viernes, 30 de diciembre de 2011

Feliz 2012

Ya no queda nada para comenzar el nuevo año. En estas fechas la gente empieza a ponerse nerviosa, haciendo largas listas de propósitos que no se suelen cumplir, y balances de lo que no nos gustó o lo que desearíamos cambiar...

Yo no quiero hacer ninguna de estas cosas, en parte porque son ligeramente íntimas, y en segundo porque yo soy una persona intensa, soñadora e impredecible. No sé lo que haré dentro de cinco minutos, y mucho menos el mes que viene. Todos tenemos ideas de lo que queremos ser, y yo no soy una excepción. De momento, soy muy feliz con lo que tengo, y eso ya es mucho. Nunca he sido una chica de las que hacen listas, sino más bien de las que piden deseos...

Tengo la intuición de que el 2012 va a ser muy especial, por lo que he querido despedirme con honores de este último año que me ha cambiado tanto, así que os dedico este video a modo de resumen (Os dejo también el link por si no lo podéis reproducir desde Los Mundos de Espe: http://www.youtube.com/watch?v=YI_ifqw2o4k&feature=youtu.be)

Un beso enorme a todos y, por supuesto, ¡feliz año!


jueves, 22 de diciembre de 2011

El espíritu de la Navidad

Me gusta pasear en Navidad, observar a los árboles sin pudor, orgullosos de su desnudez. Me gusta abrigarme con un buen par de guantes de piel y una bufanda de lana, como en aquellas épocas comunistas en que lo único que importaba era la inquietante labor de resguardarse del frío helado. Me gusta el olor a chimenea, y a roscón, y casi a nieve...

Ayer fue 21 de diciembre, el día más corto del año, el solsticio de invierno. Salí de casa medio encogida, corriendo acompasada con el fin de llegar lo antes posible hasta mi coche. Sentí cómo un centenar de agujas diminutas me atravesaban la punta de la nariz, y me puse a pensar en todo esto de la Navidad... Regalos, felicitaciones, familia, amigos. Mi madre siempre insistió mucho en que comprendiéramos el verdadero sentido de la Navidad, por lo que nos solía contar algunos pasajes bíblicos con sus respectivas proezas divinas. 

Cuando crecí, no quise darle importancia a todas aquellas historias, que en realidad recuerdo con cariño, ya que las consideré puros mitos o cuentos infantiles. Pero lo que sí es cierto, es que me gustaría darle cierta carga mistérica a este periodo del año tan mágico. No sé si a los demás también les pasará, pero yo siento un algo muy diferente durante este tiempo. La ilusión renace, las ganas de dedicarte a los demás, a regalarles algo que les gustará, a ser niño de nuevo. 

Este año me conmueve un sentimiento algo más extraño si cabe, como de pertenencia con el todo, como de miedo a que algún día la Navidad acabe, como de ilusión por que lleguen ya los reyes... Hace unos días la casualidad me deleitó con un anuncio de unos grandes almacenes británicos. Os lo dejo a continuación, y me quedo con el espíritu de ese niño... Esa es la Navidad que quiero para mí durante todo el año.


sábado, 17 de diciembre de 2011

Nuevo diseño en Los Mundos de Espe

La semana pasada, un hacker de muy dudosa reputación y bastante mala uva, se apoderó del control de Los Mundos de Espe, y cambió algunas cosas de mi blog (al margen del hecho de que eliminara muchas de mis entradas).

Actualmente para mí Los Mundos de Espe es mi casa, es un lugar especial, un rincón donde decir lo que quiera, reír, llorar, gritar y disfrutar. Invierto mi tiempo mirándolo, simplemente por el placer de ver el trabajo de cuatro años, reducidos a un conjunto de palabras, de sentimientos, de emociones encontradas. Disfruto muchísimo releyendo algunas entradas antiguas, que siempre me devuelven a aquel lugar en que alguien me dio un beso, a mis niños paraguayos, o a ese viaje curioso con una amiga...

Algunas personas me han comentado otras veces que cuando entraron ladrones a robar en sus casas, lo peor era el desagradable sentimiento de intimidad violada que dejaban a su paso... Yo hoy me siento tremendamente violada, y por eso he decidido cambiar la imagen de mi blog. Se podría decir que he redecorado mi casa para obviar el rastro de aquel individuo para siempre. Creo que voy a echar mucho de menos a mi bailarina, esa preciosa niñita, inocente y ágil, que siempre me inspiró cierto autoreconocimiento. Por eso hoy le dedico estas líneas, y muestro su imagen para que quede siempre inmortalizada de alguna manera.

Dicen que año nuevo, vida nuevo. Yo me aplico el cuento y os dejo con el nuevo diseño. Ya sabéis que yo seguiré escribiendo esas pequeñas anécdotas de mi día a día que siempre, de un modo u otro, acaban siendo el titular de mi semana.


viernes, 2 de diciembre de 2011

A Almudena y Mario

El sábado pasado se casaron mi primo Mario con su novia Almudena -ahora su esposa-. La ceremonia fue en los Jerónimos, y después asistimos a la recepción en un salón del hotel Palace de Madrid.

Todo fue perfecto, la novia iba guapísima, y lo pasamos divinamente celebrando su unión. Quiero dar la enhorabuena a los dos, y también aprovecho para dar la bienvenida a Almudena a nuestra cada vez más numerosa familia.

Espero que se lo estén pasando fenomenal en el viaje de novios. 

¡Un beso enorme a los dos!


Almudena y Mario a la salida de la iglesia

viernes, 25 de noviembre de 2011

Brindo por los cobardes

La cobardía no es más que una de las muchas expresiones del miedo. Creo que si todos buscásemos dentro de nosotros mismos, podríamos encontrar situaciones en las que nos venció el temor, y por lo tanto, seguramente hallaríamos también todas esas ocasiones en que actuamos de una manera reprobable.

