lunes, 31 de octubre de 2011

La colección

La parte preferida de mi habitación es un rincón secreto -ahora ya no tan secreto- en el que guardo mi colección personal de recuerdos. Siempre que conozco a alguien, y de alguna manera me impacta, siento la imperiosa necesidad de inmortalizarla para siempre en mi amada colección. Supongo que es mi forma de mantener eterna la magia de un momento, o de reflejar lo que el Destino me dio en un punto determinado de mi vida.

El primer artículo es un pequeño joyero rojo con flores malvas que me regaló el primer chico que me llamó novia. Teníamos 6 años. Qué maravillosamente inocentes resultan los niños... Guardo a César en muy alta estima por aquellos días (o meses, quién sabe) en que paseábamos de la mano por el patio del colegio y los otros niños nos cantaban tonterías al pasar por su lado...

La segunda joya de mi poco ortodoxa colección es la primera carta de amor que recibí en mi vida. Me la dio un chico, Alex, cuando teníamos 9 años. En ella hablaba de mis ojos, de un color indescriptible, y de los besos que nos daríamos cuando tuviésemos al fin 20. Guardo esa carta como un auténtico tesoro, ya que representó para mí un antes y un después a la hora de comprender lo que son las relaciones, los chicos, y sobre todo, el amor.

Hay una serie de cartas, frases y reflexiones que corresponden a Amaya, mi amiga de la infancia, y a la que no veo desde hace una eternidad. Ella quiso distanciarse, y a mí aquello me dolió mucho. Realmente se merecía un hueco en mi colección y se lo di, aunque simplemente fuese en una carpeta de los osos amorosos, al lado de viejos cromos y otras cosas de valor -valor sentimental, claro-.

Mi tercer y cuarto objeto me los regaló la misma persona: Jesús. El primero es un collar negro con colgantes brillantes que me trajo por sorpresa el día que hicimos un mes juntos. Fue mi primer noviete. Yo ya tenía 15 ó 16 años, y vivía las cosas con la intensidad propia de la adolescencia... Lo dejamos, y volvimos unos meses más tarde. Me trajo de sus vacaciones en la playa una pequeña cajita recubierta de conchas. Nunca llegué a utilizarla, pero tiene su rincón honorífico en mi estante. Jesús ha sido muy importante para mí, y de hecho a día de hoy, más de 10 años después, aún sigue siéndolo...

El siguiente artilugio es casi simbólico: la entrada de una discoteca donde conocí a Currito, un chico con el que estuve un verano en Norwich. En realidad tenía un nombre impronunciable, y a mí se me antojó cambiárselo para que me resultase más fácil llamarle. Fueron dos meses mágicos, cargados de promesas que ambos sabíamos que jamás llegarían a hacerse realidad, pero que aún así, aportaban su toque romántico a la historia.

Tengo también dos peluches y algunas cartas de otra ex-amiga, Cris, que fue muy importante en su momento, y que de alguna manera contribuyó a convertirme en la persona que hoy soy.

Mis dos siguientes chicos resultaron ser absolutamente encantadores, ambos mayores que yo. Los hombres son como los vinos: mejoran con los años. Sólo conservo algo de uno de ellos, de Paco, que era tenor y me regaló un CD con algunas canciones suyas. Los dos me mintieron, y por ese motivo no quise saber nada más de ellos. 

Y mi última joya, la última pieza de mi colección, la coloqué este verano. Si soy sincera, podría haber sumado bastantes artículos de este último chico, pero prefiero quedarme con la entrada de un concierto y una canción de Sabina.

Ayer una amiga me dijo que amar es aprender. A todas estas personas las he amado -en mayor o menor medida-, y de todas ellas he aprendido una lección valiosísima. Supongo que puedo resultar fetichista, pero yo prefiero verlo como una colección de aprendizajes que conforman la historia de mi vida.

A veces no nos damos cuenta de lo importantes que resultan las personas que se cruzan en nuestro camino. Con el tiempo, he aprendido también a agradecer su presencia, a quedarme con lo mejor de cada uno, y a trascender todas esas escenas que en su momento llegaron a resultarme dramáticas.

