miércoles, 29 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 5 - La conversación


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Cuando Mariola tenía 14 años, quedó por primera vez con un chico a solas. Era lo que los americanos llamaban una cita, aunque ella no se sentía en absoluto identificada con las escenas de las películas. Se limitó a levantarse a las seis de la mañana de puro nervio, y a mirar el reloj de la cocina de su casa cada treinta segundos. Ella no llamó a sus amigas, tampoco estuvo durante horas probándose diferentes modelitos, y ni siquiera se maquilló (porque pintarse ligeramente los labios con la clásica barra de color rojo intenso de su madre no contaba). Era pleno verano, y como su madre tenía que trabajar, ella pasaba el día entero sola en el pequeño piso del centro en el que vivían. Se encargaba de ir a la compra, y de hacer el gazpacho para la comida, pero aquel día tenía todo listo a las doce de la mañana. 

Su cita se llamaba Guillermo Ruipert, y tenía un extraño acento indescriptible, entre rumano y catalán, que era precisamente el lugar de nacimiento de sus padres. Mariola había estado fantaseando con Guillermo casi dos años, pensando en cómo sería estar casada con él, y aún más, en si él sería el co-protagonista de su primer beso. Cada noche al acostarse, rezaba a San Antonio para que Guillermo la llamara para salir, ya que su madre siempre le decía que ese era el santo que le encontraría un novio. Mariola confiaba en su madre en estas cosas de los rezos porque tenía la casa repleta de crucifijos y vírgenes, aunque ella no estaba del todo segura de si toda aquella parafernalia serviría de algo, porque su madre había rezado a San Antonio toda la vida, y después de tanta historia, le había quitado a su marido a los dos años de casarse... Pero San Antonio tenía que ser santísimo, porque hizo posible el milagro, y Guillermo Ruipert la eligió a ella, de entre todas las chicas del grupo, para quedar aquel martes por la tarde, y tomar una coca-cola en una terraza del barrio. 

Finalmente llegó la hora, y sonó el timbre a las siete en punto. Mariola abrió la puerta de su casa e invitó a Guillermo a pasar, aunque él rechazó la oferta educadamente, diciendo que si aún no estaba lista la esperaría en el rellano. Ella aceptó, dejó la puerta entreabierta, cogió el bolso y las llaves, se metió en el cuarto de baño y contó hasta doscientos. No quería que Guillermo viera que estaba ansiosa por quedar con él. 

Cuando terminó de contar, puso la mejor de sus sonrisas, salió a la calle junto al chico en cuestión, y se sentaron en el bar como habían acordado. La conversación fue más o menos agradable, nada excepcional, pero Mariola no estaba dispuesta a renunciar tan rápido a su hipotético candidato a primer beso. Él la acompañó a casa, y cuando aún estaban a mitad de camino, le cogió de la mano. Fueron caminando en silencio los pocos metros que les separaban del portal, y cuando llegaron empezó la despedida. Ella le miraba arrebolada, con una inquietud emergente que le subía desde los pies y acababa en las orejas. El gran momento había llegado, y no podía creer que estuviese a punto de suceder. Se dio cuenta de que cuando esperabas algo con tantas ansias y al fin llegaba, de repente perdía un poquito de valor. Guillermo le dijo algo, y ella contestó sin pensar apenas, concentrada como estaba en colocar sus labios estratégicamente para que él interpretase que le estaba invitando a besarla. Entonces él se inclinó sobre ella, y se hizo la magia -al menos para ella, claro-. Guillermo empezó a acariciarle la espalda, muy meloso, y siguió subiendo, cada vez más cerca del contorno de su pecho derecho. Ella empezó a ponerse nerviosa. Siempre había sabido que resultaba un poco ñoña, y maldijo en ese momento su molesto sentido del decoro. Las demás chicas se dejaban meter mano, y ella estaba a punto de propinarle un guantazo al que por aquel entonces era el amor de su vida, por hacer lo que cualquier otro chico de su edad hubiese deseado. Se apartó, y le dio las buenas noches, aún conteniendo la respiración.

Cuando llegó a casa, surgieron las dudas, se planteó si lo habría hecho bien, o si le habría gustado a Guillermo. Ya estaba hecho, ya nadie le volvería a dar un primer beso, ni experimentaría aquella sensación de nuevo, y en realidad, tampoco le había parecido que fuese gran cosa. Se podría decir, que había puesto demasiadas expectativas en una estupidez, y ahora estaba decepcionada. Odiaba esa sensación.

Mariola se fue a dormir, y a la mañana siguiente comenzó su rutina una vez más de ir a la compra y hacer el gazpacho. Bajó las escaleras andando, y caminó hasta la tienda de la esquina. Se cruzó por el camino con varias vecinas, que no se pararon a saludarla. Ella no le dio importancia, y continuó con sus tareas. Cuando estaba terminando de poner la mesa, su madre entró en la casa enfurecida diciendo una serie de improperios inconexos. Ella trató de tranquilizarla y averiguar cuál era el motivo de su disgusto. Al final, consiguió deducir que Guillermo Ruipert había ido diciendo por todo el barrio que el día anterior se había tirado Mariola, la hija monjil de la viuda, y que las niñas buenecitas eran las mejores para echar un polvo, porque se comportaban como putas en la cama. Mariola miró a su madre con los ojos desorbitados, y no se le ocurrió otra cosa que echarse a reír. Era una sensación descontrolada, histérica, imparable. Estuvo riendo a carcajadas al menos media hora, incapaz de emitir más sonido que risas ultra sonoras. Su madre lloraba como una magdalena en el diván del salón, preguntándole al cielo qué había hecho mal, y echando maldiciones místicas sobre su persona. Las dos se miraban, y parecían la caricatura viviente de la representación teatral: la cara sonriente y la triste. 

Cuando hubo terminado el jolgorio, explicó a su madre lo sucedido la noche anterior, y afortunadamente creyó su versión de los hechos. Mariola nunca llegó a comprender por qué aquella vez le entró esa risa descontrolada, a carcajada limpia, pero la realidad es que nunca le dio mucha importancia ya que jamás se repitió. Lo peor del caso fue que Guillermo Ruipert entró en su lista negra, no volvió a quedar con él, y lloró descontroladamente durante tres días seguidos hasta que se medio enamoró de otro chico del barrio, algo mayor que ella, con el que nunca llegó a salir.

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Catorce años después, Mariola llevaba ya diez minutos tirada en el suelo, con unas agujetas horribles en el estómago a consecuencia de la risotada. Dieguito la acompañaba en la escena, divertido y sonriente, y Joaquín debía de estar ya valorando su nivel de desequilibrio. Cada vez que abría la boca para tratar de explicar lo que estaba pasando, llegaba una nueva ola de carcajadas incontrolables y volvía a caer rendida al suelo, víctima de su propia risa nerviosa. 

Estuvo así unos minutos más, hasta que logró contenerse al fin, y convertirse de nuevo en una persona normal y adulta, capaz de mantener una conversación normal y adulta. 

