viernes, 30 de abril de 2010

Descubriendo a los Carismáticos

El día que llegué a Madrid de nuevo, mi madre me propuso un plan para hacer juntas: ir a 6 sesiones de renovación de los Carismáticos en comunión con el Espíritu Santo (o algo así que a mí me sonaba fatal). La idea no me seducía en absoluto, sobre todo porque ando un poco en crisis con el tema de la Iglesia y su entorno. Pero lo vi como una oportunidad para acercarme más a mi madre.

La cita en cuestión era el pasado miércoles a última hora de la tarde, y allá que nos fuimos las dos. Yo llevé la mente muy abierta, dispuesta a aceptar todo lo que me pudieran ofrecer, y a tratar de vivir esa experiencia con una profunda alegría.

Nada más llegar, observé a un grupo de personas, sentadas en la cripta de la parroquia, escuchando a don Jesús -el cura- dar un discurso algo confuso sobre el verdadero significado de lo que es el Espíritu Santo. Tengo que reconocer que ese sacerdote es un auténtico genio de la oratoria, y que sólo por eso el curso ya merece la pena. Aunque si me paraba a profundizar en el mensaje que transmitía, yo personalmente no estaba de acuerdo ni con la mitad de su contenido.

Como me quería dar a mí misma la oportunidad de crecer con esa experiencia que me brindaba el Universo, quise quedarme hasta el final. A eso de la mitad de la jornada, empezaron las canciones. Y eso que a mí el rollo cancioncita de misa siempre me horrorizó (para más detalles, consultar en la entrada titulada La Franquicia Espiritual). Pero los Carismáticos tenían algo que a mí me pareció muy positivo -aunque a los demás era justo lo que les generaba rechazo-, y era precisamente que se dedicaban a bailar, girar y extender los brazos mientras cantaban. Yo vi a sus niños interiores dando gracias a Dios por los bienes que les concede a sus vidas, y eso me encantó. Sentí que yo estaba en el mismo plano que ellos, aunque yo lo llame de otra manera, y a pesar de que a mí repetir constantemente las mismas oraciones no me sirva en absoluto.

Mi valoración general de la experiencia no fue del todo positiva, pero me dio mucha curiosidad, así que ya tengo ganas de volver y seguir aprendiendo de este grupo, que al menos ha conseguido llamar mi atención. Ya seguiré contando cómo va el asunto...


miércoles, 28 de abril de 2010

Sin prejuicios de Dios

Cuando me fui a Paraguay, una de las cosas que más reticencias me generaba era el hecho de vivir en un convento rodeada de monjas. Tengo que reconocer que no me seducía en absoluto la idea, pero lo vi también como una oportunidad de comprender mis prejuicios y modificarlos. 

Desde el principio me integré bastante bien con las hermanas, pero marcaba mucho las distancias en el plano espiritual, ausentándome siempre de sus rezos, misas y liturgias. Nunca llegué a involucrarme en el submundo del cristianismo, en parte porque no lo deseaba, pero al menos ahora puedo decir que he disfrutado muchísimo de las enseñanzas de todas esas mujeres, he conocido a mil sacerdotes, monjas y monjes ajenos a su congregación que me han aportado lecciones mágicas, únicas e irrepetibles -especialmente el Padre Jaume-. Por lo tanto, mi experiencia no sólo han sido los niños, la miseria, las enfermedades de transmisión sexual, la pobreza, los embarazos precoces (que también), sino que además un encuentro con el origen de mis sentimientos, y la profunda cura de mi dolor de niña.

Estoy muy agradecida a mis hermanísimas, que tanto me han enseñado, que han compartido conmigo todo lo que tenían en cuerpo y alma. Habéis sido mi familia durante los últimos 6 meses. Es un verdadero honor haberos conocido.

Un beso enorme. 


lunes, 26 de abril de 2010

El viaje de vuelta

Y entonces llegó el día de regresar a mi casa. A las 9 de la mañana, me monté en el coche con 4 de las monchis, mi amiga Ana, mis dos maletas, el bolso, la funda del portátil y el termo de tereré. Yo no me sentía yo misma. Era una sensación sumamente extraña, como si estuviese viendo una película sentada desde el cómodo sillón del salón...

Cuando llegué al aeropuerto y facturé mi equipaje, tuve que enfrentarme a la despedida definitiva. Todas me miraban con los ojos empañados por las lágrimas, y yo no me pude resistir. Me fui a la fila del control de policía llorando a mares, y prometiéndome una vez más volver a aquel país que tan bien me había acogido durante estos 6 meses. 

Mi primer vuelo, de Asunción a Santa Cruz (Bolivia) fue estupendamente, las azafatas fueron encantadoras, y yo disfruté mucho del recorrido. Pero cuando aterrizamos, me encontré con la sorpresa de que en vez de quedarme dentro del aeropuerto en la zona de tránsito de pasajeros, debía pasar por el control de inmigración, recoger mis maletas, salir y volver a hacer el check-in para el siguiente vuelo.

Yo estaba indignada porque sólo quedaban dos horas para el despegue y la cola de facturación daba dos vueltas alrededor de los distintos mostradores. No funcionaba el aire acondicionado, y el ambiente estaba pegajoso. Todo olía a una mezcla entre comida basura, podredumbre, humanidad y calor asfixiante. Pero lo peor llegó cuando tuve que pasar por el control antidroga. Me rompieron los plásticos que precintaban mi equipaje, revolvieron todas mis pertenencias y lanzaron a un par de perros a husmear entre mi ropa interior. Yo me sentía sumamente violenta, aunque supuse que eso era un procedimiento rutinario sin importancia.

Continué mi camino, con el tiempo justo para embarcar, y pasé una vez más por el control de la Interpol. Y en ese momento una policía enorme me indicó amablemente el camino que debía seguir. Me metió en un cuarto de un metro cuadrado, y empezó a chequearme por encima de la ropa. Se detuvo en el estómago, y me ordenó algo ruda que me quitase toda la ropa. Yo traté de explicarle que lo único que le pasaba a mi estómago era que me encanta comer, pero no había caso. La señora estaba empeñada en encontrar un alijo de coca escondido en alguna parte... Me chequeó de arriba a abajo, y después de cerciorarse de que yo no tenía absolutamente nada, me hizo una seña para que me vistiera rápido. Yo me sentía intimidada, y bastante asustada. Cuando me revisaron las maletas pensaba que nada podía empeorar, pero está claro que me equivocaba...

Esta vez casi pierdo el vuelo, pero de verdad. Aunque tengo que decir que el trayecto hasta Madrid fue bueno también. Me senté al lado de una hermana de clausura que iba a Italia a hacerse una operación, y de un niñito de 10 años que iba a España a reunirse con sus padres. 

En resumen, la vuelta fue buena en general -quitando el lapsus aquel en el aeropuerto de Santa Cruz-. Una vez en Madrid, mi padre vino a recogerme, y en cuanto salí me dio un abrazo estupendo. 

Ya llevo acá unas horas, he visto a mi familia, y ahora estoy esperando a que vengan mis primísimas a hacerme una visitilla, mientras tomo tereré fresquito y escucho música típica paraguaya... Creo que Paraguay estará ya siempre en mi corazón, de la misma manera que Polonia sigue latiendo conmigo...

