lunes, 30 de noviembre de 2009

Noche alemana

¡Hola a todos de nuevo!

Una vez más, os voy a contar una experiencia un tanto curiosa que viví ayer por la tarde:

Llevaba toda la semana esperando como agua de mayo la primera comunión de una niña del comedor, la hija de Rosana la cocinera (os juro que dedicaré una entrada entera a esa mujer excepcional), que me había invitado amablemente porque quería que participara de ese día tan especial para ella. Así que su madrina, Monika -una alemana cuyo marido está aquí haciendo una investigación sobre la santidad de un cura misionero belga- me ofreció su coche para que pudiese llegar al acto de una manera más o menos normal. Yo acepté, encantada de tener un plan diferente, y quedamos en que me recogerían ella y su esposo a las 6 de la tarde en mi casa. Al final, la hermana Rosa (que con todo el cariño del mundo os comento que es casi como una momia) se apuntó también al cotarro, y estábamos las dos preparadísimas 10 minutos antes de lo acordado.

Yo me puse guapa para la ocasión, me maquillé un poco y me puse el pelo algo más arreglado que de costumbre, y con ese simple cambio casi ni me reconocieron las hermanas al despedirme de ellas. El caso es que a las 6 en punto (la puntualidad alemana es la más admirable del mundo) llegaron Michael y Monika, vestidos de sport, y con una sonrisa de oreja a oreja nos llevaron en su pequeño Toyota blanco. Después de media hora de camino, ya en el barrio de Limpio (donde era el jolgorio), cruzamos por un camino de piedras y barro que conseguía un efecto en el coche tal, que simulaba a la perfección el movimiento de los aparatos anticelulíticos de los gimnasios. Y tras otros 15 minutos de remedio casero para fortalecer las piernas, aparcamos en un huequito y nos fuimos derechitos a la iglesia.

Clara, la niña que hacía la primera comunión, estaba feliz de que hubiésemos ido a verla, y nos dirigió hasta el lugar que nos había reservado ella personalmente. Saludamos a su madre y a 3 de sus 5 hermanos, y esperamos a que empezase la ceremonia. Aproximadamente 2 horas después, un sermón aburridísimo e incomprensible, 92 primeras comuniones más y algún que otro canto cuyo lema era algo así como "Dios es comida que se nos da", por fin salimos a la calle a tomar el fresco, y pudimos charlar un rato con Clara para que nos contara lo contenta que estaba.

Como la familia es absolutamente paupérrima, Monika le compró unos pendientes monísimos e invitó a todos a una excursión el domingo por Caacupé (un lugar de peregrinación), y yo le compré un vestidito veraniego que se puso enseguida feliz, ya que era la primera vez en su vida que le regalaban ropa.

Y yo estaba esperando a que nos dieran una patata frita, un vino o al menos un vasito de Coca-cola, pero ese momento no llegó. Clara y su familia se fueron a encamarse, y el matrimonio alemán me propuso ir a tomar una cervecita bien fría a un restaurante típico de la región de Baviera que había cerca de allí. Avisé a mi tía de que llegaríamos más tarde, y acepté más que encantada, feliz de hacer algo a la europea.

Cuando llegamos al lugar en cuestión todo olía a chucrut, a codillo y a cerveza, y la verdad es que me recordó muchísimo a los restaurantes polacos en los que pasaba tanto tiempo durante mi año viviendo en Lodz. Y me encantó despejarme por un rato, hablar de cosas normales con gente normal, que entendía cómo me sentía aunque en ningún momento hablamos de sentimientos, sino más bien de comida típica alemana y de viajes por el mundo. Les estuve contando mi experiencia polaca -tema que siempre se ve truncado por los desastres de la Segunda Guerra Mundial- y Michael me explicó los detalles de su investigación...

Pero todo tiene un final, y en este caso nuestra agradable conversación se vio interrumpida por una vocecilla de ultratumba que dijo algo así como: ¿pero qué hace una monja a las 10 de la noche tomando cerveza? Y nos cortó todo el rollo, así que nos volvimos a casa y santas pascuas, con la promesa de quedar otro día para ir a otro lugar que ellos frecuentaban y que intuían que me gustaría aún más.

Llegamos a casa, yo más relajada aunque con mis ansias sociales aún insatisfechas, y le conté la experiencia a mi tía que seguía despierta. Se tiraba de risa cuando le conté lo que nos había dicho la hermana Rosa, y me dijo que si ella hubiese venido también se habría puesto a tomar cerveza también como una loca, pero que esta monchi en concreto está ya muy viejita para tanto trote...

Así que me metí en la cama tan ricamente, descansé más que cualquier otro día, y di gracias al Universo por haberme puesto en contacto con dos nuevas personas con las que poder entablar amistad. La verdad es que los alemanes me gustan, y no sé por qué, pero siento muchísima seguridad estando con ellos. Quizá por su fama de personas rectas y firmes, quizá por la sonrisa de este matrimonio de Munich, pero la verdad, es que estoy deseando volver a quedar con ellos.

¡Un beso enorme a todos, y hasta mañana!




domingo, 29 de noviembre de 2009

Un paseo por el hospital

Ayer por la tarde fui al médico por primera vez desde que estoy aquí. Quería que me atendiera un endocrino para que me controlase todos los temas del hipotiroidismo y la glucemia, por lo que conseguí -¡por fin!-, que mi tía me escuchase y me pusiese en contacto con una doctora.

A eso de las tres de la tarde salimos las dos con toda la solana, con intención de visitar a la médico, a la que yo sólo quería decir "buenas tardes señora, un placer. Me pasa tal, tal y tal, me quiero hacer unos análisis de tal, tal y tal. Gracias y hasta la vista". Pero aquí las cosas no son así...

Primero llegamos a la recepción del centro médico (privado) y una chica con aspecto de Juani paraguaya me pregunta con un chicle en la boca algo así como que cómo me llamo. Le explico lo que quiero, el nombre de la endocrina y le pido que me cobre. ¡Ay, pero qué ingenua fui! Antes de nada tenía que pasar por otro departamento para que me abrieran un expediente. Entonces salí de allí, y me dirigí al lugar que me había indicado, esperando encontrar todo un equipo informático, con una persona experimentada en el tema, que mecanografiaría a toda velocidad y que no tardaría ni un minuto en rellenar la ficha digital. Pero en lugar de todo eso, me topé con una señora con las manos repugnantes, y una carpeta azul de papel, de la que sacó un folio y fue escribiendo todas las preguntas y todas las respuestas. Empieza el interrogatorio... ¿Número de célula? ¿Residencia actual? ¿Número de teléfono? ¿Peso? ¿Alergias? ¿Alguna enfermedad grave?... Después de rellenar dos folios enteros, se le ocurre preguntar ¿nombre? Y yo digo Esperanza de Toro. Claro, que escribió primero Detoro, después D'Toro, y después de dos horas y varios tachones conseguí que mi nombre quedase plasmado de alguna manera más o menos similar a la realidad. Pero claro, cuando ya me iba, me dice extrañada si sólo tengo un nombre. Casi le digo que sí, pero me contuve... Me llamo María Esperanza, dije, a lo que ella contestó, esto ya está muy feo, voy a empezar de nuevo.

Aproximadamente dos horas después, pude empezar con la cajera, que tras hacerme las mismas preguntas, le pagué y me dispuse a esperar mi turno. Pasé por un pasillo larguísimo lleno de enfermos por todos lados, con heridas, brazos colgando, niños con fiebre, y alguna que otra cosa imposible de identificar. Me senté discretamente en un asiento al final del corredor, y cuando oí mi nombre me acerqué hasta la puertecita de la que salía el sonido y me senté, agradecida de salir de aquel lugar que me estaba generando tanta aprensión.

La endocrina, que era encantadora, me volvió a hacer todas las preguntas que las otras dos mujeres ya habían escrito en sendos papeles, aunque quiso ampliar dicha información y estudiar detenidamente mis análisis de los dos últimos meses (gracias a Dios que se me ocurrió llevármelos). Coincidió con la opinión de mi doctora española en cuanto a la mediación que me había recetado, y tras tomarme la tensión, pesarme, y mandarme dieta y ejercicio (da igual el médico al que vayas, eso siempre te lo mandan. En realidad eso, y dejar de fumar, pero como aquí la gente no fuma...), conseguí el dichoso papelito para hacerme los análisis.

Y hoy por la mañana, en riguroso ayuno (12 horas enteritas sin comer), una hora de autobús, dos señoras más preguntándome de nuevo las mismas cosas (a este paso todo el Paraguay me va a conocer a la perfección), y media hora de espera, he conocido a la doctora que me haría los análisis. Y me ha pinchado dos veces haciéndome polvo en ambas ocasiones. Pero mis resultados ya están en camino, y si todo marcha según lo previsto, el miércoles por la tarde sabré qué tal estoy. Aunque no me apetece volver al hospital ese (insisto, era un hospital privado, imaginad cómo debe ser aquí la salud pública), sí que quiero encontrarme todo lo bien que debería. Durante la semana que viene os pondré al día de lo que ha pasado...

¡Un beso enorme!



viernes, 27 de noviembre de 2009

¡Porque lo digo yo!

Hoy ha sido uno de esos días que marcan un antes y un después en la vida de cualquier persona, un día que jamás se borrará de mi memoria y que siempre recordaré como dramático en mi vida. Muchas personas ni siquiera se pararían a pensar en lo que me ha pasado, pero yo lo considero casi -casi- una aberración.