Yo hoy quiero adorar a todos los cobardes del mundo, a los sumisos que pagan con el conductor vecino sus frustraciones, apelando a su ridícula manera de conducir; al que no da un paso adelante en su relación, pero tampoco se atreve a retirarse a tiempo; al que llama al trabajo fingiendo una enfermedad altamente contagiosa para evitar una reunión con su jefe; al que critica a su amiga a hurtadillas y luego la alaba con lisonjas; a todas las personas competitivas que restan importancia a sus fracasos en público, pero en realidad les corroen por dentro; a la que se tapa los granos con litros de maquillaje, en vez de mostrar orgullosa esos pequeños signos hormonales; a los que invierten en cremas antiarrugas porque sienten pánico por el paso de los años; al adolescente que un día se emborrachó y se quedó a dormir en casa de alguien para evitar que sus padres le vieran en dicho estado...

Quiero empatizar con los cobardes, con la ejecutiva agresiva que no se atrevió a pedir una reducción de jornada para estar con sus hijos por miedo a perder su trabajo, con la abuelita que se lamentaba en su lecho de muerte por todo lo que no hizo antes de morir, con la mujer maltratada que consintió una situación que quizá podría haber evitado, con el auxiliar de enfermería cuyo sueño frustrado era ser médico pero no tenía dinero para costearse la carrera; con todas las mujeres que se atiborran a películas románticas para evadirse de la realidad, y con los hombres que disfrutan viendo Torrente porque saben que hay algo de ellos escondido dentre de ese personaje soez.

Quiero brindar por los cobardes, por ese hombre que se sabe caballero, pero jamás invitó a una chica a cenar por miedo a lo que dijesen sus amigos; por esa mujer que nunca se permitió un desliz en su juventud; y también por ese niño que se comió una bolsa entera de caramelos y mintió a su madre alegando que la sopa de la cena estaba en malas condiciones; por la novia que quería huir de su prometido mientras andaba del brazo de su padre rumbo al altar, pero creía que ya era demasiado tarde... Brindo por todos ellos con un buen champagne francés, como en las mejores ocasiones, porque de alguna manera me veo reflejada dentro de cada uno de ellos. 

Gracias a los cobardes, existen los valientes. Gracias al miedo, tenemos la oportunidad de enfrentarnos algún día a esas situaciones que nos paralizan. Y gracias a ambos estados, llegará el momento en que superemos con creces nuestros temores, para convertirnos en mejores personas. Puede que necesitemos errar millones de veces, pero siempre hay -en el fondo- un rayito de esperanza.


miércoles, 23 de noviembre de 2011

Cuando el amor desata la guerra...

La mayoría de nosotros hemos pasado alguna vez por el difícil trago de dejar a alguien, o por el contrario, que sea el otro el que rompa la relación. Todos sabemos que no es algo nada fácil, y que en cualquier caso, siempre cuesta muchísimo superar el dolor de la ruptura.

Supongo que en realidad todo se reduce a una cuestión de poder... Me explico:

Cuando tu pareja te sienta en una mesa, y te dice con cara de circunstancia que ya no quiere seguir adelante con lo vuestro, me imagino las mil reacciones que se producen al otro lado. Puede que sorpresa, o incertidumbre, o un dolor agudísimo en el pecho. Algunos se pondrán a llorar, otros a gritar, y los más afortunados se lo tomarán con cierta perspectiva. Lo he estado analizando, y creo que es mucho más fácil que te dejen, a ser tú quién toma esa decisión. 

Cuando ese alguien a quien adoras, al que quieres profundamente, y por el que darías tu vida, rompe contigo, lo único que te espera es aprender a vivir sin él, hacerte a la idea de que ya no estáis juntos, y poco a poco -el tiempo, la mejor medicina- acabará poniéndolo todo en su sitio. Pensarás a menudo en esa persona, sentirás la tentación de llamarle para ver qué tal está, y puede que incluso quieras rogarle para que sea tu pareja de nuevo. Contarás lo mal que lo estás pasando a cada persona con la que te cruces, llorarás en silencio por las noches, y te corroerá la infinita duda de lo que podría haber sido y jamás será. Sí, cuando alguien te deja, se pasa realmente mal. Algunos se recuperan bastante rápido, y otros se pasan meses o incluso años tratando de superar el golpe. Pero de momento, nadie ha muerto de desamor -a excepción de la leyenda de Juana la Loca, claro-.

Por el contrario, cuando eres tú quien toma la decisión, te encuentras en una sitiación bastante comprometida. En primer lugar, porque tienes que responsabilizarte de una sensación que suele ser incómoda. En segundo, porque cuando te enfrentas al momento en cuestión, tienes que percibir cada una de las microexpresiones del otro, luchando contra tu aprendido sentimiento de culpabilidad en esas situaciones. Y en tercero, porque por mucho que tú quieras avanzar hacia otros puertos, siempre queda algo vivo. Tienes la sartén por el mango, pero sigues sintiendo -al menos- cariño por esa persona. Él -o ella- ha sido tu compañero durante un tiempo, te ha acompañado, te ha presentado a sus amigos, a su familia, habéis viajado... Tenéis una vida en común, un pasado en común, y el infinito recuerdo de algo que fue.

