puede observar la belleza: de lejos.

Le dimos este nombre porque todos los que frecuentamos el local sólo por queremos verla a ella, porque nos inspira. La mayoría somos artistas, y la musa ha sido protagonista de sonetos, de esculturas e incluso de un réquiem. No sabemos por qué, pero esa mirada negra esconde algo cautivador que me obsesiona. Daría hasta mi propia vida por que me dedicara apenas dos minutos de su tiempo para encuestarla con la mirada, para beberme sus ojos y degustarlos como el mejor vino francés.

Hace cosa de un par de meses entró un extraño en el café. Nadie sabía tampoco de dónde había salido, y evidentemente no era ninguno de nosotros, los observadores de la Habanera. Se movía de una forma felina, y tras un rápido vistazo, se dirigió raudo hasta nuestra musa. Yo me sentí muy violento. Hasta entonces nadie se había atrevido a cruzar esa barrera tácita que la rodeaba, esa aura maravillosa y mágica que casi la convertía en una diosa digna de su corte de fieles servidores. El susodicho ni siquiera tanteó el terreno, directamente la asedió. Ella, al sentirle tan cerca, levantó la mirada, más sorprendida que otra cosa. Él hizo un gesto al chico de la barra indicándole que llenara la copa de la señorita. El camarero obedeció raudo, pero la Habanera tapó la copa con la mano derecha para expresar que estaba servida, y le brindó a aquel niño –porque no debía de tener más de 12 años- la mejor de sus sonrisas. El extraño estaba más intrigado si cabe, pero no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Le rodeó la cintura muy decidido, dejando ver unos brazos fuertes y musculosos. Ella no se apartó, ni mostró desagrado. Todo el ambiente en el local era de pura tensión. Observábamos aquella escena inusual con una mezcla de sorpresa y envidia. Yo no podía parar de preguntarme qué habría pasado si hubiese sido yo el que se hubiera acercado algún día a la Habanera. Pero a quién pretendía engañar: yo no tenía una actitud felina, ni desafiante, ni mis brazos estaban cubiertos de músculos. Mi Habanera necesitaba un hombre, y yo era un artista. Los artistas conocen muchas artes, excepto las amatorias.

Estaba inmerso en mis pensamientos, cuando oí a lo lejos una voz de mujer, de timbre cantarín y acompasado. La Habanera había emitido su primera palabra en cinco años, y yo había sido tan tonto de no prestar atención a ese momento. Ni siquiera sabía qué era lo que había dicho. Todos estábamos en silencio, posiblemente compartiendo la misma idea, concentrados en oír de nuevo un susurro, un ronroneo, o una nueva palabra de nuestra Habanera. No sé cuánto tiempo nos quedamos allí, inquietos, vacíos, suspendidos en el aire. Entonces él dijo:

-        Querida, llevo una eternidad buscándote. Vámonos a casa.
Ella levantó una vez más la mirada, y se tomó unos segundos para responder. Miró de soslayo el reloj de la repisa, que le avisaba siempre de en qué punto de nuestro ritual se encontraba. Cogió con suma delicadeza la copa vacía, y se la acercó a los labios para reafirmar su feminidad. Se incorporó, colocando las manos a ambos lados de su cuerpo, y nos miró a todos y cada uno de nosotros. Entonces, alzó la copa a modo de brindis, bebió el líquido imaginario, y sin mirar a su acompañante añadió: querido, yo ya estoy en casa.




            

   

sábado, 7 de julio de 2012

Temblores que matan

Tu pulso se empieza a acelerar, un molesto sudor frío te acaricia las manos recordándote que estás nervioso, las palabras huyen asustadas, te vacías de ti, y de todo, y sólo queda ese profundo miedo que te ahoga, que te inunda, que te sacude, que te domina, que te tiene preso...

Unos ojos curiosos, casi desesperados, me ruegan en silencio que lea su alma a través de una simple mirada. Y yo lo hago, pero preferiría cruzar los siete mares a nado antes que aceptar esa infinita deuda disfrazada. Me visto de recelo, me puede la rabia, y un sinfín de lágrimas silenciosas me siguen diciendo que no sabes, que no puedes, que te crees cobarde.

Entonces estallo, el ego se apodera de mi ser, desvarío en un bucle de descontrol, de exceso de control quizá, de todos tus ruegos. Estoy vomitando palabras, como antaño. Qué extraño resulta sentir, ver, padecer estas circunstancias del otro lado. Yo te sé capaz, te sé entero, y a pesar de todo te compadezco por esa maldita mirada tuya, ese afán exigente que se cree con derecho a maltratarme injustamente, a decirme que yo soy la única culpable de hasta el más ínfimo de tus rasguños, de tus secuelas emocionales, de tus lamentos más oscuros. Qué extraño resulta quedarse con la eterna duda de saber qué estarás pensando. Qué extraño saberte lejos, atontado, melancólico, delirante, imperfecto, insensible, defectuoso, despedido, humillante. 