Ahora sólo me queda disfrutar de Madrid un tiempo, y después empezar a ver adónde me lleva el Universo... ¿Quizá a la India?


domingo, 25 de abril de 2010

Adiós con el corazón

Hoy, mi último día en Asunción, me he despedido definitivamente de los niños, y les he hecho un video a modo de regalo para que quede para siempre en el recuerdo. Lo comparto con vosotros también:




Nos vemos a partir del lunes a las 9 de la mañana.

sábado, 24 de abril de 2010

Mi fiesta de despedida

Yo ya sabía que hoy no podía ir al comedor hasta que me avisaran -intuía que me estaban preparando algo especial a modo de despedida-, así que me centré en hacer mi equipaje, poner lavadoras y recolectar las miles de cosas que mi mente caótica tenía olvidada por los rincones...

A eso de las 11.30h., me dieron permiso para aparecer por la larga sala del comedor, y yo me preparé -entre nerviosa y expectante- para encontrarme con cualquier cosa. Nada más llegar a la entrada, un grupo de niños de todas las edades se abalanzaron sobre mí, luchando por abrazarme y tocarme cualquier parte de piel. Yo les correspondía, haciendo vanos intentos por hacerme paso entre ellos y llegar al final a la puerta del comedor, en el que el resto de la gente me esperaba sentada y lista para empezar la fiesta.

En cuanto atravesé el umbral, todos corearon al unísono un lastimero adiós con el corazón, que con el alma no puedo, al despedirme de ti, al despedirme me muero... Yo les había enseñado aquella canción dos meses antes, cuando nuestros amigos alemanes regresaron a su país, pero hoy sonaba mucho más triste... 

Me pidieron que me colocase al fondo de la sala, justo delante de la pizarra, para poder leer los mensajes que estaban colocados alrededor de un inmenso Gracias Espe, y que rezaban palabras de amor y despedida.

Yo estaba leyendo en voz alta, cuando me dijeron que me girara para recibir a tres lindas muchachas vestidas con el traje típico paraguayo. Yo lo hice inmediatamente, y me sorprendí al ver a mi preciosísima Librada, como una princesa, que me entregaba una bolsita de regalo con una sonrisa enorme en el rostro, y me abrazaba fuerte las piernas.

En ese momento yo ya estaba tratando de contener las lágrimas. Saqué el primer paquete de la bolsa, y estaba tan nerviosa que no atinaba a romper el envoltorio. Cuando al fin lo conseguí -en lo que a mí me pareció media hora después- vi un montaje fotográfico enmarcado en el que aparecían miles de niños, entre frases en castellano y guaraní. Yo ya notaba que me quedaba poco para perder los nervios. Cada vez tenía más niños a mí alrededor cuando vi mi segundo regalo. Se trataba de un cuaderno precioso, hecho íntegramente por los niños -y por supuesto por Ani-. Lo abrí y me topé con una foto de varios de ellos. Y en la primera página una carta de Carlos Acosta, en la segunda la huella de la mano de Librada Acosta, en la tercera... Ya no pude seguir. Mis ojos estaban tan llenos de lágrimas que estaba pasando las hojas sin ver absolutamente nada.

Los niños me abrazaban y lloraban, y todos me pedían que me quedase. En ese momento, yo me planteaba lo mismo.

Llegó un momento en que las hermanas organizaron a los chicos para que volvieran a sus asientos. Rezaron, y empezaron a servir la comida -que hoy, al ser un día especial, se había encargado pollo asado, arroz con verduras y chipá guazú-. Yo les miraba embelesada, tratando de almacenar en mi memoria hasta el más ligero movimiento de sus cucharas al llevárselas a la boca... Librada me miraba, con los ojos totalmente cubiertos de lágrimas. Me acerqué para tratar de que al menos comiera. Pero fue inútil. Se me agarró al cuello, y nos pasamos así el resto de la hora. Yo lloraba sin pasar, y ella sólo me decía te amo, te amo, te amo. Hubo un momento en que tuve a mis cuatro niños Acosta en los brazos, y me dijeron que mañana vendrían a verme por última vez aunque lloviese, tronase o hubiera un tornado. Yo estaba ya al borde del llanto histérico. ¡Cómo quiero a estos niños!

Cuando todos los niños se fueron a sus casas, las profesoras, la cocinera, las hermanas y yo tuvimos una comida especial, y hubo de nuevo charlas, emociones fuertes, lagrimitas y anécdotas de los últimos seis meses...

Pero después de eso, Ani me invitó a su casa a merendar. Yo me fui con ella encantada. Y cuando llegué, estaba todo el salón decorado con globos y serpentinas. Se había pasado dos días cocinándome, y me dio unos regalitos, uno de los cuáles era una camisa que había diseñado ella misma y me la había mandado hacer a medida. Yo no tenía ni idea de todo aquello, así que volví a abrazar, a llorar, a reír, y a llorar de nuevo, y a besar, y a prometerme  a mí misma que regresaría a Paraguay.

En resumen, ha sido un día muy intenso. Mañana será mi despedida definitiva de los niños -aunque hay rumores de colectivos masivos para decirme el último adiós en el mismito aeropuerto-. Me he vuelto a emocionar escribiendo mi entrada de hoy... Qué extraña es la vida: mis niños no tienen apenas para comer, pero jamás conocí a nadie con tanto amor dentro como ellos. 

Yo también les amo. Les amo.




viernes, 23 de abril de 2010

Aprendí a amar

Hoy he pasado la tarde con mis queridas hermanas, que me han montado una fiestecita a modo de despedida... Me han cocinado mis comidas preferidas, me han hecho un montaje fotográfico para que las lleve siempre de recuerdo, me han regalado unos discos de música paraguaya, y nos hemos pasado horas cantando las canciones típicas de la tierra, al son de la guitarra de Esther, y las voces de las hermanas paraguayas (que hablan guaraní).

Mientras las escuchaba entonar todo tipo de palabras, relatar historias mitológicas, leyendas ancestrales, odas a la feminidad y mil formas distintas de expresión ontológica, me he dado cuenta del enorme amor que siento por todas ellas...

Me han pedido que les hiciera un resumen de mi estancia en Asunción, de lo mejor, de lo peor, de lo que cambiaría... Me he puesto a enumerar las mil cosas que he aprendido, las sonrisas que me ha robado el sol, y la luna; las tardes bailando con las hermanas, las mañanas jugando con mis niños, las comidas a hurtadillas en el comedor entre una actividad y otra, las confidencias a cualquier hora, los abrazos por la espalda, mi viaje a Río con Ani, el recorrido con mis padres, la mangueada con Yolanda, las clases de computación, la convivencia con mi tiísima...

Son tantas cosas que es casi imposible hacer una lista inconexa. Me he quedado pensando, y realmente tengo tanto que contar... Quizá mañana me anime... Sólo puedo decir que al fin aprendí a amar. ¿Acaso no es ese el mayor regalo del Universo? Definitivamente, esto se merece una entrada exclusiva... 

Gracias una vez más. ¡Gracias!


jueves, 22 de abril de 2010

Gracias

Y llegó el gran día: anuncié públicamente ante todos los niños del comedor que el domingo sería mi partida oficial a España. Inmediatamente un suspiro generalizado se apoderó del ambiente, y las preguntas se podían leer en sus miradas aún inocentes.

Muchos de ellos se acercaban a mí y me preguntaban si ya no les quería, o simplemente se cuestionaban cuáles eran los motivos que me llevaban a alejarme de ellos. Hubo un momento, casi al final del día, en que Noelia me abrazó muy fuerte, y derramó sobre mi pecho todas las lágrimas que llevaba conteniendo los últimos 6 meses. La sentí como un reflejo de mí misma, de mi propio llanto, de lo que mi niña interior sentía... Y entonces lloramos juntas, fundiéndonos en un sentimiento profundo de comprensión mutua y amor incondicional.