Por último, quiero agradecer a mi amigo Carlos su apoyo, sus palabras de aliento, las mil sonrisas que me ha proporcionado este fin de semana, el empujoncito hacia la luz, la canción de Adele, y el redescubrimiento de todos los insectos.



domingo, 30 de octubre de 2011

La Esperanza es lo último que se pierde

Cuando era una niña y me imaginaba lo que sería mi vida, solía pensar que a mi edad ya estaría casada, tendría muchos hijos, un buen trabajo, una casa preciosa y dedicaría la mayoría de mi día a ser la madre perfecta. Me gustaba ponerme un almohadón debajo del vestido y simular que estaba embarazada. Y también me encantaba cambiar los pañales a mis muñecos, hacerles comiditas y sacarles a pasear.

Llevo dos días y dos noches reflexionando sobre esta idea, tratando de averiguar por qué aún no me siento realizada. Toda la vida he estado esperando, de ahí que me llame Esperanza. Qué irónico, ¿verdad? Esperando al trabajo perfecto, al hombre perfecto, a la casa perfecta... Y entonces asumí que realmente he tocado fondo. No entiendo por qué nos han vendido esa estúpida idea de que sólo podemos ser felices cuando se cumplen todas esas cosas. Ni tampoco entiendo por qué tengo tantísimas expectativas respecto a lo que debería ser mi vida y evidentemente no es. 

Tengo 26 años, soy profesora de inglés, y quiero cambiar mi vida radicalmente. Estoy cansada de vivir siempre en el futuro, de esperar algo que quizá nunca llegue, de anhelar que ocurra algo de repente y me lo solucione todo. Estoy también muy cansada de vivir en el pasado, imposible de modificar, que no se puede comprimir ni ampliar, que ya no existe, y que ni siquiera es real. 

Hubo un tiempo en que empecé a sentirme realmente especial por la manera en que yo había decidido vivir mi vida. Siempre sin límites, abierta a todo y a todos, con el alma vestida de colores y sonrisas. Atraía a personas de todo tipo, con las que solía intercambiar experiencias y opiniones, y muy a menudo acababa teniendo una nueva historia fantástica que contar a mis amigos. Ayer fue un día raro, en el que un popurrí emocional me taladraba el ego, y la vida me sorprendía una vez más. Conocí a muchas personas, quizá a más de las que me gustaría, seguí descifrando algunos acertijos, y llegué a casa con un desasosiego de tal calibre que aún me dura.

Hoy es uno de esos días en los que he amanecido con la certeza de haber tocado fondo. Ahora sólo queda comprenderme y empezar a caminar hacia la salida. Ya lo dice siempre mi amiga Ana: de los laberintos sólo se sale volando.


sábado, 22 de octubre de 2011

Ssshhhh!

Sssshhhh, no se lo digas a nadie. ¿Cuántas veces hemos dicho esto tras contar uno de esos secretos que nos parecían dignos de un confesionario?

Los seres humanos tenemos la particularidad de obviar la realidad del otro ser. Me explico: hace cosa de un año, le conté a una amiga algo que para mí era realmente importante. Tengo que reconocer que la noticia era una bomba, pero yo estaba haciendo un acto de confianza -algo que, por cierto, no es nada habitual en mí-. Le rogué encarecidamente que mantuviese el secreto. Ella me lo prometió por lo más sagrado, y ahí acabó la cosa. Nos fuimos a cenar, luego a tomar una copa, y yo me sentí especialmente orgullosa de aquella relación, ya que a partir de ese momento ya la podía considerar verdadera. ¿Acaso el amor -o la amistad- no se debe fundamentar en la confianza?