- Mariola, Mariola, eres divertidísima. Me ha encantado cómo has cambiado el cuento. ¿Ahora vamos a reirnos cada vez que llegue El Ocaso? -dijo Dieguito ilusionado-.
- Claro, ¿qué te parece la idea? -Mariola pensó que el razonamiento del niño le había caído del cielo-.
- ¡Me encanta! -añadió-. Papá, ésta es la princesa Mariola -Joaquín inclinó la cabeza a modo de saludo-. ¿Sabes que ayer estuvo cenando con un dragón? -Mariola maldijo su mala suerte, pensando a toda velocidad cómo podía salir del paso sin ofender a ninguno de los presentes-.
- ¿Ah, sí? -Joaquín prestó toda su atención de repente a la conversación-. ¿Con un dragón, nada menos?
- Sí, papi. Ella estaba muy contenta ayer porque había quedado con un señor para cenar, y yo le dije que tuviera mucho cuidado porque los dragones a veces se disfrazaban de personas. ¿Y sabes qué? Menos mal que se lo dije, porque al final resultó ser un dragón de los malísimos, de los que echan fuego por la nariz y todo. 
- ¿Y qué pasó con ese dragón? Está claro que no consiguió matar a la señorita, porque aquí está -Mariola no podía estar más mortificada-, y me atrevo a decir que está muy contenta -añadió Joaquín remarcando cada una de las palabras-.
- Pues que Mariola también se convirtió en dragona y le echó aún más fuego para poder defenderse del ataque, y se fue corriendo para que el dragón malo no consiguiera alcanzarla de nuevo.
- Qué suerte tuvo usted entonces anoche. ¿De verdad se convirtió en dragona? -dijo, clavando su mirada en los ojos de Mariola-.
- Yo... Bueno, sí. Me convertí en dragona.
- Sí, papá, pero no le mató porque Mariola es una dragona buena, y me ha dicho que las dragonas buenas no matan, sólo se protegen. ¿A que sí? -dijo Dieguito-.
- Sí, Dieguito, las dragonas malas no matan.
- ¿Y cómo sabe usted que no llegó a matar al dragón? -añadió Joaquín-. ¿Volvió usted para comprobarlo?
- Pues... -Mariola no sabía qué decir. Estaba deseando marcharse de allí-, la verdad es que no volví.
- ¿Por lo tanto, podría estar el pobre dragón tirado en mitad de alguna parte, sangrando?
- Sí... Cuando volví a mi casa también pensé en eso, en que cuando echas fuego a alguien, aunque sea para defenderte, puedes hacerle quemaduras muy profundas, y eso siempre es doloroso...
- Papá, si yo hubiera estado allí, habría protegido a Mariola con mi vida, y no le habría dejado que le pasase nada malo. Habría cogido mi espada mágica, y se la habría clavado al dragón en el corazón hasta que cayera al suelo. Y entonces la princesa Mariola me habría dado un beso a modo de agradecimiento por haberle salvado la vida. ¿A que sí?
- Bueno Dieguito, si hubieras estado allí -se detuvo un instante para que sus palabras calaran más en Joaquín-, sé que me habrías salvado de las garras del dragón. Pero no hace falta que mates a nadie para que yo te dé un beso -y se acercó al niño, para besarle la coronilla, a lo que Diego respondió con una amplia sonrisa-.
- Por curiosidad -dijo Joaquín-, ¿cómo supo usted que el señor con el que estaba cenando anoche era un dragón disfrazado?
Mariola se tomó dos segundos más de lo necesario para responder. Éste era uno de esos momentos en los que le gustaría sacar un mando a distancia del bolsillo, parar la escena, pensar durante media hora, y después dar una contestación ingeniosa. O simplemente contestar algo un poco más consistente que un simple monosílabo dubitativo.
- Yo simplemente lo supe.
- ¿Es usted adivina entonces?
- No, papá, no te enteras de nada -dijo Dieguito-. Mariola es una princesa que se ha escapado de un cuento de hadas, y viene todos los días a contarnos las cosas que pasan en su reino. 
- ¿Y por qué se ha escapado?
- Pues papá, es evidente, porque sus padres deseaban que se casara con el príncipe vecino, y ella no quería, así que se ha escapado -el semblante de Diego se ensombreció-. Pero algún día la encontrarán, y se la llevarán de vuelta a su casa...
- No te preocupes Dieguito, que a lo mejor te vas tú antes a casa que yo. No te pongas triste, que antes de irme a cualquier sitio, vendré a decírtelo para que podamos buscar una solución juntos, y que te vengas conmigo a mi reino.
- ¡Qué bien! ¿Y mis padres se pueden venir con nosotros? - Mariola se puso tensa al oír la alusión a la madre del niño-.
- Sí, claro -contestó-.
- ¿Y los abuelos?
- Por supuesto, Dieguito, puede venir todo el que quiera. Somos muy acogedores en mi reino. Lo único que no aceptamos -dijo mirando directamente a Joaquín- son dragones. -Mariola respiró profundamente y añadió-: ya se me ha hecho muy tarde. Me tengo que ir, pero mañana vendré a verte otra vez.
- ¿Me lo prometes?
- Te lo prometo. Buenas noches.

Mariola se despidió de ambos, y empezó a caminar hacia la puerta. Estaba haciendo un ejercicio sobrehumano por concentrarse en mantener la cabeza alta y respirar a la vez.

- Por cierto, Mariola -dijo Joaquín cuando ella estaba a punto se salir de la habitación. Se paró en seco, con la mano ya en el picaporte-, ¿qué hacen los príncipes cuando se encuentran con una dragona?
- Ya he dicho que las dragonas no matan, sólo se protegen. No veo por qué un príncipe debería defenderse de una dragona.
- ¿Quizá le confundió con un dragón?
- O quizá no. Una dragona no mata, pero tiene puntería. Lo mejor sería hacerse con un buen ungüento para las quemaduras.
- Créeme -era la primera vez en toda la tarde que Joaquín la tuteaba-, ya lo tengo.

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miércoles, 22 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 4 - El Ocaso


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Mariola se metió en la cama y repasó mentalmente de nuevo la conversación que acababa de mantener con aquel conocido desconocido. Sintió una vergüenza profunda al comprobar que se había excedido con el hombre. Al fin y al cabo, él no le debía nada, y ella había llegado incluso a cuestionar su sentido de la responsabilidad paternal. Se dio cuenta con cierta tristeza de que su reacción había sido totalmente desproporcionada, y reconoció –para sí misma- que la regañina estaba más orientada a su frustración al comprobar que no era el médico perfecto de sus sueños, que a reprocharle cualquier otra cosa. Había actuado como una niña pequeña, y aunque tenía claro que no volvería a quedar con Joaquín Ferrero, eso no significaba que él se mereciese un rapapolvo.

Mariola había aprendido que la nobleza era una gran virtud, y se esforzaba sobremanera por cultivarla. Y no cabía duda de que juzgar a los demás no era un acto noble en absoluto.

Según iban avanzando sus pensamientos, se iba sintiendo cada vez peor. Pensó entonces que había llegado el momento de dormirse, y a la mañana siguiente decidiría qué hacer con todo aquel embrollo.

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Mariola terminó de leer el cuento de los Siete Cabritillos a los niños más pequeños, se incorporó, y se excusó ante sus compañeros explicando que tenía jaqueca. Ese día no iría a la sala de juegos en la que solía pasar las tardes Dieguito, por si acaso se encontraba allí a Joaquín. Llevaba todo el día huyendo de cada sala en la que entraba, consciente de que en cualquier momento podía volver a toparse con él, y estaba tratando de retrasarlo el máximo tiempo posible. No entendía por qué se sentía tan mal respecto al suceso de la noche anterior, pero lo cierto era que ese día hubiese pagado una fortuna por estar al menos a diez mil kilómetros de allí. Cuando se levantó por la mañana y recordó todo lo que había pasado, llegó a fantasear con la idea de fingirse enferma, pero dado que había firmado el contrato laboral la víspera, y además trabajaba en un hospital, no le pareció nada ético, ni profesional, ni creíble siquiera, decir que tenía un catarro. Además estaba la cuestión de don Mauricio, que aquel día tenía una reunión importantísima, y su presencia en la notaría era del todo imprescindible.