Me di cuenta de las increíbles lecciones que me han enseñado todos y cada uno de ellos, de su libertad, de su espíritu indómito, de sus ganas de vivir, de su afán de superación, de su infinita alegría, y sobre todo, de su alma pura. Y comprendí que estarán siempre en mi corazón y en mi mente, sus rostros, sus nombres, sus enseñanzas, sus besos y todos sus abrazos. De la misma manera que sé que algún día regresaré a este lugar, y me reencontraré con ellos, y sabrán de mí, y me seguirán queriendo igual que yo a ellos.

Definitivamente, ahora que mi experiencia está llegando a su fin, y empiezo a hacer un balance de lo que han sido mis últimos 6 meses, me doy cuenta de lo maravillosa que es la vida, de lo afortunada que fui -que aún soy- de estar aquí, conviviendo con unas personas que jamás pierden la sonrisa, a pesar del hambre, a pesar de los maltratos, a pesar de las violaciones, a pesar de tener que hacerse adultos siendo bebés, y a pesar de las limitaciones de espacio, tiempo y dinero. Me doy cuenta de lo felices que son sin nada, y del verdadero significado de la palabra nada, y de lo increíblemente maravilloso que es el amor, que mueve montañas.

Los últimos días que me quedan los voy a dedicar a despedirme como Dios manda, a decir adiós a todas y cada una de las personas que han formado parte de mi vida en este tiempo, y que ya siempre me acompañarán irremediablemente. 

A todos ellos por existir, a todos vosotros por seguirme, a mí por desear siempre más, a mis padres por apoyarme, a mis hermanos por ser, a mis amigos por estar, y al Universo por ser tan grande. A todos: GRACIAS.


Yo, ahora mismo

martes, 20 de abril de 2010

El increíble caso de Jonathan López

Jonathan es un niño de 8 años, que vive justo al lado de la casa de las hermanas. De hecho, son vecinos pared con pared (a excepción de que aquí no existen los chalets pareados y hay algo más de distancia entre las diferentes viviendas). 

Jonathan se crió en el seno de una familia más o menos acomodada, con recursos, con posibilidades. De vez en cuando, Jonny -como le llamamos todos-, llama al timbre de las hermanas porque se le ha colado el balón por el jardín. Y entonces yo aprovecho para darle un beso, revolverle el pelo un poco, y jugar un rato con él.

Jonathan es el mayor incondicional del comedor. Y no os vayáis a pensar que lo necesita, pero él estaba tan emocionado al ver a diario a más de 100 niños juntos, que le pidió personalmente a una de las hermanas que le permitiese comer ahí cada día. Entonces se cambia de ropa, se pone algo sucio, roto y destartalado, y viene corriendo a encontrarse con sus múltiples amigos. 

Jonathan es el primero en llegar y el último en irse, y siempre sabe todo lo que ocurre en torno al comedor. A veces le sorprendo a mitad de la tarde mirando el portón del edificio, como concentrándose en que alguien salga de allí y se ponga a jugar con él. Entonces yo me acerco, y charlamos durante un rato largo. Me encanta enterarme de las historias de mis niños. Todas ellas están llenas de desgracias, pero también hay magia entre líneas. Ellos lo saben, y me lo transmiten de la mejor manera posible...

Hace tiempo, Jonathan empezó a quedar más a menudo con sus amiguitos, y un día su madre descubrió que lo que hacían por las tardes era subirse por todos los colectivos de la ciudad, cantando canciones de misa, y pidiendo dinero a cambio de entretenimiento. Evidentemente, la madre de Jonny puso el grito en el cielo, y desde entonces tiene prohibido salir después de comer. Eso sí, sigue viniendo cada día puntualmente a las 9 de la mañana al comedor. Parece mentira, pero es uno de los niños que más afecto necesitan... Es increíble...

Me encanta Jonathan López. Siempre estará en mi corazón.


De izquierda a derecha: Matías, Jonathan y Andrés

domingo, 18 de abril de 2010

La penúltima excursión al Bajo

Ayer por la tarde me fui una vez más al Bajo, la zona en la que viven todos los niños del comedor. En realidad, el Bajo es una explanada inmensa repleta de chabolas (por llamarlo de alguna manera), en el que viven miles y miles de personas entre restos de escombros y basura. Las casas suelen ser cuatro maderas viejas, mal puestas, y un techo de chapa, a menudo destrozado...

Yo me fui en parte para despedirme de una señora, a la que es muy probable que ya no vuelva a ver. Así que me encaminé junto a la hermana Esther (la monja atómica), y partimos derechitas a investigar el lado oeste del Bajo (en el que yo aún no había estado).

Nos cruzamos por el camino con la casa de la abuela de Felipe, un chico del que ya hablé hace meses, y que está francamente envuelto en una espiral autodestructiva de drogas y alcohol. Aprovechamos para saludar, y averiguar un poco qué estaba pasando... La abuela, una viejita de pelo cano y piernas hinchadas, nos contó con los ojos llorosos todas sus desgracias. Nos ofreció asiento en unas sillas raídas sin patas, y empezó a hablar en guaraní. Yo me quedé pálida en cuando me senté y empecé a oír algunas de las historias... Sentía una necesidad imperiosa de salir de allí corriendo, correr muy lejos, donde eso no existiera, donde no pudiera recordar que hay gente que vive así... Mil lágrimas me vinieron a los ojos, casi incontrolables, a punto de salir a raudales... Y entonces pensé que si esa señora llevaba viviendo en aquel cuchitril más de 80 años, yo podría aguantar al menos una hora... Y aguanté... ¡Vaya si aguanté! También vi a Felipe colocado, sin apenas poder contestar, ni entender qué estaba pasando... A mí se me partía el alma...

Cuando salimos de su casa, continuamos nuestro camino hacia la siguiente parada: la visita a la susodicha señora, cuyo marido cobra un sueldo algo digno en comparación con el resto, que no tienen ni donde caerse muertos. Yo esperaba encontrar algo mucho más decente, al menos una construcción de material... La señora me mostró encantada su hogar, como si me abriera las puertas del Château de Versailles. Nada más entrar me sofocó el desagradabilísimo olor a basura, excrementos de animal, comida, concentración, polvo y orina. La casa tenía, por todo tener, una habitación del tamaño de la mía de Madrid, con dos camitas, una moto, una tele, y varios pollos rondando alrededor. El suelo era de tierra, y estaba cubierto de mondas de naranja, espinas de pescado, y pises de gallina... Los 4 hijos del matrimonio que allí vivía correteaban, descalzos, llevándose consigo toda la suciedad, y esparciéndola por las camas... Mi mente no podía dejar de volar hacia el resto de los países en los que he estado antes que éste... Sin lugar a dudas, Paraguay es un lugar paupérrimo.

Salí de allí, impactada, sensible, asustada, impotente y angustiada. Pensé en todos y cada uno de mis niños, en sus historias, en sus problemas, en sus preocupaciones... Y entonces entendí que la mayoría acaben prostituyéndose, o drogándose, o muriendo en una reyerta callejera, o en la cárcel, o alcoholizados... Lo entendí todo de golpe.

Seguí caminando por el Bajo, y me enteré de que el día anterior, se había encontrado en una casa en concreto a un chico de 14 años, con algún tipo de deficiencia, encadenado, tirado en el suelo, con el pelo y las uñas larguísimos, maltratado, violado y abusado en todos los aspectos en que se puede abusar de una persona... Y lo peor, es que eran sus propios padres los que le hacían todo eso... ¡Gracias, gracias y mil gracias al universo por mis padres! No dejo de repetir esa frase desde ayer...