Todo siguió su curso, y unos cuatro meses después me enteré -a través de otra amiga en común- de que lo que para mí había sido un acto de amor-confianza, se había convertido en el cotilleo del año para todo el grupo de amigos. Me quedé blanca, con un sabor ácido en la boca, y una profunda pena. Pero a pesar de todo, por mucha rabia que yo sienta, siempre soy una persona comprensiva, y puedo llegar a entender que la tentación a veces nos juega malas pasadas, porque yo también he actuado mal en muchas ocasiones. Hice esta pequeña reflexión, y acto seguido llamé a mi amiga para ver cuándo podríamos vernos. Quedamos a tomar un café, y le solté mi pregunta clara, concisa, sencilla y directa: ¿por qué lo has hecho? Yo pensaba que iba a recibir una respuesta sincera, un acto de humildad, una disculpa... Algo, lo que fuese. Nada. Yo notaba cómo las expresiones de mi cara se iban tornando cada vez más y más agrias, según iba escuchando una historia fantástica que no tenía nada de creíble. Qué decepción sentí en aquel momento. Qué decepción, qué pena más grande, qué tristeza, qué duelo. 

No he vuelto a llamar a mi amiga -ex-amiga- para quedar, y ella tampoco se ha puesto en contacto conmigo. Al principio, sentí muchas ganas de dejarlo pasar, omitir aquel incidente y seguir adelante. Pero luego me di cuenta de que si yo misma no me respetaba, ¿quién iba a hacerlo sino? 

Ya lo dice el refranero español: somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios.


miércoles, 12 de octubre de 2011

Lo contrario al amor

Es jueves por la tarde. Has quedado con una amiga que lo acaba de dejar con su novio y quiere hablar contigo. Llegas tarde. Cruzas el paso de cebra y sale de la nada un ser gigante. Te chocas con el ente en cuestión, y tu bolso sale despedido por los aires. Te agachas de muy mal humor y empiezas a recoger con cierta urgencia la cartera, las gafas de sol, la bolsa con el maquillaje, las llaves de casa, y las del coche, un espejito, los chicles, el bote de sacarina, una entrada de cine del mes pasado, varios tickets de origen desconocido, el ipod, los cascos del ipod, el móvil, un cuaderno, la lista de la compra de antes de ayer, varios bolígrafos -¿acaso alguno pintará aún?-, el bote de perfume... Parece que ya está todo. 

Te incorporas de nuevo, con intención de decirle al tipo que tenga más cuidado. Y cuando te giras para plantarle cara, te quedas ensimismada con su sonrisa. Debería ser pecado sonreír así a una chica soltera. Tuerces la boca, tratando de mover la mandíbula. Quieres decir algo, lo que sea, pero sólo te sale un ligero balbuceo, más parecido a la carantoña de un bebé que a otra cosa. Oyes a lo lejos, como a millones de kilómetros de distancia, un triste lo siento. Y de repente, identificas aquella voz como propia. Él se inclina hacia ti, y se disculpa con la mirada. Os quedáis allí, colgados el uno del otro, como si fuerais los protagonistas de una comedia romántica. Entonces él se presenta. Se llama Sergio. Tú respondes entre suspiros. Os intercambiáis los números de teléfono, y seguís vuestro camino. 

Es en ese momento, en el que te haces consciente de la realidad, de tu amiga deprimida y sola esperando en un bar de la zona, de que aún no has colocado el ticket del parquímetro en el coche y es muy probable que te hayan puesto una multa, de que con el choque es más que posible que se te haya estropeado el maquillaje y tengas aspecto de prostituta francesa de los años 20, y de que lo único que deseas es que aquel chico -cómo se llamaba... ¿Sergio?- te llame en menos de diez minutos para invitarte a cenar esa misma noche.

Un rato después llegas al punto de encuentro, echas un vistazo rápido al local hasta dar con tu amiga, y te sientas junta a ella en una pequeña mesa en un rincón. Lleva puestas sus enormes gafas de sol de Dior. La única luz que alumbra la terraza es la de una farola algo estropeada que a ratos parpadea. Debe llevar llorando desde el mediodía... Habláis durante horas, y tú de vez en cuando miras discretamente la pantalla del móvil, por si el susodicho te ha mandado un mensaje de texto. Sigues escuchando a Pilar -que así se llama tu amiga-. Ha pasado ya por todas las fases: la rabia ante todos los desplantes, una lista infinita de defectos, la pena por los momentos que habían compartido, el odio a la suegra... Y después las dudas, ¿habré hecho lo correcto?, ¿y si le llamo?, igual estamos a tiempo de volver... Entonces yo siento una empatía profunda hacia ella, comprendiendo cada una de las microexpresiones de su rostro, cada mueca, cada sonrisa torcida, cada ápice de dolor. Sé que lo está pasando realmente mal, que ya le echa de menos, pero que sabe -muy en el fondo- que aquella relación no le conviene.