Me despierto una vez más en el ojo del huracán; la curiosidad me ha arrastrado hasta aquí, en un atisbo de locura. Quiero gritarte que te vayas, que me dejes, que me engañaste, que no me mereces, que no eres nadie, que odio este ser que me posee cada vez que no te sueño, que no te veo, que no me callas. Quiero arrancarte los ojos con los dientes, arañarte esa expresión obsecuente que me mata, que me recuerda a cada instante que tú eres yo, y el todo, y la nada. Quiero hablarte de arroces y pollos, y de príncipes que se convirtieron en ranas...

Qué extraño, y qué liberador ser tormenta, escampar mi alma. 


lunes, 2 de julio de 2012

Manual para panolis y canallas

Érase una vez que se era, en un país muy lejano, había una princesa encerrada en lo más alto de la más alta torre. Nadie le pidió que subiera allí, ni tampoco estaba sometida a un malvado embrujo que debía romperse con un beso de amor verdadero. Simplemente a la princesa le gustaba sentir el placer del viento helado de la mañana en su cara. Pero sobre todo, su actividad predilecta, era bailar el tango. Cada día pasaba horas y horas escuchando las mismas melodías, y danzaba sola al son de ese tono característico y melancólico del bandoneón.

Nadie comprendía que disfrutara con algo tan absurdo, y algunos se atrevieron a confundir su pasión con locura. Fueron muchos los hombres que recorrieron grandes distancias hasta la morada de la princesa. Se vestían con sus mejores armaduras y blandían pesadas espadas, con la irritante presunción de mostrarle lo que había más allá de la torre.

Al principio, ella les recibía siempre con una actitud cordial, pero distante. Les invitaba a pasar y les pedía que bailaran un tango con ella. Pero al final todos esos supuestos caballeros se negaban, pretendiendo acelerar aquel trámite casi burocrático de besarla para cumplir con su papel en la historia de cuento de hadas. 

Una mañana, la princesa se asomó a su ventana -como cada día- a aprender una nueva lección del viento, y observó a lo lejos a un campesino que le devolvió la mirada. Él segaba los campos de trigo, y ella contemplaba con devoción su labor acompasada, arrítmica, desafiante. Le invitó a pasar, y él obedeció. Todos sabían que nadie podía negarse a los encantos de una princesa. 

Estaba tardando mucho tiempo en subir los escalones hasta lo más alto de la torre. Pero ella recordó con paciencia que en ocasiones los caminos más sencillos pueden transformarse en auténticas batallas de combate. 

Cuando él al fin llegó, se encontró con una puerta entreabierta. Sonaba una canción de fondo, de acento porteño. Llamó discretamente, aunque estaba claro que todas las señales indicaban que aquello era una evidente invitación a pasar. Agachó la cabeza, y se decidió a entrar tras tomarse dos segundos más de lo necesario. No todos los días tenía la ocasión de estar en los aposentos de una princesa, y en realidad no sabía muy bien cómo actuar...

Había oído muchas historias sobre lo que habría allí: príncipes prisioneros, una joven deforme, cadáveres inhumanos, botes repletos de sangre, manuales de brujería... Él no tenía prejuicios, aunque sentía un cosquilleo solemne en el estómago, propio del respeto a lo desconocido. 

Dio un paso al frente, cruzando el umbral, pero un torrente de luz le obligó a taparse los ojos con el brazo. Cuando se hubo acostumbrado al reflejo, su mirada se topó una vez más con la de la princesa. Ambos se quedaron allí, estupefactos, ensimismados, cada uno en un extremo de la habitación. Se podía oír el breve sonido de sus respiraciones, ambas desacompasadas, interrumpiendo la deliciosa melodía de un tango cualquiera. Ella levantó la mano derecha, dejándola suspendida en el aire, en una actitud coqueta, sin títulos, ni miramientos, ni desaires. Él se adelantó otro metro, acortando una distancia física, hiriente, casi delirante. Un sutil movimiento de cadera, otro paso. Un guiño desafiante, y ya no quedaban pasos que dar.

Él le rodeó la cintura con delicadeza y decisión, y ella se rindió al placer de bailar su primer tango acompañada. 

Por la mente de la princesa pasaron todos los besos que no dio, que se quedaron en el tintero. Demasiadas palabras tiernas vacías, demasiadas tormentas de juicios errantes y comparaciones envenenadas. Entonces se dio cuenta de que ningún caballero antes le había preguntado cuál era su nombre. Justo después de la última vuelta, se acercó más si cabe a él, le cogió de la mano, y le guió hasta su ventana. 

Él miró maravillado las vistas, y ella, al contemplar su ensimismamiento, le susurró al oído traviesa, juguetona, expectante: ¿qué te dice el viento?

A lo que él respondió: que no te deje escapar, Araia.


lunes, 18 de junio de 2012

La pasión de los peces

Un dedo que se entrelaza con otro, un suspiro, dos miradas cruzadas, el silencio... No existen los relojes ni los tiempos; sólo tú, sólo yo, y esta tormenta que nos tiene presos, paradigmáticos, filarmónicos, inermes, filáticos, aún ilesos... 

