miércoles, 29 de junio de 2011

La última impresión

Hay muchas personas a las que hace tiempo que no veo: antiguos compañeros del colegio, o de la facultad, o de un campamento de verano, o de muchos trabajos anteriores, o amigos de amigos, o ex-novios de amigas... Hay personas que ya no están en mi vida, pero que de alguna manera siguen viviendo en mis recuerdos. 

Se ha escrito muchísimo sobre la primera impresión. Yo no comparto con todos estos autores su versada intención de recalcar la importancia del instante en que conoces a una persona. Las primeras impresiones son únicas e irrepetibles, y a menudo sirven de ejemplo de lo que alguien es, pero -lo siento- me parece que eso no es suficiente para conocer al susodicho. ¿Cuántas veces he prejuzgado -sí, ¡he prejuzgado!- por un comentario, o por una mirada torcida, o por unos zapatos anticuados? ¿Cuántas veces me he sentido decepcionada al conocer a esa persona a la que había imaginado de forma diferente? ¿Acaso me acuerdo de cómo conocí a todos aquellos que me rodean? ¡NO! Me reafirmo: la importancia de la primera impresión es superflua.

Llevo unos días pensando en la colección de últimas impresiones que tengo guardadas. Una y otra vez me he recreado en ellas, recurriendo a menudo a estas imágenes cuando me venía esa persona a la mente. Supongo que esto es muy triste. ¿Cuántas cosas he compartido con todas ellas, y el recuerdo más vívido que me queda es la maldita última impresión, un momento nauseabundo, a menudo deshecho, o ficticio, o traumático, que me desvela y me aturde? Un momento desintegrado, que ni siquiera comprende lo que el otro es o lo que ambos fuimos; un momento cargado de lamentos, que posiblemente me ha dejado en luto, en un largo duelo, casi perezoso, y que puede que aún esté llorando...

Todos los duelos son duros. Ya lo dice la propia palabra: duelo viene de dolor. ¿Cuántas cartas, o versos, o tramas he escrito ya a todos estos protagonistas de tantas últimas imresiones? Me vienen mil nombres a la cabeza, una larga lista encabezada por mi abuela Espe, siempre tan vital, tan dicharachera, tan joven... He pensado en la última vez que la vi, sentada en el porche de su casa en Torrelodones. Estaba bastante consumida por la dichosa enfermedad, por el dolor. Me pidió que le limpiara el mango de un bastón que un par de años atrás había pertenecido a mi abuelo. Yo fui a la cocina, y froté la pieza de plata con todo el cariño que cabía en mis manos, rezando por que aquella tarde durase para siempre. No volví a verla. Me encantaría que aquella última tarde hubiésemos paseado por El Retiro, o por Las Marías, o por el Parador de Baiona... Me encantaría que mi última impresión de mi abuela estuviese decorada con margaritas blancas, o adornada con el constante grito de mi abuelo, con ese ¡Espeeeeeeeeeeeee! agitado y turbulento que tanto nos hacía reír a todos...

Las últimas impresiones son mágicas, porque tienen el increíble poder de transmutarse, de convertirse en un recuerdo totalmente distinto del original. Las últimas impresiones son celestiales, son ilimitadas, son esperanzadoras y también son espeluznantes. A menudo me viene a la mente aquella última impresión de una compañera de la facultad que en otros tiempos llegó a autoproclamarse amiga. Ella estaba sentada en la cafetería de un centro comercial próximo a mi casa, y yo paseaba despreocupada por el pasillo central del edificio. La vi a lo lejos, y nuestras miradas coincidieron durante una milésima de segundo, en un instante ajeno de la realidad, que casi me transportó a una primera impresión que ya no recuerdo. El tiempo se detuvo y sentí que nada había cambiado. Aparté la vista y todo siguió su curso, saqué el tíquet del parking, entré en el coche y me tomé unos minutos para reflexionar sobre todo aquello. Hacía mucho que no pensaba en ella. Respiré profundamente unas cuantas veces, encendí el motor, metí primera, y conduje por inercia hasta mi casa envuelta en una espiral de palabras que nunca llegué a decir, de miedos al descubierto, de nostalgias aún vivas, de jeroglíficos sin resolver...