Si Mariola había aprendido algo en la vida era que los miedos había que enfrentarlos o reírse de ellos. Como aún no había encontrado ningún motivo para reírse de Joaquín Ferrero, prefirió optar por el enfrentamiento. Aunque estaba claro que su voluntad debía de estar rebelde, porque a pesar de sus buenos propósitos iniciales, se encontraba encaramada junto a una puerta, en un estado casi psicótico, mirando a todas direcciones, para evitar a ese maldito granuja polígamo.

Debían de ser ya casi las ocho. Mariola tenía que atravesar todo el pasillo central del hospital para poder llegar hasta el vestuario donde estaban sus cosas. Definitivamente se sentía como el personaje principal de una novela, cuyo futuro sólo dependía del autor. Pensó que Dios debía ser lo más parecido a un escritor, que iba decidiendo a capricho los sucesos de cada ser; o puede que tal vez improvisara, lo que por cierto le generaba mucho más desasosiego. En ese instante decidió que si ella algún día llegaba a escribir una novela, jamás haría a la protagonista pasar por la angustia y la incertidumbre de tener que cruzar un largo pasillo, con unas mil puertas a cada lado, de las que podía salir en cualquier momento un caradura al que previamente había reprendido de la manera más absurda.

Se vio allí de pie, mirando la extensa prolongación del pasillo. Empezó a andar, respirando profundamente, convenciéndose de que en cualquier caso, no pasaría nada si se cruzaba de nuevo con Joaquín Ferrero. Iba muy concentrada en la respiración, y las pulsaciones se le iban acelerando con cada paso. Una de las puertas se abrió, y salieron varias personas vestidas con batas verdes. No había duda de que eran cirujanos. Inmediatamente abrió la primera puerta que encontró, y se metió sin plantearse siquiera lo que podía encontrar allí. Cerró los ojos, y se criticó por adoptar esa actitud tan histriónica. Se tomó unos segundos para calmarse, ya que podía sentir cada uno de los latidos de su corazón en la garganta. Abrió los ojos de nuevo, y sus palpitaciones se dispararon por completo.

-    ¡Princesa Mariola, princesa Mariola! –Dieguito, que estaba tumbado en una cama, saltó y se tiró literalmente a sus brazos-. Hoy no has venido a verme y te he echado mucho de menos.
-        Hola Dieguito. He estado muy ocupada. Lo siento mucho. ¿Qué tal te encuentras?
-        Hoy tengo sapitos en el estómago, pero si los vomito como ayer, a lo mejor les puedes dar un beso y se convertirán en un apuesto príncipe.
-        La idea resulta tentadora, aunque creo que lo dejaremos para otro día porque hoy no tengo ganas de dar muchos besos. Sólo a ti –dijo, mientras le plantaba un sonoro beso en la frente-. Por cierto, ¿cómo han llegado los sapos a tu tripa?
-     No son sapos, sino sapitos, y han llegado porque una bruja malvada me lanzó un hechizo maligno mientras dormía para matarme, y me llenó todo el cuerpo de sapitos envenenados. Pero como yo soy más listo se lo dije a mi madre enseguida, y llamamos a un hechicero, para que me diera unos rayos mágicos que pudieran eliminar todo el veneno – Mariola admiraba inmensamente a aquel niño y su manera de tomarse la quimioterapia-. Ahora estoy esperando en la guarida del hechicero para que pueda comprobar que expulso a todos los sapitos de dentro de mí. ¿Seguro que no quieres quedarte para ver si alguno se convierte en príncipe? A lo mejor tiene una espada y mata dragones, como el del cuento de ayer… ¿Te acuerdas?
-        Sí, Dieguito, me acuerdo. ¿Y qué tal te encuentras?
-     Yo estoy preparándome para coger fuerzas porque el domingo me ha dicho mi abuela que me va a llevar a pasear, y que después me va a preparar espaguetis con tomate. ¿Quieres venirte con nosotros a comer el domingo?
-        Me encantaría, Diego, pero creo que no voy a poder.
-        ¿Y por qué no?
-        Porque… -Mariola no sabía qué decirle-.
-      ¿Es que te has casado con el señor de ayer con el que habías quedado? –Mariola recordó de pronto toda su angustia, la cita del día anterior, la regañina, y al padre de aquel niño de imaginación desbordante y fortaleza infinita-.
-        No, Diego, no me he casado con él.
-        ¿Era un dragón como yo te había dicho?
-        Sí, era un dragón –respondió Mariola con cierto tono de resignación-.
-        ¿Y echaba fuego por la nariz?
-     Muchísimo… Intentó quemarme, pero ¿sabes qué? En ese momento apareció mi hada madrina y me convirtió a mí también en una dragona para así poder protegerme de él, y acabé quemándole yo mucho más. Notaba cómo se iba fabricando el fuego justo aquí –dijo señalándose el entrecejo- y después salía despedido por la nariz con muchísima fuerza.
-        ¿Y le diste?
-        ¡Claro! Yo soy una dragona buenísima, pero tengo mucha puntería con los malos.
-        ¿Pero lo mataste?
-        No, no lo maté.
-        ¿Por qué no? Ahora anda por ahí suelto y puede hacer daño a otras princesas tan guapas como tú… -no cabía duda de que ese niño apuntaba maneras-.
-      Ya Diego, eso es verdad, pero las princesas tan guapas como yo no matan, sólo se protegen de los dragones.
-        Si yo hubiera estado allí, te habría protegido con mi espada mágica.
-        Eres muy valiente, Diego –dijo entre risas-.
-        ¡Mi padre siempre me dice lo mismo! -Mariola se puso tensa al oír la alusión a Joaquín-.
-        ¿Ah sí?
-        Sí. Aunque te quiero contar un secreto.
-        ¿Un secreto?
-        Sí, pero me tienes que jurar solemnemente que nunca jamás de los jamases se lo contarás a nadie.
-        Claro, Dieguito. Puedes confiar en mí.
-        ¿Me lo prometes?
-        Sí, te lo prometo –Mariola se puso seria, y le apretó la mano para sellar el pacto-.
-      Mi padre dice que soy valiente, pero no es verdad –su mirada se tornó triste de repente-. Tengo mucho miedo a una cosa.
-        ¿A qué tienes miedo? –Mariola empezaba a ponerse nerviosa. Teniendo en cuenta la enfermedad de Diego, temía acabar llorando como una magdalena en vez de consolarle-.
-        Tengo miedo a El Ocaso.
-        ¿Qué? –Mariola no entendía nada-. ¿Al ocaso?
-        No, al señor Ocaso.
-        ¿Quién es el señor Ocaso? –respondió sorprendida e intrigada-.
-        Es que siempre que nos cuentas un cuento, las cosas malas suceden cuando llega El Ocaso, y lo peor es que nunca te esperas que vaya a aparecer. Cuando nos lees algo y dices que llegó El Ocaso, yo empiezo a temblar, y me da mucho miedo… Tiene que ser un señor malísimo…
-     Bueno Dieguito, no tienes por qué tener miedo –Mariola sintió un gran alivio al comprobar que el miedo del chico no tenía nada que ver con enfermedades, muertes, o alguna historia truculenta relacionada con el maltrato infantil-. El Ocaso ha tenido la mala suerte de que  se le recuerde como a un señor oscuro y tenebroso, pero en realidad, tiene otras cosas preciosas. Los cuentos también se solucionan durante el ocaso. ¿Nunca habías pensado en eso?
-        No… -contestó con un hilo de voz-.
-      Te voy a contar una historia: érase una vez que se era, en un lugar muy, muy lejano, vivía una bruja malvada que sólo pensaba en molestar a sus vecinos. Les hacía cosas horribles, y todos tenían mucho miedo a la bruja Tula. Un día, un caballero del reino, decidió matarla para que el resto de los habitantes pudiesen vivir tranquilos, así que se fue hasta la cueva en la que vivía la mujer. Ella estaba sentada en una mecedora, leyendo un libro de antiguos conjuros. Zoxor, que así se llamaba el caballero, blandió su flamante espada y fue corriendo hacia ella. Pero cuando la tenía a sus pies, justo antes de clavarle el frío acero en su costado, la miró a los ojos, y vio en ella una belleza deslumbrante que le conquistó. Estuvieron mucho tiempo así, mirándose, y él decidió que tenía que haber otra solución para acabar con el mal que había en aquella mujer. La ayudó a incorporarse, y se presentó. A partir de aquel día, Tula empezó a ser otra. Cambió su larga capa negra por ropajes más alegres, se arreglaba cada día para Zoxor, y hablaban durante horas sobre los temas más dispares. Al cabo de un tiempo, la bruja dejó de molestar a los vecinos, y todos se mostraron mucho más felices. Lo único que necesitaba Tula era que alguien se atreviese a mirarla de verdad, y le diese una oportunidad. Zoxor lo hizo, y ese es el acto más valeroso que hizo jamás, más aún que los miles de dragones que había matado en su vida.
-        Este cuento es nuevo.
-       Mira, piensa en alguien a quien quieras mucho. Seguro que hay cosas de esa persona que te encantan, pero en cambio hay otras que no te gustan nada. A veces, tenemos que centrarnos en amar más las cosas que nos disgustan de los otros, porque de esta manera, tenemos el poder mágico de convertirlas en virtudes. Imagínate una flor. Las flores son muy bonitas, ¿verdad? Mis favoritas son las amapolas rojas. ¿Sabes que las amapolas, antes de convertirse en esas flores tan bonitas, están muchos meses encerradas en unos capullos verdes muy débiles y bastante feos? Cuando yo voy a un campo lleno de capullos, pienso en lo precioso que es su interior, y de esa manera, estoy viendo la belleza que hay en todo el conjunto. Y como consigo visualizar a la amapola preciosa en primavera, logro también que esa imagen se haga realidad. Lo que te quiero decir con todo esto, es que puedes ver al señor Ocaso como un ser malvado, o puedes ir más allá y mirar dentro de él, para darte cuenta de que cuando aparece, siempre hay cielos llenos de estrellas, y la luna brilla. ¡Vamos a hacer una cosa! A partir de ahora, cuando cuente un cuento, siempre voy a decir que pasan cosas buenas cuando llegue El Ocaso.
-        ¡Pero entonces estarías cambiando el cuento!
-        ¿Y qué problema hay con cambiarlo?
-      ¡Papá! –Diego gritó, saltó de la cama, y se tiró a los brazos de Joaquín -que acababa de entrar en la habitación-, exactamente igual que había hecho minutos antes con Mariola. Ella se quedó blanca, inmóvil. Trató de emitir alguna palabra, pero sus esfuerzos se vieron reducidos a un extraño balbuceo más parecido a la carantoña de un bebé que a cualquier otra cosa. 
-        Princesa Mariola, ¿estás bien? -dijo Diego al centrarse de nuevo en ella-. Parece que tú también tienes sapitos dentro con veneno. ¡Mariola! –repitió aún más fuerte-. ¿Qué te pasa?
-        Que acaba de llegar El Ocaso.