Giro a la izquierda, y ahí estás, en esta noche en que al fin todo huele a España. Me impaciento...

Un nuevo suspiro me interrumpe impertinente, me chiva, me malgasta, me transforma, casi melifluo. Dónde estabas aquel día, cuando necesité que me miraras, que me vaciaras y me llenaras simultáneamente. Suenas desacompasado, resuenas, me adulas, me mientes, me engañas. Ojalá no fueras tú, ojalá fueras cualquier otro, alguien a quien convencer con un simple sí, con un eterno no. 

Quiero rendirme extasiada, seguir suspirando, morirme en tus brazos, rezarle a la Luna que me lleve, que me nieve, que me pudra. Pero ahí estás, siempre estás, violándome en silencio, marcando las corcheas con toda esta rabia que me consume, que me revuelca entre dos gotas de sangre, que te retuerce en mis lamentos y en tus desaires. No me entierres aún, que soy muy joven, como las parras que darán los mejores caldos. 

Entonces todo pasa, y me amaino. Y me doy cuenta de lo tonta que he sido, que pasaron la luz, y ese terrible miedo, y todos los aullidos a medianoche que en su día me carcomieron. Y es en ese último silencio, cuando llega la pena, esa profunda pena creativa que me deja pensando durante días, que me revela los peores augurios...

Quiero un beso, sólo uno, y ya me arrepiento. Un disparo, dos, trescientos. Siempre errando, siempre temiendo. Me sé sin ti, me ignoro contigo. Me da miedo. 

Te espero despierta, maldiciendo cada palabra, cada verso, dispuesta a estropearnos, abierta a los juegos. No me sigas, que ya te avisé de que te temo. No me sigas nunca, que te acabaré consumiendo. No me sigas, no me sigas, marinero.

Vomito una canción y muchos ruegos. Te busco, me persigues, huyo, y no te encuentro. Hazme el amor despacio, ámame sin recelo, besa cada paso que yo te entrego. Hazme volar. Sé el primero.

Te susurro, muy bajito, que tengo miedo. Entonces un dedo se entrelaza con otro, se oye a lo lejos un susurro, nuestras miradas se cruzan, y después... sólo queda el silencio.


domingo, 18 de marzo de 2012

Mariola - Capítulo 6 - El encuentro

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Mariola llevaba más de dos semanas sin saber nada de Joaquín. Por un lado estaba agradecida al Destino por brindarle este descanso a su sistema nervioso, pero por el otro, no podía evitar plantearse algunas cuestiones, como por ejemplo la importancia que le estaba dando a algo tan absurdo como la existencia de aquel señor. La ventaja de convivir con la enfermedad era que aprendía muchísimo de cada uno de sus inquilinos. Hasta hacía bien poco, Mariola nunca se había preguntado cómo funcionaba su organismo, o dónde estaba ubicado su páncreas. El mayor drama de su vida había sido la pérdida de sus padres, y a pesar de que en un primer momento fue duro, nunca quiso mostrarse trágica. Al fin y al cabo, todo el mundo asume que algún día perdería a sus progenitores, sólo que ella había tenido que enfrentarse a los hechos un poco antes de lo esperado.

De repente sintió cierta rabia hacia el Ser Superior, al que aún no le había puesto nombre. La palabra Dios le generaba cierto repelús, por resultar del todo aburrida. Si realmente existía un Más Allá -o lo que fuere-, tendría que estar representado por un ser cuyo nombre fuese algo mucho más simbólico, puede que incluso atrevido. Dios no significaba nada, o al menos no para Mariola.

Sentía rabia por motivos totalmente convencionales. Se había sumado a la masa para declararle la guerra al infinito, por la enfermedad de cada persona, por la ausencia total de sentido, por la existencia de la muerte, y del miedo, y de la falta de amor. Y a pesar de todas las cosas que veía a diario, de las historias que vivía cada tarde, sentía un profundo dolor en el pecho cada vez que regresaba a casa y tenía que hacer comida únicamente para ella misma. Llevaba cuatro largos años viviendo sola, siempre a la espera de que algún hombre la rescatara de aquel estado dramático -porque sí, lo único que a Mariola le parecía peor que la enfermedad o la muerte, era la soledad-.

Intentaba convencerse de que estaba bien así, de que la gente del hospital la llenaba más que cualquier otra cosa, de que podía hacer lo que quisiese, sin dar explicaciones, sin compromisos ni responsabilidades... Pero era perfectamente consciente de que todo eso no era más que una pose aprendida para no reflejar ni un ápice de su mayor debilidad, y la cruda realidad era que cada vez que alguien le preguntaba por su vida amorosa, un profundo dolor en el pecho le avisaba durante al menos dos horas de que no había cumplido ni por asomo sus propias expectativas vitales. 