Después de varias coca-colas light con sus respectivas tapas, y un postre a base de chocolate (para calmar la pena de la ruptura), le doy un abrazo a caballo entre la ternura y el apoyo, me agradece mi paciencia, y nos despedimos con la promesa de hablar al día siguiente. Yo camino reflexiva hacia mi coche. Hurgo en mi enorme bolso, buscando las llaves, más por costumbre que por ahorrar unos segundos en la puerta buscándolas. El teléfono suena. Tengo un mensaje nuevo.

Hola. Soy Sergio, el chico al que has atropellado... jejejeje ¿Desayunamos mañana? Yo invito. 

Nunca me he considerado una persona machista, pero sí me sé muy mujer, y me gustan los detalles. Hace algún tiempo que tengo la premisa de que si un chico no me invita en la primera cita, no vuelvo a quedar con él. Sé que es una norma absurda, pero dice mucho de la actitud del otro. Y esto empieza bien.

Me monto en el coche y pongo la radio a todo volumen. Meto primera y conduzco tranquila hasta mi casa, tomándome unos minutos para contestar. No quiero resultar ansiosa. En cuanto entro por la puerta, empiezo a escribir: 

Ok. A las 11 en La Magdalena. 

Me desmaquillo, me lavo los dientes, me pongo el pijama, y me meto en la cama con una extraña sensación entre familiar y desconocida. Siento inquietud y bastantes nervios. Tengo una cita, una primera cita, y eso siempre me altera bastante.

Me levanto prontísimo, consciente de que tengo que hacer mil cosas antes de salir. Dedico un par de horas a arreglarme el pelo, a elegir el modelito, y a maquillarme de tal manera que esté guapa y natural, pero sin pasarme. Al fin y al cabo, es sólo un desayuno.

Salgo de casa adrede a las 11 en punto. Calculo que voy a tardar unos quince minutos en llegar, pero todo lo bueno se hace esperar. Le mando un mensaje disculpándome de antemano por el retraso, y dirijo mis pasos hacia el lugar en cuestión. Aparco sin problemas, y le veo a lo lejos, mirando el reloj cada dos segundos. Me gusta provocar esa sensación en los hombres. 

Ando coqueta por la acera, y cuando estamos apenas a unos metros de distancia, nuestras miradas se cruzan, conectan una vez más, en una actitud ligeramente desafiante. Ninguno de los dos aparta los ojos del otro. Cómo me gusta ese chico.

Me saluda, nos damos dos besos, y hace un comentario halagador sobre mi aspecto. Si él supiera que al final he tardado tres horas... Todo marcha bastante bien. Me pregunta qué voy a pedir, y yo respondo que quiero un café y una tostada. Empezamos a hablar y todo marcha fenomenal. Yo mareo el pan de un lado a otro, aunque al final apenas pruebo bocado. Él se da cuenta, pero no dice nada. Hablamos sobre nuestras familias, nuestros deseos, nuestros trabajos. Descubro muchas cosas sobre él. Parece abierto, divertido y simpático, y aunque él no lo sepa, ya me ha conquistado.

Me acompaña hasta el coche, y me dedica una de sus maravillosas sonrisas. Nos despedimos una vez más, y me pregunta si quiero volver a verle. Yo tengo ganas de gritarle un sí profundísimo, pero prefiero ser algo pícara, y le respondo algo que en aquel momento me suena ocurrente. Abre la puerta, yo entro, y le dedico un guiño. Él se va andando en dirección contraria, y yo miro sus pasos por el retrovisor izquierdo. ¿Me llamará?