Resulta que me encontraba yo lidiando con varios niños, separando a dos después de reiteradas peleas, breando con diferentes bebés que habían estado al borde de la muerte por ahogo, suicidio, deshidratación y caída de un columpio, y tratando de que una niña dejara de llamarme puta (una linda enana de 5 años) porque me he enfadado con ella por pegar con un estuche de madera a Nelson -os recuerdo, un bebé de un añito con SIDA-. Después de todo eso, con el calor aplastante y 32 niños a mi cargo, ha llegado el momento en que otro chico, con toda la saña del mundo, se ha puesto a tirar unos libros que yo acababa de recoger. Le he pedido amablemente que parase, pero todo intento de razonamiento era inútil. Y aquí es dónde empieza mi problema: él me mira desafiante, yo le sonrío, él me escupe, yo le digo con tonito advertencia que deje de hacer eso (para los que no sepan la definición exacta de este extraño término, consultar a cualquiera de mis tías Mingo, ya que son las primeras creadoras de sus sonidos, y encargadas directas de expandir las diferentes versiones con hijos y/o sobrinos. Si desean practicar, ponerse delante del espejo, arrugar la frente, torcer el labio en una mueca amenazadora, y si se desea un mayor efecto, hablar con un ligero rintintín agudo en una frase que incluya la palabra no cuantas veces considere necesario). Perdón, retomo la historia: estoy con el niño que tira los libros, él no quiere parar, y tras una intensa mirada de unos 20 segundos, él se pone en actitud traviesa, coge un libro más y lo tira por los aires con la mala suerte de que va a parar en la cabeza de otro bebé, que empieza a vomitar sin parar. Yo ya, sin saber cómo reaccionar y con un dedo en alto (mal, esto empieza mal), le miro con con mi mejor cara de pocos amigos y le digo que eso no se hace. Como es lógico, él me pregunta que por qué. Y yo... -Ay, hasta me da vergüenza escribirlo-. Yo... Yo respondo: ¡porque lo digo yo!

Cuando era pequeña, me juré a mí misma que jamás, JAMÁS, diría a nadie -y menos a un niño- que algo no se hacía porque lo digo yo. No sé quién fue la primera persona que formuló esa frase, pero desde luego tenía muy mala uva. ¿Qué clase de explicación es porque lo digo yo? En el mismo momento en que me he escuchado, he oído a mi madre en mí, y puede que incluso la haya entendido algo más. Y he mirado al niño, que ha parecido entender a la perfección que porque lo digo yo, era un motivo de peso para dejar de tirar libros por los aires. Eso ha sido lo peor. No me gustaría educar a un niño en que las cosas se basan en los motivos inexplicables de los adultos, y a pesar de que la mayoría de vosotros ahora mismo estaréis pensando que los niños necesitan límites, yo no estoy de acuerdo en que poner una cara de mala leche y decir porque lo digo yo sea una manera de educar a uno, sino más bien de maleducarle.

Hace poco, Diane Keaton se lanzó en un nuevo trabajo cinematográfico que tenía precisamente ese título: Porque lo digo yo. La película resultó ser muy mala aunque bastante divertida, y ahora mismo me parece la mejor manera de explicar lo que el efecto porque-lo-digo-yo tiene sobre los hijos, o al menos sobre las personas menores a las que cuidamos con frecuencia, y que consideramos que tenemos que educar. Una figura dictatorial que acaba cada frase diciendo a sus hijas ese chirriante e indómito porque lo digo yo. En realidad, no hay mayor aliciente para un niño que un porque lo digo yo para seguir rebelándose contra algo que aún no le han explicado.

Porque en el fondo los niños son muy razonables. Si ellos entienden los motivos, dejan de hacer eso que les puede perjudicar a ellos o a otros. Pero tienen necesariamente que llegar a entenderlos, y la parte más complicada de educar es justo esa: conseguir que un niño comprenda sin necesidad de recurrir al absurdo porque lo digo yo.

Yo espero de todo corazón que mi porque lo digo yo de esta tarde sea el último que pronuncie mi boca en toda mi vida, aunque supongo que voy a tener que hacer un ejercicio interior enorme para que no me pille desprevenida y salga disparado, porque además esa es otra, tú ni te enteras, se te queda en la punta de la lengua y se te escapa sin que te des cuenta.

Ahora sólo me queda ser fuerte y armarme de paciencia, y eso sí que es... ¡Porque lo digo yo!





jueves, 26 de noviembre de 2009

El Mercado 4

Esta mañana he decidido airearme un poco al mejor estilo Asunceno, y he comunicado a las monchis que me iba al Mercado 4. Una por una me han mirado como si tuviese algo raro en la cara, y han asentido como si me consideran ya una más del clan (yo para mis adentros pensaba "ja, que se creen que me voy a hacer monja", pero de la ilusión también se vive).

El caso es que, guiada por las indicaciones de la hermana Esther, he recorrido el tramo que me separaba de la sombra-parada del autobús, y cuando ha llegado uno de la línea 2 he levantado el brazo para indicarle que me quería subir. Según se iba acercando, yo intuía que no tenía la más mínima intención de parar, así que he empezado a agitar el brazo como si tuviera convulsiones, cada vez más rápido, y la gente de alrededor se apartaba por miedo al desastre. A pesar de todo, mis esfuerzos no han dado ningún fruto, y he tenido que esperar al 34, que tarda mucho más y además iba hasta la bandera -de hecho, he tenido que dejar pasar dos porque estaban llenos-. Cuando ha llegado el tercero, he empujado como he podido a un lado y a otro, y me he colocado entre un brazo, dos manos y un sobaquillo maloliente, pero yo me metía en ese autobús como que me llamo Esperanza.

El caso es que una hora después he aparecido en una especie de monstruo con carpa. Yo no podía parar de pensar en mi madre y en lo que habría disfrutado allí. Es un mercadillo gigante en el que venden de todo. ¿Qué quieres ropa? ¿Una especia? ¿Un coche? Todo está en el Mercado 4. Es como una mezcla entre el mercadillo de Majadahonda y el de Viana do Castelo pero por 7.

Algunos paraguayos dicen que ese es el primer centro comercial de Asunción, y bueno, a mí me gustaría pensar que Monsier Lafayette se inspiró en este mercado a la hora de crear sus famosas galerías parisinas, aunque la realidad es que la historia del lugar deja bastante más que desear. Debe haber unos dos millones de puestos, y a cada paso que das una señora -o varias- se te acercan proponiéndote todo tipo de productos y tratando de vender las baratijas más sorprendentes. Una incluso me ha ofrecido una funda para el móvil, unas tijeras de barbero, dos horquillas, un trapo de cocina, un cortauñas y ¡un litro de aceite de cacahuete! por el módico precio de 5.000 guaraníes (unos 80 céntimos de euro). Y no os vayáis a pensar que es que en este país se regalan las cosas, sino más bien que hay determinados vendedores ilegales que montan sus negocios de una manera tan misteriosa que nadie sabe cómo es posible que obtengan beneficios. Tampoco he probado sus productos, así que a lo mejor el truco está en que vienen rotos, o usados, o podridos... Aunque sí, he de decir que siempre venden cosas de lo más variopintas.

A todo esto, mientras las tenderas me abrumaban tentadas por mi aspecto (casi todo el mundo piensa que soy norteamericana), y más que por mi aspecto por mi supuesto bolsillo, he mirado el reloj y me he dado cuenta de que ya era la hora de volver, así que me he comprado un abanico (¡gracias a Dios que a alguien se le ocurrió inventarlo!), y alguna que otra cosa más para regalar en Navidad a las hermanas. Y cuando ya me iba, a lo lejos, he divisado lo que andaba buscando: una báscula (es muy difícil seguir una dieta sin comprobar los progresos). He perseguido al escurridizo señor por todo el Mercado 4 con el objetivo de que me vendiera el dichoso peso (nota aclaratoria: temperatura a la sombra: 42ºC; humedad: 77%; botellas de agua helada ingeridas en una hora: 4; estado de salud: al borde del desmayo). Y por fin he conseguido mi preciado premio, después de regatear un poco con el susodicho tendero, cuyos productos procedían de destinos un tanto sospechosos. Le he hecho pesarse varias veces para comprobar que funcionaba, y me he vuelto tan contenta con mi nueva y preciada adquisición.

Claro, que aquello del Mercado 4 es como un laberinto de telas y vendedores, y he tardado un buen rato en sonsacar a alguno de los viandantes cuál era el lugar desde el que tenía que tomar mi colectivo, pero por fin, unas cuantas botellas de agua más y abanico en mano, me he montado en el autobús (de la línea 2, por cierto), y me he encaminado derechita al comedor, para despiojar a todos los niños. Los miércoles dedicamos el día a higiene personal, que es una manera muy polite de llamar a lavar, cortar y rebuscar en las cabezas de los chicos que pasan por aquí. Sé que a muchos de vosotros no os gusta el tema, pero me parece fundamental aclarar que hemos quitado a dos niñas 52 y 103 piojos respectivamente... ¡Para que luego nos quejemos de mala vida!

Os dejo a todos, con el alma despiojada y el pelo con olor a ensalada. A los piojos también les gusta mi pelo... ¡Qué se le va a hacer!



miércoles, 25 de noviembre de 2009

¿Dónde está Leo?

Una vez más me acerco a una realidad que todavía no comprendo y que mi mente no sabe  aún procesar.

Esta mañana, en el comedor, en cuanto he abierto la verja para que entrasen los niños a desayunar, han venido corriendo a mí como disparados con la intención de contarme algo importante. Hablaban muy alto y todos a la vez, por lo que no me enteraba de nada.