Mariola no tenía problemas físicos ni mentales, aún estaba de buen ver, y a pesar de que se consideraba un poco fantasiosa, siempre pensó que algún hombre la querría. Pero al parecer, los hombres olían su miedo y huían, al igual que los animales... Definitivamente -pensó- los hombres eran como los perros. Su gesto se torció aún más, y empezó a refunfuñar en voz baja. Esa era siempre la consecuencia de su frustración: un enfado nada productivo contra el mundo por sus múltiples desgracias inverosímiles. 

Salió del hospital con cara de pocos amigos. Ese día estaba agotada, y lo único que le apetecía era alquilar varias comedias románticas que al menos apaciguaran su necesidad afectiva, al saber que en algún instante remoto y ficticio un hombre fue capaz de enamorarse de una pobre bibliotecaria bastante sosa, o de una solterona adicta a la bebida, o incluso de una prostituta inculta. Se prepararía un bol gigante de palomitas y se alimentaría de las ilusiones ajenas...

Se montó en el autobús, y se bajó dos paradas antes de lo habitual para ir al videoclub. Caminó un par de manzanas hasta el diminuto local de la esquina, y empujó la puerta de cristal. No conseguía abrirla, absorta en sus pensamientos, hasta que se centró en el enorme cartel colocado justo encima del pomo: cerrado por vacaciones. No podía creerse su mala suerte, y alzó los brazos en el aire en un gesto de profunda indignación. Dio la vuelta para volver a su casa. Estaba claro que el Destino no quería que continuase con su plan ligeramente depresivo, por lo que trató de cambiar de actitud, al menos en su mente. Quizá podría darse un baño de espuma con aquellas sales que se compró hace más de un año y que jamás llegó a utilizar. Sí, un baño sonaba fascinante. La idea empezó a cobrar forma en la cabeza, y casi -casi- podía sentir sus músculos mucho más relajados. 

Llegó al portal y entró en casa. Se desnudó, siempre fiel al ritual, se acercó al cuarto de baño para encender el grifo, y acto seguido fue hasta la cocina para descorchar un chardonnay con el que acompañar la velada. Ya empezaba a sentirse mucho mejor, y la sonrisa había vuelto a su cara. Cuando el baño estuvo preparado, se metió poco a poco, notando cómo el agua caliente iba desentumeciendo cada parte de su cuerpo. Se colocó cuidadosamente un paño en la cabeza para evitar el contacto de la espuma con su pelo, y repasó la última conversación que había mantenido con Joaquín Ferrero. Él le había dicho que se estaba guardando un as en la manga o algo así. El problema de hablar de estas cosas en presencia de un niño, y encima camuflarlo con cuentos de hadas, era que le generaban cierta confusión a la hora de interpretar las intenciones del otro. ¿Qué tipo de estrategia podía estar preparando aquel granuja? Sus pensamientos fueron derivando en todo tipo de ideas surrealistas, a cada cual más estúpida, por lo que decidió reconducir su mente hacia puertos más seguros, como campos de margaritas, o de amapolas, o de tulipanes amarillos. La nueva imagen la tranquilizó sobremanera, aunque el rostro de Joaquín siempre estaba presente de alguna manera, persistente, inquietante, perenne...

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El baño del día anterior había resultado de lo más productivo. Aproximadamente una vez al mes le entraba uno de esos berrinches, y de la misma manera que llegaban, desaparecían. Afortunadamente aquella vez había durado poco, y a la mañana siguiente no quedaba ni un ápice de odio en su interior. Su madre siempre le decía que por la noche los males eran muy negros, pero cuando amanecías la vida ya tenía otro color. 

Mariola abrió la ventana de su habitación y se dio cuenta con profunda alegría de que hacía un día muy soleado. Se vistió con un sencillo vestido de algodón de color amarillo, y se fue al centro de la ciudad dando un paseo. Le encantaba caminar cuando hacía buen tiempo, y notar en su piel el calor del sol matutino. 

Bajó las escaleras para salir a la calle, y en cuanto llegó a la esquina se percató de que había sido demasiado incauta con su atuendo, ya que aún era marzo y a pesar del sol, corría una brisa heladora. Subió de nuevo a su casa para coger una chaqueta y reanudó su marcha.

Como era sábado, había aprovechado para quedar con Mar, su amiga de la infancia, a la que hacía meses que no veía. Llegó a la cafetería antes de lo acordado, pero no le importó, ya que aprovechó para tomarse un café tranquilamente mientras leía el periódico. En realidad no le importaban mucho las noticias que aparecían en los diarios, pero le hacía sentir como la protagonista de una película antigua, que iba a un café parisino y entablaba conversación con bohemios e intelectuales. A veces llegaba a fantasear con la idea de disfrazarse, y ser cada día una persona distinta, de personalidad marcada y una historia personal fascinante, aunque nunca llegó a hacerlo, por temor a que alguien la reconociera...

A mediodía llegó Mar al bar, y se sentó junto a ella. Estuvieron hablando durante un rato hasta que al final su amiga le confesó que estaba embarazada de su segundo hijo. Se podía percibir la ilusión en su rostro, y Mariola sintió cierta envidia por la noticia, pero compartió su alegría y la abrazó para darle la enhorabuena. 