Pero lo peor de todo, es que una vez que ya ha pasado todo aquello, sigues pensando en él, y duele. ¡Claro que duele! Le echas de menos, a ratos lloras un poquito, sientes la necesidad de expresar lo que sientes, y siempre te queda la duda de si hiciste lo correcto. Buscas en tu memoria su número de teléfono, y te planteas si llamarle, decirle que estabas equivocada, que en realidad es él, y sólo él, el amor de tu vida. Y sabes también que debes forzarte a recordar las razones que te llevaron a dejarle, pero ahora ya no tienen apenas importancia. No te comprendes, no hay ni un rayito de esperanza, y puede que tardes incluso más que el otro en recuperarte de la ruptura.  Tú tienes el poder, porque tú decidiste acabarlo. Eres la única que también tiene el poder de cederlo de nuevo. ¿Y si él ya no te quiere? Otra vez vuelven las dudas, y el miedo a que aquella impresión sea cierta, y el temor a la soledad... Algunos entran en un ciclo obsesivo, como en un vómito de palabras apresadas que no saben cómo expresar.

¿Quién dijo que fuera fácil todo este tema de las relaciones? Lo que a mí aún me sorprende es que todavía haya parejas que siguen juntas, que llevan casadas 27 años -como mis padres-, o más de 60 como estuvieron mis abuelos. ¿Será que el amor ha cambiado tanto como las tecnologías y ahora es también de usar y tirar? ¿Será que ya ni siquiera existe el amor?


domingo, 20 de noviembre de 2011

Oda a los domingos

Nunca entendí por qué a la gente no le gustan los domingos. A mí me parecen días mágicos, llenos de misterio, dignos de devoción. 

Se plantearon como una oda a los dormilones, a los cinéfilos, a los sibaritas, a los aficionados y a los caseros. Hay domingos de todo tipo. A veces fantaseo con algunos de ellos, y en ocasiones hasta he llegado a bautizarlos. 

Hay domingos, como el de hoy -pongamos que se llama Ramón-, que amanecen tristones. Llora el cielo, puede que sean las lágrimas de Dios. Supongo que Ramón se merece que le honre, y que haga todas aquellas cosas que me implora: una chimenea, mirar el fuego durante horas mientras me bebo un café recién hecho, ver una película en blanco y negro, probablemente de Hitchcock, y charlar durante horas con un grupo reducido de amigos... 

Los domingos no tienen normas, ni despertadores, ni epítetos. Hay domingos en que el cine te llama, poseyendo cada uno de tus movimientos para atraerte hacia él, hasta una de sus salas, aportándote dos horas de emociones y escarmientos. Hay domingos en que disfrutas de la paella de la abuela, y de la compañía de tu familia. Hay domingos en que te tomas un coca-cola con esa amiga a la que hace un siglo que no ves. Hay domingos en que decides ordenar tu cuarto, limpiar tu casa, o montar el escritorio que compraste hace un mes en Ikea. 

Hay domingos en que te levantas a la hora de comer porque te encanta remolonear en la cama, y hay domingos en que madrugas para darte un agradable paseo por El Escorial. Hay domingos en que te tomas el aperitivo -tres hurras por el que inventó el aperitivo de los domingos-, y hay otros en los que te quedas en casa descansando. Hay domingos en que pones al día tus emails, y hay domingos en que te echas la siesta. 

Hay domingos en que vuelves de pasar el fin de semana fuera, quizá en alguna capital europea o en una casita rural. Hay domingos en que te vas a un centro comercial, y sumas a tu armario -por fin- aquella gabardina beige que llevas dos meses queriendo comprarte.

Hay domingos en que estudias para prepararte ese examen tan importante que, probablemente, será el lunes. Y hay domingos en que toca trabajar. Pero también hay domingos de piscina y gazpacho, domingos de vacaciones, domingos de regalos y navidades, domingos de ilusión, domingos de esperanza, domingos de felicidad, domingos de reconciliación, domingos de sexo y domingos de amor. 

Quiero agradecer a los domingos su existencia, su razón de ser, su presencia. Son tan bonitos, tan libres, tan especiales... Propongo destinarles un poquito de amor, porque no nos han hecho nada malo. 

¿Qué sería de nosotros sin los domingos?


miércoles, 16 de noviembre de 2011

Criadas y señoras


El sábado pasado tuve la instructiva oportunidad de servir como Dios manda a una mesa de ocho comensales. Una amiga me pidió ayuda con una comida especial que tenían aquel día en su casa, algo relacionado con una sociedad gastronómica, vinos buenos y conversaciones cultas. Yo acepté su petición, y ayudé en todo lo que pude. Tengo que reconocer que nunca antes había servido a nadie, o al menos, yo no había tenido la sensación de servidumbre en el sentido estricto de la palabra.

Me levanté bien pronto, y fui hasta allí para echarles una mano. Puse la mesa de manera automática, de la misma manera que se hace en mi casa a diario, cuidando con precisión y cierta urgencia los detalles, esos pequeños matices que convierten una mesa en una oda en sí misma, y la alejan irremediablemente de la ostentosidad vulgar del nuevo rico.

Mi labor principal consistía en aportar cierto protocolo al evento, y en segundo lugar, servir -sí, servir- las mesas, haciendo las veces de camarera de sala. A las dos en punto llegaron los invitados. Yo me limité a retirar sus abrigos con sumisión, llevar las bebidas que me iban pidiendo, y reponer los cuencos con los aperitivos, previamente dispuestos a tal efecto. 

Cuando la señora de la casa estuvo preparada, conduje a todas las personas hasta el comedor, y comencé a servir los platos, en riguroso orden. En la cocina no dábamos abasto, entre fogones y ollas, descorchar blancos y decantar tintos, emplatar, desmoldar y calentar. Esperé hasta que consideré que había transcurrido el tiempo suficiente, y me acerqué disimuladamente hasta la mesa, para iniciar la tarea de retirar los platos sucios y dar paso a los nuevos sabores. 