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lunes, 20 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 3 - La cita

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Mariola metió la llave en la cerradura, entró en casa, y empezó a desnudarse. Desde que murió su madre, tenía la firme convicción de que cualquier día se le aparecería para seguir controlando lo que hacía con su vida. Por eso, cada vez que se quedaba a solas (porque daba por hecho que los muertos sólo se te aparecían cuando no estabas acompañado), se desnudaba enterita. Su madre siempre había sido una mujer muy pudorosa, y sabía que jamás tendría la osadía ni el mal gusto –viva o muerta – de aparecérsele cuando ella estaba en paños menores. En invierno, como hacía frío, se dejaba puesta la camiseta interior, de satén semitransparente, y los panties de algodón de color carne. Doña Rosa, la dueña de la mercería de la esquina, pensaba que Mariola se había dado a la mala vida, comprándose toda aquella ropa interior provocativa y seductora. Si la señora supiese que tenía que vestirse así para que su madre no viniese del Más Allá para regañarla…

Mientras Mariola se desabrochaba los botones de su recatada camisa empezó a repasar mentalmente la sucesión de acontecimientos de la noche. Si existiese un record Guiness a la peor cita de la historia, estaba segura de que la ganarían ella y el tal Joaquín Ferrero.

Aquella tarde, como de costumbre, había visitado a sus inquilinos sin contratiempos aparentes. A las ocho y media, contó el cuento de La Princesa y el Dragón a los niños, y comenzó el ritual diario de dar a cada uno un beso de buenas noches en la frente. Dieguito llevaba ya varios días bastante enfermo, y cuando ella se acercó, tuvo el mal tino de vomitar literalmente dos veces encima de ella. Mariola se quedó mirando el líquido multicolor resbalando sobre su camisa, y tres segundos después sobre su falda. Una enfermera le llevó corriendo una caja llena de gasas y tiritas. Ella no entendía muy bien qué pretendía la mujer con todo ese arsenal de material estéril para curas, y siguió ahí de pie, inmóvil, viendo cómo la enfermera le limpiaba con las diminutas gasas la prueba evidente del malestar de Dieguito. Tardó unos minutos más en reaccionar y empezar ella también a limpiarse la ropa. Agradeció con la mirada a Luisa –que así se llamaba la enfermera- su amabilidad, e hizo lo posible por eliminar todos los restos de vómito. Tanto Dieguito como Paloma, su madre, se mostraron sumamente avergonzados por el suceso, y le pidieron múltiples disculpas. Ella les tranquilizó diciéndoles que esa noche había quedado con un hombre, y el recuerdo de Dieguito le iba a dar muy buena suerte. Él se tiró a sus brazos sin importarle un ápice su desastroso atuendo y le dio una sarta de besos por toda la cara. Le susurró al oído que tuviese cuidado con el señor, porque podía ir disfrazado de dragón y le podía quemar con el fuego que salía de su nariz. Ella le prometió ser precavida. Adoraba a aquel niño de sonrisa pilla y mirada ilusionada. Cuando se hubo adecentado ligeramente, se dio cuenta de que toda ella olía fatal, así que se fue al vestuario de los médicos, se quitó ambas prendas, y las limpió con agua y jabón. Cuando terminó, cogió un secador y empezó a moverlo alrededor de la ropa, rezando por que el médico con el que había quedado fuese al menos un poco impuntual. Miró el reloj. Ya eran las nueve y media, y llegaba realmente tarde a su cita.

Se puso de nuevo la camisa y la falda, aún húmedas, y se miró en el espejo. Tenía un aspecto horrible, con la raya del ojo corrida, y restos de rimel por toda la mejilla. El pelo lo tenía tan alborotado que parecía la protagonista de un reportaje fotográfico cuyo tema principal eran los desequilibrados en un centro de salud mental. Sacó de su enorme bolso a lo Mary Poppins un pequeño neceser multiusos, y se arregló un poco. Ya debían ser casi las 10. Se puso el abrigo y una bufanda, y salió corriendo hacia la puerta principal del hospital.