Estuvieron juntas poco más de una hora, y salieron de la cafetería prometiendo volver a verse la semana siguiente. Mariola sabía que eso no sucedería, y era más que probable que no quedasen de nuevo hasta que Mar tuviera el bebé. Desde que sus amigas habían empezado a casarse y a tener hijos, estaban demasiado ocupadas con sus nuevas vidas para salir con ella, lo que le parecía comprensible, aunque no significaba que le gustase...

Aún era pronto, y dado que hacía tan buen día, Mariola se quedó a pasar la tarde por el centro. Siempre le había gustado ver los escaparates, y disfrutar con la infinidad de acentos que se paseaban por su ciudad a cualquier hora del día. Allí el ambiente tenía un algo especial, y ella quería contagiarse de su magia. 

Se encontró frente a un parque muy bonito, y decidió quedarse a comer en una de las terrazas que había justo al lado. Se sentó en la que más le gustó, y pidió una ensalada de pollo con una copa de vino tinto. Se puso a observar a un grupo de niños que jugaban en los columpios, y pensó que era una verdadera lástima que sus niños del hospital no tuvieran nada de todo eso. Pensó en mil soluciones a esta nueva cuestión que le rondaba la mente y llegó a la conclusión de que le pediría a don Íñigo -el director del hospital- que comprase columpios a modo de pago por su primer mes de trabajo remunerado como conserje. La idea le produjo un enorme placer, y dado que ya estaban casi a final de mes, buscó en el bolso un trozo de papel y empezó a elaborar la lista que le pasaría a don Íñigo para que cubriese las necesidades de su trabajo en el hospital. 

- Disculpe señorita, ¿le importa si la acompaño?

Mariola se puso tensa al reconocer aquella voz grave.

- ¡Joaquín! Bueno, yo... -se había quedado sin palabras-. Estaba esperando a alguien.
- Perdona, no sabía que estabas acompañada. 
- Sí, mi novio está a punto de llegar -las palabras habían salido disparadas de su boca. No comprendía por qué había mentido tan descaradamente a Joaquín, ni tampoco sabía cómo podía salir de aquel embrollo-.
- ¿Tu novio? No sabía que salieses con alguien...
- Tú y yo no somos amigos, así que no te cuento las cosas que pasan en mi vida.
- ¿Y cómo se llama ese novio tuyo? 
- Pablo.
- ¿Pablo? ¿Y a qué se dedica?
- Es ingeniero de caminos. 
- ¿Y cuándo le conociste?
- ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? -Mariola temía haber caído en su propia trampa, y ya estaba pensando de dónde podría sacar a un hombre que se hiciese pasar por su novio-.
- No, es sólo curiosidad. 
- Ya te he dicho que no somos amigos, y yo sólo comparto mi vida con mis amigos. 
- Bueno, quizá algún día lleguemos a serlo... 
- Señorita -dijo el camarero interrumpiendo la conversación-, aquí tiene su ensalada de pollo. ¿Quiere que le traiga pan?
- Sí, gracias -contestó-.
- ¿Y usted, caballero, quiere que le traiga algo? -preguntó a Joaquín-.
- Pues sí, lo mismo que ella.
- De ninguna de las maneras -añadió Mariola-. El señor se marcha.
- ¿Señor? -insistió el camarero a Joaquín-.
- Tráigame lo mismo que la señorita, por favor -respondió sosteniendo la mirada a Mariola-.
- Claro, jefe, en un minuto se lo traigo. Qué nerviosa tiene hoy a la parienta, ¿eh?
Mariola lanzó una mirada de odio a Joaquín mientras miraba al camarero alejarse entre risas.
- No soy su parienta -respondió ella indignada, consciente de que ya no podía oírla-. ¿Acaso te resulta divertido? -inquirió a Joaquín, que se estaba riendo a carcajadas-.
- Sí, mucho.
- ¡No entiendo cómo un niño tan adorable como Diego puede tener un padre tan odioso como tú!
- Yo también te resulto adorable.
- Eso no es cierto en absoluto.
- Sí, sí lo es. Sino, ya te habrías ido hace un rato.
- Hay gente que tiene modales...
- Por cierto, si realmente estabas esperando a tu novio, ¿por qué has pedido la comida antes de que llegara él?
- Pues porque puede que... -empezó a balbucear- !No tengo por qué darte explicaciones!
- Es cierto, no tienes que explicarme nada, aunque si fueras mi novia, jamás te dejaría plantada.
- ¿Quieres decir como aquella vez que quedamos y llegaste una hora tarde?
- Eso es diferente.
- ¿Ah sí? ¿Y por qué?
- En primer lugar porque estaba de guardia. En segundo, porque he dicho si fueras mi novia... Y además porque entonces sólo sabía de ti lo que me habían contado... Ahora es diferente.
- ¿Crees que me conoces? -respondió con tono irónico-.
- Sé reconocer algo bueno cuando lo veo, y me hizo falta muy poco para saber que me gustas. 
- ¿Qué te crees, que soy un producto que puedas comprar? -Mariola trató de restar importancia a ese último comentario-.
- Sólo sé que cuando algo me gusta, siempre lo consigo.
- Eres un soberbio.
- Yo prefiero pensar que soy un luchador. 
- Aquí tiene jefe, su ensalada. ¿desean que les traiga algo más? -el camarero había vuelto para traerle a Joaquín su comida-.
-  Querida, ¿quieres algo más? -le preguntó Joaquín con una amplia sonrisa-.
- ¡No! -su mirada echaba fuego-.
- Todo en orden, entonces. Muchas gracias por todo -el camarero desapareció al instante-.
- ¡No soy tu querida ni pienso serlo jamás! ¿Te ha quedado claro?
- Clarísimo. Esta ensalada no sabe a nada. ¿De verdad que te ha gustado? -Joaquín la miraba con aire despreocupado, como si ella estuviese encantada con su presencia-.
- Se me está haciendo tarde. Creo que me voy a marchar ya... -dijo ella mientras se levantaba-.
- ¿Y tu novio? -dijo él con cierto tono irónico-.
Mariola no sabía qué decir. Estaba dispuesta a cualquier cosa antes que reconocer a Joaquín que le había mentido.
- Está claro que no ha podido venir. Sus razones tendrá. 
- Sus razones tendrá seguro... -dijo. Él también se incorporó, dejó una cantidad de dinero más que suficiente para pagar la comida sobre la mesa, y se acercó a Mariola para agarrarla por la espalda-.
- ¿Pero qué estás haciendo? -contestó ella-.
- Acompañarte -él respondió con total normalidad, como si fuese algo que llevasen haciendo toda la vida-.
- ¿Y a dónde te crees que me acompañas? -Mariola no era en absoluto consciente de que ya estaban andando por el parque. Él la guiaba, con su mano derecha colocada estratégicamente con firmeza y suavidad sobre su espalda. Joaquín la apoyó sobre uno de los árboles que estaban más apartados del barullo de los niños-.
- A enseñarte de verdad lo que es un cuento de hadas -entonces él se inclinó, y la besó-.