Cuando ya nos íbamos, las dos con la cara descompuesta, vimos grupos y grupos de señores, todos ya medio borrachos o drogados, con caras agresivas, y las manos muy largas. Menos mal que una de las mamás del comedor nos acompañó hasta la casa de las hermanas, advirtiéndonos de los infinitos peligros del Bajo un sábado a esas horas...

Se suponía que yo hoy había quedado con una familia para seguir recorriendo las casas y llegar hasta el río (kilómetros y kilómetros de pobreza, alcoholismo y miseria), pero me disculpé amablemente y le dije que ya iría en otro momento a lo largo de la semana, antes de regresar a mi amada España...

Han pasado 24 horas exactamente desde eso, y aún tengo el olor tatuado en la pituitaria, los ojos llenos de lágrimas contenidas, y la mente en estado de shock. ¡Pobre gente! Si todos nosotros nos diéramos de vez en cuando un paseo por aquel lugar, habría menos problemas en el mundo...

Ya os contaré cómo me va la última visita, que presumiblemente será el martes o el miércoles... Porque, por cierto, ya solucioné el problema del billete, y vuelo el 25 de abril, via Sao Paolo, llegando el 26 por la mañana a Barajas. Seguiré dando detalles cuando tenga más información... 



sábado, 17 de abril de 2010

En busca del billete perdido...

Hoy -¡por fin!- me disponía a pagar mi billete de avión, y así de paso confirmar la fecha de regreso... Me levanté bien pronto, me aseé, y me preparé para salir con mi tía para arreglar todos nuestros asuntos pendientes...

Fui a la Embajada, retiré el certificado de baja consular, una hora después me pasé por la agencia de viajes a pagar mi billete... Y qué sorpresa cuando me dicen que me han cancelado la reserva, que no quedan plazas libres por ese precio, y que las tasas se han disparado. Mi cara debió ser todo un poema, y tras recorrer diferentes puntos de la ciudad, hablar con una amiga que quizá me podía ayudar, pre-reservar un billete aún más caro, y registrar todos los metabuscadores de la web de arriba a abajo, más o menos encontré una solución. Aún no hay nada seguro, pero una vez más, tengo que esperar hasta el lunes para poder desentrañar el misterio...

Me pasé toda la mañana con una ansiedad espantosa, de esas que se te incrustan en el esternón y hasta te impiden hablar... Por la tarde me tomé un remedio natural a base de hierbas medicinales con el tereré, y ahora estoy algo más tranquila... Aunque esta situación me está empezando a desbordar... 

Lo único que puedo hacer es aplicar paciencia a mi vida y dejar que las cosas sigan su curso... 

¡A ver si puedo contaros algo nuevo más adelante! Yo se lo pido al Universo...


viernes, 16 de abril de 2010

Primer aviso

Algunos ya sabéis que mi retorno a España es inminente, y que a finales de este mes estaré por los Madriles dando guerra (aunque la fecha aún está sin confirmar)... 

Pero la noticia ha llegado a oídos de mis niños, y se han empezado a revolucionar con el tema... Quieren saber los detalles y motivos de mi partida, y por supuesto, inventan todo tipo de argumentos extravagantes para hacerme cambiar de idea... Cada vez que me llegan con un nuevo argumento, a mí se me reblandece el corazón y me dan las ganas de quedarme 5 meses más. Pero en cuanto el instante pasa, me doy cuenta de lo muchísimo que quiero retomar mi vida, mi familia, mis amigos, las cañas y tapas, las sesiones de Trivial, los grupos de Alberto...

Así que, como ya han descubierto que sus palabras no sirven más que para conseguir que se me escape una lagrimita, o puede que un sentido suspiro, han empezado a crear formas de lo más originales para seducirme. Me mandan cartas, unas más románticas que otras, me sugieren que les adopte, o que sea su hermana espiritual, o que les lleve conmigo... Me hacen dibujos en la pizarra, me hacen formas de plastilina, me regalan imágenes, fotos, besos, poesías... Es increíble lo agradecidos que son... No quiero ni pensar lo que va a ser esto el día en que me vaya definitivamente...

Ya os iré dando más detalles...


jueves, 15 de abril de 2010

Cartas de amor

La hermana Esther -de la que hablaba ayer- tiene una especie de sexto sentido para detectar cartas de amor entre los chicos del comedor. Ella está sirviendo tranquilamente la comida, y de repente, saca de la nada una de esas notitas.

El susodicho (que suele ser del sexo femenino) se queda mirando la mano de la hermana con cara de resignación y cierto temor a las represalias. Y entonces, me llega el mensaje a mí. Como sigamos así voy a tener que montar una oficina de correos... Yo abro la enrevesada carta, y leo una declaración de amor llena de faltas de ortografía, pero tierna al fin y al cabo. 

Claro que las últimas que leí llegaron incluso a sonrojarme -y os aseguro que hay pocas cosas que me puedan sorprender-... No sólo se declaraban su profundísimo amor entre ellos, sino que hablaban de lo que habían hecho el día anterior... Sólo os digo que el contenido no habría pasado la censura franquista...

Después del shock inicial, descubrí que había que ponerse manos a la obra con ese tema. Y no se me ocurrió otra cosa que montar unos talleres de educación sexual made by Espe. Así que ahora cito cada día a un grupo reducido de niños en esa franja de edad y charlo con ellos. Me cuentan sus amoríos, lo que hacen, lo que quieren hacer, sus miedos, sus problemas... Y me entero de algunas cosas que me roban sonrisas de complicidad. Me encantan los adolescentes... ¡Me gustaría trabajar con ellos toda la vida!

De momento me he convertido en la confidente oficial del grupo. Vamos a ver cómo evoluciona esto...


La hermana Esther controlando la mesa de los terribles

miércoles, 14 de abril de 2010

La hermana Esther

Conocí a la hermana Esther el día en que llegué a Asunción, el 21 de octubre del año pasado. Desde el principio congeniamos muy bien juntas, y siempre estábamos bromeando. Pero tuvimos un punto de inflexión, después de Navidad, cuando ella empezó a ser la responsable del comedor -hasta entonces ese cargo lo ostentaba la hermana Andresa-.

Esther es una de las mejores personas que he conocido en mi vida. Tiene 48 años, pero mentalmente sigue siendo una joven de 18, inquieta, activa, con ganas de comerse el mundo. Hace tiempo que empecé a charlar con ella periódicamente, sobre todos los temas que ocupan la mente humana. Y si pudiera la convertiría en una de mis guías espirituales.

Le he contado mis experiencias anteriores con la Iglesia Católica, y también le he expuesto los pensamientos que me ocupan la cabeza en estos tiempos. Y me ha ayudado a comprender muchas cosas. Eso no significa que profesemos la misma fe, pero hemos llegado a un punto de equilibrio perfecto y de respeto mutuo en el que podemos compartir sin necesidad de ofensa. Me encantaría que todos los católicos que conozco no se sintieran ofendidas cuando yo expongo mis creencias, ni se lo tomaran como una falta de respeto a sus personas. 

Me ha llevado a recorrer Asunción, y al Mercado 4, y al de Abastos, y al Bajo, y al río de Villa Hayes, y a Pedro P. Peña. Me ha contado sus secretos, y ha escuchado los míos, ha bailado danza paraguaya para mí, me ha preparado el mejor tereré del mundo, y por encima de todo, me ha comprendido. Me ha defendido, me ha seguido y me ha apoyado. Me ha agradecido, y me ha hecho reír. Jamás me criticó ni me juzgó. 