Divisó a lo lejos a Joaquín. A decir verdad no recordaba muy bien su cara, pero le reconoció enseguida. Él miró su reloj, y empezó a caminar en dirección a la puerta. Ella aligeró aún más sus pasos, dejando un ritmo acompasado a su espalda de taconeos contra el suelo. Todavía le quedaban unos cuantos metros, y ya le había perdido de vista, así que se vio obligada a correr. Se sentía como en un maratón olímpico. Al instante notó cómo unas gotas de sudor le recorrían la frente, pero obvió todo sentido estético para centrarse en las normas sociales y dar alcance a aquel hombre con el que se había citado, y al que había dejado plantado involuntariamente.

Salió del hospital. Se podía oír el silbido acompasado del viento, como un quejido lamentable digno de la banda sonora de una película de terror. Miró a izquierda y derecha, pero no quedaba rastro de su cita. Apretó los puños contra sus costados, con una sensación inquietante de impotencia y rabia. Se puso de puntillas, con la intención de ampliar su campo de visión, también sin resultados, y asumió con resignación la derrota. Dio la vuelta para entrar de nuevo en el hospital. No tenía ganas de volver a casa sola, así que pensó que quizá habría alguna enfermera con la que podría charlar un rato antes de marcharse.

Estaba a punto de cruzar el umbral, cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Se giró y vio un coche negro, parado frente a ella. Tuvo que esforzarse por reconocer al conductor, pero en cuanto bajó la ventanilla comprendió que se trataba de Joaquín. Se acercó hasta allí, y se apoyó en la puerta. Al menos tendría la oportunidad de disculparse.

-        Hola Joaquín. Lo siento mucho, pero me han surgido mil historias y no he podido llegar antes…
-        Tranquila –le interrumpió-, si yo he sido el primero que he llegado tarde. Hemos tenido una operación de urgencia, y acabo de salir. Pensaba que ya te habrías marchado.
-        Bueno, en ese caso llevo esperándote una hora, y estoy indignada –le contestó con una amplia sonrisa-.
-        Aún estamos a tiempo de ir a cenar. Conozco un restaurante italiano en el que hacen la mejor pasta al pesto de todo el planeta. ¿Qué me dices?
-        ¿Pesto? Suena maravilloso.
-        Sube al coche entonces, que debes estar helada.

Mariola agradeció la oferta, y obedeció sin mediar palabra. Tenía los pies congelados, y sentía como si diez mil alfileres se le estuvieran clavando en el empeine. El recorrido fue corto, de unos cinco minutos. Aparcaron en un hueco libre a pocos pasos del local, y entraron en el restaurante. Era bastante acogedor, y estaba decorado como si fuese una gruta de la mafia. Joaquín le dijo algo al camarero que les atendió, y les dieron una mesa algo apartada del barullo. Él se mostró muy atento, ayudándole a quitarse el abrigo, y después acercándole la silla hasta la mesa. Siempre había considerado a los médicos como la panacea del romanticismo, y puede –sólo puede- que aquella idea fuese verdad.

Ambos pidieron sendos platos de tagliatelle al pesto y una botella de valpolicella. Como ya era un poco tarde, apenas tardaron en servirles la cena. La conversación resultó de lo más agradable, entre brindis por los inquilinos y por las vidas que Joaquín había salvado en aquella tarde de quirófano.

-        Mariola, me parece fascinante lo que haces, y estoy realmente interesado en tu labor. Me dijo Iñigo que te considerabas una conserje… -dijo él, haciendo una evidente alusión al director del hospital-.
-        Sí, así es como me hago llamar.
-        Qué interesante.
-        Gracias.
-        Una pregunta, ¿conoces a todos los enfermos del hospital?
-        No sé si a todos, pero a la mayoría sí.
-        ¿Y cuál es tu preferido? Siempre se tienen preferidos…
-        Pues la verdad es que yo no los tengo. Piensa que aquí hay gente que está muy poco tiempo, o que vienen puntualmente a hacerse revisiones rutinarias que se complican. Lo normal es que la gente no pase más de una noche o dos. Con esos inquilinos no llego a intimar mucho. Con los que más me esmero es con los abuelitos y con los niños enfermos. Son los que más sufren…
-        Claro, es lógico. Yo ya había oído hablar de ti antes de empezar a trabajar aquí.
-        ¿Ah, sí? –respondió ella muy sorprendida. Él le cogió la mano en un gesto cuanto menos íntimo, y ella no se apartó. Le gustaba el roce de su mano, tan grande, tan caliente, tan milagrosa-.
-        Sí. Diego, un niño de la planta de oncología, me dijo que eres la princesa que fabrica cuentos por las noches para contárselos al día siguiente antes de dormir –el semblante de Joaquín se ensombreció. Ella le prestó aún más atención -. Voy a verle cada día, y hoy me ha contado que habéis tenido un pequeño problemilla después del cuento – Mariola sintió cómo su rostro empezaba a arder de la vergüenza-.
-        Pues es extraño que no te haya visto antes entonces…
-        Es que suelo ir por las mañanas, a primera hora. Hoy he ido cuando he salido del quirófano, pero no es lo habitual, porque normalmente acabo muy tarde y él ya está dormido.
-        Ah, claro. Yo por las mañanas trabajo en una oficina al lado del hospital –ella se quedó un instante reflexionando-. ¿Y de qué conoces a Dieguito?
-        Es mi hijo.

Mariola separó al instante su mano de la de Joaquín. Se quedó helada de repente, mucho más que cuando había estado minutos antes parada en la puerta del hospital buscando con la mirada a su nuevo amigo.

-        ¿Tu hijo? –preguntó extrañada-.
-        Sí, Diego es mi hijo. ¿No te ha hablado nunca de mí?
-        Sí, me dijo que su padre era un ser mágico pero que no podía ayudarle porque trabajaba con los pensamientos de las personas, para que les funcionasen mejor. Yo pensé que sería psicólogo o algún tipo de gurú excéntrico…
-        ¿Decepcionada?
-        No, realmente sorprendida… Yo pensé que esto era una cita, y tú tienes un hijo, y… -se dio cuenta de lo absurda que tenía que estar resultando. Se irguió sobre la silla, y replicó-. ¿Entonces qué quieres de mí?
-        Conocerte.
-        ¿Y por qué quieres conocerme? Yo te voy a decir a quien conozco: a Diego, que tiene 10 años y padece leucemia. Su cumpleaños fue hace menos de un mes, y lo celebramos por todo lo alto, pero tú no estuviste allí, así que no puedes saberlo. También conozco a Paloma, su madre, que aún lleva una alianza en la mano derecha, y que pasa las horas junto a su hijo, vuestro hijo, tratando de recordar cada sonrisa, cada gesto, cada mirada, consciente de que ya no le queda mucho tiempo. Conozco a Nicolás y Marta, sus abuelos maternos, que van cada día a las cinco en punto a visitarle y le llevan tabletas de chocolate a escondidas que él se come cuando cree que nadie le está observando. Y conozco también a Enrique, su abuelo paterno, viudo desde hace años, tu padre, que va los jueves cuando sale de trabajar, y le lleva antiguos cómics de héroes, que luego me presta para que se los lea en voz alta a todos los niños. La comida favorita de Diego son los macarrones con tomate de su abuela, y siempre dice que el domingo siguiente irá a comer a su casa porque se lo ha prometido, pero ese día nunca llega porque siempre está enfermo en la cama. A Diego le encanta Tintín, y sueña con convertirse en periodista como él. A veces se enfada, y le pregunta a su madre que por qué no puede ser belga, como Tintín. Y cuando le preguntas que de dónde es, te responde que nació en Madrid, pero que de mayor será belga –el tono de Mariola sonaba demasiado duro, y sintió que los ojos le ardían de impotencia, con millones de lágrimas amenazando con salir despedidas, casi incontrolables-.
-        ¿Por qué eres tan dura? Comprendo que me juzgues, pero si apenas me dieses la oportunidad de explicarte que…
-        ¿Por qué crees que debes darme explicaciones? – le interrumpió-. Yo no sé nada de ti, ni tú de mí. Lo que hagas con tu vida no me importa, ni tampoco me afecta –en ese momento se dio cuenta de lo contradictorio que estaba sonando su discurso. Realmente no merecía la pena mostrarse así de indignada con un hombre que estaba casado, que tenía al menos un hijo reconocido, y que andaba por ahí pidiendo citas a otras mujeres, conquistándolas con su sonrisa encantadora. Le miró fijamente y vio lo que se parecía Diego a ese hombre, los mismos ojos azules, la misma expresión, y la misma mirada cautivadora. Se levantó muy despacio, dedicándole el mayor de sus desprecios, se puso el abrigo con un gesto rotundo, y salió del restaurante sin mediar palabra, sintiéndose la mayor idiota del planeta. Cogió un taxi, le indicó al conductor la dirección, y cuando hubo llegado a su destino, metió la llave en la cerradura, entró en casa, y empezó a desnudarse.

