domingo, 31 de enero de 2010

El instante

No hay palabras que puedan describir ese momento, ese instante en que tu retina lucha desmesuradamente por convertir un mísero fotograma en un recuerdo de por vida. No hay ni un sólo concepto, ni una sola expresión, que se adecue a lo que mi mente labra y piensa, a lo que capta, a lo que reza...

Llevo días rebuscando, escalando entre mis pensamientos, contrastando puntos de vista en busca de inspiración. Pero como decía Serrat hace años, hoy las musas han pasao de mí... Y es que cada lugar tiene su magia, su pasión y su fuego, pero mi boca se atraganta con todas esas palabras que gritan por salir sin encontrar su rumbo, su perfecto denominador común. 

Quiero hacer una entrada resumen, un recopilatorio de sentimientos, como Pedro Guerra con sus Niños. Desde allí, con Copacabana de fondo, el sonido melódico y acompasado del Atlántico revuelto, las olas alcanzan ya los seis metros de altura, y hasta me dan miedo. Los chiquillos juegan con la arena, y esculpen verdaderas obras de arte sobre la orilla. Puedo imaginarles, e incluso intuir pequeñas damiselas de rosa esperando un príncipe azul que las rescate, y rudos caballeros sobre purasangres árabes con sus respectivas espadas de Toledo.

El calor me roba una gota de sudor, y la empuja desde la raíz de mi cabello quemado, hasta la uña de mi pie derecho, siempre pintada de un rojo intenso. El agua me llama, me atrae. Trato de evadir su invitación insinuante, pero no me deja. Me convence en tan sólo dos segundos, y allá voy yo. La niña pequeña que habita en mí brinca eufórica, y se revuelve entre las olas, sobre ellas, hasta llegar de nuevo a la orilla y repetir el proceso una y otra vez hasta el agotamiento...

Salgo cansada y empapada, bebo deprisa un agua de coco bien helada, y me tumbo relajada a tomar el sol picante. Quiero congelar ese momento. Ese es precisamente mi instante. Una ligera brisa me sacude el pelo hacia atrás, y casi me dan ganas de salir corriendo tras él, para atraparle. Me dan ganas de pedirle ventaja, un aviso u otro soplo de aire, para poder permitirme otro instante igual que el anterior...

Me acuerdo de mis niños, de Emilia, de Librada, de Carlitos... Sé lo que estarán haciendo y no me gusta. Siento una fuerza indestructible, las ideas se agolpan en mi cabeza, y sé que estoy llamada a hacer algo grande. Sé que haré algo por ellos, porque vine aquí a hacer algo por ellos. Y también sé que moriré pensando en ellos...

El sol me molesta más que nunca, y me pongo las gafas para liberar a mi frente de su expresión fruncida. Abro un ojo, y allí está. No tendrá más de seis años, pero podría hacerse modelo de esqueleto para las clases de la Facultad de Medicina. Está rebuscando en la papelera de la playa. Encuentra una lata de cerveza, la mueve un poco, y se la lleva a la boca sin pestañear siquiera... Hace eso unas cuantas veces más, hasta que encuentra una gamba en la arena, y se lanza a por ella disparado... Hace tiempo me habría puesto a llorar solo de verlo. Ahora simplemente se me eriza la piel, y un fuerza sobrenatural me impulsa hasta él. No sé qué decir, no hablamos el mismo idioma, pero sus ojos son como un libro abierto... Tiene hambre, y sueño, y heridas en las manos. Me abraza y yo le doy un beso. Pasa un señor vendiendo bocadillos, y le compro dos, para que al menos hoy llene algo el  estómago... Me mira alucinado, como si fuese un ángel, y yo le miro a él impactada, como si el ángel fuera él... 

Varios mordiscos después, se va andando por la orilla. Sus pies van dejando un rastro de huellas sobre la arena, y con una sonrisa en los labios, camina erguido y feliz... Satisfecho. Tengo la cámara de fotos en la mano izquierda, pero prefiero guardar ese momento para mí. Y para él. De mi estancia en Río, me quedo sólo con ese instante... Sólo con ese...


sábado, 30 de enero de 2010

El Pão de Açúcar

El Pan de Azúcar es la montaña que protege Copacabana, y que es tan famoso y característico como el Cristo del Corcovado.

Nos levantamos bien pronto para evitar las visitas masivas y los grupos de japoneses con sus Nikon atómicas y sus sonrisas absurdas... El caso es que tuvimos muchísima suerte porque no nos encontramos ni una sola cola, así que nada más llegar, nos montamos en el curioso teleférico que recorre en tan solo tres minutos una primera parte, hasta la parada establecida a casi 600 metros de altura. En cuanto llegamos, dimos un paseo, contemplamos las vistas, y nos hicimos muchas fotos para dejar constancia de nuestra aventura.

Y más pronto de lo que a mí me hubiese gustado, nos subimos en el segundo teleférico, en el definitivo, que continúa ascendiendo pendido en el aire hasta su destino final. Yo lo pasé francamente mal, y le iba diciendo a Ana que me contase cosas, lo que fuera. La sensación era similar a la del despegue del avión, y yo tuve que hacer un verdadero ejercicio de voluntad para no ponerme histérica. Durante el trayecto, sólo podía pensar que no había nada en el mundo que compensase aquello. 

Pero misteriosamente, cuando llegué y me tomé una Coca-Cola light (los brasileños están algo más desarrollados que los paraguayos en el aspecto coca-cólico), y me relajé mirando la carísima tienda de souvenirs, pude centrarme en contemplar lo que me rodeaba.

El Pan de Azúcar, en sí mismo, es una especie de Parque Natural, en el que la vegetación selvática sirve como ejemplo de lo que debe ser el Amazonas. Vimos miles de animales, galápagos, iguanas, lagartos, monos... Es como una selva en miniatura acondicionada para los turistas. Es divertidísimo pasear por los jardines interminables, y fijarse en las impresionantes vistas que rodean toda la montaña. Desde luego que de toda mi visita a Río, el Pan de Azúcar es lo que más me gustó de todo. Me gustó tanto, que la bajada no me dio nada de miedo. Y me quedé con el recuerdo de una jornada espectacular, como nunca antes en mi vida.

Continuará...




viernes, 29 de enero de 2010

Para gustos, las personas

Es cierto que Río tiene muchas atracciones turísticas, lo que hace que miles de personas de todo el mundo se acerquen hasta esta ciudad del Brasil para conocer sus encantos de primera mano...


Desde que soy pequeña, me encanta eso de salir a pasear, hablar con unos y con otros, relacionarme con la gente y aprender de todas esas personas que se cruzan en mi camino. Y he de decir que, una vez más, mi viaje no ha sido una excepción. El primer día, mientras me tomaba una cerveza en la playa con Alan y Ana, conocí a un gallego que estaba sentado en la mesa de enfrente, y le invité a unirse a nuestra animada conversación. Descubrí que acababa de llegar a Río, que era ingeniero aeronáutico y que había ido allí a trabajar un mes entero con recursos eólicos o algo así. Desde el principio congeniamos muchísimo, y dado que se sentía un poco solo allí, al día siguiente por la noche nos fuimos a cenar con él un buen churrasco com feijão y arroz. La verdad es que me lo pasé divinamente y me alegré de haber podido disfrutar de su compañía. Luego no volvimos a encontrarnos, y lamenté no haberme quedado al menos con su dirección de mail...

Al día siguiente, en la piscina del hotel, conocimos a un matrimonio argentino de Tucumán. La verdad es que tengo que decir que no me he topado con personas más encantadoras en mi vida. Durante toda nuestra estancia coincidimos varias veces con ellos tomando el sol, y nos contaron muchas cosas de la ciudad, así como qué ver, cómo llegar, y esos datos útiles que sólo se aprenden estando allí. Gracias a Dios, en esta ocasión sí que intercambiamos nuestros datos para seguir en contacto, y nos invitaron a pasar unos días a su casa durante el próximo invierno. Quién sabe, igual me apunto a ir en mayo o así, cuando tenga que volver a salir del país a sellar mi pasaporte...