El otro día compartimos uno de los momentos más especiales desde que estoy aquí... Estuvimos hablando durante un rato muy largo, y al final me dijo que me iba a extrañar muchísimo cuando yo me fuera... Y me di cuenta de que me iba a pasar lo mismo. Para mí Esther es como la hermana mayor que nunca tuve -con todo el respeto a mis hermanos pequeños-. La quiero con todo el corazón. Esther, te adoro. Ya sabes que cuando vengas a Madrid en junio estás más que invitada a mi casa... ¡Mi querida monja cascarrabias!


Con Esther el pasado noviembre

martes, 13 de abril de 2010

El huevo de Pascua

Como ayer terminé de relataros mi viaje de Semana Santa a Pedro P. Peña en el desierto, ahora voy a ir retomando poco a poco algunas de las historias de los últimos días. Una de las más curiosas es, sin lugar a dudas, la del huevo de Pascua:

La sobrina de uno de los obispos de Paraguay donó a la causa de las hermanas un huevo de Pascua enorme, de esos que te hacen la boca agua y los ojos chiribitas. Yo, en cuanto lo vi, pensé en que nunca había visto tanto chocolate junto.

Al día siguiente lo bajamos al comedor, y se lo presentamos a los niños envuelto, sin haberlo abierto aún, para que lo vieran en todo su esplendor. Ellos suspiraban, y miraban golosos cada movimiento del portador del huevo. A mí me divertía lo obedientes que se volvieron en un segundo: se comieron todo el poroto (una alubia similar a las judías pintas), no dejaron ni una miguita de pan por el suelo, recogieron hasta el último cubierto... 

Cuando llegó la hora de la repartición del huevo, ya hecho mil pedazos que yo me había encargado personalmente de colocar de manera equitativa en tres bandejas, los niños se sentaron en sus sitios, dóciles, y se hizo el silencio. La hermana Gloria empezó a hablar:

- Queridos niños. Este presente lo ha traído la sobrina de Monseñor Livieres para todos ustedes, en señal de agradecimiento porque estamos de buena nueva en el tiempo de la Pascua. ¿Alguien sabe lo que significa Pascua?

El silencio se prolongó unos instantes más, hasta que una voz al final del comedor dijo de una manera clara, nítida y estruendosa:

- ¡Huevooooooooooooo!

Después de eso, no había más nada que decir. Los niños aplaudían y coreaban a gritos un potente huevo, huevo... No quedó ni un solo pedazo. ¡Y estaba delicioso!


Luis con el huevo antes de partirlo.

lunes, 12 de abril de 2010

El final del viaje a Peña

Transcribo literalmente de mi diario:

Y al fin llegó el día de regresar a Asunción... A las 3 de la mañana sonó el despertador de la hermana Esther, en un curioso levántate, son las tres; levántate, son las tres. A mí me recordó al que mi amiga Ana tenía en Polonia cuando vivíamos juntas, y que siempre luchaba por apagar antes de que siquiera dijera la segunda palabra...

El caso es que cuando hubimos recogido todo, algo más de una hora después, estábamos de nuevo montadas en aquella camioneta gigante, con toda la parte trasera cargada, y seis personas abordo de un lugar en el que apenas cabían cinco con las justas...

El camino de tierra estaba francamente mal, lleno de barro, con charcos infinitos de agua... Constantemente derrapábamos, y el coche iba de un lado a otro, creando una sensación muy similar a la de las turbulencias de los aviones... Yo cerré los ojos, y me visualicé sana y salva en Asunción. Y eso me funcioné bastante bien. 

A eso de las ocho, cuatro horas más tarde, paramos a desayunar pan y queso caseros, y un vaso de café. Me tomé mi primer café de los últimos cinco meses, y me supo a gloria bendita. Definitivamente, me gusta muchísimo, y ahora mismo no alcanzo a comprender por qué decidí dejarlo... Un hábito que he reincorporado a mi vida a partir de hoy, ¡definitivamente!

Y un rato después, cuando aún quedaban como mínimo dos horas largas (30 kilómetros) por aquel camino infernal, lleno de baches,  piedras y animales, me entró una de las peores jaquecas de mi vida. Al principio sólo note un dolor de cabeza insistente, que fue seguido de un ligero revoltijo de estómago, y acabó convirtiéndose en ese sentimiento terrible de que en cualquier momento el cerebro se te partirá en dos... 

Cuando me sentía mal, le decía al conductor que me parara, y tal cual, me bajaba, me quitaba el pareo a modo de burka, y vomitaba. No tenía agua, ni pañuelos para limpiarme, así que me tomé un ibuprofeno como buenamente pude, y cuando volvía a sentir aquel malestar, repetíamos el proceso de parar-vomitar-continuar. 

No recuerdo un viaje peor en toda mi vida, creyendo que me estaba muriendo, con la garganta ya destrozada a consecuencia de la bilis, la cabeza machacada, y el camino como un vaivén sofocante y desequilibrado...

Llegamos a Mariscal -el primer pueblo con asfalto de todo el Chaco- a las 12 de la mañana (8 horas después para 180 kilómetros), y mientras la hermana Esther hacía una serie de gestiones en la comisaría de policía, me dejó en casa de unas monchis españolas para ver si al menos me daban agua o cualquier cosa parecida al Primperán. Afortunadamente, el mero hecho de bajar de aquel coche ya me recompuso de una manera milagrosa, y tras una manzanilla y medio litro de agua mi cuerpo empezó a sentirse bien de nuevo.

A la una estábamos otra vez en camino, dispuestas a recorrer los 600 km. que quedaban hasta Asunción, y en cuanto llegamos a Filadelfia (el siguiente pueblo), Esther empezó a encontrarse mal, así que manejé yo hasta Pozo Colorado, el internado de las hermanas en el Chaco paraguayo...

Allí hicimos una breve parada para ir al cuarto de baño, y continuamos directamente hasta casa. Mientras yo conducía, Esther no hacía más que meterse conmigo, y a mí me hacía muchísima gracia. Así que nos pasamos el resto del camino discutiendo medio en broma -ambas sabíamos que era así-, pero en una de éstas, la hermana Rosa intervino y dijo que no era momento de ponerse a aprender a conducir. A las dos nos entró una risa de lo más estruendosa, y continuamos así hasta Asunción... Llegamos a casa a las 9 de la noche, agotadas, sucias, post-enfermas, muertas de sueño, de hambre y de todo.

El viaje fue toda una odisea, y yo no paraba de pensar en que Esther y mi tía lo hacen cada mes... A pesar de todo, me alegré muchísimo de haber ido, de conocer aquel lugar único en el mundo, sus gentes, sus hábitos, sus costumbres... Me alegré de pasar unos días en ese sitio, de comprar artesanía, de visitar a los indígenas en sus casas, de compartir su mate, de correr con los niños, de probar su comida, y beber su agua. De adivinar el trabajo de las monjas allá, de ver la lluvia en pleno desierto, de dormir en una cama-hamaca en una casita de madera, de sentirme como en una peli del Oeste, de tener tiempo para reflexionar, de valorar aún más si cabe lo que tengo, y de aprender la lección de aquel niñito que me regaló sus talles de palosanto...

Mi valoración del viaje: una experiencia única, especial e irrepetible. ¡Como todo en mi vida!


domingo, 11 de abril de 2010

La lección

Transcribo literalmente de mi diario:

Hoy era Domingo de Pascua, y las hermanas estaban encantadas por la mañana... Yo sólo contaba los días que me quedaban para volver a Madrid...

Hoy presencié por primera vez en mi vida el proceso de elaboración de una gallina pintada, desde el corral hasta la mesa, y me resultó curioso cuanto menos... Partir el cuello del animal, el reguero de sangre hasta la cocina, desplumarlo, cortarlo, quitarle los órganos -incluidos los huevos, que aún estaban dentro-, y rociarlo con tomate y cebollita... Me dio un poco de aprensión comerlo después... Sólo podía pensar en el pasillo lleno de sangre...