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miércoles, 29 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 5 - La conversación


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Cuando Mariola tenía 14 años, quedó por primera vez con un chico a solas. Era lo que los americanos llamaban una cita, aunque ella no se sentía en absoluto identificada con las escenas de las películas. Se limitó a levantarse a las seis de la mañana de puro nervio, y a mirar el reloj de la cocina de su casa cada treinta segundos. Ella no llamó a sus amigas, tampoco estuvo durante horas probándose diferentes modelitos, y ni siquiera se maquilló (porque pintarse ligeramente los labios con la clásica barra de color rojo intenso de su madre no contaba). Era pleno verano, y como su madre tenía que trabajar, ella pasaba el día entero sola en el pequeño piso del centro en el que vivían. Se encargaba de ir a la compra, y de hacer el gazpacho para la comida, pero aquel día tenía todo listo a las doce de la mañana. 

Su cita se llamaba Guillermo Ruipert, y tenía un extraño acento indescriptible, entre rumano y catalán, que era precisamente el lugar de nacimiento de sus padres. Mariola había estado fantaseando con Guillermo casi dos años, pensando en cómo sería estar casada con él, y aún más, en si él sería el co-protagonista de su primer beso. Cada noche al acostarse, rezaba a San Antonio para que Guillermo la llamara para salir, ya que su madre siempre le decía que ese era el santo que le encontraría un novio. Mariola confiaba en su madre en estas cosas de los rezos porque tenía la casa repleta de crucifijos y vírgenes, aunque ella no estaba del todo segura de si toda aquella parafernalia serviría de algo, porque su madre había rezado a San Antonio toda la vida, y después de tanta historia, le había quitado a su marido a los dos años de casarse... Pero San Antonio tenía que ser santísimo, porque hizo posible el milagro, y Guillermo Ruipert la eligió a ella, de entre todas las chicas del grupo, para quedar aquel martes por la tarde, y tomar una coca-cola en una terraza del barrio. 

Finalmente llegó la hora, y sonó el timbre a las siete en punto. Mariola abrió la puerta de su casa e invitó a Guillermo a pasar, aunque él rechazó la oferta educadamente, diciendo que si aún no estaba lista la esperaría en el rellano. Ella aceptó, dejó la puerta entreabierta, cogió el bolso y las llaves, se metió en el cuarto de baño y contó hasta doscientos. No quería que Guillermo viera que estaba ansiosa por quedar con él. 