Durante los breves instantes en que estuve ahí postrada, pude escuchar un pequeño fragmento de la conversación que mantenían los invitados. Hablaban de las buenas formas, del protocolo y de los nuevos ricos. Entonces a mí me salió una vena que creía dormida tras mi estancia en Paraguay. Escuché a hurtadillas aquel diálogo que me resultó del todo inverosímil, y juzgué descaradamente a aquellas mujeres que reproducían como papagayos alguna norma que habrían oído en cualquier sitio. Me sentí fatal, como una espía traidora, juzgando en silencio las opiniones de otros. ¿Hacía cuánto que yo no juzgaba? Pero me sentí aún peor al saberme del todo invisible, como un elemento decorativo más de aquella mesa que yo misma había preparado apenas unas horas antes. 

Ese pensamiento me torturó durante un par de días, impulsándome constantemente a hallar una solución a mi recién estrenado crucigrama. Era consciente de que mi sentimiento no tenía nada que ver con el hecho de haber servido una mesa -dicho así resulta hasta ridículo-, sino más bien con algo tan profundo, que no existían palabras para expresarlo.

La casualidad o el destino quisieron que me cogiera el lunes una gripe como las de los niños pequeños. Y el aburrimiento me ha llevado hoy a ver, postrada en mi cama, una película titulada Criadas y Señoras -muy buena, por cierto-. En ella hablaban de todo el tema de la esclavitud de los negros en Estados Unidos en los años 60, y de su posterior liberación. Es una película muy tierna, que me ha abierto muchísimo los ojos. 

Debe ser terrible sentir la humillación de tener que viajar en un autobús diferente que tu amo, o comer una comida distinta, o incluso usar otro cuarto de baño. Entonces me he puesto a comparar mi vida de princesa con la de todas aquellas personas que tienen que matarse por conseguir su salario, y que son capaces de pasar por lo que sea con tal de alimentar cada día a sus hijos. ¿Qué deben de sentir todos esos maravillosos seres, que vienen desde países de Asia, Latinoamérica y Europa del este, y que nos sirven de mil maneras distintas a diario? ¿Qué pensarán? ¿Qué les gustaría gritar a sus jefes? ¿Cómo habrán aprendido a actuar con semejante humildad, con una devoción que me fascina, y que me resulta del todo admirable?

Y en mitad de todas esas preguntas, me miro hacia dentro, y me doy cuenta con infinita tristeza de que en mi casa jamás compartimos la mesa con un miembro del servicio. Recuerdo que una vez le pregunté a mi madre que por qué esto era así. A decir verdad, no recuerdo bien la respuesta, pero una cosa tengo clara: si hoy tuviera que etiquetar el papel de la criada y de la señora, lo haría justo al contrario de lo que uno prevería, porque no hay más esclavo que el que depende de una norma social, ni más señor que el que, a pesar de todo, se siente libre.


jueves, 10 de noviembre de 2011

Quiéreme, miénteme mucho


Hay un momento clave en la vida de toda persona: el instante en que te das cuenta de que alguien que te importa te ha mentido. 

Hace ya bastante tiempo, mi padre me dijo que lo único que debías hacer para conquistar a una mujer era endulzarle el oído. Yo no comprendí muy bien a qué se refería, y lo dejé pasar. Años después conocí a Paco, un tenor muy apañado que me cantaba el O Sole Mío en la intimidad, y a mí me cautivaba hasta el aliento. A Paco le conocí en Paraguay, y era la viva imagen del latin lover: atento, servicial, romántico, machista, pasional, cariñoso, fuerte y endiabladamente atractivo. Yo no sé qué tendrá la cultura latina que me cautiva tanto. Siempre venía a buscarme a mi casa, paseábamos de la mano, me abría la puerta del taxi, me acercaba la silla para que me sentara en la mesa del restaurante y jamás dejaba que pagara nada. Yo estaba encantada con él, y pensaba con resignación y cierta nostalgia que en España ya no quedaban hombres así. 

Tengo que reconocer que el tipo era un verdadero conquistador. Sabía cómo seducir a una mujer: te iba camelando poco a poco, como el agricultor que planta una semilla y espera durante meses para ver florecer su cosecha. Cada día llegaba con algo nuevo, una flor, una lisonja, un vino francés, unas entradas para la ópera... 

Pero todos sabemos que por la boca muere el pez, y Paco era casi un tiburón. Una tarde estaba tumbada en mi cama, escuchando a todo volumen el álbum que me había regalado con su último trabajo. Yo estaba embelesada, soñando despierta, sintiéndome una vez más la protagonista de una novela romántica. Me puse a leer la contraportada del CD, deteniéndome con especial interés en los agradecimientos, en los que él decía algo tal que así: agradezco en primer lugar y por encima de todo a Dios, quien me otorgó el don de la voz, y el privilegio de poner en mi camino a personas que hicieran posible cumplir mi sueño. Agradezco también a mis padres, que me enseñaron lo que sé y me convirtieron en el hombre que hoy soy. Y por último y más importante, agradezco y dedico este trabajo a mi mujer y a mis tres hijos, que son la alegría de mi vida y... No quise seguir leyendo. A día de hoy, daría cualquier cosa por ver la cara de estúpida que se me debió quedar cuando leí aquello. Evidentemente, mi historia con Paco acabó en ese preciso instante. Le llamé y me contó una milonga que no sonaba en absoluto creíble, así que borré su número, y hasta hoy.