Además, por si eso fuera poco, el clima cambió radicalmente, y pasamos de los casi 50ºC a 10ºC, lo que significa que el día de hoy se ha convertido oficialmente en mi primer día de frío de los últimos 12 meses. Y como yo jamás pensé que eso pudiese pasar, no venía en absoluto preparada, así que me coloqué un pareo a modo de burka, y me puse toda mi ropa encima -toda, toda-. Si algo aprendí de mi experiencia en Polonia es que ande yo caliente, ríase la gente. Claro, que como yo no voy a la misa, y llevo la cabeza tapada, ha corrido el rumor de que soy musulmana... ¡A mí me hace mucha gracia!

Por la tarde, Esther me llevó a hacer una visita social. Ella se encontraba mal y necesitaba que alguien manejase, así que me subí al hammer chino de las hermanas, y conduje unos cuantos kilómetros por caminos inhóspitos llenos de barro. ¡Fue la bomba!

Cuando llegamos a nuestro destino -la casa de una profesora de la escuela para niños indígenas del poblado- me sorprendió la precariedad y las condiciones tan limitadas de la vivienda. Cuatro tablones de madera, y un fuego en medio hacían las veces de salón, cocina, despensa y dormitorio. Un matrimonio con un niñito de unos 4 años, ella embarazadísima y enferma, seis perros escuálidos y un par de gatos completaban el cuadro familiar.

La profesora y Esther tenían que tratar algunos asuntos, y hablaban en guaraní. Yo me limitaba a pasar el mate, y a beber cuando era mi turno -sí, ahora también tomo mate-. Yo ya había hecho una fotografía mental completa del lugar, y estaba empezando a sentir los estragos del aburrimiento una vez más sobre mi mente, cuando el niñito apareció de nuevo. Me miraba fijamente, como si quisiera decirme algo y no supiera cómo expresarlo. Al final, agarró a la hermana de su hábito, y tiró varias veces hacia abajo para que le prestara atención. Le dijo -también en guaraní- que tenía un regalo para nosotras. Nos dio unas tallas preciosas de madera de palosanto, y nos las ofreció para que las usáramos como llavero. A mí me pareció de lo más enternecedor, y saqué unos cuantos caramelos que tenía en el bolsillo para dárselos a cambio de su precioso regalo.

Pero al cabo de un rato, volvió de nuevo, con dos pinchos para el pelo, también tallados. Me dijo que yo era una chica hermosa, y que merecía llevarlos en el cabello. Me pareció tan bonito, que se me escapó una lágrima. Y entonces aprendí la lección más valiosa de todas las que ya he acumulado aquí en Paraguay: el más pobre ha compartido conmigo lo único que tiene, su comida, su medio de vida, sin importarle el mañana, sólo porque consideraba que yo debía poseer algo de él. Creo que eso es muy difícil de encontrar en la sociedad en la que vivo, en la que me crié... ¡Y me lo ha enseñado un niño de 4 años! 

Volví a casa al cabo de un rato, me metí en mi habitación, y me emocioné una vez más pensando en la cara de aquel chiquillo. Lloré un rato muy largo, y me dormí con una sonrisa en los labios. Al fin y al cabo, nada es por nada.


Continuará...


sábado, 10 de abril de 2010

Nostalgia de lo mío

Transcribo literalmente de mi diario:

Los minutos en este lugar se hacen horas, y me da la impresión de que llevo toda una eternidad ya acá. Durante los últimos dos días he ido a un Via Crucis infinito con los indígenas -me llamaba la atención que todos ellos fueran católicos, y quería comprobarlo con mis propios ojos-, me he duchado exactamente 9 veces (y las que aún me quedan hasta que me acueste), he pintado unas versiones algo vanguardistas de Pedro P. Peña, y he escrito más que en toda mi vida, incluyendo 5 cartas a diferentes personas. 

He reflexionado muchísimo sobre lo que quiero hacer cuando vuelva y, de hecho, he tenido tiempo hasta de planificar los próximos 50 años de mi vida. Me he leído una novelita de rubias y cachas, y por si eso fuera poco, me he mirado por primera vez en dos meses en un espejo de cuerpo entero (en la casa de Asunción no tengo esa posibilidad) y me he descubierto cilíndrica. Creo que soy la única persona que se va a hacer un voluntariado a un país del Tercer Mundo con gente que se muere de hambre, y vuelve más gorda de lo que se fue. 

Aunque la parte positiva de todo esto es que he conocido a Ilda, la cocinera de toda la vida de las hermanas aquí en Peña, y puedo asegurar y jurar por mi vida, que es la persona que mejor cocina del mundo entero. Supera incluso a las afamadas cocineras de mi abuela Espe... 

La conclusión de todo esto es que por muchas cosas que haga, sigo aburridísima. Y no hay nada que engorde más que el aburrimiento. Me siento como cuando tenía 12 años y mis padres aún me obligaban a ir a Torremenga cada fin de semana, sólo que sin luz, ni tele, ni música, ni hermanos, ni juegos de mesa, ni apenas gente con la que hablar...

Sé que a mis padres esto les encantaría, sobre todo a don Gonzalo, y lamento que no llegaran hasta aquí cuando vinieron en febrero. Aunque, por otro lado, es una excusa perfecta perfecta para volver algún día... En fin, ya sólo me queda la tarde de hoy y el día entero de mañana, y espero partir el lunes hacia Asunción... ¡Qué ganas!

Definitivamente me declaro urbanita, enemiga de los bichos mutantes subtropicales, y casi adicta a Internet... Esto es demasiado para mí... ¡Si pudiera, me iba mañana mismo a Madrid!


Continuará...


El pozo de agua. Dibujo en mi cuaderno.

viernes, 9 de abril de 2010

Descripción de Pedro P. Peña

Transcribo literalmente de mi diario: 

En mitad de ninguna parte, un desierto infinito se extiende sobre el continente americano. Mis ojos captan raudos una serie de imágenes que pretenden hacer las veces de mirada para el mundo, en un intento de que cualquiera pueda viajar conmigo a este lugar.

Nada más entrar al poblado, una pequeña casita de ladrillo precede el enorme pozo que se alza sobre las cabezas de los indios guaraníes, y les provee de agua. Justo después, una serie de pequeñas construcciones de madera, barro, chapa o plástico coronan el paisaje de color sequía. Sólo se divisa algún que otro árbol tímido de palosanto, y bastantes cactus de espinas amenazantes.

Los animales conviven con los humanos, como compañeros cómplices de la miseria, o simplemente como socios en una misma fotografía: todos esqueléticos, perros, gatos y gallinas pasean por los patios en busca de cualquier resto que comer.

Los indígenas son sorprendentemente altos. Ellas son delgadísimas, de tripa hinchada. Visten faldas hasta los tobillos de telas finas, y camisetas raídas. Ellos miran curiosos a su alrededor, y llevan perneras como los vaqueros del Oeste. Cuando se encuentran con alguien, siempre saludan dando la mano, pero sin apretar. Es más un gesto amistoso con una amplia sonrisa en los labios que otra cosa. Tienen las orejas enormes, el pelo negro, largo y liso, y los ojos rasgados. Algunos hablan castellano, pero la mayoría sólo se expresan bien en cualquiera de las lenguas indígenas que conviven en el Chaco.