Por la noche, ya con ganas de ver caras jóvenes, decidimos recorrer la Avenida Atlántica en busca de un bar con buenas caipirinhas, así que nos sentamos en un chiringuito algo pequeño pero bien puesto. Al instante se nos acercaron dos chicos brasileños: Alla y Nené. Estuvimos charlando con ellos muchísimo tiempo, y se ofrecieron como guías turísticos nocturnos para conocer, literalmente, los secretos de la ciudad. A mí me hizo mucha gracia, pero tanto Ana como yo coincidimos en que no era muy sensato andar por ahí con unos completos desconocidos... Nos dieron sus respectivos números de teléfono, pero nunca les llegamos a llamar. Aún así, nos lo pasamos fenomenal hablando en portoñol con ellos.



Esa misma noche, en el mismo bar, un señor de lo más puesto, militar de profesión, se acercó hasta nuestra mesa con idéntica intención, aunque resultó ser bastante más sutil. Se ve que la experiencia también hace mella en la forma de ligar, y éste era un completo profesional. Había vivido algún tiempo en Buenos Aires, y le salía de vez en cuando un ché boludo de lo más gracioso. También nos llevamos esa noche a casa su dirección de mail, y la promesa de una futura cita en el mismo sitio a la noche siguiente. Realmente nunca pretendimos asistir, así que rezamos por que no se quedase ahí esperándonos con su caipirinha durante mucho tiempo. Pobre...


En el hotel también nos hicimos con un niñito, que me perseguía allá donde iba, y que quería por todos los medios que le diese todos mis datos. Primero empezó por un tímido "¿tienes facebook?" y acabó casi preguntándome mi grupo sanguíneo... La verdad es que era de lo más gracioso, porque como sólo tenía 14 años, andaba algo torpe y no sabía qué decir. En una ocasión le pregunté si sabía dónde podía encontrar un ciber (para comunicarme con todos vosotros y dejar un mensaje en mi blog), e insistió en llevarme personalmente hasta el mejor local que había encontrado. Quiso invitarme también a una copa, pero pensé que era muy joven para andar por ahí ligando con jovencitas y emborrachándose hasta altas horas de la mañana (¡tranquila mamá, que yo no hice eso ni un solo día!), así que le recomendé que se quedase en el restaurante del hotel cenando con sus padres. Supongo que pillaría la indirecta...


Realmente conocí a muchísimas personas. Creo que puedo meter en el pack también a una rusa medio yankie, a las suecas lesbianas, a la paraguaya pesada, a la familia de brasileños inmigrantes... Cada día conocía a gente de lo más variopinta, y cada uno me contaba su historia, a cual más sorprendente. Creo que en el fondo, saqué esa faceta sociable de mi padre, que habla siempre con los taxistas, con las marujas que pasean a sus perros, con los abuelitos que se indignan en las salas de espera de un hospital, con los vecinos, con el compañero de ascensor, con el mecánico del taller, con el técnico del lavaplatos, con los señores a la salida de misa, con el dueño del bar... Y es que cualquiera que me conozca sabe que me gusta hablar más incluso que a mi padre. Le vi en mí, y eso me gustó... Sólo espero seguir conociendo gente de todo tipo, que me cuenten sus historias, y así yo transmitirlas en mi blog. O simplemente, contárselas a alguien durante la cena del día...


Continuará...





jueves, 28 de enero de 2010

El Cristo del Corcovado

Hace unos cuantos años, me fui unos días de vacaciones a Lisboa con mis padres, y a la entrada de la ciudad, vi por primera vez un Cristo que saludaba a los recién llegados a la capital de Portugal. Mi madre nos contó su historia, y me dijo también que era una réplica del original carioca. En ese precioso instante, supe que algún día iría a Río de Janeiro y lo vería con mis propios ojos.

La semana pasada, aproximadamente 8 años después de eso, pude postrarme a los pies del impresionante Cristo de casi 40 metros de altura, y también pude conocer por primera vez en mi vida una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno.


Después de pasar una fabulosa mañana en la playa y de hacer un picnic en la piscina, Ani y yo nos vestimos dispuestas a visitar el famosísimo Cristo Redentor del Monte Corcovado. Desde que llegamos a las taquillas del bondinho -un tranvía antiquísimo que te lleva hasta la cima-, nos dijeron que había una cola de 2 horas y media. Y por supuesto, esperamos todo lo que hizo falta. Después de comprar las entradas, accedimos a una réplica de estación antigua, con todas las banderas del mundo ondeando en el techo, y vagones ya en desuso a modo de decoración. Personas de todas las nacionalidades comentaban en diferentes idiomas y señalaban orgullosos el trozo de tela que correspondía a su país de origen. Algunos incluso explicaban el significado de los escudos, los colores o los símbolos que contenían...


Y cuando llegó por fin la hora, nos subimos al curioso trenecito, con muchas ganas de ver de una vez esa vista de la ciudad que ha recorrido el mundo entero. He de reconocer, que el bondinho, si bien es un aparato arcaico, algo decrépito y que no pasa de los 10 km por hora, es también el medio de transporte más romántico sobre el que llegar al Cristo, por lo que su precio y su espera, merecieron la pena en cuanto empezamos a atravesar el Parque Nacional de Tijuca. Pudimos ver un paisaje absolutamente selvático, cuajado de animales silvestres, lianas -¡de las de verdad!-, cocoteros... Parecía como si estuviésemos en la película de King Kong por lo menos...

Y cuando llevábamos aproximadamente media hora en el tranvía, apareció por fin un atisbo de esa vista, con el estadio de Maracaná de fondo, como una corona entre los distintos edificios.

Salimos del tren, y subimos las escaleras que nos separaban de nuestro destino final. Y ahí estaba: el Cristo Redentor en persona, igual que en las fotos, igual que en las muchas películas yankies. Sólo que esta vez era yo la protagonista del viaje paradisíaco que me llevaba hasta lugares mágicos y espectaculares...




Me hice miles de fotos, y me sentí pletórica ante semejante monumento. Allí nos encontramos a Rocío, nuestra amiga del autobús, y decidimos seguir la visita con ella. Y simplemente nos limitamos a mirar durante dos horas el paisaje carioca, las playas infinitas, el cielo azul, las nubes como algodones, y todo el espectáculo que nos ofrecía el mismísimo paisaje...

Yo, Esperanza de Toro Mingo, afirmo con absoluta rotundidad que merece la pena ir a Río de Janeiro sólo por ver esas vistas. Hubo incluso una ocasión en que abrí mis brazos en cruz, simulando la postura de la estatua, y me sentí como en aquella escena de Titanic, en que Jack Dawson le dice a Rose que hiciese eso mismo, y se limitase a sentir. Yo sentí todo eso, y mucho más. Me sentí libre.

Continuará...





miércoles, 27 de enero de 2010

El coração de Copacabana

Mi primer día oficial en Río me dediqué -como diría mi madre- a tocarme la barriga, o lo que es lo mismo, a no hacer absolutamente nada. La mayoría de los turistas se agobian por la cantidad de cosas que hay que hacer, y desde que llegan hasta que se van, están viendo catedrales, iglesias, plazas, parques, monumentos...


Yo soy algo más tranquila en todo lo que hago, y prefiero disfrutar por completo de cada instante de mi viaje, por lo que no programo mis vacaciones y me dejo llevar por el momento. Por eso, después de desayunar en el buffet del hotel a base de frutas tropicales y sabores brasileños, me fui a la playa de Copacabana a mezclarme con el color de las playas del Atlántico.

Desde el momento en el que llegué, vi miles de esculturas de arena, a cual más original y sorprendente. Algunas reflejaban las 7 Maravillas de Mundo Moderno, otras las grandezas de Río, pero todas ellas tenían algo especial que las hacía únicas.

El agua de un azul intenso se confundía con el cielo del mismo color, y se transformaba en una vista digna del mismísimo David Peart. Miles de personas de todas las razas, tamaños y estaturas, danzaban entre las impresionantes olas de 3 metros, o se refrescaban en la orilla con cubos multicolores de plástico.