Dos años después conocí a otro hombre, digamos que se llamaba Antonio -siempre me han encantado los nombres con A-. Desde que le vi por primera vez, me cautivó. Era una mezcla entre chico malo y niño tierno. La combinación perfecta. Y una vez más, se podría decir que era la viva imagen del latin lover: atento, servicial, romántico, machista, pasional, cariñoso, fuerte y endiabladamente atractivo. Todo parecía maravilloso a su lado, los relojes se detenían, y las horas pasaban volando. Era culto, divertido, locuaz, algo sarcástico y muy sagaz. Y me enamoró hasta la médula. 

Claro, que por la boca muerte el pez, y éste era un tiburón de los pies a la cabeza. Toda su vida era una pura mentira, o al menos, toda la que él me había contado a mí. Hay un momento clave en la vida de toda persona: el instante en que te das cuenta de que alguien que te importa te ha mentido. Y es justo en ese segundo, en el que lo único que recuerdas es aquella frase de tu padre, en que te decía que a las mujeres se las conquista por el oído. ¿Se referiría a eso? ¿Había sido tan estúpida de entregarme por completo a alguien por un conjunto de palabras bien dichas?

Entonces me di cuenta de que las mujeres somos tontas, y que con tal de sentirnos queridas somos capaces de obviar hasta las mayores barbaridades. Decía Sabina en una de sus canciones que yo le quería decir la verdad por amarga que fuera (...) pero ella prefería escuchar mentiras piadosas. Y creo que cuando un hombre descubre esta grieta en nuestra sensibilidad femenina, comprende que un simple quiéreme, a veces lleva consigo un miénteme mucho incluido.


lunes, 7 de noviembre de 2011

Os pido ayuda

Queridos amigos, familia, conocidos, alumnos, desconocidos... Queridos todos,


Una vez más me pongo en contacto con vosotros para solicitar vuestra ayuda. Como muchos de vosotros sabéis, hace ya un par de años pasé unos meses en Paraguay realizando un proyecto de labor social. Me asenté en Asunción, en un comedor para niños de la calle. Durante mi estancia, fui consciente realmente de las penurias que pasan muchas familias en el mismo mundo en el que yo, en el que nosotros habitamos. 


Tengo que reconocer que aquella experiencia fue maravillosa, y aprendí mucho de todo y de todos. A día de hoy sigo manteniendo el contacto con las personas que conocí y que tanto me enriquecieron... Desde que estuve allí soy mucho más consciente de la cantidad de ayuda que hace falta, y como desde aquí no se puede hacer mucho, os pido por favor, os ruego, que hagáis un donativo. No hace falta que sea mucho, simplemente se trata de recaudar algo para que mis niños del Paraguay puedan una vez más comer algo en Navidad.


Mi tía Concha, que es monja misionera en Paraguay, ha venido a Madrid unos días para pasar aquí sus vacaciones y estar con mi abuela. Ella estará en España hasta el 1 ó 2 de diciembre. 


Su número de cuenta corriente es el siguiente: 0128-0053-18-0100021261. En el concepto debéis poner "Comedor Paraguay", y vuestro nombre -si queréis-.


Aún así, si lo preferís, podéis darle el dinero directamente a ella (para los que la conocéis), y los que no, me lo podéis dar a mí y yo se lo daré a ella el día que se vaya de vuelta a Paraguay.


Os agradezco de antemano vuestra colaboración, y os doy mi palabra de que la ayuda realmente es necesaria. Os prometo solemnemente que cada euro será invertido íntegramente de la manera más adecuada, pensando siempre en lo mejor para miles de familias que mueren de hambre cada día. ¡¡¡¡Muchísimas gracias!!!!


Un beso enorme,


Espe.


Con Librada en Paraguay el día de Nochebuena de 2009

lunes, 31 de octubre de 2011

La colección

La parte preferida de mi habitación es un rincón secreto -ahora ya no tan secreto- en el que guardo mi colección personal de recuerdos. Siempre que conozco a alguien, y de alguna manera me impacta, siento la imperiosa necesidad de inmortalizarla para siempre en mi amada colección. Supongo que es mi forma de mantener eterna la magia de un momento, o de reflejar lo que el Destino me dio en un punto determinado de mi vida.

El primer artículo es un pequeño joyero rojo con flores malvas que me regaló el primer chico que me llamó novia. Teníamos 6 años. Qué maravillosamente inocentes resultan los niños... Guardo a César en muy alta estima por aquellos días (o meses, quién sabe) en que paseábamos de la mano por el patio del colegio y los otros niños nos cantaban tonterías al pasar por su lado...

La segunda joya de mi poco ortodoxa colección es la primera carta de amor que recibí en mi vida. Me la dio un chico, Alex, cuando teníamos 9 años. En ella hablaba de mis ojos, de un color indescriptible, y de los besos que nos daríamos cuando tuviésemos al fin 20. Guardo esa carta como un auténtico tesoro, ya que representó para mí un antes y un después a la hora de comprender lo que son las relaciones, los chicos, y sobre todo, el amor.

Hay una serie de cartas, frases y reflexiones que corresponden a Amaya, mi amiga de la infancia, y a la que no veo desde hace una eternidad. Ella quiso distanciarse, y a mí aquello me dolió mucho. Realmente se merecía un hueco en mi colección y se lo di, aunque simplemente fuese en una carpeta de los osos amorosos, al lado de viejos cromos y otras cosas de valor -valor sentimental, claro-.

Mi tercer y cuarto objeto me los regaló la misma persona: Jesús. El primero es un collar negro con colgantes brillantes que me trajo por sorpresa el día que hicimos un mes juntos. Fue mi primer noviete. Yo ya tenía 15 ó 16 años, y vivía las cosas con la intensidad propia de la adolescencia... Lo dejamos, y volvimos unos meses más tarde. Me trajo de sus vacaciones en la playa una pequeña cajita recubierta de conchas. Nunca llegué a utilizarla, pero tiene su rincón honorífico en mi estante. Jesús ha sido muy importante para mí, y de hecho a día de hoy, más de 10 años después, aún sigue siéndolo...