Para leer el capítulo 4, pincha aquí.



miércoles, 15 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 2 - El acuerdo

Para entender esta entrada, hay que leer antes el capítulo 1 pinchando aquí.

Ya habían pasado dos días desde la muerte de don Luis, y Mariola no sabía por qué le estaba afectando tanto. Era consciente de que le había cogido cariño, pero ni más ni menos que a tantos otros antes que a don Luis. Y sin embargo allí estaba, parada, llorando cada pocos minutos. Ni siquiera cuando su madre murió, cuatro años antes, se había quedado tan impresionada...

Mariola salió temprano de su casa, y se fue andando hasta el hospital. Por lo general, hacía el recorrido en autobús, ya que estaba a más de cuatro kilómetros de distancia, pero aquel día necesitaba despejarse para aclarar sus ideas, y pensar qué era lo que realmente quería hacer en su vida.

El paseo, de aproximadamente una hora, no le cundió tanto como a ella le hubiese gustado. Parecía mentira que sesenta minutos pasasen tan rápido algunas veces y tan despacio otras....

En esta ocasión no fue directamente a saludar a las enfermeras, como era su costumbre, sino que bordeó el hospital por la parte trasera, para acceder a las oficinas principales. Ella era una mujer de palabra, y le había prometido a don Íñigo que le daría una respuesta al día siguiente. Ya habían pasado dos días y seguía en el mismo punto, y era consciente de que no lo podía retrasar ni un segundo más. 

Se había vestido con sus mejores galas, se había maquillado, y se había perfumado con un antiguo Chanel, para ver si así le daba fuerzas. Siempre que tenía que enfrentarse a una situación difícil, se rociaba con el olor de su madre, y automáticamente empezaba a sentir mucha confianza en sí misma, como si de alguna manera la estuviese protegiendo...

Estos eran los pensamientos que le acompañaban mientras subía en el ascensor y pulsaba el botón con el número siete, la última planta. Era la primera vez que estaba en aquella zona del hospital, y pensó con cierta ironía que posiblemente era la única parte del edificio en la que aún no había estado. No entendía muy bien por qué un lugar plagado de enfermos necesitaba siete plantas enteras de despachos y oficinas, pero supuso que en realidad tendrían alguna utilidad, o de lo contrario no existirían... Le distrajo un pequeño pitido que le anunció que ya había llegado a su piso. Esperó a que las puertas se abrieran, y salió del pequeño cubículo sintiéndose como una especie de diva de los años 50.

Nada más salir, se encontró en un hall muy amplio, de color crema, y al fondo a la derecha una larga mesa con una silla vacía, que debía ser el puesto de la secretaria del director. Como no había nadie, recorrió con decisión los metros que le separaban de su destino, clavando sus tacones con firmeza en el suelo enmoquetado, y cuando estuvo justo delante de la puerta de nogal, llamó tres veces seguidas con determinación. Al otro lado una voz masculina le instó a que pasara. 

- Buenos días, señor Soto.
- Ah, Mariola, buenos días. Te esperaba ayer. ¿Te encuentras bien?
- No señor, no me encuentro bien. El otro día, mientras hablaba con usted, murió don Luis. Pobre hombre, con lo bueno que era y lo solo que murió...
- Bueno Mariola, estas cosas pasan en los hospitales. A veces la gente sana, y a veces no hay solución... Y ya sabe usted que las personas mayores tienen menos posibilidades que las jóvenes...
- Ya, pero no por ello es menos doloroso...
- ¿Es la primera vez que se enfrenta usted a la muerte?
- No señor, mi padre murió cuando yo era una niña, y mi madre hace tan sólo unos años. Y además, desde que vengo a esta hospital he visto morir ya a muchos inquilinos, pero nadie me había afectado tanto como don Luis... No sé qué me pasa.
- Disculpe la indiscreción, pero ¿está usted embarazada?
- ¡Eso es absolutamente imposible!
- Si usted lo dice...
- ¿No ve que no llevo alianza en el dedo anular?
- Ya sé que no es lo más habitual, pero creo que desde que el hombre es hombre y la mujer mujer, no es necesario pasar por la vicaría para que a una joven le hagan un hijo...
- Bueno señor, puede que esté un poco chapada a la antigua, pero de tonta no tengo ni un pelo. Y volviendo al tema, le digo yo a usted que es imposible que esté embarazada.
- En fin, ya me ha quedado claro. Y disculpe mi comentario inoportuno y fuera de lugar.
- Disculpado queda. Pero la cuestión por la que he venido no es precisamente para pasar una consulta médica, sino para responderle a su proposición del otro día. 
- Muy bien. ¿Y qué ha decidido?
- Pues que le voy a hacer yo a usted otro tipo de propuesta.
- Está bien. Soy todo oídos -respondió el director mientras arqueaba la ceja izquierda-.
- Mire usted, soy muy feliz con mi labor de conserje...  
- ¿Conserje? -interrumpió él sorprendido-.
- Sí, déjeme continuar, por favor. Soy muy feliz con mi labor de conserje, y tengo la firme intención de continuar viniendo cada tarde, pero me niego en rotundo a obtener dinero a cambio de lo que podríamos considerar mi hobby. Eso desvirtuaría la esencia de mi labor. Por lo tanto, he decidido que le pasaré a final de mes un listado con todo el material que necesito para poder desarrollar mi misión de conserje, cosas tales como películas y cuentos nuevos para los niños, un café decente para los mayores, esmaltes de uñas, y todo tipo de utensilios que hasta ahora vamos recaudado de la buena voluntad de los propios inquilinos y sus familias. Como todo esto dificulta en ocasiones mi labor, he decidido que el hospital me lo proporcione a cambio de seguir viniendo cada tarde.
- No veo por qué habría de negarme. ¿Eso es todo?
- Bueno, y hay una última cosa... Quiero conservar mi trabajo en la notaría. Verá usted, llevo trabajando con don Mauricio ya mucho tiempo. Era amigo de mi padre y se ha portado muy bien conmigo. No quiero dejarle... Esas son mis dos condiciones. Las toma o las deja.
Íñigo Soto estaba sorprendidísimo por lo absurdo de aquella conversación, que más bien se había tornado en monólogo inquisitorio. No cabía ninguna duda de que aquella chica era especial, aunque mantenía cierto espíritu misterioso, como las damas antiguas de las películas de Hitchcock. Sólo esperaba que no le llamasen de algún centro psiquiátrico con una orden de búsqueda... Aunque a decir verdad, no tenía aspecto de loca. La miró fijamente a los ojos, y se limitó a responder: está bien. Acepto

Mariola ofreció una de sus mejores sonrisas al director del hospital, y saltó a sus brazos a modo de agradecimiento. De repente fue consciente de lo inapropiado de la situación, así que se soltó de inmediato, emitió un violento carraspeo, y salió de la oficina de su nuevo jefe sin mediar palabra.