Cuando terminó de contar, puso la mejor de sus sonrisas, salió a la calle junto al chico en cuestión, y se sentaron en el bar como habían acordado. La conversación fue más o menos agradable, nada excepcional, pero Mariola no estaba dispuesta a renunciar tan rápido a su hipotético candidato a primer beso. Él la acompañó a casa, y cuando aún estaban a mitad de camino, le cogió de la mano. Fueron caminando en silencio los pocos metros que les separaban del portal, y cuando llegaron empezó la despedida. Ella le miraba arrebolada, con una inquietud emergente que le subía desde los pies y acababa en las orejas. El gran momento había llegado, y no podía creer que estuviese a punto de suceder. Se dio cuenta de que cuando esperabas algo con tantas ansias y al fin llegaba, de repente perdía un poquito de valor. Guillermo le dijo algo, y ella contestó sin pensar apenas, concentrada como estaba en colocar sus labios estratégicamente para que él interpretase que le estaba invitando a besarla. Entonces él se inclinó sobre ella, y se hizo la magia -al menos para ella, claro-. Guillermo empezó a acariciarle la espalda, muy meloso, y siguió subiendo, cada vez más cerca del contorno de su pecho derecho. Ella empezó a ponerse nerviosa. Siempre había sabido que resultaba un poco ñoña, y maldijo en ese momento su molesto sentido del decoro. Las demás chicas se dejaban meter mano, y ella estaba a punto de propinarle un guantazo al que por aquel entonces era el amor de su vida, por hacer lo que cualquier otro chico de su edad hubiese deseado. Se apartó, y le dio las buenas noches, aún conteniendo la respiración.

Cuando llegó a casa, surgieron las dudas, se planteó si lo habría hecho bien, o si le habría gustado a Guillermo. Ya estaba hecho, ya nadie le volvería a dar un primer beso, ni experimentaría aquella sensación de nuevo, y en realidad, tampoco le había parecido que fuese gran cosa. Se podría decir, que había puesto demasiadas expectativas en una estupidez, y ahora estaba decepcionada. Odiaba esa sensación.

Mariola se fue a dormir, y a la mañana siguiente comenzó su rutina una vez más de ir a la compra y hacer el gazpacho. Bajó las escaleras andando, y caminó hasta la tienda de la esquina. Se cruzó por el camino con varias vecinas, que no se pararon a saludarla. Ella no le dio importancia, y continuó con sus tareas. Cuando estaba terminando de poner la mesa, su madre entró en la casa enfurecida diciendo una serie de improperios inconexos. Ella trató de tranquilizarla y averiguar cuál era el motivo de su disgusto. Al final, consiguió deducir que Guillermo Ruipert había ido diciendo por todo el barrio que el día anterior se había tirado Mariola, la hija monjil de la viuda, y que las niñas buenecitas eran las mejores para echar un polvo, porque se comportaban como putas en la cama. Mariola miró a su madre con los ojos desorbitados, y no se le ocurrió otra cosa que echarse a reír. Era una sensación descontrolada, histérica, imparable. Estuvo riendo a carcajadas al menos media hora, incapaz de emitir más sonido que risas ultra sonoras. Su madre lloraba como una magdalena en el diván del salón, preguntándole al cielo qué había hecho mal, y echando maldiciones místicas sobre su persona. Las dos se miraban, y parecían la caricatura viviente de la representación teatral: la cara sonriente y la triste. 

Cuando hubo terminado el jolgorio, explicó a su madre lo sucedido la noche anterior, y afortunadamente creyó su versión de los hechos. Mariola nunca llegó a comprender por qué aquella vez le entró esa risa descontrolada, a carcajada limpia, pero la realidad es que nunca le dio mucha importancia ya que jamás se repitió. Lo peor del caso fue que Guillermo Ruipert entró en su lista negra, no volvió a quedar con él, y lloró descontroladamente durante tres días seguidos hasta que se medio enamoró de otro chico del barrio, algo mayor que ella, con el que nunca llegó a salir.

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Catorce años después, Mariola llevaba ya diez minutos tirada en el suelo, con unas agujetas horribles en el estómago a consecuencia de la risotada. Dieguito la acompañaba en la escena, divertido y sonriente, y Joaquín debía de estar ya valorando su nivel de desequilibrio. Cada vez que abría la boca para tratar de explicar lo que estaba pasando, llegaba una nueva ola de carcajadas incontrolables y volvía a caer rendida al suelo, víctima de su propia risa nerviosa. 

Estuvo así unos minutos más, hasta que logró contenerse al fin, y convertirse de nuevo en una persona normal y adulta, capaz de mantener una conversación normal y adulta. 