El siguiente artilugio es casi simbólico: la entrada de una discoteca donde conocí a Currito, un chico con el que estuve un verano en Norwich. En realidad tenía un nombre impronunciable, y a mí se me antojó cambiárselo para que me resultase más fácil llamarle. Fueron dos meses mágicos, cargados de promesas que ambos sabíamos que jamás llegarían a hacerse realidad, pero que aún así, aportaban su toque romántico a la historia.

Tengo también dos peluches y algunas cartas de otra ex-amiga, Cris, que fue muy importante en su momento, y que de alguna manera contribuyó a convertirme en la persona que hoy soy.

Mis dos siguientes chicos resultaron ser absolutamente encantadores, ambos mayores que yo. Los hombres son como los vinos: mejoran con los años. Sólo conservo algo de uno de ellos, de Paco, que era tenor y me regaló un CD con algunas canciones suyas. Los dos me mintieron, y por ese motivo no quise saber nada más de ellos. 

Y mi última joya, la última pieza de mi colección, la coloqué este verano. Si soy sincera, podría haber sumado bastantes artículos de este último chico, pero prefiero quedarme con la entrada de un concierto y una canción de Sabina.

Ayer una amiga me dijo que amar es aprender. A todas estas personas las he amado -en mayor o menor medida-, y de todas ellas he aprendido una lección valiosísima. Supongo que puedo resultar fetichista, pero yo prefiero verlo como una colección de aprendizajes que conforman la historia de mi vida.

A veces no nos damos cuenta de lo importantes que resultan las personas que se cruzan en nuestro camino. Con el tiempo, he aprendido también a agradecer su presencia, a quedarme con lo mejor de cada uno, y a trascender todas esas escenas que en su momento llegaron a resultarme dramáticas.

Por último, quiero agradecer a mi amigo Carlos su apoyo, sus palabras de aliento, las mil sonrisas que me ha proporcionado este fin de semana, el empujoncito hacia la luz, la canción de Adele, y el redescubrimiento de todos los insectos.



domingo, 30 de octubre de 2011

La Esperanza es lo último que se pierde

Cuando era una niña y me imaginaba lo que sería mi vida, solía pensar que a mi edad ya estaría casada, tendría muchos hijos, un buen trabajo, una casa preciosa y dedicaría la mayoría de mi día a ser la madre perfecta. Me gustaba ponerme un almohadón debajo del vestido y simular que estaba embarazada. Y también me encantaba cambiar los pañales a mis muñecos, hacerles comiditas y sacarles a pasear.

Llevo dos días y dos noches reflexionando sobre esta idea, tratando de averiguar por qué aún no me siento realizada. Toda la vida he estado esperando, de ahí que me llame Esperanza. Qué irónico, ¿verdad? Esperando al trabajo perfecto, al hombre perfecto, a la casa perfecta... Y entonces asumí que realmente he tocado fondo. No entiendo por qué nos han vendido esa estúpida idea de que sólo podemos ser felices cuando se cumplen todas esas cosas. Ni tampoco entiendo por qué tengo tantísimas expectativas respecto a lo que debería ser mi vida y evidentemente no es. 

Tengo 26 años, soy profesora de inglés, y quiero cambiar mi vida radicalmente. Estoy cansada de vivir siempre en el futuro, de esperar algo que quizá nunca llegue, de anhelar que ocurra algo de repente y me lo solucione todo. Estoy también muy cansada de vivir en el pasado, imposible de modificar, que no se puede comprimir ni ampliar, que ya no existe, y que ni siquiera es real. 

Hubo un tiempo en que empecé a sentirme realmente especial por la manera en que yo había decidido vivir mi vida. Siempre sin límites, abierta a todo y a todos, con el alma vestida de colores y sonrisas. Atraía a personas de todo tipo, con las que solía intercambiar experiencias y opiniones, y muy a menudo acababa teniendo una nueva historia fantástica que contar a mis amigos. Ayer fue un día raro, en el que un popurrí emocional me taladraba el ego, y la vida me sorprendía una vez más. Conocí a muchas personas, quizá a más de las que me gustaría, seguí descifrando algunos acertijos, y llegué a casa con un desasosiego de tal calibre que aún me dura.

Hoy es uno de esos días en los que he amanecido con la certeza de haber tocado fondo. Ahora sólo queda comprenderme y empezar a caminar hacia la salida. Ya lo dice siempre mi amiga Ana: de los laberintos sólo se sale volando.


sábado, 22 de octubre de 2011

Ssshhhh!

Sssshhhh, no se lo digas a nadie. ¿Cuántas veces hemos dicho esto tras contar uno de esos secretos que nos parecían dignos de un confesionario?

Los seres humanos tenemos la particularidad de obviar la realidad del otro ser. Me explico: hace cosa de un año, le conté a una amiga algo que para mí era realmente importante. Tengo que reconocer que la noticia era una bomba, pero yo estaba haciendo un acto de confianza -algo que, por cierto, no es nada habitual en mí-. Le rogué encarecidamente que mantuviese el secreto. Ella me lo prometió por lo más sagrado, y ahí acabó la cosa. Nos fuimos a cenar, luego a tomar una copa, y yo me sentí especialmente orgullosa de aquella relación, ya que a partir de ese momento ya la podía considerar verdadera. ¿Acaso el amor -o la amistad- no se debe fundamentar en la confianza?