Lo cierto es que aquella imagen me ha venido una y otra vez de una forma casi angustiosa, recordándome la existencia de una vieja amiga que convive conmigo en un mundo infinito de bifurcaciones y caminos empedrados, que ya no monta en mi coche ni compartimos momentos, que cohabita el mismo Universo pero no la misma vida... Lo cierto es que esa es mi última impresión de ella, un instante conectado, diez mil momentos de tensión con cierto porcentaje de incomodidad, de reproches... Lo cierto es que hoy me he vuelto a pintar las uñas de rojo, como en los años en que aún éramos amigas, movida en parte por el recuerdo de aquella última impresión que me marcó mucho más que el día en que nos conocimos. Lo cierto es que aún la echo de menos, y puede que por eso -y sólo por eso-, a pesar de los años, sigo de luto.


sábado, 18 de junio de 2011

Carta a alguien

Querido alguien:

¿Qué tal estás? Llevo un par de días acordándome mucho de ti, de tu sagacidad, de tu sentido del humor, de tus versos, de tus enormes ojos negros... Llevo un par de días pensando qué será de ti, qué proyectos te andarán rondando, qué nuevas aventuras iluminarán tu mente. 

Esta mañana me he levantado a una hora más que razonable, ni muy pronto ni muy tarde. Últimamente las noches se me hacen apacibles, relajantes, instructivas, reveladoras... Hoy he pasado un día maravilloso -como ayer, y como antes de ayer-. He vuelto a trabajar en aquella oficina del centro, al lado de Santa Ana. A veces me siento en alguna terracita y me acuerdo de todos los ratos que hemos compartido en lugares como ese, lugares con encanto, como el siempre delicioso Cafetín Croché o la terraza de verano del Ritz. 

Tengo un nuevo amigo que te encantaría. Se llama Juan, y es mendigo en la plaza de Callao. Tiene 64 años y casi no puede andar porque tiene la rodilla muy malita. Se sienta siempre sobre un periódico, y pide monedas a cambio de una sonrisa. Me acerco cada día a llevarle comida casera. Mis padres me dicen que no me fíe de él, que seguro que está en la calle voluntariamente, pero a mí se me parte el alma cuando le veo. Hablamos mucho, y me cuenta cosas que me resultan encantadoras. Es absolutamente enternecedor, y muy agradecido. Me dan ganas de llevármelo a casa, a ver si le soluciono algo -lo que sea-, pero soy consciente de que su situación no cambiaría en absoluto.

Ayer no estaba en su sitio habitual, así que llegué a trabajar mucho antes de lo que debería. Me quedé en el portal de la oficina sentada, bebiéndome una Coca-Cola light. Al poco rato se me acercó un señor de piel tostada, sudoroso y maloliente. Me preguntó cuánto cobraba por un completo y me quedé un poco bloqueada -inocente y bobalicona-. Al cabo de unos segundos le contesté muy educada que él jamás podría pagar un precio tan alto. No sé por qué en esa calle siempre me confunden con una prostituta... Nota mental: renovar mi vestuario.

Mi vida sigue sus cauces, constantes y agitados, revueltos como los ríos, dependientes de la Luna como los mares, liberados del estrés como los lagos... Hoy te echo de menos. Me encantaría contarte todas estas cosas cotidianas en persona, en una terraza, sin limitación de tiempo, entre dos cafés, bajo un toldo, con el pelo movido por la ligera brisa del aire, con la nariz tostada por el sol, con los ojos protegidos por unas enormes gafas negras de Gucci, y con esa mezcla maravillosa de olor a verano, bocadillos de calamares y Poême...

No tengo muchas novedades, sólo una vida que -como ya decía- sigue normal, como siempre. Dentro de un par de semanas me voy a ver a Sabina en concierto a Ávila. ¡Me apetece muchísimo! Ya sabes que Sabina me embriaga... 

Este verano tengo muchos planes, algunos hasta te darían envidia. Vuelvo a Viena, y a Praga, y a Bratislava, y a Berlín... Vuelvo a los viajes ex-comunistas. ¡Qué ganas tengo de repetirlo! Si tengo suerte me acercaré al Festival de Salzburgo, o de nuevo a la Filarmónica. Cómo me gusta la música. Resulta... inspiradora -esta carta está perdiendo el sentido-. ¿Te imaginas que me cuelgo una foto nueva con aquel Rubinstein de acero en la Piotrkowska?

No sé por qué, pero ya no siento tanta rabia como cuando empecé antes la carta. Supongo que sólo he relajado las líneas, mis pensamientos, la proyección de aquel tú que no eres tú, de ese yo podrido que evidentemente no era yo. Supongo que me he dejado fluir, como las polkas...