A cada instante pasaban por mi lado hombres gigantes, vendiendo todo tipo de cosas: desde pareos y pendientes, hasta bebidas heladas y comida árabe. De fondo sonaba el mar acompasado y relajante, y el sol picaba tanto que te impedía quedarte más de dos minutos seguidos en la toalla.

Desde el agua, se veían perfectamente el Pao D'Açúcar y el Cristo Redentor, cada uno a un lado de la ciudad, como recordatorio de que Río tiene algo más que playa y sol.

Me decepcionó un poco comprobar que los niños no tenían barquitas, ni colchonetas ni nada que se pudiese inflar, aunque he de reconocer que allí los enanos están hechos de otra pasta, porque se podían ver chicos diminutos, de unos 5 años, subidos a sus tablas cogiendo olas, sonriendo y jugando como locos.


Las mujeres brasileñas son imponentes, y se pasean por la playa en tangas diminutos que resaltan sus caderas. Eso sí, durante toda mi estancia no vi a una sola haciendo topless. Los hombres son aún más impresionantes, todos musculosos y depilados. Una de las cosas que más me llamó la atención de Río es lo deportistas que son sus habitantes. Da igual la hora: a las 12 de la mañana o de la noche, las calles están repletas de personas caminando, haciendo footing o bailando samba. Y por supuesto, en las playas siempre hay gente jugando al fútbol.

Los brasileños siguen teniendo poblaciones indígenas, y se nota muchísimo en su aspecto. La mayoría de ellos son negros o mulatos, con los ojos rasgados y la mandíbula salida. Aunque también te puedes encontrar rubias despampanantes a lo Heidi Klum o pelirrojas como Gisele Bünchen.

Mi primer día en Río fue espectacular. Yo estaba como en una nube y no quería que acabase nunca. Pero todavía queda mucho por contar.

Continuará...



Lo que mis ojos veían en Copacabana

martes, 26 de enero de 2010

Incidentes Pre-Río de Janeiro

Nuestro viaje estaba preparado para 4 amigas, pero el día anterior, dos de ellas -que son hermanas- tuvieron que cancelarlo porque su abuelo se puso muy malito. Yo no sabía qué hacer, ya que no me sentía muy segura yendo dos chicas solas a la ciudad con más delincuencia del mundo, pero luego pensé que no sabía cuándo volvería a Sudamérica, así que agarré mis bártulos, y a las 10 de la mañana me monté con Ana en un autobús con destino a Río.

Nada más subir, el conductor -un negro de dos metros, vestido enterito de rosa chicle, y al que apodamos cariñosamente como pantera rosa- nos anunció que el aire acondicionado se había estropeado. No sé si podéis imaginar lo que es viajar a 45º, sin una sola ventana, y un ambiente recalentado insoportable, pero desde luego que yo no se lo recomendaría ni a mi peor enemigo.

Algunos dicen que cuando se tiene un enemigo común, las supuestas víctimas se unen para hacer fuerza, y eso fue lo que nosotros -los viajeros- hicimos. Nos rebelamos ante la pantera rosa, y le exigimos que se arreglase el problema. Hay que tener en cuenta que ya llevábamos 6 horas de caminos y las temperaturas seguían subiendo. La solución fue algo extraña, porque consistió en desalojar el autobús, y tenernos durante dos horas y media esperando en Foz de Iguazú sin nada que hacer. Pero al menos las 30 horas restantes de viaje no nos deshidratamos...

Cuando llegamos a la frontera entre Paraguay y Brasil, tuvimos que esperar una cola inmensa para sellar el visado, y a mí me recordó muchísimo a las largas horas de espera en la aduana de España con Portugal, cuando veraneábamos en Baiona y pasábamos el día en Viana do Castelo.

Una vez arreglados los papeles, y con el autobús de nuevo en orden, nos pusimos en marcha con mucha alegría, y valorando por primera vez la existencia del aire acondicionado. Había una señora embarazadísima que parecía que hubiese visto de nuevo la luz...

A esas alturas del viaje, ya conocíamos a todos nuestros compañeros de colectivo. Sabíamos sus nombres, sus profesiones, y sus destinos. Y mezclándome con la cultura paraguaya, aprendí que en cuanto compartes un tereré con alguien, inmediatamente se convierte en tu amigo. Nosotras no sólo compartimos nuestro tereré, sino que también nuestra comida y nuestros teléfonos, y de esa manera nos hicimos varios amigos.


Alan era un estudiante de periodismo, que iba a Victoria -a unos 1.000 km. de Río- a ver a su hermano pequeño. Era un chico encantador, y desde el principio congeniamos muchísimo con él.

Rocío iba sola de vacaciones a Río, y desde el primer momento le dimos el nombre de nuestro hotel para que pudiera ir a buscarnos, y se uniera a nuestra expedición brasileña.

Javier había estudiado Químicas y se pasaba la mayor parte del tiempo en un laboratorio. En esta ocasión había quedado con su novia en Río porque hacía tiempo ya que no se veían...

Todos y cada uno de ellos tenía una historia, y quería compartirla con los demás.


Después de 36 horas de autobús, un dolor espantoso de garganta debido al microclima polar post-arreglo del aire, varios números de teléfono, unos cuantos amigos más en nuestra agenda y alguna que otra contractura lumbar, nos vimos en la estación de ómnibus de Río de Janeiro. Gracias a Dios que Alan, el chico del que os hablé antes, nos acompañó a Ani y a mí hasta el hotel. Nos dejó allí, sanas y salvas, con todas las maletas listas y además, nos llevó hasta Copacabana para que conociésemos la mejor playa del Brasil de noche. Y realmente mereció la pena.

Nos dimos un buen baño nocturno, y nos sentamos en una terraza a tomar una cerveza bien fresquita. Y como estábamos agotadas, decidimos acostarnos pronto para poder aprovechar bien el día siguiente.

Alan se volvió a la estación de autobús para seguir su camino con destino Victoria, Rocío nos llamó para quedar al día siguiente, y nosotras dormimos como dos bebés.

La ciudad prometía bastante. Ya sólo quedaba empezar a descubrirla.

Continuará...



Con Ana y Rocío

sábado, 23 de enero de 2010

Temporalmente fuera de servicio

Queridos todos,

Hoy por fin he podido hacerme con un pentium 2 y una conexión a Internet de las de antano, de esas que hacian ruido y estaban llenasde cables...

Os escribo para deciros que no os he olvidado, y que Rio es absolutamente  maravilloso. Cada dia escribo en un papel mis aventuras-que no son pocas- y pretendo escribirlas en mi blog en cuanto vuelva para compartirlas con vosotros. El martes que viene, dia 26 de enero, tendreis listas todas mis novedades brasileras.

De momento lo unico que os puedo decir es que he pasado de un ligero color gamba a un rojo intenso langosta. Ya os contare...

Un beso enorme,

Espe.

martes, 19 de enero de 2010

El manifiesto

Mi abuela Espe siempre dice que no conoces realmente a alguien hasta que no has viajado con él, y que hay varios tipos de turistas: el gourmet, la loca de las compras, el quiero-verlo-absolutamente-todo, y el viajero ideal que sabe encontrar el equilibrio entre ellos.

Pues bien, ante la duda, yo he creado un manifiesto para mí y mis acompañantes, para hacer de éste el viaje perfecto. Ahí va:

1. No hay obligación de hacer nada que no quieras. Los viajes son para disfrutar, y no para amargarse.
2. Si estás triste, deprimida o melancólica, te concedemos como máximo una hora para la autocompasión. Pasado ese tiempo, es obligatorio sonreír y pasárselo bien.
3. Dada la poca seguridad de nuestro destino, jamás caminarás sola sin compañía de otra persona.
4. El último día será el elegido para las compras.
5. Se recomienda seguir estrictamente el presupuesto establecido para garantizar la asistencia a todos los puntos turísticos de interés.
6. No debes llevar todo tu dinero encima. Deja siempre al menos la mitad de lo que te quede en la caja fuerte del hotel o en cualquier otro lugar seguro.
7. Todos los días habrá momentos de turismo, de playa y de fiesta. Si prefieres quedarte en el hotel, allá tú.
8. Visitaremos el Pan de Azúcar, el Cristo Redentor, Copacabana e Ipanema, el centro, el barrio de Lapa y Santa Teresa. Se admiten sugerencias.
9. Es obligatorio probar al menos una vez el agua de coco y la caipiriña.
10. Una noche cenaremos en una churrasquería brasilera.
11. Una noche también asistiremos a una clase de samba.
12. Nunca sabes lo que te deparará el destino. Puede que nunca más vuelvas en tu vida a Río de Janeiro, por lo que intenta captar cada instante del tiempo que pases allí.
13. Y recuerda que lo más importante en la vida es ser feliz, hagas lo que hagas y estés donde estés.