No se me ha ocurrido otra cosa que nombrar un portavoz, y así Lili me ha explicado que anoche Leo, de unos 7 años, había desaparecido. Su madre le mandó a la terminal -la estación de autobuses desde la que parten las líneas con destinos internacionales- con una canasta llena de chipas para vender. Como siempre, Leo obedeció a su madre, consciente de que él es el que más dinero consigue llevar a su casa de toda la familia.


Lo habitual es que vuelva a casa a medianoche, cuando todos los colectivos han salido y ya no queda gente rondando por ahí, más que borrachos y maleantes. Su madre, por supuesto, andaba recorriendo la ciudad en busca de botellas de plástico vacías -tema que ya expliqué en la entrada titulada Los Niños de la Calle, y que podéis leer directamente desde aquí-.

En su casa, sus dos hermanas, de 4 y 9 años, estaban preocupadísimas, a la espera de que llegase su madre o el propio Leo y pudiesen al fin dormir tranquilas. Pero a las 8 de la mañana, ya completamente de día, no había rastro de ninguno de los dos. La mamá llegó apenas unos minutos después, y puso el grito en el cielo cuando se enteró de que su hijito aún no había regresado, por lo que proclamó una especie de estado de emergencia, y los vecinos marcharon en dirección a la terminal con la esperanza de encontrar allá a la criatura.

A media mañana Leo ha vuelto a su casa, con toda la cara desfigurada y una raja que atravesaba todo su pómulo izquierdo, desde el ojo hasta la boca. Ninguno de ellos sabía lo que había pasado, ni siquiera el propio Leo. Quizá, con un poco de suerte, me entere mañana. Aunque lo que sí que tengo claro, es que nadie va a hacer nada.

Qué injusta es la vida de toda esta gente. Qué duro es ser un niño en Paraguay.





Con Claudia en el comedor

martes, 24 de noviembre de 2009

Con guantes, por favor

Cada día que pasa descubro algo nuevo, y desde luego que hoy no iba a ser una excepción...

Cuando por la tarde me he ido a La Casita de Belén, sin saber muy bien cómo ni por qué, me he ido enterando de la mayoría de las historias de los niños, una por una. La verdad es que algunas de ellas impactan mucho, empezando por el increíble dato de que el 80% de los chicos están allí porque sus padres abusaban de ellos -de ahí que la mayoría sean niñas-. Dos de ellas, que son hermanas, han sufrido de tal forma, que han desarrollado sendas enfermedades psicológicas postraumáticas que les generan diferentes trastornos y les impiden confiar en cualquier adulto. ¡Es lamentable!

Pero cuando les toca el turno a los bebés, la cosa cambia. Ya comenté el otro día que los pequeñajos tienen todos SIDA, pero es que la cosa no acaba ahí. Jorge, que es listísimo, es el que tiene la enfermedad más avanzada, y los médicos no le dan más de 7 años de vida. Haciendo una sencilla resta, concluimos que sólo le quedan 5. Entonces le miras, después de que te cuenten la historia, y como que todo lo demás deja de ser importante de repente.

Luego está Camila. Su madre murió con 19 años de SIDA hace unos 5 meses. Era madre soltera, huérfana y sin hermanos. El padre Aldo se quedó con la custodia de la niña y desde entonces está en La Casita bajo los atentos cuidados de Cristina.

Por otro lado os puedo contar la historia de Rosita, que tiene una malformación en la cabeza, y apareció un día en una cuna en la puerta de la parroquia. Nadie sabe quiénes son sus padres, pero desde luego habían visto muchas películas para hacer semejante americanada -prefiero usar esa palabra para no entrar en temas prejuiciosos-.

Las vidas de Nelson y Diego son muy similares. Ambos fueros encontrados en un contenedor de basura, sólo que Diego hace un año y Nelson la semana pasada. Los dos estaban a punto de morir de desnutrición, y su falta de cariño se hace latente cada vez que pasas por delante de ellos. Reclaman tu atención a gritos, y siempre quieren estar en brazos. Gracias a Dios ahora están mejor, aunque después de hacer un simple análisis, confirmaron lo que es habitual entre estos chicos:  tienen SIDA.

Hay otros que simplemente son hijos de madres adolescentes, que no se sienten capacitadas para mantener a sus bebés y les dejan allí nada más dar a luz con la esperanza de ofrecerles algo mejor. Estos son los que tienen más suerte, porque la madre casi siempre vuelva a por ellos cuando encuentra un trabajo y una pareja estable.

Y por último me queda Óscar. Está allí porque los servicios sociales detectaron algo raro en el comportamiento de sus padres, y tras varias investigaciones y alguna que otra revisión médica, descubrieron que tenía el ano desgarrado debido a los múltiples abusos que había sufrido a manos tanto del padre como de la madre (¡eso es aún más alucinante!), que eran toxicómanos y alcohólicos. El niño estaba desnutrido y no dudéis de que también tiene SIDA.  Ahora mismo el padre está desaparecido del mapa, y la madre quiere recuperar la custodia del niño. Aparentemente tiene todas las de ganar, y Cristina está luchando con uñas y dientes para que eso no ocurra. El juicio es el mes que viene, ya os iré contando cómo va...

La vida de estos pobres chicos es lamentable. Muchos de ellos mueren de SIDA, de hambre, atropellados, de parto, violados, maltratados, a botellazo limpio, ahogados en el río... Cada día las historias se vuelven más truculentas. A veces hasta me da miedo seguir sabiendo... A veces me gustaría no estar aquí.



lunes, 23 de noviembre de 2009

Los lujos en el Fin del Mundo

¡Hola a todos!

Hoy os voy a contar una historia un tanto peculiar: el otro día, se me ocurrió preguntar a los niños qué hacían en Navidad para conseguir que fuese especial. Me explicaron que el día 25 la mayoría no trabajan porque la gente no sale de sus casas. Como siempre, me arrepentí demasiado tarde de haber hecho la pregunta, y ya no había marcha atrás.

Investigando un poco sobre las tradiciones paraguayas durante los festejos navideños, descubrí que los niños del comedor, mis niños, el día de Nochebuena -al igual que el resto de las noches-, no cenan. No tienen dinero suficiente para permitirse ese lujo, por lo que si tienen suerte, consiguen rapiñar una bolsita de té que ponen a hervir en dos litros de agua, que reparten entre todos los miembros de la familia. Algunas madres incluso roban un paquete de galletitas en un supermercado para conseguir que ese día sea algo más especial que el resto.

Yo no me podía creer lo que me estaban contando, como si fuese lo más normal del mundo... Se dice que cuando se acercan las fiestas hay que tener más cuidado en los autobuses y en las plazas porque incrementan notablemente el número de robos. Y ahora entiendo por qué. Los padres quieren que sus hijos tengan qué menos que un mendrugo de pan que llevarse a la boca...

Por eso he mandado un mail esta tarde a todos mis contactos pidiendo que colaboréis con mi nuevo proyecto: una cestita de Navidad para cada niño, para que al menos esa noche puedan tener algo que cenar con sus familias.

Os voy a facilitar un número de cuenta corriente (Bankinter) para que ingreséis lo que podáis:

0128-0053-18-0100021261


Este dato lo dejaré fijo durante algún tiempo en la parte superior de mi blog, para que los que me siguen esporádicamente al menos se enteren de esta iniciativa. De verdad, no os podéis ni imaginar la situación tan precaria en la que viven estos niños. Y no sólo ellos, también los de las cinco misiones más que tienen las monchis aquí en Paraguay. Por eso, os agradecemos de todo corazón cualquier tipo de aportación que podáis hacer (y claro, si alguno se anima a mandarnos una transferencia mensual, pongo a todas las monchis de la Congregación a rezar por su alma ¡¡de por vida!!).


Cuando hayáis hecho la donación, mandadme por favor un mail  (esperanza_de_toro@yahoo.es) dándome vuestra dirección postal para dar la oportunidad a los niños, a las hermanas y a mí de agradecéroslo como Dios manda.


Muchísimas gracias una vez más. El lema de mi universidad era "atrévete a cambiar el mundo". Ahora me doy cuenta de que, entre todos, es posible.





domingo, 22 de noviembre de 2009

Cuestión de estilos

Después de tanto hablar de mi vida con los niños de uno y otro lado, considero necesario amenizar algo mi blog compartiendo con vosotros mis experiencias con las monchis -rezos aparte-.

Una de las cosas que más me llaman la atención de su casa, es lo limpia y organizada que está. Cada una tiene una labor asignada, y cada una hace siempre lo que mejor se le da. Pero en el tema de la cocina, la cosa cambia, y os voy a explicar por qué.

En la casa de Asunción viven cuatro monjas, y cada semana se encarga una de la comida y de la cena, para que así sólo se vean atadas a las cuestiones culinarias una vez al mes.

Cuando le toca cocinar a la hermana Rosa, que es una gallega de 73 años con un acento chipegüi-galego algo peculiar, todo es a lo grande. A pesar de que a la hora de la comida siempre comemos lo que ha habido ese día en el comedor (un día pasta y otro arroz), las monchis siempre preparan algo aparte. La hermana Rosa hace gazpacho como para 15, ensalada para otros tantos, una olla de las del comedor de calabaza al vapor, un poquito de espinacas, algún que otro postre y muchísimo zumo de lo que sea. Su estilo es una mezcla entre abuelita achuchable y ande o no ande, caballo grande. Normalmente sobra comida como para alimentar a un regimiento, y al final mi tía acaba invitando a una cantidad de gente rarísima por no tirarla a la basura. Por lo visto, después de que acabe el turno de la hermana Rosa, mi tía siempre le dice que modere las cantidades porque se pasa ocho pueblos, pero qué le vamos a hacer, ella es gallega -y yo encantada, porque su arroz con leche es como para morirse ahí mismo y resucitar para volver a empezar-.