Todo siguió su curso, y unos cuatro meses después me enteré -a través de otra amiga en común- de que lo que para mí había sido un acto de amor-confianza, se había convertido en el cotilleo del año para todo el grupo de amigos. Me quedé blanca, con un sabor ácido en la boca, y una profunda pena. Pero a pesar de todo, por mucha rabia que yo sienta, siempre soy una persona comprensiva, y puedo llegar a entender que la tentación a veces nos juega malas pasadas, porque yo también he actuado mal en muchas ocasiones. Hice esta pequeña reflexión, y acto seguido llamé a mi amiga para ver cuándo podríamos vernos. Quedamos a tomar un café, y le solté mi pregunta clara, concisa, sencilla y directa: ¿por qué lo has hecho? Yo pensaba que iba a recibir una respuesta sincera, un acto de humildad, una disculpa... Algo, lo que fuese. Nada. Yo notaba cómo las expresiones de mi cara se iban tornando cada vez más y más agrias, según iba escuchando una historia fantástica que no tenía nada de creíble. Qué decepción sentí en aquel momento. Qué decepción, qué pena más grande, qué tristeza, qué duelo. 

No he vuelto a llamar a mi amiga -ex-amiga- para quedar, y ella tampoco se ha puesto en contacto conmigo. Al principio, sentí muchas ganas de dejarlo pasar, omitir aquel incidente y seguir adelante. Pero luego me di cuenta de que si yo misma no me respetaba, ¿quién iba a hacerlo sino? 

Ya lo dice el refranero español: somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios.


miércoles, 12 de octubre de 2011

Lo contrario al amor

Es jueves por la tarde. Has quedado con una amiga que lo acaba de dejar con su novio y quiere hablar contigo. Llegas tarde. Cruzas el paso de cebra y sale de la nada un ser gigante. Te chocas con el ente en cuestión, y tu bolso sale despedido por los aires. Te agachas de muy mal humor y empiezas a recoger con cierta urgencia la cartera, las gafas de sol, la bolsa con el maquillaje, las llaves de casa, y las del coche, un espejito, los chicles, el bote de sacarina, una entrada de cine del mes pasado, varios tickets de origen desconocido, el ipod, los cascos del ipod, el móvil, un cuaderno, la lista de la compra de antes de ayer, varios bolígrafos -¿acaso alguno pintará aún?-, el bote de perfume... Parece que ya está todo. 

Te incorporas de nuevo, con intención de decirle al tipo que tenga más cuidado. Y cuando te giras para plantarle cara, te quedas ensimismada con su sonrisa. Debería ser pecado sonreír así a una chica soltera. Tuerces la boca, tratando de mover la mandíbula. Quieres decir algo, lo que sea, pero sólo te sale un ligero balbuceo, más parecido a la carantoña de un bebé que a otra cosa. Oyes a lo lejos, como a millones de kilómetros de distancia, un triste lo siento. Y de repente, identificas aquella voz como propia. Él se inclina hacia ti, y se disculpa con la mirada. Os quedáis allí, colgados el uno del otro, como si fuerais los protagonistas de una comedia romántica. Entonces él se presenta. Se llama Sergio. Tú respondes entre suspiros. Os intercambiáis los números de teléfono, y seguís vuestro camino. 

Es en ese momento, en el que te haces consciente de la realidad, de tu amiga deprimida y sola esperando en un bar de la zona, de que aún no has colocado el ticket del parquímetro en el coche y es muy probable que te hayan puesto una multa, de que con el choque es más que posible que se te haya estropeado el maquillaje y tengas aspecto de prostituta francesa de los años 20, y de que lo único que deseas es que aquel chico -cómo se llamaba... ¿Sergio?- te llame en menos de diez minutos para invitarte a cenar esa misma noche.

Un rato después llegas al punto de encuentro, echas un vistazo rápido al local hasta dar con tu amiga, y te sientas junta a ella en una pequeña mesa en un rincón. Lleva puestas sus enormes gafas de sol de Dior. La única luz que alumbra la terraza es la de una farola algo estropeada que a ratos parpadea. Debe llevar llorando desde el mediodía... Habláis durante horas, y tú de vez en cuando miras discretamente la pantalla del móvil, por si el susodicho te ha mandado un mensaje de texto. Sigues escuchando a Pilar -que así se llama tu amiga-. Ha pasado ya por todas las fases: la rabia ante todos los desplantes, una lista infinita de defectos, la pena por los momentos que habían compartido, el odio a la suegra... Y después las dudas, ¿habré hecho lo correcto?, ¿y si le llamo?, igual estamos a tiempo de volver... Entonces yo siento una empatía profunda hacia ella, comprendiendo cada una de las microexpresiones de su rostro, cada mueca, cada sonrisa torcida, cada ápice de dolor. Sé que lo está pasando realmente mal, que ya le echa de menos, pero que sabe -muy en el fondo- que aquella relación no le conviene.

Después de varias coca-colas light con sus respectivas tapas, y un postre a base de chocolate (para calmar la pena de la ruptura), le doy un abrazo a caballo entre la ternura y el apoyo, me agradece mi paciencia, y nos despedimos con la promesa de hablar al día siguiente. Yo camino reflexiva hacia mi coche. Hurgo en mi enorme bolso, buscando las llaves, más por costumbre que por ahorrar unos segundos en la puerta buscándolas. El teléfono suena. Tengo un mensaje nuevo.

Hola. Soy Sergio, el chico al que has atropellado... jejejeje ¿Desayunamos mañana? Yo invito. 

Nunca me he considerado una persona machista, pero sí me sé muy mujer, y me gustan los detalles. Hace algún tiempo que tengo la premisa de que si un chico no me invita en la primera cita, no vuelvo a quedar con él. Sé que es una norma absurda, pero dice mucho de la actitud del otro. Y esto empieza bien.