Y ahora, a disfrutar de las vacaciones. ¡Saaaaaamba!



domingo, 17 de enero de 2010

El centro de Asunción

Ayer, una vez más, tuve que irme al centro para cambiar guaraníes por reales. Me bajé en la calle Palma, y la verdad es que como iba con mi amiga Ana, me sentí con un ligero complejo de Samsonite. Ya sabéis, como cuando le cedes el mando a otro, y él se encarga de guiar...

El caso es que anduve por varias calles, prestando muchísima atención a todo lo que pasaba a mi alrededor. Al fin y al cabo, esa me parece la mejor manera de conocer una ciudad: observándola.

Pude ver a muchas mujeres haciendo manteles, vestidos y hamacas de ñanduti. Percibí ese olor tan característico de Asunción: una mezcla de verde, yerba -que aquí se escribe así-, fritanga y humedad. Paseé por los puestos de artesanía indígena. Mire a través de los cristales de los mejores hoteles del centro...

Lugares de cambio, hombres que te persiguen por la calle pronunciando sólo dos palabras -dólar y euro-, tiendecitas minúsculas llenas de cosas de lo más variopintas, personas que se cuelan en los centros comerciales en busca de algo de fresco, vendedores ambulantes de coca-colas desechables, niños limpiando cristales...

Los coches acelerados, las carreteras a socabones, la ausencia de pasos de cebra... Cualquiera podría decir que esta ciudad está habitada por salvajes, pero en realidad, tiene su propio orden. Un código tácito que todos respetan, y que mantiene a la perfección la estabilidad y supervivencia de los asuncenos...

Para ser sinceros, yo jamás recomendaría Asunción a nadie como capital turística mundial, pero si el destino te hiciera pasar por aquí, te invitaría a disfrutar de ese caos ordenado que es en resumidas cuentas este lugar en el que estoy viviendo... Y también te enseñaría algo más, ese misterioso punto que tienen todas las ciudades, y que las hacen especiales. El único problema de Asunción, es que aún es una niña tímida, y hay que conocerla bien para que se abra. Y lo hará.



Hortera y sin barca

Mientras estáis leyendo esto, yo estoy montada en un autobús rumbo a Río de Janeiro. Sí, la cuenta atrás ha llegado a su fin, y yo sin saber cómo ni por qué, me he convertido en una turista más de sombrilla y gorra. Me he puesto a recordar mis mejores momentos playeros de la infancia, y  me he convertido voluntariamente en una hortera.

Cuando era pequeña, me encantaba estar en la playa y me lo pasaba fenomenal, sobre todo con mi hermano Álvaro, que desde que nació ya mostraba un interés especial por los barcos -para los que no lo sepáis, ahora está estudiando Navales para honra de mi padre-. En cuanto llegábamos a nuestro destino, papá nos compraba una barquita y un par de remos (que siempre acababan rotos, perdidos, olvidados, mordidos por el perro o desaparecidos en el mar). El primer día era emocionante inflarla durante una hora entera. He de reconocer que de eso siempre se encargaban los chicos, y yo solía escaquearme. Eso sí, cuando llegaba la hora de la verdad, yo ya estaba la primera subida en la barca, jugando a piratas o a emboscadas o a princesas secuestradas -cuando mi hermano no protestaba mucho-. Recuerdo una vez con especial cariño, en que la barca se pinchó a los pocos días de comprarla, y Álvaro se pasó varias horas paseando como alma en pena, repitiendo constantemente la frase baca mía pinche, vaca mía pinche. No sé qué pasó al final, pero yo creo que conseguimos otra nueva, porque para nosotros, la playa sin barca no eran vacaciones.

Dejando eso aparte, y centrándome más en lo que nos rodeaba, he de decir que veía a las personas que estaban allí sentadas a nuestro alrededor, y yo me planteaba qué demonios harían durante tantas horas en la playa. Siempre eran los primeros en llegar y los últimos en irse, y por lo general, tenían mil recursos diferentes para invertir hasta el último segundo de su tiempo cerca del mar. Yo no lo comprendía, y pensaba que esa gente tan rara se llamaban horteras, porque era lo que mi madre decía que eran. Todos se llamaban Jessica y Christian, y llegaban cargados de neveras portátiles azules con Mahous heladas, bolsas y bolsas de patatas fritas, latas de aceitunas... Rastrillos y cubos para hacer castillos de arena, palas para jugar en la orilla, cartas para echar un mus después de comer, colchonetas hinchables de colores radiactivos... Algunos incluso se llevaban una tienda de campaña para garantizar el éxito con una buena siesta.

A mí me daban muchísima envidia sus bocadillos enormes de tortilla, que siempre eran inmensamente más grandes que mi sandwich de jamón y queso, y solía preguntarme cómo se sentiría alguien que se toma el aperitivo en la playa. Una vez le planteé esta cuestión a mi madre, y sus respuestas eran de lo más variopintas: como que eso no le gustaba (o que le horrorizaba), o que eso sólo lo hacían los horteras, o que se nos quitaría el hambre y luego no comeríamos (como si una coca-cola y unas cuantas patatas pudieran mitigar siquiera mi apetito). Y entonces comprendí que mi padre era un tramposo que se escapaba hasta el chiringuito y a eso de la una se tomaba una cerveza él solo. Una vez le pillé, y empecé a irme con él. Y desde entonces me he colgado una nueva etiqueta, porque en Río pienso ser la más hortera de la playa (lo siento mamá, pero me hace muchísima ilusión). No me cambiaré el nombre, ni me dejaré de poner la crema de protección 50 como me recomendaría mi madre, pero os aseguro que el aperitivo no me lo va a quitar nadie.

Eso sí, siento que hay algo incompleto en este viaje, porque como ya he dicho antes, playa sin barca no son vacaciones.




sábado, 16 de enero de 2010

Las cuatro familias

Hay familias que realmente se mueren de hambre, y por mucho que descubrirlo forme parte de mi experiencia aquí, me sigue costando horrores aceptarlo. Hace ya unos días, antes de que se cerrara el comedor por vacaciones, me di cuenta de este problema, y se lo comenté a mi tía con una mezcla de indignación y ganas de hacer algo.

Al final, se nos ocurrió la solución de analizar cuáles eran de verdad las familias más necesitadas, montar paquetes con comida, y fijar un día para ir a llevárselas. Y hoy era el gran día.

La tía no me quiso dejar la camioneta para ir a repartir las pesadas bolsas porque no quería que diésemos la imagen de políticos haciendo campaña, así que buscamos la solución que más nos favorecía: pedir su carrito de recolectar plásticos a Ña Eva. Y ella aceptó, así que a las 8 de la mañana, tenía en mi casa a dos psicólogas, una trabajadora social, una mamá del comedor, y su marido como portador del carro que nos acababa de salvar de una esguince lumbar por lo menos.

Y media hora después, ya andábamos recorriendo las calles llenas de fango del Bajo, el barrio en el que viven mis niños. La primera parada era la casa de los Tillería. Allí viven como 40 personas (la abuela, todos sus hijos y su correspondiente prole), pero sólo nos interesaba una parte de su numerosa familia. Son como 8 hermanos, y no tienen ni un mendrugo de pan que llevarse a la boca. La madre les abandonó hace tiempo, y tienen que buscarse la vida para no morir de hambre. Son el ejemplo más claro de la lucha por la supervivencia que he visto nunca... Creo que la casa de los Tillería ha sido la más difícil, porque todos nos miraban esperanzados, deseando que sacáramos un paquete también para ellos. Pero lamentablemente, sólo unos pocos se beneficiaron de nuestro estudio.