Mi siguiente candidata a los estilos culinarios es la hermana Andresa, paraguaya de nacimiento, y la pipiola de las hermanas. Con sus tan sólo 40 añitos de edad, lo cocina todo a base de hojaldre. Me explico: si hace un revuelto de calabaza (que tiene una pinta estupenda), ella la convierte en el relleno de una empanada, que después hornea, y nos pone calentita en la mesa. Si lo que elige para esa noche son verduritas al vapor, las convierte en el relleno de empanadillas. Y si hace filetes de ternera, los trocea, y los envuelve en hojaldre para convertirlos también en empanadas. No sé si es porque los paraguayos tienen el síndrome del hay que alimentarse por si acaso, pero desde luego que la hermana Andresa sería feliz envuelta en masa de empanadilla.

La hermana Esther, la siguiente, es... cómo decirlo... la más gordita. Y eso también se nota cuando cocina. En su estilo predominan los fritos y la bechamel. Todo está frito y aderezado con bechamel por encima. No se salvan ni unos míseros huevos duros. Ella tiene una percepción algo extraña de la alimentación, y se basa en dos principios básicos: si es verde no me gusta y si no hay carne en el plato no he comido. Por lo tanto, basándonos en ambos preceptos, os podéis imaginar que aparte del conjunto hipercalórico que nos metemos para el cuerpo en esa semanita, abunda el cerdo y el buey. Vamos, lo ideal para una dieta.

Y por último, me queda mi querida tiísima. Ella en sí misma no tiene estilo más que hazlo rápido. Y por si eso fuera poco, ella tampoco se salva del Mal Mingo: mi padre atina bastante cuando dice que los Mingo viven en el futuro, y cuánta razón tiene. Por ejemplo, esta mañana -que le tocaba cocinar a ella- ha empezado a hacer la cena antes que la comida, y cuando se ha dado cuenta se ha tirado de risa ella sola y como si se estuviese reprendiendo, ha cambiado de labor rápidamente, y se ha convertido en una especie de torbellido semitransparentoso imposible de seguir. Corría a la despensa -corría de verdad-, sacaba un bote de orégano más grande que ella, ponía el fuego, colocaba la olla, con la otra mano amasaba un mejunje extraño que ha acabado convirtiendo en una tarta en menos de dos minutos. A todo esto removía la mermelada con la mano izquierda, mientras probaba la ricota y se abrasaba la lengua. Volvía a correr a beber agua y en menos de medio parpadeo se ha colocado un martillo en la mano para clavar bien un cuadro en la pared. Se ha vuelto a poner el delantal, me ha servido un vaso de suero ¡y me lo ha metido ella misma en la boca! Luego ha seguido corriendo por toda la casa haciendo cosas varias, y yo me he estresado tanto que me he retirado discretamente y la he dejado hacer. Dios santo, pero qué agobio...

Cada una de las hermanas tiene su estilo, y supongo que cada una se centra en lo que más le gusta. Andresa dice que cuando cocinan las españolas se come a base de patata, y la verdad es que tiene bastante razón, aunque a mí, por mucho que se esfuercen en hacerme cosas ricas, tengo que reconocerlo: lo que más me gusta, como siempre, es el pan.



sábado, 21 de noviembre de 2009

¡Esto es la guerra!

Ayer organicé entre mis niños del comedor una guerra de globos de agua. Desde bien pronto, por la mañana, me fui a comprar 300 globitos y me volví a la casa de las monchis para hincharlos todos. Pero cuál fue mi sorpresa cuando me di cuenta de que no se podían inflar al método tradicional. Esto es, los enganchas en el grifo, enciendes el agua, y listo. Así que investigando con diferentes artilugios y sistemas, conseguí hacer un apaño con un bote de champú vacío y una paciencia infinita.


Aproximadamente dos horas después, ya tenía un buen montón de globos preparados para ser usados. Volví al comedor, les expliqué a los niños en qué iba a consistir el juego, y les dije que cada uno tendría dos recambios cada vez. Me miraron un tanto extrañados y no sabían a qué me refería con eso de recambios. Preguntaron sin cesar, cada vez alzando más la voz, hasta que saqué de detrás de la puerta un barreño inmenso cargado con miles de globos de diferentes colores.

Entonces el aplauso fue estruendoso y los gritos subieron aún más de volumen, para dejarme prácticamente sorda. Les puse como condición, que si querían conseguir más balas para la guerra, debían exponerme los motivos por los que yo debía darles más. Y eso fue lo mejor. No me cansaré de decirlo, pero los niños son creativos, espontáneos y naturales. Y estos además, no están domesticados como lo estamos todos los demás. Me encantan.

El caso es que la guerra fue todo un éxito, acabamos todos pasados por agua -y muy agradecidos, dado el inmenso calor que ayer aplastaba-, y nos lo pasamos estupendamente...

Por la tarde, aún asfixiada, me fui a La Casita de Belén e hice un descubrimiento revelador. Yo siempre me estaba preguntando por qué los bebés del hogar estaban tan sumamente gordos. Mi mente ya estaba pensando en el exceso de nutrición infantil, en el tipo de alimentación, y en otras muchas posibilidades a cuál más macabra. Entonces, desde hace unos días, vengo observando el comportamiento de los otros niños hacia los bebés. ¡Y voilá!

En nuestras casas, cuando éramos pequeños y no nos gustaba la comida -tengo que decir que eso a mí pocas veces me pasaba-, se la dábamos al perro por debajo de la mesa sin que mamá si diera cuenta. Pero en La Casita de Belén, cuando a los chicos no les gusta lo que hay o están llenos y no quieren más, lo reparten entre los bebés sin que Cristina se dé cuenta. Y no creáis que le hacen ascos... Se lo comen todo que da gusto.

Los bebés en esa casa, aparte de hiperactivos, son muy dulces. Y cuando lloran, siempre es por un motivo -aunque está claro que el hambre no es nunca uno-. El otro día Dieguito estaba llorando a moco tendido, y luego gritando, y unos minutos más tarde pataleando... Entonces investigamos y descubrimos que tenía un grano del tamaño de una taza de café en el trasero. Como se le había infectado, nos dijeron que debíamos ponerle una pomada especial al cambiarle el pañal, y yo tan contenta me dispuse a hacerlo. Pero vino otra voluntaria, y me explicó que cuando curamos a los bebés, es conveniente ponerse siempre unos guantes de látex. El motivo era que la mayoría de los niños de la casita, sobre todo los bebés, tienen SIDA.

En aquel momento no me vi la cara, pero si hubiera estado dentro de una película, hubiese sido una escena de esas en las que a la protagonista se le cae el pañal de las manos y la mirada se vuelve acuosa. Qué lástima de vidas. Qué duras son...



viernes, 20 de noviembre de 2009

Historia de un autobús

Coger el autobús aquí es toda una aventura, y el que diga lo contrario está mintiendo. Voy a explicaros el proceso por partes, porque de verdad que no tiene desperdicio.

En primer lugar, sales de tu casa. La primera reacción es perder las ganas de salir, fingir enfermedad mortal contagiosa, y no salir nunca más a la calle del puritito calor asfixiante. Pero te tienes que ir, así que te encaminas hacia la calle por la que intuyes que pasará el autobús. Una vez ubicada, buscas una sombra, y esperas. Aquí las paradas no existen, sólo las sombras, que hacen de guía. Y da igual si el colectivo tiene que parar dos veces o dos millones, porque tú levantas la mano, como saludando al conductor, y él -si te ve y no va distraído-, estaciona dos segundos para que tú te subas.

Pero si vas acompañado, la cosa cambia. Durante el rato que estás en la sombra-parada nadie habla, porque coger el autobús es todo un acontecimiento. Ves que se acerca uno a lo lejos, y desde que está a 100 metros de ti ya pones los ojos chinos intentando descifrar el número de línea, pero tus intentos se ven reducidos a la nada cuando compruebas que sólo podrás averiguarlo cuando lo tengas justo delante. Y si hablas con tu compañero, no te centras, no te mueves como si te hubiese picado una avispa, y por consiguiente corres el riesgo de perderlo.

Porque esa es otra: no hay horarios. Tú le preguntas a alguien como si fuese lo más normal: ¿y a qué hora pasa el bus? Y te contestan con cara de asombro: ¿Cómo que a qué hora? Tú ya te empiezas a mosquear -Sí, el horario-. Entonces suena una carcajada generalizada, y te das cuenta de que ni hay paradas ni hay horarios. Si tienes suerte te montas, y sino, pues a esperar más en la sombra.

Entonces, suponiendo que todo ha salido a la perfección y que ya te has subido al dichoso autobús, tienes que pagar al conductor el billete, que son 2.100 guaraníes -unos 40 céntimos-, y no os hagáis ilusiones, que no hay bonobús, ni abono transportes, ni ticket de 10 pases, ni de ida y vuelta ni nada que se le parezca a cualquier objeto que facilite la dificultosa labor de coger el colectivo. Entonces tú, que te has convertido en coleccionista oficial de monedas para el autobús, sueltas un lastre que ya habías preparado previamente, y que ahora está sudado después de esperar media hora en la sombra-parada.