El lugar huele a polvo y a madera, y el aire es tan puro, que hasta asfixia. El calor seco resulta casi insoportable durante las largas horas de la tarde, y puedes ir sintiendo por segundos cómo la piel se te va agrietando al exponerte al ambiente... El silencio es absoluto, y sólo se percibe el sonido del viento cuando está anocheciendo. Y entonces las temperaturas cambian, y un frío helado se te cuela por los huesos, obligándote a buscar una manta gruesa con que cubrirte.

El cielo es de un azul puro, sincero, como en el dibujo de un niño, y las nubes parecen trozos de algodón dulce robados de una feria.

Ahora mismo estoy sentada en una silla de madera. Me balanceo ligeramente hacia atrás, y sé que si mi tía estuviera aquí me reprendería. Me siento traviesa, jovial y fantasiosa. Me da la impresión de que en cualquier momento aparecerá un guapísimo Clarke Gable vestido de asesino a sueldo. Entraría en el Saloon del pueblo, y pediría un whisky doble para esperar a que apareciese el malo de la película, apuntando con una pistola en cada mano... Y hasta puedo ver su cara en un cartel colgado de la pared del despacho del sheriff, en el que pondría un WANTED enorme, y la cantidad de dinero con la recompensa justo debajo del retrato... Me imagino el momento justo en que el susodicho buscado entrase en el burdel en cuestión y, tras echar un rápido vistazo al local, mirase a los ojos del cazarrecompensas. Y también supongo los cinco segundos posteriores de tirante silencio, la calma que precede a la tempestad...

Pedro P. Peña se podría describir como ese breve lapsus de tiempo: tenso, callado, expectante, placentero y misterioso. El único inconveniente es que, aquí, rara vez ganan los buenos...


Continuará...


Mi visión de la casa de Pedro P. Peña. Dibujo en mi diario.

jueves, 8 de abril de 2010

In memoriam a las Excursiones de Padres

Transcribo literalmente de mi diario:

Esa mañana abrí el ojo por primera vez a las 6, pero me quedé en la cama hasta que era completamente de día. En realidad, tenía unas ganas locas de ir al cuarto de baño, pero me vencía el miedo a las serpientes de cascabel frente a mis necesidades urinarias...

Una hora más tarde, cuando el sol estaba bien alto en el cielo, me abrigué bien como pude, y salí al exterior por fin... Ciertamente no tenía tan mal aspecto a plena luz del día, aunque hacía bastante frío. Desayuné, y en cuanto terminamos, la hermana Esther me hizo el ritual de bienvenida, que consistía en elegir uno de los más de 30 esencieros que tenían en el comedor, y darme uno a elegir. Yo escogí uno que decía vainilla, y entonces ella lo agarró, me lo extendió por la frente e hizo una cruz en cada una de mis muñecas. Me dijo que eso significaba que era bien recibida en su hogar, y que deseaba que me sintiera como en mi propia casa. A mí me encantó aquel ritual, y decidí incluirlo en mi vida futura, cuando regrese a Madrid.

Justo después de eso, acompañé a Mª Teresa - la encargada de la tienda de artesanía que las hermanas tienen como fondo social para fomentar la economía y las culturas indígenas-, a comprar nuevos artículos, y venderlos posteriormente en el pequeño local de Asunción.

La experiencia de la compra de artesanía no tenía desperdicio: venían primero las señoras, con estolas, alfombras, yicas, bolsones y todo tipo de artilugios tejidos a mano. Y cuando ellas terminaron de vender sus productos, llegaron los señores con sus tallas de madera de palosanto. Tenían animales desérticos, Sagradas Familias, Pesebres completos, peines, pinchos para el pelo... 

Yo hacía de cajera, así que tenía una calculadora en la mano, el dinero en otra, y en los momentos libres servía el tereré para todos los que estábamos sentados a la mesa. En una de éstas, llegó a mis manos una peineta preciosa de madera, y en ese mismo momento se la pagué al señor y me la quedé para mí, y no me la quité en todo el día. Yo me sentía muy española con ella. Claro, que no tenía nada que ver con las preciosas peinetas tradicionales de nácar, pero aún así, yo estaba encantada.

Después de comer y de echarme un poco la siesta, hice sandiada, que consiste básicamente en partir una sandía por la mitad, ponértela en las rodillas, coger una cuchara, y empezar a comer. ¡Qué gusto! Esa es sin lugar a dudas una de las tradiciones paraguayas más refrescantes... Aunque la verdad es que no me pude terminar esa media sandía... ¡Me parecía una barbaridad!

Por la tarde, me fui al lado argentino del Chaco. Tardé una hora y pico en llegar, pero mereció la pena. En realidad, no tiene nada diferente respecto al lado paraguayo, y ni siquiera hay aduana ni frontera, pero sólo por atravesar el camino, el desierto, los altísimos cactus de 5 metros, el polvo, las serpientes, las águilas, los esqueletos de vacas... Sin lugar a dudas, mereció la pena. Realmente, esto es como en las pelis del oeste: los vaqueros van con las perneras, los sombreros de ala ancha, las carreteras forman remolinos de polvo, las casitas solitarias...


Aprovechamos el viaje para comprar hielo y conservar frescos los alimentos... Y cuando regresamos, estábamos de nuevo cubiertos de polvo. Yo sentía que necesitaba un buen baño, pero al regresar, nos sorprendieron con que no había agua ni luz. A mí me recordó a las excursiones de padres. Me explico:

Hace ya unos años, mi padre y algunos tíos más (todos ellos de mi familia Mingo) montaron un viaje anual al que bautizaron como Excursión de Padres, y que consistía básicamente en que sólo los varones adultos y los niños podían participar de la aventura.

Solíamos hacer competiciones para ver quién llegaba más sucio, no nos duchábamos en 3 días, nos alimentábamos de leche con galletas y helados, y dormíamos en tiendas de campaña que a la mañana siguiente apestaban a pies, humedad, concentración y humanidad.

La última vez que yo fui a una excursión de padres, supliqué o rogué todo lo que pude por darme una ducha, y me dijeron a regañadientes que esa sería mi última oportunidad de viajar con ellos, porque yo ya había alcanzado mi máximo grado de pijerío, o lo que es lo mismo, yo ya no era ni padre ni niña. ¡Y cuánta razón tenían...!

Pues bien, mi aventura de hoy fue como una excursión de padres, pero a lo bestia. Cuando crucé el río Pilcomayo, sabía que el Pipo -mi tío Javi-, hubiese matado por vivir eso mismo, con los 45º C a la sombra incluidos.

Y gracias a Dios, retomando la historia anterior, al fin regresó el agua y las 3 horas diarias de luz, así que me di la mejor ducha de toda mi vida. Con cada gota, desde la cabeza hasta los pies, salían chorros de polvo, ya convertidos en barro. Y cuando me consideré lo suficientemente limpia y aseada, me metí en mi cama-hamaca dispuesta a dormir casi eternamente.

Es increíble esto del Chaco: es un híbrido entre selva y desierto. Por el día, las temperaturas llegan a los 56ºC, y por la noche descienden a 3º. Hay que estar preparado para cualquier imprevisto, y desde luego si algo he aprendido de mi estancia en Paraguay es a no esperar nunca nada, y a adaptarme siempre a las circunstancias. Todo esto es tan sumamente imprevisible... ¡Que hasta hace gracia!

Continuará...


miércoles, 7 de abril de 2010

Primeras impresiones chaqueñas

A la una de la tarde, justo después de comer, me he montado en la camioneta de las monchis: un hammer chino 4 x 4 con doble tracción, ruedas pantaneras y una altura digna de un trapecista.