Llevo un par de días acordándome de ti. ¿Qué tal estás? No sé si te llegará esta carta algún día. Ya sabes: no hacía calor ni frío, hacía tú. Extraño las sesiones de Vino y Lorca -¿dónde ha quedado ya aquello?-, y un viaje fugaz a La Rioja, y una noche en La Granja, y unas aceitunitas de Camporreal, y los versos de Eturem, y los aperitivos en Majadahonda, y el sushi de los sábados, y los Renoir de los domingos, y las llamadas infinitas, y las locuras transitorias, y los otoños en Torremenga, y todos los Duruelos... Hoy te echo de menos, mañana Y dirá...

Te dejo que he quedado y ya llego tarde. Todo se pega en esta vida...

Un beso amable,

Espe.

P. D. Siempre pensé que las cartas tienen un fallo enorme, y es que no se les puede poner banda sonora. Yo ésta la acompañaría de la Barcarolla de Hoffmann, justo en ese tono, por si te anima...



sábado, 11 de junio de 2011

Hoy es uno de esos días...

Hoy es uno de esos días -una de esas noches- en que sabes que lo mejor es irse a la cama, dejar para mañana todo intento de pensamiento, de ilustración, de congoja... Hoy es uno de esos días -una de esas noches- en que todo es negro, como la Milonga en Negro de Edmundo Rivero. 

Hoy es uno de esos días -una de esas noches- en que pienso más de lo que debería, en que recuerdo momentos peores con los que me engaño, en que me olvido de que es mejor escuchar algo más alegre que los Nocturnos tétricos de Chopin. Sólo ahora comprendo por qué les puso ese nombre. Sólo ahora, en este preciso instante, me acerco a empatizar con este francopolaco, con todo aquello que sentía, que le desbordaba, que le carcomía...

Hoy es uno de esos días -una de esas noches- en que decido quedarme en casa voluntariamente, a pesar de que el calendario me ha chivado que es sábado, recordándome que soy aún joven y debería estar por ahí, sociabilizándome, pasándolo bien, en vez de ponerme a Calamaro cantando aquello de tengo miedo de las noches, que pobladas de recuerdos, encadenan mi soñar...

Hoy es uno de esos días -una de esas noches- en que no hay cabida para la voluntad, ni para las ansias, ni para nada. Se me han quedado las piernas inmovilizadas, como en un ataque inesperado de hipotiroidismo, y mi alma está apagada, mucho más mustia que las hojas de los robles al comienzo del otoño, más desgarrada que la guitarra del Ojalá de Silvio que ahora suena...

Hoy es unos días -una de esas noches- que preceden a una gloriosa mañana, florecida de paseos matinales, en las que te ríes a carcajadas de esa víspera fútil en la que no te quedaban ganas ni para llorar, en que cantas a gritos al son de Raphael Gualazzi.

Hoy es uno de esos días -una de esas noches- en que lo mejor es irse a la cama, y dejar para mañana todo lo que podrías haber hecho hoy...


viernes, 10 de junio de 2011

Retrato castizo

Ayer viajé en metro. Fue un trayecto corto, pero sumamente intenso. Subí al tren, y encontré un asiento libre, iluminado, diciéndome a gritos que estaba destinado para mí. Miré de reojo el periódico de mi compañera de vagón, y me enteré de algunas noticias que no me resultaron interesantes. A mi derecha había un señor que se levantó raudo cuando entró una mujer embarazada de marcados rasgos árabes. Me pareció muy tierno. Ya no quedan hombres así...

El señor se colocó en una esquina, mirando al infinito, probablemente absorto en sus pensamientos. Decidí dedicar unos instantes a observarle... ¡Me resultaba fascinante! Debía de rondar los 70, pero estaba de muy buen ver. Era pequeñito, aunque no por ello menos atractivo. Debió ser un verdadero casanova en su mocedad. De nariz chata y mirada aún reluciente, iba capturando hasta el vuelo de una mosca por todo el espacio. Su pelo, ya cano, estaba coronado por una boina castiza, como las que llevan los chulapos a la feria de San Isidro. Ese hombre debía ser un gato, de los que han nacido en la Plaza Mayor por lo menos, precedido por una larga lista de ancestros madrileños de pura cepa.