La siguiente meta, por supuesto, eran los Acosta. Me dio una lástima horrible ver a Librada, que en una semana ya está otra vez hecha un escuerzo. Y de Carlos, al que los otros siguen llamando papá. Pregunté por la abuela, pero había salido de una manera un tanto misteriosa, porque la Secretaría de la Niñez la había citado esta mañana. Ya me enteraré de qué ha pasado... Aparte de eso, mientras observaba en aquel patio lleno de escombros a mis cuatro niños predilectos, pude captar algo de una conversación que me inquietó bastante: hay un menonita -que pertenece a una de las tribus indígenas del Paraguay- que ha querido pagar por llevarse a Librada. Gracias a Dios los Acosta han rehusado la oferta, pero les da miedo que en cualquier momento alguien la secuestre cuando estén los niños solos camino del comedor. Tengo que pensar en una solución para eso...

Mientras salía de allí, con el alma por los suelos y la mente funcionando a toda velocidad, casi no me he dado cuenta del camino por el que estábamos pasando. Cada vez había más fango, un paseo de vacas también raquíticas nos miraban sin siquiera cambiar el gesto, y una hilera de niños se acercaban para saludar, conscientes de que no habíamos ido hasta allí en vano. Por fin dimos con la casa de los Vázquez: un trocito de tierra, cuatro maderas mal puestas, un cuarto de baño con restos de pancartas publicitarias y muchas personas viviendo allí... Los niños se habían teñido el pelo de rubio, y resultaba hasta cómico verles con la piel casi negra, los ojos rasgados, y en la cabeza un algo fosforito que llamaba la atención a kilómetros de allí... También me he enterado por casualidad, de que los Vázquez viven a orillas del río, y que si sigue lloviendo así, se les inundará la casa... ¡Pobre gente!

La otra familia a la que hemos ayudado es la de los García, la de Ña Eva. Pero dado el calor que hacía, y lo agotadas que estábamos tras la caminata, hemos preferido dejarle la bolsa y que se la llevase ella misma tan ricamente.

Conclusión: he llegado a casa sedienta, llena de suciedad, con los pies negros, con todos los brazos quemados por el sol, y con la cabeza dando vueltas supersónicas, en busca de una solución que aún no me viene a la mente. Sé que se puede hacer algo más. Ahora sólo tengo que saber el qué. Se aceptan sugerencias...



Un ejemplo de casa del Bajo

viernes, 15 de enero de 2010

Emergencia Nacional

Hace unos días, mi tía recibió una llamada de Emergencia Nacional, comentándole que ya podía ir a retirar lo que le correspondía. Como ella no iba a estar presente el día de la cita, me dejó encomendada la misión de ir personalmente hasta el Banco de Alimentos, y recoger lo que nos quisieran dar.

Yo estaba algo nerviosa por averiguar qué era eso que podía favorecer tanto a las monjas. Así que me monté en el coche con Osvaldo -el chofer-, y le di la dirección que me había escrito mi tía en un papel. Aproximadamente una hora después, y algún que otro altercado más, nos encontrábamos frente a una nave industrial inmensa, de la que salían cajas y cajas sin parar. Primero entró una congregación cuyo hábito era muy parecido al de mis hermanas, y yo presté muchísima atención a sus caras, para ver si así conseguía descifrar el contenido de esas cajas.

Por fin nos llegó el turno. Entregué mi DNI en la puerta al guardia de seguridad, y nos dejaron pasar. Me acerqué hasta un hombre que tenía pinta de ser el que llevaba el cortarro, y me presenté.

- Esperanza... Esperanza... -Pronunciaba mi nombre dubitativo, como intentando reconocerme dentro de su memoria-. ¿No hay varias Esperanzas en tu congregación?

Yo le expliqué el parentesco con mi tía, y me abstuve de contarle que en realidad ella se llamaba Concha. Enseguida se puso manos a la obra, y con un peso industrial, fue poniendo cajas sobre él. Cuando llegaban a cierto punto, él daba el visto bueno, y varios mozos de almacén se acercaban cargados hasta mi camioneta para depositar mis nuevas adquisiciones en el maletero.

Mientras trabajaban, yo no podía parar de pensar que el jerifalte, José Nosequé, tenía el mismo aspecto que los hombres de las portadas de novelas de rubias y cachas, y que sería un protagonista muy bien parecido. Claro, que las autoras de las historias románticas, nunca describen el mal olor, los berridos, los eructos, y esas otras lindezas que tan bien caracterizan a estos hombres sudorosos y corpulentos...

Dejando mis pensamientos a un lado, aproximadamente 15 minutos después, el coche estaba hasta la bandera, y ya no cabía ni un alfiler. Osvaldo me llevó de vuelta a casa, agotada y sedienta, y en cuanto llegamos nos pusimos a colocar nuestros paquetes en la despensa del comedor. Fui abriendo las cajas una por una, más por curiosidad que por necesidad, y vi bolsas y bolsas de arroz, pasta, judías, guisantes, latas de conserva, azúcar, aceite... Todo lleno de comida para abastecer el próximo año al comedor.

Y me puse tan contenta, que empecé a bailar en mitad de la despensa, encantada con el descubrimiento este de Emergencia Nacional. Resulta que los supermercados, donan algunos de sus productos a esta causa. Y a mí me parece una manera muy útil de ayudar. Sólo espero que nos vuelvan a llamar pronto.



jueves, 14 de enero de 2010

Mi encantadora desconocida

Esta mañana me he montado en un colectivo, con destino al centro de Asunción, para ultimar los detalles de mi viaje a Río -que para los que aún no lo sepáis, me voy el domingo de vacaciones-.

Creo que ya comenté en mi entrada titulada Historia de un autobús, que son muchos los niños, oportunistas y maleantes, los que aprovechan el recorrido de los viajeros para tratar de vender todo tipo de artilugios. Y ciertamente son las líneas que van al centro las más concurridas por este tipo de personas, que se ganan el pan de la forma más inusual.

Pues bien, iba yo a eso de las 11 de la mañana, tan a gusto sentada (que es todo un lujo, por cierto), y de repente se subió una chica extremadamente delgada. Me llamó mucho la atención, y enseguida comprendí que iba a contarnos otro rollo estrafalario para convencernos de lo extraordinario de sus productos. Yo ya estaba dispuesta a girar la cabeza, mirar por la ventana, y hacer como que la cosa no iba conmigo, cuando de repente ella agitó la mano, y empezó a saludar a todos los presentes. Debió estar así como un minuto entero, sin cesar ni un instante en sus movimientos.

Yo creo que a esas alturas ya había captado la atención de todo el autobús, pero aún así, alzó la voz para decir un creo que nadie tiene ganas de saludarme esta preciosa mañana. Y ella siguió moviendo su mano de un lado a otro. Sentí la necesidad de devolverle el saludo. Era lo mínimo que podía hacer, después de su insistencia y su enorme sonrisa.

Cuando hubo conseguido que todos le correspondieran, dijo: antes de empezar, les voy a pedir que levanten la mano los que hoy estén de buen humor. Una vez más, mi brazo se elevó solo, como hipnotizado por la energía que transmitía aquella chica. Al final, consiguió que siete personas y media dijesen que el cielo hoy les sonreía -aunque ya ni recuerdo cómo hizo eso de las siete personas y media-. Y me pareció tan bonito, que a mí ya me tenía comprada. Vendiese lo que vendiese, yo ya sabía que al menos algo le iba a dar.

Justo después de eso, y de una clase rápida sobre emociones positivas, sacó una serie de panfletos de un bolsito diminuto, y empezó a hablar de las virtudes de la poesía. Nos explicó que un solo poema podía cambiarte el estado de ánimo, y que todos aquellos que no habían alzado la mano dos segundos antes, se verían recompensados si adquirían alguno de sus libretos. A mí me pareció una forma muy creativa de vender, cuanto menos diferente a todos los demás, y bastante más agradable.