Mi primera impresión del recorrido fue espectacular: un camino de arena, a trozos similar al de la entrada a mi casa de Torremenga, y en otros algo más parecido a la arena de cualquier playa de la Costa Blanca. A ambos lados sólo se veían palmeras y más palmeras, una vegetación infinita, lianas, cáctus y mil tipos de árboles y plantas cuyo nombre desconozco. El paisaje no varió ni un poquito en los 200 km. hasta nuestro destino, y eso que tardamos 6 horas en llegar… Os podéis hacer una idea de la velocidad media que llevábamos…

A mitad del camino a mí me entraron unas ganas locas de hacer pis (el tereré es altamente diurético), y nada más decirlo, pararon la camioneta en seco, anunciaron una parada discrecional, y con un simple tené cuidado dónde ponés el pie que esto está llenito de serpientes, bajé muerta de miedo, y traté de darme la mayor prisa posible para acabar cuanto antes y regresar a mi confortable y seguro asiento. Pero lamentablemente, tuve que repetir ese mismo proceso una vez más, aunque en esta segunda ocasión me sentí como en casa, porque todo alrededor olía a Extremadura…

Según nos íbamos acercando a Pedro P. Peña, tanto el clima como el paisaje se iban volviendo desérticos y el polvo que se levantaba por el camino nos limitaba la visión. Cuando faltaban 20 km. para llegar a mí me entró un dolor de cabeza que amenazaba con convertirse en jaqueca, entre el aire acondicionado, el traqueteo, el espacio ridículo, las horas de coche…

Y cuando al fin llegamos (2 horas para 20 míseros kilómetros), a mí me entraron unas ganas locas de vomitar, y en cuanto me mostraron mi cuarto, me puse a llorar a moco tendido. Entre el calor, el agotamiento, el dolor de cabeza, y mi visión de ese momento… Dios santo, aquél era el peor lugar en el que yo había estado jamás. Una casita de madera, de esas yankies prefabricadas. Y nada más. Nada.

Yo pensaba una y otra vez en mi tía Sol (una de las hermanas de mi madre), que estuvo allí un mes entero con mi tía Concha. Pensaba en todas las monchis que pasaron por allí, incluyendo a mi tiísima, que estuvo 14 años.

El olor era desagradable, en una mezcla entre cerrado, viejo y podrido. El polvo ensuciaba todo, y daba igual la cantidad de veces que barrieras, porque siempre seguía estando sucio, y la sensación que a mí me daba era la de montarme en el primer autobús que me llevase directamente a Asunción. Y de allí, un avión a Madrid. Y ya no volver jamás a Paraguay en mi vida.

Sólo teníamos 3 horas de luz diarias, así que aprovechamos para ducharnos, cenar y lavar la ropa –que había llegado de color naranja-. Yo soñaba con el regreso, mientras mataba mil mosquitos del tamaño de elefantes, y me dormí pensando que estaba tumbada en mi cama de princesa de Pozuelo.

Las hermanas sentían un amor loco e incondicional por aquel lugar, y contaban historias y anécdotas de voluntarios que habían estado allí antes y habían regresado encantados. Así que decidí mantener mi mente abierta para aprender a disfrutar de cada segundo de ese lugar, y sólo atraer positividad a mi vida. No supe hacer nada más, y me quedé dormida pensando en lo que depararía el Universo al día siguiente…

Continuará...


martes, 6 de abril de 2010

Un viaje de chinos

Ayer, a las tres de la tarde, me subí al autobús que me llevaría durante 8 horas hasta Estigarribia, la localidad en la que haría noche aquel día.

Yo viajaba con la hermana Rosa, la misma a la que doy clases de computación. Nos montamos en el colectivo atómico con la ayuda de un señor encantador, y mientras buscábamos nuestros respectivos asientos –el vehículo ya en marcha- casi se me cae la hermana tres veces. Una vez colocadas las cosas en la parte superior, nos acomodamos cada una en su butaca, y casi se hizo el silencio durante el resto del recorrido.

Después de mis 36 horas de viaje a Río de Janeiro en enero, yo ya estaba más que puesta en el sistema altamente nocivo de los aires acondicionados de los colectivos, que recrean un microclima polar terrible para mi garganta, así que yo, ni corta ni perezosa, me puse unos calcetines largos, una chaqueta, y un pañuelo alrededor del cuello. Saqué del bolso mi iPod con sus 16 Gb de música, y empecé a escuchar las más de 400 canciones de Silvio, llegando a relajarme de tal forma que hasta conseguí echarme una cabezadita de dos horas.

Cuando me desperté, la hermana Rosa me miraba muy fijamente, como pendiente de mis estado anímico. Yo la tranquilicé todo lo que pude, y me metí una vez más en mi maravilloso mundo interior, al son de una fantástica guitarra cubana en Chile.

Al cabo de un rato, el conductor puso una película para que nos entretuviéramos, pero era casi imposible ver algo porque había gente viajando de pie en los pasillos del autobús. Yo estaba sorprendida de que aquellas personas, por ahorrarse un ínfima cantidad de dinero, aguantaran sus 8 horas con los bultos en la mano…

El caso es que yo estaba inmersa en mis pensamientos, cuando al fin pude visualizar algo de la peli que nos habían puesto, pero a los 10 minutos perdí por completo el interés. Se trataba de una producción china de los 80, con un Yakee Chang atómico, que disparaba sin parar a todo lo que se movía, y que no sólo salía ileso de cada reyerta, sino que parecía preparado para asistir al más elegante de los bailes de gala en la Embajada de Vietnam.

No sólo era mala, sino que se ganó la más que merecida etiqueta de “la peor película que he visto en mi vida”. A las dos horas, acabaron por fin los gritos y alaridos de los chinos agonizantes, y yo sentí ese ligero alivio de cuando un ruido constante cesa… Pero a los cinco minutos, comprobé horrorizada que en realidad la toma era la primera parte de una trilogía, que nos acompañaría hasta el final del viaje. Así que recorrimos las 4 horas restantes viendo a una serie de chinos clónicos dando patadas a otros chinos iguales a ellos, que siempre caían al suelo de forma dramática al ser brutalmente asesinados.

Cuando llegamos a Filadelfia (el poblado menonita), el autobús se estropeó, y tuvimos que esperar una hora hasta que nos pudieron montar en uno de repuesto, que era más parecido a los colectivos suicidas de Asunción, que a otra cosa. Así que volvimos a colocar nuestros bártulos, y nos sentamos en unos asientos no tan cómodos, pero asientos al fin y al cabo. En el fondo, yo agradecí el cambio ya que, al no tener aire acondicionado, abrí la ventana todo lo que pude, y empecé a aspirar profundamente el aire, que olía a tierra mojada tras la tormenta de la tarde. Disfruté enormemente de la última parte del camino.

Llegamos casi a medianoche, pero yo me lo pasé en grande. Creo que no necesito mucho para disfrutar de mí misma en realidad.

Los nervios me consumían un poco… Al día siguiente llegaría a Peña…

Continuará…


En Asunción de nuevo

¡Y por fin regresé! Después de 15 horas seguidas de conducción, y varios problemas técnicos, llegué a Asunción de nuevo vivita y coleando. Ahora mismo es muy tarde y estoy agotada, pero como lo prometido es deuda, mañana en cuanto me levante colgaré mi primera entrada de esta última aventura que no ha tenido ni un sólo instante sin novedades que añadir a mi experiencia paraguaya.

También quiero agradeceros desde aquí a todos los que me seguís a diario, y que me habéis mandado mails y privados por facebook animándome a seguir adelante, a pesar de que los leí recién...

¡Un beso enorme a todos, y hasta mañana!