Mientras deshacía sus pasos a lo largo del pasillo, ahora con el ascensor al otro lado, se dio cuenta de lo absurda que había sido siempre. Su sueño hasta hacía bien poco había sido ser la esposa de un médico. Nunca había entendido muy bien por qué, pero cuando era pequeña y se visualizaba a sí misma de mayor, la gente solía preguntarle: ¿y a qué se dedica tu marido? A lo que ella respondía orgullosa, altiva: es médico. En esas fantasías inocentes jamás nadie le preguntaba por su propia profesión. Nunca había soñado que tendría que responder a alguien que era la secretaria de don Mauricio, el notario de la calle del Cisne.

Entonces lo vio todo con una claridad maravillosa: cuando tienes algún defecto que quieres disimular, procuras comprarte ropa o complementos que oculten en la mayor medida aquello que te disgusta. Pues bien, Mariola se había pasado toda la vida soñando con casarse con un título universitario para evitar, de esta manera, hacer algo por ella misma.

Con toda esta nueva revelación teórica sobre su existencia, había comprobado también lo insignificante que se sentía al haberse conformado -de haberlo conseguido- con ser la esposa de un médico, en vez de centrarse en ser algo, cualquier cosa, menos un parásito social.

A pesar de todo, se sentía feliz al haber descubierto esto a tiempo, y de tener aún la oportunidad de remediarlo. Qué irónica es la vida, que sólo te desvela tus propios secretos cuando ya no queda más remedio...

Había llegado apenas sin darse cuenta a la entrada del hospital. El trayecto se le había pasado muy rápido absorta como estaba en sus propios pensamientos. Giró la muñeca izquierda para poder mirar la hora, y al ser consciente de lo tarde que era, inclinó las rodillas con intención de salir corriendo para empezar su ronda diaria. Ya estaba en el pasillo que unía la tienda de regalos con la cafetería, cuando chocó inesperadamente con un hombre de unos cuarenta, de pelo aún castaño y ojos azules. Mariola se asustó y cayó al suelo, más por la impresión que por el impacto. El hombre la ayudó a incorporarse de inmediato, y le rogó que le disculpara. Ella movió la cabeza haciendo un ligero movimiento para indicarle que el asunto no tenía tanta importancia.

- Lo siento mucho, de verdad, es que iba con prisa y... -dijo él-.
- No te preocupes, le puede pasar a cualquiera -respondió ella, curvando los labios en una pequeña mueca de dolor al apoyar el pie en el suelo-.
- ¿¡Oh, no me digas que te has fracturado algún hueso!?
- No, seguro que no es más que una torcedura -contestó, mientras le mostraba cómo giraba el pie en movimientos circulares-.
- Qué alivio. De todas formas, me siento en deuda contigo... Bueno, primero me presento. Me llamo Joaquín Ferrero, y tú eres...
- Me llamo Mariola y...
- ¿Eres Mariola? -le interrumpió-. ¿La misma Mariola de este hospital? ¿La que pasa aquí las tardes y es amiga de todos?
- Bueno, de casi todos. Sí, supongo que esa soy yo.
- ¡Al fin te conozco! Eres una institución aquí. Vamos a hacer una cosa: te invito a cenar para recompensarte por mi torpeza, y así tenemos la oportunidad de charlar y conocernos mejor.
- ¿Es una cita?
- Se podría decir que sí. ¿Qué me dices?
- Bueno... -dijo ella dubitativa-.
- ¿Quedamos aquí mismo a las nueve?
- Perfecto. Por cierto, espero que no te parezca una indiscreción, pero ¿cuál es el motivo de tu visita al hospital? Como bien has dicho antes, conozco a casi todo el mundo por aquí, y a ti es la primera vez que te veo.
- Bueno, eso es porque hoy es mi primer día de trabajo -entonces Mariola fue consciente de su atuendo-. Soy el nuevo neurocirujano.

Para leer el capítulo 3, pincha aquí.


lunes, 13 de febrero de 2012

Mariola - Capítulo 1 - La caza

Mariola siempre había querido casarse con un médico. Ella era secretaria en una pequeña oficina del centro de ocho a tres, y cuando salía de trabajar, solía acercarse a un hospital que le quedaba cerca, para ver si por casualidad conseguía enamorar a un apuesto doctor de bata blanca. 

Cuando era pequeña, fantaseaba con el atuendo de su maridito en plena práctica quirúrgica, como en una comparsa medieval. Pero la realidad es que ella ya se había fraguado su propio futuro imaginario, y que no le cabía la más mínima duda de que se haría realidad. 

Cuando llevaba ya dos años yendo cada tarde al hospital de San Jorge, aún sin resultados, se dio cuenta de que había algún cabo suelto en su planteamiento. Trató de cambiar de ubicación, y en lugar de quedarse en la cafetería a esperar durante horas, empezó a sentarse con las piernas cruzadas en un discreto banco de madera que estaba situado a la izquierda de la entrada de urgencias. Claro, que como el banco era tan discreto, ella tampoco llamaba la atención. Procedió a pintarse los labios de color cereza, y más tarde se acortó dos dedos su recatada falda de algodón. Pero nada, el plan seguía sin funcionar. 

Entonces un día se paró a pensar, y descubrió que si quería conocer a los médicos que trabajaban allí y charlar con ellos durante un rato, sus opciones se veían reducidas a tan sólo tres opciones: ser enferma, familiar, o personal sanitario del hospital. Como ella no se veía trabajando en otro sitio que como secretaria de don Mauricio, la opción de ponerse a estudiar una carrera a los veintiocho años no le seducía especialmente. Por otro lado, no estaba enferma, y si fingía estarlo, se darían cuenta en cuanto le hiciesen los primeros análisis rutinarios.  Además, no le parecía una buena idea mentir tanto a su futuro marido. Eso no era propio de ella. Una cosa era salir a la caza de un médico, y otra muy distinta tenderle una trampa... Por lo tanto, sólo le quedaba la opción de ser pariente o familiar de alguien que ya estuviese ingresado. De esta manera, decidió convertirse en la mejor amiga, la mejor hija, la mejor madre, y la mejor visitante que alguien pudiese imaginar. Mariola estaba decidida a hacer ver al mundo entero -o en este caso, al hospital- sus dotes de ama de casa, cocinera y conversadora. 

Fue habitación por habitación presentándose a sus inquilinos temporales. Les saludaba, a algunos con más entusiasmo que a otros, y les llevaba regalitos. Cuando había pasado un tiempo, ya tenía dominada la técnica. Conocía a cada uno por sus nombres y apellidos, los motivos de la hospitalización, sus gustos y preferencias, su edad, su estado civil y, en su caso, su descendencia. La verdad es que Mariola siempre se había considerado una persona más bien tímida, pero toda esta nueva actividad le había demostrado que estaba equivocada. Pronto la gente empezó a conocerla, e incluso algunos llegaron a pensar que el hospital la había contratado para charlar con los enfermos y darles un trato preferente. Nadie podía imaginarse que detrás de aquella chica amable de ojos negros existía el firme propósito de cazar un cirujano.