Antes de repartirla entre los que estábamos allí, nos explicó que nos iba a dejar leerla antes de adquirirla, y que si nos gustaba, sólo teníamos que ofrecerle a cambio la voluntad. La poesía no tiene precio, y ella no iba a ser quién lo pusiera. Una vez que hubiésemos terminado -siguió-, podíamos comprarla, o simplemente devolvérsela, con una gran sonrisa en la boca de oreja a oreja. E insistió en este último punto, porque le pareció fundamental para que llegásemos a disfrutar por completo de nuestro día de hoy.

Cuando terminó su disertación, repartió a cada uno un poema titulado Alguien. Yo lo leí atentamente, y me pareció muy malo, pero la chica valía un potosí. Cuando le tocó el turno de acercarse a mí, yo con mi mejor sonrisa, le ofrecí todo lo que llevaba en ese momento en el bolso, y le pregunté si ella era la autora de la poesía. Me dijo que no, que en realidad la poetisa era una amiga, y que ella sólo trataba de captar la atención de los viajeros, consciente de lo difícil que es comunicar algo y que la gente te siga durante más de unos segundos.

Charlé con ella un rato, y me pareció una verdadera maestra de la comunicación. Si yo hubiese sido una cazatalentos, de verdad que le hubiera ofrecido un trabajo en mi empresa, y en ese momento lamenté no tener más tiempo para pedirle su número y quedar con ella algún día, porque era una persona con la que me encantaría empezar una amistad.

Todos pensábamos que el show ya había acabado, cuando reapareció, y nos dio las gracias por la colaboración. Pero lo mejor vino al final, cuando nos recordó que en la vida, pase lo que pase, debemos tener siempre presente la paz, el amor y la alegría de vivir.

Entonces se bajó del autobús como por arte de magia, y se fue caminando tranquilamente calle abajo, seguramente en busca de nuevos pasajeros a los que sorprender...

Ahora, unas horas después, no dejo de acordarme de aquella desconocida, que parecía más bien un hada madrina, y aún conservo el deseo de volver a encontrarnos en un colectivo, o vaya usted a saber, en cualquier lugar del mundo. Siempre con una sonrisa.


miércoles, 13 de enero de 2010

Esta juventud venida a menos...

Desde que era una niña, siempre he oído frases del tipo de estos jóvenes de hoy en día o cosas por el estilo. Al principio, coincidía con los adultos que hacían estas afirmaciones tan rotundas, porque me parecía que la mayoría de las personas que me rodeaban, se dedicaban a salir de fiesta, a ligar y a consumir drogas.

Cundo cumplí 20, mi opinión empezó a cambiar, porque me di cuenta de que algunos de los que decían esas cosas, eran precisamente los co-fundadores de la movida madrileña, los precursores de la locura de los 80. Fueron los padres del lema sexo, drogas y rock'n'roll. Fueron ellos los que crearon esta sociedad rebelde y frívola, sin límites ni jerarquías.

Entonces comprendí, que los jóvenes son los profesionales del mañana, y que forma parte de la vida que se descoquen mientras puedan, y asuman sus responsabilidades cuando les llegue el momento. Y también comprendí, que en el momento en el que se hagan mayores, serán ellos los que digan a sus hijos y a sus nietos esa mítica frase de cuando yo era joven estas cosas no pasaban o si mi padre levantase la cabeza...

A pesar de todas esas cosas que nos dicen nuestros mayores, yo debo comentar -para aliviar en cierto modo su preocupación- que tras haber realizado una campaña para recaudar fondos para el comedor, son precisamente mis amigos, los jóvenes de hoy en día, los que más han donado.

Todos somos conscientes de que sus 20€ valen mucho, porque no tenemos forma de ganarnos la vida más que de pizzero o de botones (como dice mi padre). Y me complace decir que mis amigos, todos mis amigos sin excepción, han colaborado con la causa. Incluso aquellos a los que hacía tiempo que no veía.

Desde aquí, quiero dar las gracias a todos ellos. Si realmente estoy en lo cierto, y los jóvenes somos los profesionales del mañana, estoy segura de que el mundo va a ser un lugar al menos más bonito dentro de unos años, cuando nos toque el turno de dar la cara. Sólo espero, que después no caigamos en el tópico, como tantos otros antes que nosotros, de comentar frases a veces injustas como la ya mítica esta juventud venida a menos...




martes, 12 de enero de 2010

Mujeres

Una de las cosas que más me frenaban a la hora de tomar la decisión de venir a Paraguay, era precisamente un prejuicio que tenía sobre las monjas. No sé por qué, pero hasta la fecha, todas las religiosas que había conocido sólo podían ser descritas con una palabra: ñoñas.

Aún así, me animé a venir guiada únicamente por el modelo de mi tía, que siempre me había parecido bastante normal.

Cuando llegué, empecé a conocer monjas, una tras otra. Cada vez que tenían que hacer algún recado o gestión, se alojaban en Asunción el tiempo necesario -que nunca era mucho- y volvían a sus comunidades de origen. Y la verdad es que a mí no me parecieron ñoñas en absoluto...

Desde el jueves pasado, una procesión de hermanas han ido entrando por la puerta de la casa, para quedarse unos días. Hoy comenzaba un retiro silencioso de una semana, que para ellas es como estar vacaciones, y tenían que reunirse en la casa regional, es decir, aquí.

A la mayoría de ellas ya las conocía más o menos, pero otras han sido un descubrimiento. Me gustaría hacer un repaso de lo que más me ha llamado la atención de todas ellas:

La hermana Andresa y la hermana Vicenta son gemelas, y ambas eligieron esta congregación para dedicar su vida. Hace 20 años que hicieron juntas los votos perpetuos, y aunque hoy en día viven separadas, en cuanto se encuentran, es imposible no verlas unidas ni un instante. Se nota que tienen un vínculo más allá de toda lógica, que las une de una forma extraordinaria y especial.

Por otro lado, la hermana Eulalia, es para mí ya como una abuela. Siempre está pendiente de todas, y a veces se me acerca a hurtadillas, y me susurra al oído algo así como ¿te gusta la tortilla española?. A lo que yo obviamente respondo ¡pero cómo no me va a gustar!. Y esa misma noche tengo un tortillón de cena, y qué sabor, qué olor... La mejor que tomé en mi vida. Entonces, cuando yo ya estoy que reviento, me dice medio enfadada: pero come más, que no me comes nada. La primera vez que me dijo eso casi se me saltan las lágrimas de la emoción. A mí nunca nadie me había dicho que comía poco, sino más bien todo lo contrario. Y me gustó tanto, que ahora la hermana Eulalia me cuida fenomenal, y -aunque esté mal decirlo- se ha convertido en una de mis favoritas.

La hermana Cecily viene de la India, y es una mujer admirable. Sabe fusionar a la perfección ambas culturas, la occidental y la oriental, y siempre se queda con lo mejor de cada una. Yo paso muchas horas hablando con ella, y le hago preguntas sobre saris, reiki, yoga y mil cosas más que me interesan muchísimo. Ella siempre responde paciente y alegre, contagiada en parte por mi entusiasmo y mis ganas de aprender. En su honor, algún día visitaré la India como Dios manda.

La hermana Mercedes es la mayor del grupo, y tiene exactamente la misma edad que la Churru. La tía Concha suele decirle que es como su madre, y a ella le encanta sentirse útil de alguna manera. Siempre anda paseando, con un bastón en la mano, y una madeja de lana en la otra. A veces me pregunto a quién demonios regalará las miles de bufandas que hace, porque con este calor no servirían para nada, pero al menos ella parece feliz con sus bordados y sus historias...

La hermana Esther es como un todoterreno. Da igual lo que le echen, ella siempre lo sobrepasa. El otro día montó a ocho monjas (y a mí) en una camioneta de esas atómicas, metió primera, y dijo un simple agárrense que nos vamos. Yo siempre la llamo doña Esther, o también la monja atómica, porque realmente lo es.