Bueno, esto parece que ya está encauzado. Ya casi te sientes en tu destino, cuando el conductor te da un trozo de papel diminuto en el que sólo pone en letras minúsculas: éste es su seguro de viaje. Claro, que con el aspecto prehistórico que tienen los autobuses no te extraña que haga falta un seguro...

Después de un par de días cogiendo el mismo autobús, sabes que debes sentarte en el lado de la izquierda porque no da tanto el sol a esa hora, aunque aún así el calor es aplastante. En ese momento ves un termómetro por la calle. 47ºC. ¡Dios Santo, en este país la gente debe morir de asfixia por lo menos! Pero no, no todo ha acabado aquí.

Resulta que cuando estás sentada (si has tenido suerte y has encontrado un hueco libre), entran varios hombres, mujeres y niños a venderte de todo. Hay varios modelos: el niño que canta, la madre que explota a su bebé desnutrido, el hombrecillo estrambótico que te vende de todo por el módico precio de..., el que vende coca-cola, o chipa, o pan, o galletas, o zumos, o cualquier cosa que pueda ser vendida.

A todo esto llevas ya 40 minutos ahí metida, con los 47º, toda la ciudad hacinada en el mismo autobús, un olor medio putrefacto a diferentes comidas y restos por el suelo, un niño que ha vomitado mientras su madre le daba de mamar... Un espectáculo.

Miras el reloj, te asomas por la ventana. ¡Dios Santo, pero si me tengo que bajar ya! Entonces sales corriendo de tu asiento con mucho cuidado, te agarras a todo lo que puedes para no caerte -sí, ya me ha pasado dos veces-, y tocas una campana que hay al final del autobús que avisa al conductor de que te quieres bajar. Y con el coche aún en marcha, como a 7 u 8 km. por hora, debes saltar rápido para no caer como una pelota...

¡Está claro que las pelis del Oeste se inspiraron en los colectivos de Asunción para sus guiones!



jueves, 19 de noviembre de 2009

Embarazos, bebés y otros cuentos


Ayer, cuando llegué a La Casita de Belén, me pidieron como siempre que me quedase con los bebés. Lo habitual es que cuando yo llego, ya estén todos arregladitos y listos para jugar en el jardín, pero en esta ocasión estaba Cristina sola y me los encontré aún echándose la siesta.

Pero cuál es mi sorpresa, cuando entro en su habitación, y me encuentro con que los dos más grandes han conseguido saltar de la cuna, han abierto los cajones de la ropa, y la han esparcido por toda el cuarto, como si fuese su juego favorito. Imaginaos, la ropa de verano y de invierno de 8 bebés tirada por los suelos.

Antes de hacer nada, y después del sofocón inicial, pude centrarme en el desagradable olor que despedía el lugar, así que cambié los pañales a los 8 niños, que por cierto merece la pena decir que todos se habían hecho caca menos uno.

Más tarde, y armándome de toda la paciencia del mundo, les explqué a Óscar y a Jorge, los dos susodichos autores con aspiraciones a terroristas, que eso no se hacía porque la ropita estaba recién planchada y que era mucho más divertido jugar con los muñecos que tenían en la cuna. Ellos parecieron entenderlo, y yo tan contenta poniendo en práctica el diálogo con los niños. El caso es que me puse a recoger camisetas, ranitas, pijamas, más camisetas, pañales de tela… Y cuando iba a empezar por los pantalones cortos, me giré, y me di cuenta de que habían vuelto a hacerlo… ¡Y en completo silencio!

Yo estaba alucinada. Esta vez mucho más cansada y con menos ganas de dialogar, les expliqué con un tono algo más convincente que no me quería enfadar, y que si deseaban salir al jardín a jugar, tendrían que dejarme terminar de recoger la ropa.

Aproximadamente una hora después, y varios altercados más, por fin di por finalizada mi honorable labor de recogedora de ropa, por lo que me dispuse a preparar la merienda de los niños. Salgo, me voy a la cocina, vuelvo con los 8 biberones… ¡Y otra vez ese olor! Cogí a uno en brazos, rezando por que fuese que todavía quedaban restos de olor… No, mis sospechas se acababan de confirmar. Volví a cambiarles los pañales a todos, aunque esta vez sólo la mitad habían defecado (por suavizar la expresión anterior, no por falta de ganas). Ya llevaba 16 pañales en hora y media, y prefería no pensar en lo que me quedaba.

Total, que merendaron mucho más tarde de lo habitual debido a los infortunios de la jornada, y por fin nos fuimos al patio en el que hay un par de columpios y un tobogán. Monté a dos en las sillitas y empecé a empujarles para que se entretuviesen, cuando me di cuenta de que Jorge se había subido solo al tobogán y simulaba que se caía. Salí corriendo y uffff, llegué a tiempo. Me volví a girar y ahora Óscar se estaba comiendo un montón de tierra a cucharadas -¿pero cómo no voy a tener que cambiar tantas veces los pañales si juegan a comer arena?-. Le quité la cuchara, le expliqué que eso es caca,jjjjj, buaj (creo que los niños entienden mejor los sonidos que las palabras), y se detuvo. Pero volví a los columpios y por el camino me encontré con que Nelson estaba rompiendo los deberes de otro niño, que Rosita estaba jugando a pincharse con un clavo, y que Diego estaba intentando hacer equilibrios en una silla. Ay, fui corriendo, miré por el rabillo del ojo, Jorge había vuelto a subirse al tobogán, los niños del columpio amenazaban por caerse… Conté a ver cuántos había… ¡Faltaba uno! ¿Dónde estaría? ¡Camila! ¡¡¡¡Camila!!!! Y apareció una sonrisilla colgando de un árbol. ¿Cómo demonios había llegado hasta allí?

Por Dios, miré el reloj. Sólo habían pasado cinco minutos desde que terminaron de merendar. En ese momento, casi –casi- preferí que me matasen ahí mismo. Para que luego digan que los bebés son una monada… Sí, lo son, pero mejor si están dormiditos y tú sólo los observas desde las alturas. ¡¡Y pensé también que eso de tener quintillizos es una broma de mal gusto del destino!!

Entonces decidí organizar un juego o lo que fuese con tal de que se quedasen más o menos juntos, y descubrí que lo que más les gustaba es que les pidiese que corrieran hacia mi y les alzase diciendo muy fuerte: ¡¡aaaaaaauuupa!! Si es que los niños no tienen desperdicio. Me encantaría poder verme a mí misma siendo una aspirante a terrorista más. Me encantaría volver a ser bebé por un día.

Como guinda final, tengo que decir que a última hora llegó por fin la mujer que se encarga de planchar, y estuvo charlando conmigo un rato, sobre el calor y otras banalidades sin importancia. Le conté que a mí este sofoco me afectaba mucho, y que podía imaginar cómo estaba ella -tiene una tripa enorme, como de 8 meses, así que le pregunté que de cuánto estaba-. Me contó que no estaba embarazada, pero que había contraído la enfermedad del V.I.H. Fue prostituta hace tiempo, y ahora está pagando las consecuencias. Esta mujer no debe tener más de treinta años. Pobrecilla…

Aunque por otro lado, me gusta esto, me gusta que la gente se acerque y me cuente sus cosas, me gusta que confíen en mí, y me gusta descubrir a esas maravillosas personas que ven miles de rayos de esperanza en mitad de la oscuridad. No me cansaré de repetirlo: me encanta estar aquí.



miércoles, 18 de noviembre de 2009

El éxito de Felipe

Felipe llevaba tres días desaparecido del mapa, y su madre ya no sabía ni dónde buscarle. Se temía lo peor, y la policía le dijo que no querían perder el tiempo ni el dinero tratando de encontrar a un ladronzuelo del Bajo.

Cuando estaba anocheciendo, entrando ya la cuarta noche, Felipe entró por la puerta de su diminuta casa, por llamar de alguna manera a la chabola en la que vivía. Su madre, Luisa, se lanzó hacia él, agarrándole muy fuerte, tratando de calmar la agonía que había vivido durante las últimas 72 horas. En ese momento pareció reaccionar por primera vez, y le dio una bofetada en la cara con todas las fuerzas que le quedaban.

- ¿Pero se puede saber dónde has estado?

No hubo respuesta, ni siquiera movió un sólo músculo de la cara. Luisa , aún preocupada y con una ligera sensación de ofensa, insistió con la pregunta. Nada. La escena se repitió varias veces, hasta que por fin Felipe alzó la cabeza, y a la luz de una lamparita, su madre pudo ver su cara sin expresión, y los ojos totalmente rojos. Estaba drogado. Lo había hecho otra vez.

En ese momento Luisa se sintió estúpida, porque la situación ya se había repetido demasiadas veces, y él siempre le juraba que acabaría, pero nunca era cierto. Miró a Felipe con lástima, y con cierto remordimiento al darse cuenta de que no le quedaban muchas opciones. Él estaba acabando con el poco dinero que se mataban por conseguir, y sino robaba en los autobuses para permitirse un buen colocón al acabar la jornada.

Cuando Felipe tenía 10 años probó su primer porro de hachís, y para qué nos vamos a engañar, no le gustó. Pero la sensación de estar entre los mayores, de pertenecer a un grupo, se saberse aceptado y de calmar esa constante sensación de malestar que le corroía el estómago cada vez que se cruzaba con su padre, o más bien, cada vez que su padre se cruzaba con él... por las noches.