Enciendo el motor, conduzco unos metros hasta girar por la esquina, y me paro de nuevo. Saco el móvil y llamo a una amiga -que no es Pilar- y le cuento cómo me ha ido. Estoy entusiasmada. Hacía años que no sentía algo parecido. Cómo describirlo... ¿Ilusión?

Tenemos una serie de citas maravillosas, en las que un juego de miradas, inquietudes y sueños danzan a la par por las concurridas calles de Madrid. Es como si me hubieran pintado una sonrisa permanente en la boca. Hablamos a diario, comentamos cómo nos ha ido el día, cenamos a menudo, compartimos momentos, confesamos secretos... 

Un día él pregunta por mis relaciones anteriores. No le gusta lo que oye, se muestra celoso y posesivo, y su sonrisa -esa maravillosa sonrisa que me enamoró- se borra de su rostro. Yo me encuentro un sábado por la noche sin saber dónde está, y me convierto en un ser poseído por el ansia de control, por la angustia, por el miedo a perderle. Los meses pasan, y la situación empeora. Nos vamos cerrando el uno en el otro. Ya no hacemos apenas planes separados. Lo hacemos todo juntos, viajamos juntos, salimos con nuestros amigos juntos, discutimos, nos reconciliamos. Los buenos momentos son maravillosos, pero los malos...

Ya ha pasado casi un año, y todo sigue igual. Esto es justo lo que me contaban mis amigas que les pasaba con sus respectivos novios, lo que yo tantas veces antes había denominado lo contrario al amor. Nos queremos, pero nos hacemos daño mutuamente. Decido romper la relación, aunque dentro de mí siento un dolor profundísimo que me quema, que me mata, que me arde. Quiero y no quiero. 

Quedo con él, una vez más a las 11 en La Magdalena. Me acuerdo de aquella primera vez en que me puse el despertador llena de ilusión y me pasé horas arreglándome para él. Cómo hemos cambiado. Le comento mis miedos y le lanzo la bomba. Él me mira sorprendido, pero dice que va a respetar mi decisión. Le admiro muchísimo por su actitud, y yo me planteo si estaré haciendo lo correcto. Le miro por última vez, le doy un beso rápido en la mejilla derecha, y salgo disparada, con los ojos llenos de lágrimas, y el pulso inquieto. Me pongo mis enormes gafas -de Yves Saint Laurent- y llamo a Pilar. Quiero hablar con ella. 

Charlamos durante horas, nos tomamos miles de coca-colas light con sus respectivas tapas, y un postre a base de chocolate (para aliviar las penas). Deseo que me llame, pero no lo va a hacer. Y yo tengo que mantenerme firme. Qué irónica es la vida. Entonces sólo me queda pensar que la mayoría de los sufrimientos de hoy, llegará un día, en que ni siquiera duelan...



lunes, 10 de octubre de 2011

Alivio de luto

Faltaba poco para la medianoche. Un manto de estrellas aportaban un tono romántico a la velada. Ella nunca entendió por qué la gente usaba ese término para referirse a los asuntos amorosos, cuando en realidad hacía alusión a un concepto bucólico y desamparado, mucho más próximo a una vida en ruinas, o a la depresión de los domingos. Aquella noche había decidido concederse la licencia de mostrar una actitud rotundamente crítica hacia el mundo, y en especial hacia los terroristas lingüísticos. Hacía años que no caía en semejante tentación. Resultaba más fácil dejarse vencer por la palabrería, culpando de su situación actual a las faltas de ortografía y los errores gramaticales, semánticos y sintácticos... Sólo un amante de las palabras podría entender la importancia de todo aquello, y desgraciadamente, apenas quedaban amantes de casi nada.

Metió la mano en la cesta de mimbre que tenía a su derecha, tanteando el contenido. Por fin sintió el tacto del cristal de Bohemia contra sus dedos. Cogió una de las dos copa de flauta, y descorchó una botella de champaña. Sirvió con sumo cuidado el líquido, y dio un sorbo simbólico, abstraída en sus pensamientos. Nunca había hecho un picnic sola, ni tampoco de madrugada. De hecho, nunca antes había hecho un picnic. Contempló la posibilidad de empezar a hacer algo nuevo cada día, más que nada por seguir con la dinámica de la velada. Podría resultar divertido.