La hermana Javier es alucinante. Tiene casi 80 años y aún sigue bailando la jota. Parece que se viste de sonrisa por las mañanas, y tiene una voz muy melódica. Esta tarde yo me he sentado a escucharla, y casi me transportó hasta una película de los años cuarenta. Sentía que en cualquier momento sacaría un paquete de Ducados, y contaría historias de la guerra. Pero no, más bien se puso un vaso de agua y recordó en voz alta momentos de su niñez...

Hay tantas hermanas especiales, tantas, que con una sola entrada no podría ser fiel a sus retratos. Pero si hay una cosa que sí he sacado en claro es que, no sólo no son en absoluto ñoñas, sino que además, por encima de todo, siguen siendo mujeres.



lunes, 11 de enero de 2010

Patricia: el otro lado del comedor

Casi todos los días escribo cosas relacionadas con los niños del comedor, y cuando me siento inspirada o algo sensible, comparto pequeños fragmentos de mi vida. Todo esto hace que vosotros, los que me leéis, os podáis hacer una idea bastante exacta de lo que es mi experiencia aquí. Pero me he dado cuenta, de que hay veces en que me dejo cosas en el tintero. Detalles importantes de mi vida, que completan mis vivencias y me acompañan en este camino -a veces arduo- que recorro cada día desde hace casi tres meses.

Uno de esos detalles que no comenté como merecía fue precisamente el de la grandiosa presencia de mi amiga Patricia.

Patricia es de origen paraguayo, aunque vive en Madrid desde que nació. A pesar de todo, siempre que puede se monta en un avión y viaja hasta la otra parte del mundo para encontrarse con su familia materna, y también para establecer algún contacto con la otra mitad de sí misma.

Desde el momento en que llegó este año, en diciembre, me llamo para saber de mí. Enseguida se animó a venir al comedor, y conocer personalmente todas esas historias que yo contaba en mi blog cada noche. Y pudo poner cara a Emilia, a los Acosta, a Dahiana... A todos los niños que hoy son mi vida, y que creo que de alguna manera, para ella también lo son. Esas miradas que te roban el corazón y te devuelven un trocito de humanidad, muchas veces perdido entre las aceras de cualquier ciudad cosmopolita y adinerada.

Patricia vivió conmigo el pesebre viviente, repartió juguetes y tarta, compró juegos para que los niños tuviesen algo con lo que entretenerse en el comedor. Patricia les sirvió la comida, les hizo callar cuando armaban follón, les enseñó canciones, compartió su comida, y les trajo helado para celebrar algunos de sus cumpleaños. Patricia consiguió en un solo día que quisieran estar con ella. Y eso no es nada fácil en un ambiente como el de estos chicos.

Patricia ha sido parte de las navidades de este año. Definitivamente, ha sido un regalo. Desde aquí, una vez más, te doy las gracias de todo corazón, y te mando un beso gigante de parte de todos los niños del comedor.



Patricia con algunos niños

domingo, 10 de enero de 2010

Noelia

Hay una niña en el comedor que se llama Noelia, y es tremendamente especial. Desprende una energía muy positiva, y siempre que pronuncio su nombre, me acuerdo de aquella canción de Nino Bravo que repite su nombre como mil veces de esa forma tan melódica.

Ella era la que actuaba en nuestra obra representando a la Virgen María, y solía llegar siempre tarde a los ensayos. Yo solía explicarle algo seria la importancia de que fuese puntual para el buen funcionamiento de nuestro trabajo, pero daba igual lo que le dijese, porque seguía retrasándose, cada vez más.

Un día me enteré de que en realidad llegaba tarde porque en su casa vivían muchas personas: su abuela, sus tres tíos (menores que ella), sus dos hermanos (un bebé y una niña discapacitada), otra tía adolescente embarazada con su novio... Y ya no recuerdo más. El caso es que Noelia es la única responsable del buen funcionamiento de la casa. Ella lava, cocina, limpia, recoge, ordena, cuida a sus tíos y hermanos. Es como la mamá de todos (su verdadera madre está desaparecida del mapa).

Desde ese día no volví a decirle nada más porque pensé que ya tenía ella bastante con lo suyo...

No la veía desde el día de Nochebuena pero ayer, por casualidades de la vida, me crucé con ella, y estaba muchísimo más delgada. Le estuve preguntando y me dijo que su abuela estaba en el hospital internada, y que ya no había nadie que llevase algo de comida a la casa. A veces rebuscaba entre las basuras, pero lo tenía que compartir con tanta gente... A mí se me partía el corazón, mirándola ahí sentada, débil y escuálida... Así que le cargué una bolsa gigante, como esas grandes de IKEA, y la llené de pasta, de arroz, de azúcar, de aceite... De todo lo que había por la despensa del comedor. Y salió ella tan contenta, dándome besos y abrazos, con los ojos cargados de una emoción inexplicable... El bulto pesaba tanto que iba dando tumbos, y aún así estoy segura de que se encargó de que llegase intacto hasta su casa.

Sé que eso no va a cambiar el mundo, pero al menos esta niña y su familia comerán unos cuantos días. Qué injusticias hay. No dejo de preguntarme el porqué.



Con Noelia

sábado, 9 de enero de 2010

La historia de la muñeca

Hoy tengo que mostrar mi indignación ante la situación de los niños del comedor. Hacía días que no me sentía tan impotente, pero hay veces en que ni todas las palabras del mundo pueden menguar el malestar que se le forma a una frente a determinadas circunstancias.

Una vez más, me gustaría hablaros del clan Acosta -que para qué vamos a engañarnos, se han convertido en mis enchufados-. Hace un par de días, llegó Carlos, el mayor, llorando a moco tendido. Sus ojos reflejaban una rabia que no atino siquiera a explicar, y no quería contarme nada de lo que había pasado. No me gustó, y me quedé con el runrún en la cabeza y los ojos bien alerta.

Un rato después, el disgusto se contagió a su hermano Sergio, que con tan sólo dos años menos que él, ya se entera perfectamente de todo lo que pasa. Ambos estaban enfadados, agresivos, desesperados. A mí se me encogía el corazón de solo mirarles, y no sabía ni qué decirles para tranquilizarles un poco.

Pero la gota que colmó el vaso fue cuando, al día siguiente, llegó Librada hecha un mar de lágrimas. Tras una larga hora de interrogatorio y arrumacos, conseguí sonsacarle cuál era el problema: su abuela había vendido su muñeca, la que yo le había dado con tanto cariño el día anterior.

Me dieron ganas de ir a buscar a esa señora y abrirle la cabeza. Y también quise ir hasta Argentina, mover cielo y tierra hasta dar con su madre, y traerla de vuelta aunque fuera a rastras.

Pobres niños. Desde luego que voy a hacer todo lo que esté en mi mano por que su situación cambie.



viernes, 8 de enero de 2010

Etiquetas

Esta tarde, cuando he llegado al hospital, me he dado cuenta de que habían cambiado a Lucía y a Cristina de habitación. Me ha sorprendido un poco, porque el cambio ha consistido en convertir la sala de juegos en un nuevo cuarto para los pacientes, y estaba todo lleno de trastos. Supongo que habían llegado un punto en el que ya no les quedaba espacio para nadie más, y esa fue la mejor solución que encontraron...

El caso es que a eso de las 6, ha empezado a aparecer gente, la mayoría religiosos. Me he acercado hasta una monja con la intención de descifrar por qué toda esa gente estaba despertando a las niñas, después de lo que me había costado que se durmieran... Y qué sorpresa cuando me dicen que van a celebrar la misa ahí mismo.

Yo pensaba que se trataba de una broma, pero no. Hemos tenido misa y todo, con dos bebés enfermos dormidos. El caso es que cuando ha acabado, el cura que ha oficiado la eucaristía se me ha acercado, y hablándome a cámara lenta, me dice:

- ¿Hablas español? ¿De qué país eres?
- Española -contesto yo algo extrañada-.
- ¿Española? ¿Y entonces por qué no rezas, ni comulgas, ni te levantas, ni nada? ¿De qué religión eres?