Vestía camisa blanca, ligeramente almidonada, vaqueros, y una americana negra -algo pasada de moda-. Unos zapatos castellanos de cordones, brillantes, recién limpiados con betún y cepillo. Un hombre de los de antes, que aún ceden el asiento a las embarazadas, y pasean por las calles de Madrid del brazo de su señora, una mujerona de caderas anchas, con el pelo embadurnado de laca, y un vestido rojo de verano. La mujer le mira fijamente, como dando una orden tácita. Él la capta al instante, casi en actitud obsecuente, y le guiña un ojo a modo de respuesta. 

Imagino sus vidas, en un pequeño piso en el Paseo de Extremadura. Ella es ama de casa, él está ya jubilado. Seguramente se conocieron siendo aún unos críos, cuando compartían sereno en el barrio. Tendrán varios hijos, y puede que algún nieto. Me apasiona la complicidad con que se miran, a pesar de los gestos dictatoriales de ella. Se ve que se quieren, que ya no conciben su vida el uno sin el otro. Son dos viejitos enamorados, con mucha sabiduría e infinita ternura. 

En un mundo donde el amor es casi una mera transacción comercial, me encanta encontrarme con personas así, a las que no hace falta conocer en persona para saber que se quieren. Yo hoy brindo por mis dos amigos desconocidos, que ayer me hicieron una demostración en directo de lo que quiero que sea mi vida dentro de unos cuantos años... 

Ya no quedan hombres así, de los que ceden su asiento a las embarazadas. Ya no quedan mujeres así, de las de caderas anchas y un instinto maternal que las desborda...

Bajo del metro, y me viene un runrún a la cabeza. Oigo mentalmente a Olga Ramón, cantando cuando vayas a Madrid chulona mía, voy a hacerte emperatiz de Lavapies... Y así me voy caminando por la Gran Vía hasta Atocha, pensando en aquellos dos grandes maestros desconocidos...




lunes, 6 de junio de 2011

Todos tenemos secretos

Todas las casas esconden algún secreto… Me acuerdo de aquel pequeño rincón en el que me escondía para comer chucherías, o de la delicadeza con la que había que tratar la puerta de la entrada para que se cerrase correctamente…

Las casas tienen tantos secretos como habitantes. Cuántas veces hemos temido que alguien intuyese con tan solo mirarnos alguno de los nuestros, aunque en realidad eso sería algo casi imposible. Recuerdo aquella vez en que compré mi primer conjunto de lencería. Fui a la tienda con mi madre, y tras horas y horas de pudor desmesurado y de probarme alrededor de 200 modelos –a cuál más discreto-, me fui a casa medio sonrojada, algo apenada al saberme ya mujer, dejando a un lado mi etapa de niña…

Sí, es cierto. Todos tenemos secretos, pero hay veces, hay casas, y hay personas, que se dejan poseer por los suyos. Una vez estaba sentada con una amiga en mi cuarto. Tengo aún la imagen en mi cabeza como si hubiese ocurrido ayer. Mi amiga me miraba fijamente, con las comisuras de los labios perladas de un ligero sudor frío, y sus manos reflejaban un profundo nerviosismo. Ella intentaba contarme algo, pero las palabras no salían de su boca, atragantadas en algún punto entre el cerebro y sus ansias. Su mirada se tornaba más y más vulnerable con el paso de los minutos, y vi en sus ojos, aquellos ojos negros, un miedo infinito a confesar lo que tanto le costaba. No sé qué estaría pensando, pero sentí una profunda ternura por mi amiga. ¿Acaso alguna vez yo estuve también en la misma situación?

Todos tenemos secretos, forma parte de la naturaleza humana… La vergüenza, el miedo al rechazo, el pánico social, los convencionalismos, las normas, la convivencia y la educación, son muchos de los causantes de que todos tengamos secretos. Yo también los tengo. Algunos los he compartido, y otros aún no. Aunque he descubierto, con el paso del tiempo, que no hay en el mundo ningún secreto que sea tan terrible como para generar tanto estrés como el que le produjo a mi amiga. Yo lo tengo clarísimo, y por eso he decidido romper con mis secretos, con los tabúes y con los miedos. En parte eso es lo que hago en Los Mundos de Espe, y en parte también aquellos que me conocen jamás dejan de sorprenderse conmigo, pero es que la vida es algo maravilloso, y yo ya estoy cansada de dejarme poseer por todos esos secretos…