Hubo un tiempo en que le gustaba controlar su vida, saber qué iba a hacer en cada momento y con quién, dominar las alarmas y los espacios. Pero ya no quería ser esa persona nunca más. Llevaba puestos unos guantes largos de satén negro, que le habían servido tantas otras veces para acariciar sensualmente el torso desnudo de algún enamorado fortuito. En la muñeca izquierda brillaba el reloj de oro que le regalaron siendo aún una niña. Soltó el delicado cierre lateral, y lo deslizó a través de su mano hasta conseguir liberarse de aquel pesado objeto, como si de un grillete se tratara. Lo observó durante varios minutos, dándose cuenta por primera vez de su verdadero valor, quizás iluminada por el reflejo de la luna llena. Se incorporó de golpe, en un completo arranque de impulsividad, y lo lanzó sin escrúpulos al infinito, tratando de alejarlo de por vida. 

Se sentó de nuevo sobre la sábana de franela, y se encaramó a una pequeña manta de viaje que solía llevar siempre encima. Sentía un frío profundo, helador, y tenía la intuición de que aquello era más el reflejo de un estado anímico que el de uno térmico. De repente la vista se le nubló con millones de escenas pasadas de llantos y amenazas.

Esa situación resultaba insostenible. Quería -necesitaba- sentirse en paz, liberarse al fin de los atropellos de su mente, y tenía claro que hacer un brindis por la autocompasión no iba a llevarle a buen puerto. Aunque también sabía que, en ocasiones, era mejor respetar sus propios tiempos. 

Llevaba dos meses de luto. Se suponía que tenía que sentir un dolor profundo y desgarrador, pero ella se identificaba más con los motivos hilarantes. Un ápice de culpa se le fue arremolinando en los huecos nasales, apoderándose segundos después de todas sus facciones. Se sentía juzgada hasta por los árboles, con sus hojas danzarinas a la par que siniestras. Una lluvia de gritos y sombras, traiciones y lágrimas... Nada. Llevaba dos meses haciendo un duelo que no dolía, porque aquel dolor no era comparable al que había sentido antes de cerciorarse de que se habían celebrado el entierro y el funeral. 

Por respecto a la familia, había decidido ofrecer varias misas. No conocía el procedimiento habitual, así que había metido una cantidad de dinero bastante generosa en un sobre, y se lo había mandado de forma anónima al único párroco que conocía. No creía en el cielo y el infierno, ni mucho menos en el purgatorio, pero sabía que aquél era el funeral que todos esperaban que ella organizara. Al fin y al cabo, no era más que un rito de enterramiento más, y ya nada importaba.

Empezó a sentir cómo un dolor de cabeza intensísimo se iba apoderando de su capacidad de raciocinio. No se sentía en absoluto preparada para dar un paso al frente y hacerse valer, sino más bien para dedicar una melodía arrítmica a las sombras de aquella luna coqueta y maliciosa. Se quitó los zapatos, permitiendo que las primeras gotas de rocío se colasen entre los dedos de sus pies. La humedad y la ligera brisa le hicieron acomodarse en su lecho silvestre, provocando quizá su algo nuevo del día siguiente...

Faltaba poco para el amanecer. A lo lejos se oían el cantar de los pájaros y el de algún que otro grillo despistado. Le dolía todo el cuerpo. Abrió un ojo con cuidado pero la intensidad de la luz le hizo fruncir el ceño a modo de queja y volvió a cerrarlo al instante. Le costó un poco ubicarse, y rehacer mentalmente los sucesos de la noche anterior. Levantó su brazo izquierdo a la altura de los ojos, en un acto automático, con intención de averiguar qué hora era. Hizo un nuevo intento, pero no había ningún reloj. 

Entonces una gran sonrisa se dibujó en sus labios, y sintió -por fin- su tan ansiada paz.


jueves, 6 de octubre de 2011

Más de 100 Mentiras

Hay un día al año, 24 horas enteras, con sus 1.440 minutos y sus 86.400 segundos en que celebramos el aniversario de nuestro nacimiento. Yo hoy me encuentro en ese punto, en la fecha señalada, en el día D.