Un par de años después, quiso ampliar su grupo de amigos, y empezó a frecuentar un bar en el que le habían garantizado el éxito. No sé qué consideraría Felipe que era el éxito, pero el caso es que le sedujeron. Ahora, con tan sólo 14 años, Felipe es totalmente adicto a la cocaína y al crack. Anda por las calles como perdido, y se ha visto tres veces en alguna que otra reyerta callejera, jugándose la vida. Normalmente lleva una navaja suiza -robada- en el bolsillo izquierdo, por si las moscas. Y algunos dicen que el año que viene ya estará listo para cargar con una pistola de calibre 22, para empezar.

Luisa se ha enterado de todo esto, y ya no sabe qué hacer con él. Siente verdadera lástima por Felipe, pero no puede consentir que sus otros 7 hijos convivan con un toxicómano y un delincuente, porque no es un buen ejemplo para ellos. Luisa está agotada desde que enviudó, y no se le ocurre más solución que expulsarle de la casa. Piensa que esa es la única manera de hacerle recapacitar.

Luisa corrió hacia el único mueble que había en el salón, abrió el segundo cajón, y sacó una camiseta y un pantalón, lo metió en una bolsa de plástico a modo de maleta, y la puso en la calle. Dio un beso a Felipe, y justo después le lanzó un vaso de agua bien fría sobre la cara. Él pareció reaccionar al estímulo, y con un aire agresivo, exigió a su madre una explicación. Ella se mantuvo firme, y se decía para sí que era lo mejor para él, aunque ni siquiera estaba convencida de su decisión... Y Felipe se fue. Se fue a por un poco más de crack.

Desde entonces Felipe vaga por las calles, pidiendo limosna, aunque a la gente ya no le da tanta pena porque no es un niño pequeño, y él sabe que ese es el verdadero motivo. Cada día se acuerda de su madre, pero cada día también asiste a aquel bar en el que conseguiría el éxito para consumir cualquier cosa que simule esa sensación que le habían prometido. Felipe duerme en la calle, vive en la calle y trabaja en la calle. Tiene deudas con la mayoría de los camellos de la ciudad, y ha pasado de robar de vez en cuando en el autobús, a atracar de una forma mucho más agresiva.

Lo único que come Felipe al día es lo que le ofrecemos en el comedor. Y él siempre llega con los ojos rojos y su bolsa-maleta.


martes, 17 de noviembre de 2009

Una experiencia surrealista

Hoy ha sido un día de esos que marcan la vida de uno... Un día lleno de niños...

Para empezar, debo decir que la semana pasada llegó un bebé nuevo a La Casita de Belén. Se llama Nelson y debe tener unos 10 meses. Desde el principio se convirtió en mi favorito, aunque soy consciente de que eso no está bien, pero es una verdadera monada. Siempre quiere estar en mis brazos, y soy la única con la que aguanta tanto... Le adoro.

Cuando he vuelto de la casita, un niño diminuto me ha cedido el asiento en el autobús, y me ha emocionado tanto que casi me pongo a llorar. No sé cómo explicar lo que he sentido, cómo me ha mirado... Ha sido precioso, y no sólo por el hecho -que ya tiene su mérito-, sino por su gesto, por su expresión, por su bondad. Supongo que me habrá visto la cara derrengada y medio ahogada por el calor, y si yo me hubiese visto a mí misma puede que también me hubiera cedido el sitio... Pero ese niño... Qué adorable.

Me he pasado todo el trayecto sin dejar de pensar en él y en sus ojos, como anonadada en mis pensamientos. Y cuando he llegado a casa, me he encontrado a otro niño en la puerta merodeando. Me ha llamado mucho la atención y he intentado identificarle, pero iba muy bien vestido por lo que no podía ser uno de los chicos del comedor. Me ha dicho muy tímidamente que se le había colado la pelota en la parte inferior de nuestro jardín, y me pedía que le ayudase a buscarla. Le he invitado a pasar, y hemos recorrido juntos los 300 metros que nos separaban de su preciado balón. Durante todo el camino le he ido preguntando cómo se llamaba, cuántos años tenía y dónde vivía. Pude averiguar que se llamaba Marquitos, que tenía 8 años y que era uno de nuestros vecinos. Al cabo de poco tiempo vimos la esfera amarilla y él se lanzó a por ella. Entonces, mientras deshacíamos nuestros pasos de nuevo, me contó que ayer por la noche murió su hermano mayor, de 24 años, en un accidente de tráfico. Me lo ha dicho con muchísima pena, y entonces le he cogido en brazos y le he dicho que podía venir a verme siempre que quisiera para charlar, o simplemente para jugar y después invitarle a un helado. De verdad que espero que venga.

Pero lo mejor ha venido por la noche, cuando he ido al bautizo de 5 de los chicos del comedor. Yo había quedado con la hermana Andresa en que iríamos andando, dando un paseo, y así me enseñaría el único barrio que me quedaba por conocer de los de los niños que vienen cada día a comer con nosotras. Esa zona también es conocida por aquí como El Bajo, y ahora entiendo el porqué. Parecían chabolas de indigentes, todas de madera podrida. El hedor a descomposición era nauseabundo, y la carretera -por llamarla de alguna manera- estaba estancada.

Unos veinte minutos después hemos llegado por fin a la capilla en la que se iba a celebrar el bautizo, y nos encontramos con que otros 20 niños más de todas las edades también recibirían el sacramento. Esperaban engalanados de blanco, ansiosos, junto a sus madres en la puerta de la iglesia diminuta. Pero no sé si es que a nadie se le ocurrió que eso podía pasar, pero había mucha más gente fuera que dentro, por lo que nadie se enteró de nada de lo que pasaba durante las dos horas de reloj que ha durado el asunto.

Pero eso no es lo mejor. Cuando estaba empezando la misa, un perro se ha colado en la iglesia y nadie ha parecido alarmarse. Total, que revoloteaba de un lado para otro, algunos le rascaban la tripa, otros le llamaban por un nombre en guaraní y un niño le ha dado un chicle para ver qué pasaba. El perro ha empezado a hacer aspavientos, por fin ha salido de la capilla, y ya nunca supimos más de él.

Unos diez minutos después de eso, sale una niña de la iglesia escopetada y vomita en mitad del tinglado encima de unas cuantas personas. Y tampoco se extraña la gente en esta ocasión. Así que han cogido un poco de tierra del suelo, se lo han esparcido por encima, y como si nada. La niña se ha quedado fuera y ha vomitado hasta el higadillo... Y cuando se encontraba mejor, ha vuelto a su silla y tan tranquila.

Durante el sacramento del bautismo, una cola inmensa de padres con múltiples hijos se iban turnando para ir metiendo a sus hijos en la pila uno a uno, y yo no he podido evitar pensar que en el fondo esta tradición tiene algo de bárbaro, porque no es normal mojar a los niños y que todos sin excepción acaben llorando a moco tendido. El caso es que los unos se contagiaban a los otros, y eso parecía una serenata nocturna titulada Oda al Llanto. Por supuesto, eso sin incluir los 15 millones de mosquitos que también estaban de celebración esta noche.

Pero por fin ha acabado la ceremonia, y nos hemos vuelto a casa, son 6 sapos gigantescos siguiéndonos todo el camino, y yo tirando de la hermana Rosa que es muy mayor y ya no podía con su alma. Y cuando llego a casa, me dice mi tía que mañana hay otra celebración igual, pero con una procesión en honor a San Roque previamente...

Ya le he dicho que a lo de mañana a mí me borren, que con lo de hoy ya he tenido rezos, cantos y misas para toda la semana... ¡Aunque supongo que de la del domingo no me salva nadie!



lunes, 16 de noviembre de 2009

Los Niños de la Calle

Antes de nada, quisiera dar la enhorabuena a mi prima Paloma, que hoy ha hecho público el embarazo de su segundo hijo, y también a mi primo José Luís que se va a casar en primavera con Karen. Y bueno, a mi primo Juan -no sé si esto es bueno o malo- que se va a vivir a Palencia con su mujer Eva y sus dos niños. ¡A todos mis más sinceras felicitaciones!

Temas aparte, acabo de hacer un cálculo rápido de lo que la gente gana en este país. Teniendo en cuenta que el salario mínimo es de 200€, os podéis ir haciendo una idea. Pero lo peor es que las familias de los niños del comedor suelen vivir más o menos con 85€ al mes. Eso y nada es lo mismo.

Al principio pensaba que Paraguay era baratísimo, tanto que me parecía casi gratuito. Pero eso en realidad no es del todo cierto, porque son las monjas las que persiguen la oferta, el saldo, el stock, el supermercado descuento, el regateo y... el donativo, mientras que el resto de los mortales pagan sus facturas -los que pueden- y los que no, directamente no consumen. Y ese es el drama.

Los niños del comedor son más conocidos por aquí como los niños de la calle, y qué bien les representa el término. Desde bien entrada la mañana, a eso de las 6, ya están todos colocaditos en la esquina mendigando, limpiando parabrisas, cantando en los colectivos, o prostituyéndose, como es el caso de Emilia. Sólo descansan un rato de 11 a 11.30, que es cuando nosotras les damos de comer un plato de arroz, un mendrugo de pan y un vaso de zumo de naranja. Y lo peor de todo es que ni siquiera se plantean que eso no es lo correcto. Simplemente viven así, porque es lo que les han enseñado que hay que hacer. La mayoría van hechos un asco, porque saben que así les darán más dinero. Y no es precisamente que tengan tanto como para derrochar, pero si van limpitos y guapos, nadie les dará ni un duro...