En cualquier caso, este nuevo plan de ataque empezó a funcionar. A menudo los pacientes pedían a los médicos que estuviese Mariola delante cuando les informasen sobre sus estados de salud, ya que les tranquilizaba sobremanera tener la compañía de alguien cercano. Ella les ponía la mejor de sus sonrisas, y escuchaba con una paciencia bendita al susodicho explicar todos los detalles de la intervención, que habrían de procurar al enfermo en apenas unos días. 

Así, Mariola se convirtió en la reina del hospital. Pasó de ser poco más que la prolongación del mobiliario urbano, a ser tratada como una más. Había cumplido su objetivo, y misteriosamente, ya casi ni se acordaba de cuál era su objetivo. 

Un día, se fue a la cafetería a comprar un capuccino para don Luis, el inquilino de la 139. Ella sabía que le haría mucha ilusión verla allí cuando se levantase de la siesta, ya que el pobre hombre llevaba ingresado casi un mes y aún no había recibido ni una sola visita -a excepción, claro, de las de Mariola-. Estaba apoyada en la barra con la intención de pedirle a Pepe, el camarero, el café, cuando el director del hospital se le acercó. Tenía muchísimo interés por saber quién era aquella joven que llevaba tantos meses trabajando gratis cada tarde para sus pacientes.

- Disculpe, señorita. ¿Mariola, verdad?
- Sí, señor. ¿En qué puedo ayudarle?
- Me llamo Íñigo Soto, y soy el director de este hospital. Me gustaría charlar un instante con usted. ¿Tiene un minuto?
- Bueno, pero sólo uno, que quiero llevarle algo a don Luis.
- ¿Quién es don Luis?
- El señor de la 139. 
- Ah. Bien. Bueno, no la entretendré mucho. Verá, tengo mucho interés por usted. ¿Pertenece a una ONG?
- No, señor.
- ¿A una Fundación?
- No, claro que no.
- ¿Es usted monja entonces?
- Por Dios, no. Mi madre -que en paz descanse- me educó en la Fe, pero de ahí a hacerme religiosa hay un trecho...
- Disculpe, señorita, entonces... ¿por qué hace todo esto?
- ¿El qué?
- Pues todo lo que hace. Por ejemplo, llevar el café a don Luis, pintar las uñas a las más coquetas, contar cuentos a los niños pequeños, llevar el periódico a los señores, acompañar a los moribundos... Lleva ya casi un año haciendo todas estas cosas. ¿Por qué?
- ¿Y por qué no? -fue la simple respuesta de Mariola-.
- Llevo 40 años trabajando en este centro, y jamás había conocido a alguien como usted. Normalmente la gente repele los hospitales, y parece que usted encuentra aquí algo extraño... ¿No será algún rollo raro, o morboso, o aún peor: puede que sea una periodista de incógnito haciendo un reportaje sobre el trato a los enfermos en los hospitales modernos?
- Mire, empecé a venir al hospital porque cuando era pequeña tenía la fantasía de que algún día me casaría con un médico. Después de pasar aquí, en esta misma cafetería, algún tiempo, me di cuenta de que tendría que llegar a los doctores de otra manera, y pensé que ya que pasaba cada tarde aquí, por qué no ayudar mientras lo hacía. La idea surgió de una manera bastante egoísta, y por qué no reconocerlo, también de un fundamento infantil. Pero aquí me tiene. Nunca había sido en mi vida tan feliz como desde que paseo por los pasillos libremente, charlo con mis amigos -que por cierto, yo no les llamo pacientes ni enfermos, sino inquilinos-, y me lo paso divinamente.
- Ya, si eso está muy bien, pero como director de este hospital no puedo consentir que la gente ande por ahí cuando le plazca, entrando y saliendo. Cada uno de los pacientes -ejem, perdón, inquilinos- son mi responsabilidad. Si algo les pasase, yo sería el único responsable, y no puedo controlar lo que usted les hace o les deja de hacer. Por lo tanto, no tengo más remedio que contratarla. 
- ¿Contratarme? Pero yo ya tengo un trabajo.
- ¿Que usted ya trabaja? ¿En qué? Y sobre todo, ¿cuándo?
- Trabajo por las mañanas como secretaria de don Mauricio, ahí al lado, en la notaría que hay en la calle del Cisne. 
- Bueno, pues tendrá que dejar su trabajo. 
- ¿Y exactamente para qué me quiere contratar, señor?
- Para hacer lo que está haciendo hasta ahora. Lo único que cambiaría es que recibiría dinero a cambio.
- No estoy muy convencida. ¿Sabe usted que cuando una hace las cosas porque quiere no le salen igual que cuando las hace por dinero? Imagínese que un día no puedo venir, o que estoy enferma. Cuando esta clase de circunstancias ocurren, lo lamento mucho por los inquilinos, porque sé que les gusta verme, pero no siento una responsabilidad inmensa por estar faltando un día -o varios- al trabajo.
- Bueno, comprendo lo que dice, pero esta situación tiene que arreglarse de alguna manera. Piénselo, consúltelo con la almohada, y mañana me dice. Eso sí, ya le voy advirtiendo de que o acepta mi oferta, o tendré que prohibirle que siga viniendo por aquí...
- Bueno, en realidad es usted muy generoso, aunque me ha puesto entre la espada y la pared. Creo que ya hemos charlado más de la cuenta, y llego tardísimo a llevarle el café a don Luis... Le haré caso y me lo pensaré. Mañana sin falta le daré una respuesta. Buenas tardes.

Mariola cogió el capuccino y se fue andando lo más rápido posible de la cafetería. Nunca en su vida había sido tan feliz como desde que empezó a pasar las tardes en el hospital. Ella se veía a sí misma como una buena conserje de sus inquilinos. Llevaba toda su vida fantaseando con la estúpida idea de que sería la perfecta esposa de un médico, y sólo ahora se daba cuenta de lo tonta que había sido al creer eso. Lo único que necesitaba era hacer de conserje.

Un torbellino de pensamientos rondaban su mente cuando salió del ascensor, y anduvo a través del larguísimo pasillo hasta dar con la habitación 139. Don Luis aún dormía, lo que le dio unos pocos minutos más para seguir pensando en su nueva situación. ¿Cómo podía ella cobrar por llevarle un café a ese viejito tan encantador? ¿Cómo podían pagarle por leer Caperucita Roja a los niños de la planta de oncología?

De repente Mariola miró el reloj. Ya eran más de las cinco, y don Luis aún seguía durmiendo. Le pareció muy raro, ya que nunca dormía más de media hora de siesta, así que alertó a las enfermeras de inmediato. En menos de veinte segundos ya había aparecido en la habitación Lola, una auxiliar en prácticas. 

- Hola Mariola. ¿Qué le pasa a don Luis?
- Pues le pasa que lleva durmiendo la siesta dos horas, y me parece muy raro...
- Vamos a ver qué le pasa hoy a... -fue diciendo mientras le cogía la mano para tomarle el pulso-. 

En cuanto Lola le rozó el brazo supo que don Luis había fallecido, aunque no quería decírselo a Mariola porque sabía que se había encariñado mucho con él. Fingió que le tomaba el pulso y la temperatura, y salió escopetada sin mediar palabra.

Mariola se quedó mirando a la puerta, embobada, como si allí estuviese la respuesta a todas sus preguntas. Giró de nuevo la cabeza, esta vez para centrarse en don Luis, y supo, de manera casi sensorial, que su nuevo amigo había muerto. Se acercó a él, como a cámara lenta, para despedirse con la solemnidad que el momento exigía. Se tomó el café -ya frío- a su salud, y le dio un beso en la coronilla helada. Acto seguido salió de la habitación y se sentó en una silla, mirando al infinito, mientras un torrente de lágrimas resbalaban descontroladas por su mejilla.

(Para leer el capítulo 2, pincha aquí).