Escucho el ataque verborreico, y respondo una vez más:

- Soy agnóstica.
- ¿Pero qué les pasa al los españoles que son todos agnósticos? Te tenemos que convertir ¿Cómo te llamas?
- Esperanza.
- Uy, con ese nombre ya lo tenemos todo hecho. Ya vendré a verte de vez en cuando para solucionar tu problemilla.

Y con las mismas, se ha marchado dejándome boquiabierta y sin palabras. En cuanto ha salido por la puerta, me han dado ganas de perseguirle por todo el hospital y ponerme a gritar histérica cualquier cosa que me quitase esa angustia que me había generado el mero hecho de que tratase de convencerme de nada.

He recibido una educación católica, tanto en mi casa, como en los cuatro centros educativos en los que he estudiado a lo largo de mi vida. Mi madre y dos de mis hermanos tienen ganado un trozo en el cielo sólo por las horas que invierten en la parroquia, y en general, la gente que me rodea es bastante religiosa. No sé por qué, pero la personas sienten una especie de necesidad congénita de convencer a los demás de sus ideas: espirituales, políticas, familiares... Y cuando intentas expresar lo contrario o no te escuchan, o te dicen que eres un irrespetuoso. Pues bien, yo creo en mis ideas y no hago discursos ante los demás. Me he venido a Paraguay a hacer un voluntariado, y eso que no creo en absoluto en las mismas cosas que los religiosos. Pero estoy aquí, igual que ellos, regalando mi tiempo a los demás, dándome a ellos.

Me he dado cuenta, de que todos, la gente en general, insiste en poner etiquetas a los demás: eres simpático, eres estudioso, eres independiente, eres católico. A partir del día de hoy yo no voy a ser nada más que Esperanza de Toro Mingo, y lo demás no van a ser más que complementos y actuaciones de mi ser. No pienso permitir que se me anule con un adjetivo, porque yo soy algo más que eso. Me corrijo: soy mucho más. Me presento una vez más:

Hola. Soy Esperanza. Un placer.





jueves, 7 de enero de 2010

Los Reyes se han perdido...

Queridos todos:

He de decir que hoy para mí ha sido un día muy especial. En primer lugar, porque hemos celebrado la fiesta de Reyes, y aunque la haya pasado lejos de mi familia, he podido revivir como hace años toda la ilusión inocente de los niños. Había pensado en contaros mi jornada como hago siempre, pero esta vez he decidido innovar, y he montado un video con todas las fotos, en el que además voy narrando los acontecimientos más representativos del día.

Espero que disfrutéis viéndolo tanto como yo haciéndolo, y una vez más, me gustaría agradeceros de nuevo el esfuerzo que habéis hecho, y recordaros que todo esto no habría sido posible sin vuestra ayuda.

Antes de acabar, quiero hacer una breve mención a la familia de mi amiga Ana, especialmente a los Jiménez, porque han perdido esta semana a su patriarca -también conocido como el abuelo Pepe-. Desde aquí os mando de nuevo mi más sentido pésame.

Un beso enorme a todos. Ahí va (si no funciona el enlace, podéis ir directamente a la página desde aquí):


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miércoles, 6 de enero de 2010

Aunque no esté de moda

La sociedad en la que vivo, al menos la española, está organizada de una manera que ahora me parece un tanto extraña. Lo primero que me pasaba esta mañana por la mente es, por ejemplo, la situación laboral -crisis aparte-.

Hice una pequeña reflexión sobre mis últimos empleos, sobre la cantidad de horas que dedican las personas que me rodean a sus lugares de trabajo, y sobre la cantidad de angustia, preocupación y estrés que se llevan todos ellos hasta sus hogares. Pensé en mis padres, que se dejan la piel cada día para que yo tenga mi coche, para que haya ido a una universidad privada, para que me pasee por el mundo viviendo experiencias o, en resumidas cuentas, para que viva como una princesa.

Y entonces comprendí que años atrás quisieran comprarse una casa lo más lejos posible de Madrid, un lugar al que huir de todas esas tensiones, del incontrolable deseo de trabajar para acabar cualquier tarea siempre pendiente. Un lugar sin Internet ni teléfono, al que se llegase sólo por un camino de arena y que estuviese apartado de toda civilización posible. Un lugar como Torremenga.

Y justo después, me acordé de los comentarios para los que vivimos todos: el domingo ya estamos pensando que al día siguiente es lunes, los lunes en que tan sólo quedan cuatro más para el viernes. Los martes en que quedan tres. Los miércoles en que "ya estamos a mitad de semana...". Los jueves pensamos en el día siguiente. Me he dado cuenta de que todos sin excepción vivimos para el viernes, y yo no quiero que mi vida ni mi felicidad estén condicionadas por un calendario. Faltaría más. Y entonces comprendí que la sociedad nos exige que trabajemos a tal ritmo, que al final -casi- nadie disfruta de lo que hace, y por eso dedica su vida a contar días soñando porque el tiempo se acelere y los viernes se hagan eternos.

Cambiando de tema, siguiendo el hilo de mis pensamientos matinales, también he reflexionado sobre la moda. He dedicado unos minutos a cada persona que conozco en el mundo, y a lo que sé de ellos. Muchos tienen trabajos con los que están más o menos satisfechos, normalmente proporcionales a su remuneración (cuanto más aburrido el empleo, más abultada la cuenta bancaria), tienen una familia más conservadora o más liberal, votan a un partido político o a otro, van a misa o no, les gusta viajar o quedarse en casa. Pero una cosa común a todos ellos es, por lo general, su sentido de la estética. La mayoría han estado alguna vez a dieta porque se veían gordos, o porque querían perder algún kilito.

Desde que llegué a Paraguay, no me he cruzado con ninguna una chica que tuviese anorexia (y eso que las identifico a kilómetros), es más, aquí las mujeres tienen curvas de verdad. Y a los hombres les encantan. No te encuentras a una mujer escuchimizada, con unas ojeras espantosas que te cuente encantada que ha descubierto Naturhouse y ya ha perdido 15 kilos, ni tampoco a alguien que te diga que al fin cupo en la talla 38 de Zara. Nadie tiene al número de un endocrino, ni una estantería repleta de libros de dietas (a saber, Weight Watchers, Dieta Atkins, Come Sano y adelgaza por Karlos Arguiñano, y otros más en la misma línea). Casi nadie tiene una báscula en el cuarto de baño, y lo más grandioso, cuando estás con varios amigos, nadie te habla de nada relacionado con la comida, ni con las dietas, ni con la moda.

Si vas a un supermercado, la sección de productos dietéticos es casi inexistente, las tiendas no comercializan tallas pequeñas, e ir de compras es siempre un placer para todos, en el que si algo no te queda bien ya encontrarás algo mejor, en vez de volverte llorando desconsoladamente a tu casa porque cogiste dos kilos en Navidad. La operación bikini es un concepto desconocido, y si te ven más gorda que antes, se limitan a decirte "has engordado", en lugar de comentarlo a tus espaldas con todo el que pasa, y mirarte con una mezcla de misterio y lástima. Si quieren saber cuánto pesas, te lo preguntan sin más. No hay tabúes, ni fiestas, ni nada.

Me he acordado de todos esos momentos que he invertido visitando endocrinos y dietistas, en los malos ratos en el colegio, en los disgustos cuando iba de compras. Me he acordado de la envidia que sentía cuando miraba a otras mujeres comer, o en sus minúsculas cinturas. Me he acordado de cada comentario de mi familia y de mis amigos recordándome que al final me sentiría mejor cuando adelgazase lo que me faltaba según ellos. Y también me he dado cuenta de que yo no soy feliz viviendo a dieta, y tratar de evitar que me encanta comer es una idiotez. No sé si eran los demás los que querían que adelgazase, o era yo. Pero la realidad es que ahora mismo, puedo decir que tengo 95 kilos en el cuerpo de felicidad y no de grasa, sin remordimientos, ni culpa, ni ganas de ocultarlos. Estoy orgullosa de mí misma. Ojalá hubiese descubierto esto hace 10 años.