Tengo la increíble suerte de tener una amiga -amiguísima- que trabaja en una revista bastante importante. Ayer me sorprendió con dos entradas para ir al pre-estreno (para el pase de  prensa) de Más de 100 Mentiras, el musical de Sabina. Salí con bastante tiempo. Siempre que voy a verle, me preparo para no montar un numerito espectacular en plan fan-loca-dispuesta-a-todo, de las que gritan hazme un hijo a pleno pulmón en mitad del espectáculo. Y es que cualquier persona que me conozca mínimamente sabe que Sabina me entusiasma.

Una terraza en la Gran Vía, dos amigas, un gin tonic con cáscara de limón, edificios altos, cien idiomas, mil gentes. Los nervios a flor de piel. Me pueden las ganas. ¿Qué tendrá Sabina, que me embriaga, que me posibilita la magia?

Eran las 20.30 en punto. Un actor comienza a recitar: en el mundo de Sabina -como en el mío- está prohibido prohibir. Empieza bien. Mis pupilas se dilatan de pura emoción, y observo embelesada a los artistas, con sus coplas y sus volteretas. Presto toda mi atención a esta otra historia de los bajos fondos, con sus yonkies, sus trapicheos y sus putas. Pongo mi mirada en las letras, en los acordes, en los sueños, en las catedrales, y en las más de cien mentiras que hacen que valga la pena...

Más de tres horas de desfase, de inquietud, de sonrisas y lágrimas, de felicidad, de entusiasmo, de alegría, de una vida tan a lo Sabina. Mi cumpleaños oficial (es decir, 6 de octubre a las 00.00h) empezó con la guinda final de Y nos dieron las diez, y las once, las doce y la una y las dos y las tres, y desnudos al anochecer nos encontró la luna...

Mi madrina siempre dice que tu año va a ser un reflejo de cómo fue el día de tu cumpleaños. ¿Acaso yo le puedo pedir algo más al mío? 

Esta mañana me he levantado pletórica, con una extraña sensación algo nacionalista, con Madrid tatuado en el tuétano. Me he vestido y he vuelto al centro, a empaparme de sus calles, de esta ciudad que me vio crecer, que me crió, y que me acompañará siempre allá donde vaya. Ya lo dice la canción: aunque muera el verano y tenga prisa el invierno, la primavera sabe que la espero en Madrid. ¡¡Yo de mayor quiero vivir en la Gran Vía!!

He tenido un día literario, bucólico, romántico. Un día de soledad y compañía, un día de amigos y abrazos, un día que es mi día y lo he celebrado conmigo, como a mí me gusta. A pesar de todo, siempre fui muy independiente. 

Quiero agradecer a todos las felicitaciones, los regalitos, los instantes que habéis invertido en pensar en mí.

P.D. Si alguien se quiere venir con Ana y conmigo a ver el musical de Sabina, que me lo haga saber (esperanzadetoro@gmail.com). Yo volveré este mes segurísimo.


Pre-estreno de Más de 100 Mentiras
5 de octubre de 2011




lunes, 3 de octubre de 2011

Chicas, Madrid es nuestro

Era sábado por la tarde. Me acababa de pintar las uñas de un color rojo intenso, como la sangre, como yo. Hacía mucho tiempo que no escogía ese tono para decorar mis manos, tan puras, tan blancas, tan inocentes aún... Abrí el grifo de la ducha, tocando de vez en cuando el agua hasta asegurarme de que estaba a la temperatura idónea. Metí un pie en el plato, luego el otro, y empecé a sentir el delicado tacto de las infinitas gotas al rodar por todo mi cuerpo de mujer.

El vapor se arremolinaba en mi nuca y por un instante me olvidé de los relojes y de los tiempos. Me mojé todo el cabello, ahora de un color algo más nórdico si cabe, hasta que sentí el calor colarse por cada uno de mis poros. Qué placer.