El otro día estaba paseando por la calle, y vi a una mujer que llevaba a una de sus hijas sin braguitas para dar lástima. En otra ocasión, una mamá adolescente llevaba a su hijo asfixiado de calor y al borde de la muerte de pura desnutrición. Quise coger al bebé el brazos para alejarle de aquella mujer, pero no serviría de nada. Son capaces de hacer cualquier cosa, les da igual. Lo más importante del mundo para ellos es ganar dinero.

Entonces yo me pregunté: ¿pero no hay nadie que les contrate haciendo lo que sea? Y obtuve mi respuesta. Los adultos que saben leer y escribir, que representan a la minoría, suelen trabajar como albañiles o empleadas de hogar. Y los que no, se dedican a peinar las calles de madrugada olisqueando en las basuras de los mejores barrios de la ciudad. Pero no quieren comida, que es lo más sorprendente. Lo que hacen es rebuscar en los contenedores para recuperar las botellas usadas de Coca-Cola. Yo seguía sin entender nada. Suponía que al menos les pagarían bien, porque tenía que compensarles el esfuerzo de no dormir ni una noche, y además dejar a sus hijos diminutos solos tantas horas. Y me atreví a preguntar una vez más: ¿y cuánto les pagan por las botellas? - ¡en qué momento! -. Pues... 400 guaraníes el kilo de plástico. Cuatrocientos... ¿Cuatrocientos? ¡¡Cuatrocientos!! Eso equivale a 2,80€. Normalmente, en una noche productiva, en la que ha habido suerte, y además han invertido dos adultos 8 horas en su trabajo, suelen obtener medio kilo de plástico... ¡Es lamentable!

A veces, o más bien siempre, hay que erradicar los problemas de raíz. Pero es que aquí, toda la raíz, el árbol, la flor y el fruto son el problema...



domingo, 15 de noviembre de 2009

Ña Eva

Como ya os comenté en alguna entrada anterior, he programado una serie de actividades para cada día de la semana, para que así los niños puedan elegir qué es lo que más les apetece hacer y vengan sólo a lo que realmente quieran venir. Yo no soy partidaria de obligar a nadie, por lo que me pareció una buena idea. Y los jueves, monto un juego dirigido con los chicos.

Normalmente reciclo alguno de los que nos hacían a nosotros en los campamentos de verano, o mis queridos primos en las excursiones de padres. Pero el jueves pasado se me olvidó qué día de la semana era y tuve que improvisar. En un primer momento lo único que se me ocurrió fue jugar al pañuelo mientras iba pensando en algo diferente. Al parecer no lo conocían, y les encantó. La primera tanda no tuvo mucha aceptación, pero en cuanto los demás vieron lo que se reían todos los chicos que estaban participando, los demás se quisieron apuntar enseguida.

La verdad es que nos lo pasamos fenomenal, pero llegó la hora de comer, y se acabó el asunto. Y cuál es mi sorpresa cuando el viernes me dicen que quieren volver a jugar al pañuelo. En realidad, sus palabras fueron: si no hay reggaeton, no queremos bailar nada. Así que les organicé de nuevo por equipos, y tan ricamente.

Y hoy sábado, que se supone que los niños se van a un parque con otros voluntarios, no se quería ir ninguno. Todos se querían quedar a jugar al pañuelo. Hemos tenido dos equipos masificados, y hasta las madres de los más pequeños han participado.

Una de las mamás que más me llaman la atención es Ña Eva (aquí se comen el do de doña siempre, vete tú a saber por qué). Viene todos los días a traer a su cuadrilla y ya se queda a comer. Las madres con bebés tienen derecho a comida diaria. Siempre llega tarde, pero a mí no me extraña nada, porque viene como con 12 niños que responden al nombre de Los García -hasta aquí falta cierto punto de originalidad-. El otro día me atreví a preguntar, y me contó que ella tenía 6 hijos. La primera tiene 16 años y fue, según sus palabras, un error de juventud, y ya no vive con ella. Hace tiempo que se marchó con su tía a Argentina. La mayoría de los paraguayos que buscan una segunda oportunidad se van a Argentina a probar suerte, muchos de ellos engañados, y las chicas jóvenes por lo general acaban como prostitutas de semi lujo. Y digo semi sólo porque allí ganan lo suficiente como para poder mantenerse y mandar dinero para una familia de 8 miembros...

En fin, que Ña Eva, aparte de su hija-error de juventud, tiene 5 más de distinto padre, todos diminutos. Y por si esto fuera poco, ha aceptado cuidar como suyos a los hijos de su actual compañero, y viene cada día con 12 chiquillos al comedor, dos colgando de la espalda, otro en brazos, y varios más por detrás.  A veces me asomo a la puerta del edificio para ver si les atisbo a lo lejos, para echar una mano a Ña Eva.

Ña Eva siempre lleva falda. Es la única mujer de las que vienen al comedor que lleva pollera en lugar de shorts, y la verdad es que va echa un primor. El otro día me comentaron las monchis que eso significa entre esta gente que su marido es machista, celoso y posesivo, es como un cinturón de castidad moderno. Y yo que siempre pensaba pero qué requeteguapa que va Ña Eva, y resulta que es una amenaza para los otros hombres. Como aquí todos se conocen, pues saben que la amenaza se cumplirá si se atreviesen siquiera a mirarla dos segundos más de lo necesario.

Ña Eva no ha cumplido aún los 30, pero siempre tiene una sonrisa inmensa en la cara y en los ojos. Yo no sé si su marido será machista o no, aunque por aquí la mayoría lo son. Sólo sé que a Ña Eva le gusta su vida. Ña Eva hoy ha jugado con nosotros toda la mañana al pañuelo. Ña Eva es una mujer digna de admiración. Ña Eva es muy feliz.



Hoy, me gustaría hacer un apunte especial. En primer lugar porque hace unos días -el 7 de noviembre- fue el aniversario de la muerte de mi abuelo José Luis. Y también porque hoy se reúne toda mi familia materna, a los que yo cariñosamente llamo Sus Majestades los Mingo de España. Se van a repartir los papelitos que portarán el nombre del amigo invisible de este año. El objetivo de esta actividad es comprar un regalo a tu amigo, y ofrecérselo el día de Nochebuena, el más especial del año para mi familia Mingo.  Me da pena no estar presente, aunque como me ha dicho mi tío, también José Luis, de alguna manera estaré. Gracias a todos. Os quiero.

sábado, 14 de noviembre de 2009

6º No cometerás actos impuros

Cuando yo tenía 18 años, me fui una Semana Santa con un grupo de numerarias del Opus Dei a Torreciudad, la cuna de este movimiento religioso. Mi objetivo no era rezar ni mucho menos, pero estaba muy cerca Selectividad, y ellas me ofrecieron amablemente su casa de Huesca para poder dedicarme al estudio sin tentaciones ociosas de ningún tipo. Y yo fui.

Una vez allí, me encontré con la sorpresa de que debíamos ir a los oficios, confesarnos día sí día no, y rezar sin parar oraciones algo fanáticas que yo desconocía. En una de éstas, yo me dirigí obediente hasta uno de los confesionarios en la parte inferior del santuario, y no sé si fue mala suerte o pura casualidad, pero el sacerdote que me tocó, tras escuchar atento mis pecados -que no eran para nada alarmantes ni fuera de lo común- concluyó diciendo que yo tenía el alma más negra que su sotana. Me disgustó muchísimo esta afirmación, y más aún la penitencia -que no considero conveniente ni mencionar-. Entonces pensé que eso no era bueno, y que no había nada malo en lo que yo le había confesado a ese cura, que por cierto él sí que tenía el alma negra para pensar así.

Mi semana de estudio frustrado acabó y no quise saber más del Opus Dei en mi vida, ni de su obsesión con el sexto mandamiento, ni de casi cualquier cosa que tuviera que ver con la Iglesia. Sé que no todo el mundo es tan radical, pero hay algunas cosas que a mí personalmente me parecen absurdas, y que no quiero tener en mi vida. Y un ejemplo de eso son los Mandamientos. Yo sé que matar está mal, no me hace falta que nadie me lo diga. Pero comparar eso con no ir un domingo a misa, y obligar a confesar los pecados (¿quién demonios inventó los pecados? No pudo ser Dios, eso seguro), a comulgar una vez al año, o incluso ¡¡a impedir que los demás tengan pensamientos impuros, como en el noveno Mandamiento!! ¿Cómo demonios vas a controlar lo que hace otro?

Desde que llegué a Paraguay, traté de liberar mi mente de todos estos prejuicios adquiridos tras mi estancia en Torrecity que en realidad me atan, y que no me hacen ningún bien. Quise abrir mi mente, y dar la bienvenida a todo aquello que me pudiese enriquecer como persona. Pero anoche... Ay, me reencontré una vez más con esa dichosa obsesión por el sexto mandamiento y su relación directa con la Iglesia. Resulta que he organizado una clase de salsa para los viernes por la mañana con los niños del comedor. La semana pasada ya probamos y la verdad es que funcionó bastante bien, pero los chicos me suplicaron que dedicáramos la mitad de la clase a bailar Reggaeton. Yo consentí, y me puse encantada cuando me dijeron las chicas mayores que me iban a enseñar los pasos para que cuando me fuera a una discoteca pudiese bailarlo bien. Y ayer, como si tal cosa, se lo conté a las monchis en la cena.

