martes, 23 de agosto de 2011

Este adiós no maquilla un hasta luego

Es muy difícil escribir cartas, especialmente cuando una ha de sincerarse. Es difícil saber que jamás verás la cara de la otra persona al leerla, o incluso tener la infinita duda de si algún día el receptor se dignó a abrirla o simplemente la desechó...

Dicen que cuando no tienes nada que decir, es mejor que no digas nada. Pero, ¿y qué pasa cuando tienes mucho que contar y no puedes? ¿Qué pasa cuando las palabras se te atragantan en algún punto del esternón, luchando por salir, apresadas, constreñidas, desquiciadas? ¿Qué pasa cuando estás confundida, y embriagada, y dolorida? ¿Qué pasa cuando sientes que te pueden las ganas?

Llevo todo el día escribiendo la dichosa carta. Millones de palabras merodeando por mi cabeza: una, otra, y otra más. Todas en fila india, muy ordenadas, como en los mejores desfiles militares. Esta cabecita mía, que tiene que esforzarse sobremanera por darle órdenes a mi persona, órdenes que se niega a oír, siempre rebelde, siempre sin causa. 

Te he escrito una carta mental que no me atrevo a plasmar en un papel. Cuando escribo con el corazón, me gusta hacerlo con pluma y tinta, sobre un trozo de pergamino antiguo. Sólo he hecho eso dos veces antes en mi vida, y me apena decir que en ambas ocasiones fue para despedirme. Hoy me veo de nuevo en la misma tesitura, pero es que hay un algo dentro de mí que me impulsa a explayarme, a marcarme un monólogo que no requiera de respuesta, a cerrar una puerta que siempre estará abierta. Porque yo soy así. Y no hay más. 

Podría pasarme meses divagando sobre lo que fue y no será, describiendo con pelos y señales este miedo atroz que me congela, que me desnutre y me alimenta. Podría hablarte de una canción y algunos besos que valen más que el oro del Perú. Podría conducir frenética, obviando todo ápice de cordura, y acabar en algún lugar desierto gritando a los cuatro vientos este dolor que me carcome, que me tiene presa desde hace tiempo, que me impulsa constantemente hacia el mismo punto podrido de siempre. Y podría también sentarme en mi cama con las piernas cruzadas, y empezar un nuevo querido alguien. Pero me he dado cuenta, ahora mismo, mientras escribía este aullido, de que simplemente quiero agradecerte tu presencia.

Se me hace duro pensar que cohabitas el mismo Universo que yo, que en cualquier momento nuestros caminos podrían volver a juntarse. Pero también se me hace fácil saber que me enseñaste la lección más grande que nadie me ha regalado. Tu rostro viajará conmigo hasta el final de mis días, y te recordaré con cariño, simplemente porque he decidido que así sea. Sumaré tu paso por mi vida a mi anecdotario surrealista -¡cómo me gusta esa palabra!-, y dejaré los lamentos para otro, que hoy no es el día. 

¡Gracias de todo corazón, gracias con letras mayúsculas! ¡Gracias, gracias, gracias! ¡Gracias! Estoy segura de que tú también sufres. Me he puesto en tu lugar, y te he comprendido. Te he mandado luz y amor, y ya nada más importa. Porque he llegado al final del camino, y he desvelado el acertijo. ¡Qué sencillas resultan a veces las cosas cuando les dedicas tiempo! 

Qué fácil resulta liberarse. Las cartas no siempre tienen por qué esperar una respuesta del otro, porque todo lo que buscas, está dentro de ti. Qué fácil es escribirte ahora, con el alma más ligera y el estómago lleno... Ya lo sabes: y antes de que me quieras como se quiere a un gato, me largo con cualquiera que se parezca a ti... Yo también sé despedirme... a lo Sabina.