Me enjaboné una vez, dos, tres; palpando cada centímetro, concentrada en los instantes, en los recovecos, en las curvas y en los miedos. Me lavé detenidamente, con suma delicadeza, como si mi mera presencia pudiera llegar a deleitarme por un acto de pura voluntad. Quería disfrutar de aquel día en el que había decidido celebrar mi cumpleaños con mis amigas.

Cuando hubo pasado el tiempo suficiente, salí de la ducha, y comenzó el maravilloso ritual de embellecimiento. Secadores, rulos, maquillaje, tacones de aguja, suspiros, miradas en el espejo, efectos de luz... Ya estaba lista. Vinieron a buscarme, me subí en el coche, e inauguré oficialmente aquella velada que prometía ser inolvidable. Hacía mucho que no disfrutaba de una noche de chicas. Quizá estoy volviendo a la adolescencia, quién sabe.

La Gran Vía miraba colérica a los transeúntes, sin un ápice de hospitalidad, dejando poco margen a la imaginación. Millones de coches rugían eufóricos al paso de sus homónimos, con aquellos faros que recordaban a los ojos de los lobos embravecidos. En mitad del atasco, abrí la puerta a la altura de Callao, dejando a mi compañera de aventuras buscando aparcamiento. La temperatura de aquella noche era de lo más agradable. Subí por la calle moviendo mi falda con soltura, y dejando un reguero de chasquidos de tacones contra el asfalto. Alguien más esperaba en el restaurante, y si no me daba prisa, perderíamos la reserva. 

Giré por la calle Hortaleza, y el inconsciente me hizo levantar la cabeza, mirando hacia arriba justo en el edificio de la esquina. Me vino a la mente un torbellino de recuerdos, de besos, de miradas, de momentos. Pasé de largo por los portales, omitiendo su presencia, como si estuviera en mitad de un camino intransitable. Y giré de nuevo a la izquierda, hasta mi destino final, en aquel discreto restaurante del barrio de Chueca.

La cena fue deliciosa, más bien sublime (ejem); hablamos de todo y de todos, nos reímos, compartimos, sentimos, casi lloramos, y nos sonreímos. Estaban ellas, estaban ellos. 

Quisimos tomarnos una copa, pero nuestras piernas -nuestras mentes- nos suplicaban a gritos que saliésemos al aire libre, que diésemos una vuelta antes de sentarnos de nuevo. Allí estábamos las cuatro, una vez más en Hortaleza, en el centro, en él. Comenzamos a andar, azotando calles, cada una inmersa en sus pensamientos. Alguien sugirió que fuésemos al Ne me quitte pas, un pequeño local de lo más acogedor que montó mi amiga Muna en Bilbao hace poco más un año. A esas alturas, yo ya había sacado de mi enorme bolso -al mejor estilo de Mary Poppins- mis bailarinas negras de lunares, y había hecho un discreto cambio de zapatos en un soportal, con la intención de conservar mis pies intactos antes de morir por el nocivo uso de los tacones.

Llegamos a Alonso Martínez, y giramos a la izquierda hacia la glorieta de Bilbao. Yo miraba fijamente las baldosas de la acera en actitud introspectiva, contando aquellos segundos infinitos. La rotonda no llegaba... Un paso, otro, otro más. Nada. Ni siquiera se atisbaba un semáforo, o un paso de peatones. Nada.

Comenzamos a hacer ripios entre las cuatro, y se nos fue el santo al cielo. Qué ameno empezó a resultar el camino entonces. Llegamos al fin al bar, y nos tomamos unos cócteles muy bien servidos. Yo me pedí un gintonic. Qué puedo decir: cuando algo me gusta, soy totalmente fiel. 

No sé que hora era cuando deshicimos nuestros pasos, rondando de nuevo la Gran Vía, haciendo un balance de la noche. Yo lo pasé realmente bien, con mis cuatro amigas. Qué sabio aquél que dijo que un amigo es un tesoro. Qué suerte tengo de que estén en mi vida estas tres chicas.

Llegué a casa un rato después. Me puse el pijama, y me metí en la cama. Medité unos minutos, con los ojos entreabiertos, y el alma extasiada. Qué complejas resultan estas cosas del amor. Qué delicia es estar viva...