¡Ay, Dios Santo, que casi se acaba el mundo! De una manera muy políticamente correcta me dijeron que ese baile era sucio, que incitaba a las relaciones sexuales, que se inventó para excitar a los hombres, que luego las chicas se embarazaban y que atentaba directamente contra el sexto Mandamiento. ¿De verdad creerán que lo que hace que las adolescentes aquí se queden embarazadas será el Reggeaton? Me prohibieron tajantemente escucharlo y bailarlo en el comedor, y además me invitaron a enseñarles otro tipo de bailes para evitar que ellos sólo escuchen esa música del demonio. Yo no podía creer lo que estaba escuchando, y entonces me indigné en silencio, traté de comprenderlas a ellas y a sus vidas, me dije a mí misma que son monjas, amén de mayores, y que esa es su labor. Pero aún así, me costó horrores, y siguo sin entender el mal que hay en un baile que sólo es sucio para el que lo mira con ojos sucios. Os dejo un ejemplo aquí.

Yo no puedo cambiar que los padres abusen de sus hijos, no puedo dejar que los niños hagan cosas que quieren o que no quieren, ni tampoco les voy a incitar a que hagan lo contrario, pero en general la Iglesia vive obsesionada con el sexto Mandamiento. Por supuesto que hay que erradicar la violencia sexual del mundo, pero de ahí a prohibir un tipo de música por lo que representa...

Decía mi abuela Espe que Roma se equivoca al no cambiar eso, porque son demasiado exigentes con el tema sexual. A lo mejor, si dejasen de apostar tanto por la razón sólo para cuestiones sexuales y se centraran más en cómo afecta eso a sus feligreses, tendrían las misas de los domingos más llenas. No dudo de la bondad de los actos de los religiosos, ni de las buenas intenciones de los mandatarios decimonónicos que ya mencionaba en la entrada de La Franquicia Espiritual... Sólo propongo una remodelación de los planteamientos morales, porque de la misma manera que los seres humanos tenemos hambre y comemos, tenemos sueño y dormimos, o tenemos sed y bebemos, como humanos también tenemos un instinto sexual innato que es estúpido negar, porque lo que propone la Iglesia es una especie de anorexia sexual, y eso ni siquiera es sano.

Además, cuando un niño hace algo que nos parece mal, solemos decirles con cara de enfado y un dedo juzgador un simple no, eso no se hace. No nos molestamos en explicarle por qué eso no es bueno, y en realidad la mayoría de las veces nuestro disgusto responde a una mera preocupación. Pero cuando nos enfrentamos a un problema con cierto contenido sexual, el tema es diferente. Ahora ya no hay que poner límites porque sí, o porque no, ahora se apela a la racionalidad del ser humano. Como si un niño entendiese que dar salida a lo que él siente es malo porque no es un animal y lo puede controlar. El Sexto Mandamiento es incoherente, y los adultos lo somos aún más.




jueves, 12 de noviembre de 2009

Naturalmente

Las monchis han descubierto en mí una fuente de conocimientos informáticos, y me consideran una especie de ser todopoderoso capaz de hacer cualquier cosa con un ordenador. Si ellas supieran… Casi podía imaginarme la cara de Maleny ante mis diseños cutres, pero ese es otro tema.


El caso es que la semana que viene es la graduación de algunos alumnos del colegio de Pedro P. Peña –una de las misiones de las hermanas en el Chaco educando a niños índigenas-, y pretendían encargar las invitaciones a una imprenta. Así que yo les dije que me comprometía a hacérselas, pero lo que en un principio serían sólo 14 unidades para los papás pasaron a ser 40, y de ahí fue en aumento… Y eso teniendo en cuenta que mi tía me pedía cada dos segundos que le hiciese cosas en un documento de Word, que después otra monja no conseguía mandar un mail, que  luego decidieron que había que añadir una frase más a las invitaciones y había que empezar de nuevo… Y ya era la hora de irse a La Casita de Belén, y mi tía me vio tan agobiada que me dijo que me quedase, que yo era imprescindible en ese momento. ¿Yo? ¿Imprescindible? No entendía nada…


El caso es que me puse como en los mejores trabajos de la uni a recortar, pegar, coser, copiar y a imprimir millones de veces un mismo modelo –pero con la incredible ventaja de que mi tía me dio una guillotina. ¡Lo que hubiese dado yo en los años de facultad por tener una!-. Me vieron tan concentrada que no hacían más que darme las gracias una y otra vez, y se quedaron alucinadas de lo rápida que iba. Decían: en eso te pareces a tu tía (y yo me acordaba de mi madre y su uf, qué lenta vas).


El caso es que una vez acabado el trabajo, sin estrés y con la tranquilidad de la tarea acabada, me puse a cenar tranquilamente, y me dieron un pollo delicioso. Pregunté de dónde era, y mi tía me dijo que era ecológico. Yo no me podía creer que esa extraña moda de lo natural hubiese llegado hasta aquí, y de hecho no es que haya llegado, sino que nunca se fue. Cuando salgo de mi habitación por las mañanas cojo una papaya o un mango del jardín para desayunar, a mediodía agarro una banana del árbol que está en el comedor, por la tarde la hermana Rosa recoge las lechugas y los tomates y los pone de cena para la ensalada, y lamentablemente, el día en que fui a Capiibary y vi a tantos pollitos paseando por el jardín… Bueno, pues uno de ellos fue mi cena de anoche… Cuando me enteré se me quitaron las ganas de seguir comiendo, pero de verdad que era auténtico pollo ecológico de corral.


Entonces pensé que realmente vivimos fatal en los países más desarrollados. Comemos mal y rápido, siempre andamos corriendo, y si no tenemos estrés nos toman por vagos que no trabajan lo suficiente. El ruido de las ciudades atolondra hasta a los niños, y nadie tiene calidad de vida. Hacemos viajes maravillosos, cenamos en restaurantes chic y tenemos un coche estupendo que nos lleva allá donde queramos ir. Pero hemos perdido la noción de las cosas. El dinero es tan importante que no lo valoramos, 50 euros ya no son ¡¡¡50 euros!!! sino 50 eurillos, la comida sana nos aburre o nos obsesiona y pararse a disfrutar de un momento es una pérdida de tiempo…


Aquí el estrés es un drama y se le pone solución en cuanto empieza a aparecer, la gente come comida de verdad y se la agradecen infinitamente a la naturaleza con muchísimo amor, los niños te abrazan en cuanto te ven, si sales de casa para coger el autobús todas las personas con las que te cruzas te dan los buenos días con una gran sonrisa en la cara, y a todas horas hay un agradabilísimo soniquete de pájaros cantando que no descansan, siempre alegres.


Puede que aquí la gente no haya salido ni de sus pueblos, que jamás se haya sentado en un restaurante, que no tenga más medio de transporte que sus piernas, puede que ni siquieran tengan qué comer… Pero todos son inmensamente felices. ¿Y luego venimos nosotros a educarles? No, ellos tienen más que enseñarnos a nosotros. Mucho más.




Lavando pies

Se podría decir que hoy ha sido uno de esos días completitos completitos, empezando por el diluvio universal con el que he amanecido. ¡En mi vida he visto cosa igual! Yo pensaba que en Tailandia había comprobado lo que era un lluvia tropical, pero en realidad eso no fue más que una presentación mediocre de lo que puede llegar a ser. Y lo mejor es que nadie se ha inmutado, como si fuese muy normal pasar de deshidratarse a morirse ahogado, así que he deducido que esto debe ser bastante habitual por estos lares...

Para continuar, me he ido al comedor por la mañanita temprano para que los niños no tuviesen que esperar en la calle, y efectivamente estaban todos en la puerta tiritando de frío y con aspecto de huevo pasado por agua. Pobrecillos... Así que les he hecho un desayuno calentito a base de té con leche y galletas, y se han puesto contentísimos. ¡¡Estos niños son mágicos!!

Para hoy estaba programado un taller de higiene personal, pero debido a la lluvia no ha podido llegar a tiempo Ana -la otra profe-, ni la cocinera, ni nadie, y me he visto sola con 60 niños preparados para que les lavara el pelo. Mientras esperaba a que llegase la hermana Andresa con el champú y los peines para piojos, les he contado el cuento de los siete cabritillos -¡cómo me gustaba que mi madre me contase esa historia cuando era pequeña!-. El caso, es que yo estaba ya casi al final, en la parte en la que el lobo se ha comido a todos los cabritillos menos al pequeño, y me he señalado la tripa diciendo con voz muy grave uy, estos cabritillos son muy pesados, pero qué lleno estoy. Entonces Belén, una de las niñas de unos 5 años, me ha dicho ¿el lobo tenía la panza así de llena como la tuya?. Me ha encantado. Qué deliciosos son los niños. Y claro, la carcajada se ha oído hasta en el edificio del final de la calle, porque esta tarde nos han preguntado qué era tan divertido en el comedor hoy... Qué bien me lo he pasado.

Después de contarles el cuento, he dejado a la mayoría pintando mientras yo me ponía a lavar cabezas, despiojar, cortar uñas y demás menesteres de higiene. Yo creía que las manos se multiplicaban y que había pelos que ya había lavado, pero no, siempre eran nuevos. Y cuando ya estábamos acabando he mirado hacia abajo, y me he fijado en los pies de los niños. ¡Qué sucios! Así que se han puesto en una fila los que querían que se los limpiase, y con un barreño en el suelo, una pastilla de jabón en una mano, y un cepillo en la otra, han pasado los 60 niños para que les limpiara los pies. Hemos acabado todos empapados, cubiertos de espuma, casi como si nos hubiésemos quedado en la calle, pero nos los hemos pasado requetebién...

Me encantan los niños del comedor. Son geniales. Qué pena que ellos no se den cuenta...