- Mariola, Mariola, eres divertidísima. Me ha encantado cómo has cambiado el cuento. ¿Ahora vamos a reirnos cada vez que llegue El Ocaso? -dijo Dieguito ilusionado-.
- Claro, ¿qué te parece la idea? -Mariola pensó que el razonamiento del niño le había caído del cielo-.
- ¡Me encanta! -añadió-. Papá, ésta es la princesa Mariola -Joaquín inclinó la cabeza a modo de saludo-. ¿Sabes que ayer estuvo cenando con un dragón? -Mariola maldijo su mala suerte, pensando a toda velocidad cómo podía salir del paso sin ofender a ninguno de los presentes-.
- ¿Ah, sí? -Joaquín prestó toda su atención de repente a la conversación-. ¿Con un dragón, nada menos?
- Sí, papi. Ella estaba muy contenta ayer porque había quedado con un señor para cenar, y yo le dije que tuviera mucho cuidado porque los dragones a veces se disfrazaban de personas. ¿Y sabes qué? Menos mal que se lo dije, porque al final resultó ser un dragón de los malísimos, de los que echan fuego por la nariz y todo. 
- ¿Y qué pasó con ese dragón? Está claro que no consiguió matar a la señorita, porque aquí está -Mariola no podía estar más mortificada-, y me atrevo a decir que está muy contenta -añadió Joaquín remarcando cada una de las palabras-.
- Pues que Mariola también se convirtió en dragona y le echó aún más fuego para poder defenderse del ataque, y se fue corriendo para que el dragón malo no consiguiera alcanzarla de nuevo.
- Qué suerte tuvo usted entonces anoche. ¿De verdad se convirtió en dragona? -dijo, clavando su mirada en los ojos de Mariola-.
- Yo... Bueno, sí. Me convertí en dragona.
- Sí, papá, pero no le mató porque Mariola es una dragona buena, y me ha dicho que las dragonas buenas no matan, sólo se protegen. ¿A que sí? -dijo Dieguito-.
- Sí, Dieguito, las dragonas malas no matan.
- ¿Y cómo sabe usted que no llegó a matar al dragón? -añadió Joaquín-. ¿Volvió usted para comprobarlo?
- Pues... -Mariola no sabía qué decir. Estaba deseando marcharse de allí-, la verdad es que no volví.
- ¿Por lo tanto, podría estar el pobre dragón tirado en mitad de alguna parte, sangrando?
- Sí... Cuando volví a mi casa también pensé en eso, en que cuando echas fuego a alguien, aunque sea para defenderte, puedes hacerle quemaduras muy profundas, y eso siempre es doloroso...
- Papá, si yo hubiera estado allí, habría protegido a Mariola con mi vida, y no le habría dejado que le pasase nada malo. Habría cogido mi espada mágica, y se la habría clavado al dragón en el corazón hasta que cayera al suelo. Y entonces la princesa Mariola me habría dado un beso a modo de agradecimiento por haberle salvado la vida. ¿A que sí?
- Bueno Dieguito, si hubieras estado allí -se detuvo un instante para que sus palabras calaran más en Joaquín-, sé que me habrías salvado de las garras del dragón. Pero no hace falta que mates a nadie para que yo te dé un beso -y se acercó al niño, para besarle la coronilla, a lo que Diego respondió con una amplia sonrisa-.
- Por curiosidad -dijo Joaquín-, ¿cómo supo usted que el señor con el que estaba cenando anoche era un dragón disfrazado?
Mariola se tomó dos segundos más de lo necesario para responder. Éste era uno de esos momentos en los que le gustaría sacar un mando a distancia del bolsillo, parar la escena, pensar durante media hora, y después dar una contestación ingeniosa. O simplemente contestar algo un poco más consistente que un simple monosílabo dubitativo.
- Yo simplemente lo supe.
- ¿Es usted adivina entonces?
- No, papá, no te enteras de nada -dijo Dieguito-. Mariola es una princesa que se ha escapado de un cuento de hadas, y viene todos los días a contarnos las cosas que pasan en su reino. 
- ¿Y por qué se ha escapado?
- Pues papá, es evidente, porque sus padres deseaban que se casara con el príncipe vecino, y ella no quería, así que se ha escapado -el semblante de Diego se ensombreció-. Pero algún día la encontrarán, y se la llevarán de vuelta a su casa...
- No te preocupes Dieguito, que a lo mejor te vas tú antes a casa que yo. No te pongas triste, que antes de irme a cualquier sitio, vendré a decírtelo para que podamos buscar una solución juntos, y que te vengas conmigo a mi reino.
- ¡Qué bien! ¿Y mis padres se pueden venir con nosotros? - Mariola se puso tensa al oír la alusión a la madre del niño-.
- Sí, claro -contestó-.
- ¿Y los abuelos?
- Por supuesto, Dieguito, puede venir todo el que quiera. Somos muy acogedores en mi reino. Lo único que no aceptamos -dijo mirando directamente a Joaquín- son dragones. -Mariola respiró profundamente y añadió-: ya se me ha hecho muy tarde. Me tengo que ir, pero mañana vendré a verte otra vez.
- ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo. Buenas noches.

Mariola se despidió de ambos, y empezó a caminar hacia la puerta. Estaba haciendo un ejercicio sobrehumano por concentrarse en mantener la cabeza alta y respirar a la vez.

- Por cierto, Mariola -dijo Joaquín cuando ella estaba a punto se salir de la habitación. Se paró en seco, con la mano ya en el picaporte-, ¿qué hacen los príncipes cuando se encuentran con una dragona?
- Ya he dicho que las dragonas no matan, sólo se protegen. No veo por qué un príncipe debería defenderse de una dragona.
- ¿Quizá le confundió con un dragón?
- O quizá no. Una dragona no mata, pero tiene puntería. Lo mejor sería hacerse con un buen ungüento para las quemaduras.
- Créeme -era la primera vez en toda la tarde que Joaquín la tuteaba-, ya lo tengo.

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