Me monto en el coche y pongo la radio a todo volumen. Meto primera y conduzco tranquila hasta mi casa, tomándome unos minutos para contestar. No quiero resultar ansiosa. En cuanto entro por la puerta, empiezo a escribir: 

Ok. A las 11 en La Magdalena. 

Me desmaquillo, me lavo los dientes, me pongo el pijama, y me meto en la cama con una extraña sensación entre familiar y desconocida. Siento inquietud y bastantes nervios. Tengo una cita, una primera cita, y eso siempre me altera bastante.

Me levanto prontísimo, consciente de que tengo que hacer mil cosas antes de salir. Dedico un par de horas a arreglarme el pelo, a elegir el modelito, y a maquillarme de tal manera que esté guapa y natural, pero sin pasarme. Al fin y al cabo, es sólo un desayuno.

Salgo de casa adrede a las 11 en punto. Calculo que voy a tardar unos quince minutos en llegar, pero todo lo bueno se hace esperar. Le mando un mensaje disculpándome de antemano por el retraso, y dirijo mis pasos hacia el lugar en cuestión. Aparco sin problemas, y le veo a lo lejos, mirando el reloj cada dos segundos. Me gusta provocar esa sensación en los hombres. 

Ando coqueta por la acera, y cuando estamos apenas a unos metros de distancia, nuestras miradas se cruzan, conectan una vez más, en una actitud ligeramente desafiante. Ninguno de los dos aparta los ojos del otro. Cómo me gusta ese chico.

Me saluda, nos damos dos besos, y hace un comentario halagador sobre mi aspecto. Si él supiera que al final he tardado tres horas... Todo marcha bastante bien. Me pregunta qué voy a pedir, y yo respondo que quiero un café y una tostada. Empezamos a hablar y todo marcha fenomenal. Yo mareo el pan de un lado a otro, aunque al final apenas pruebo bocado. Él se da cuenta, pero no dice nada. Hablamos sobre nuestras familias, nuestros deseos, nuestros trabajos. Descubro muchas cosas sobre él. Parece abierto, divertido y simpático, y aunque él no lo sepa, ya me ha conquistado.

Me acompaña hasta el coche, y me dedica una de sus maravillosas sonrisas. Nos despedimos una vez más, y me pregunta si quiero volver a verle. Yo tengo ganas de gritarle un sí profundísimo, pero prefiero ser algo pícara, y le respondo algo que en aquel momento me suena ocurrente. Abre la puerta, yo entro, y le dedico un guiño. Él se va andando en dirección contraria, y yo miro sus pasos por el retrovisor izquierdo. ¿Me llamará?

Enciendo el motor, conduzco unos metros hasta girar por la esquina, y me paro de nuevo. Saco el móvil y llamo a una amiga -que no es Pilar- y le cuento cómo me ha ido. Estoy entusiasmada. Hacía años que no sentía algo parecido. Cómo describirlo... ¿Ilusión?

Tenemos una serie de citas maravillosas, en las que un juego de miradas, inquietudes y sueños danzan a la par por las concurridas calles de Madrid. Es como si me hubieran pintado una sonrisa permanente en la boca. Hablamos a diario, comentamos cómo nos ha ido el día, cenamos a menudo, compartimos momentos, confesamos secretos... 

Un día él pregunta por mis relaciones anteriores. No le gusta lo que oye, se muestra celoso y posesivo, y su sonrisa -esa maravillosa sonrisa que me enamoró- se borra de su rostro. Yo me encuentro un sábado por la noche sin saber dónde está, y me convierto en un ser poseído por el ansia de control, por la angustia, por el miedo a perderle. Los meses pasan, y la situación empeora. Nos vamos cerrando el uno en el otro. Ya no hacemos apenas planes separados. Lo hacemos todo juntos, viajamos juntos, salimos con nuestros amigos juntos, discutimos, nos reconciliamos. Los buenos momentos son maravillosos, pero los malos...

Ya ha pasado casi un año, y todo sigue igual. Esto es justo lo que me contaban mis amigas que les pasaba con sus respectivos novios, lo que yo tantas veces antes había denominado lo contrario al amor. Nos queremos, pero nos hacemos daño mutuamente. Decido romper la relación, aunque dentro de mí siento un dolor profundísimo que me quema, que me mata, que me arde. Quiero y no quiero. 

Quedo con él, una vez más a las 11 en La Magdalena. Me acuerdo de aquella primera vez en que me puse el despertador llena de ilusión y me pasé horas arreglándome para él. Cómo hemos cambiado. Le comento mis miedos y le lanzo la bomba. Él me mira sorprendido, pero dice que va a respetar mi decisión. Le admiro muchísimo por su actitud, y yo me planteo si estaré haciendo lo correcto. Le miro por última vez, le doy un beso rápido en la mejilla derecha, y salgo disparada, con los ojos llenos de lágrimas, y el pulso inquieto. Me pongo mis enormes gafas -de Yves Saint Laurent- y llamo a Pilar. Quiero hablar con ella. 

Charlamos durante horas, nos tomamos miles de coca-colas light con sus respectivas tapas, y un postre a base de chocolate (para aliviar las penas). Deseo que me llame, pero no lo va a hacer. Y yo tengo que mantenerme firme. Qué irónica es la vida. Entonces sólo me queda pensar que la mayoría de los sufrimientos de hoy, llegará un día, en que ni siquiera duelan...



lunes, 10 de octubre de 2011

Alivio de luto

Faltaba poco para la medianoche. Un manto de estrellas aportaban un tono romántico a la velada. Ella nunca entendió por qué la gente usaba ese término para referirse a los asuntos amorosos, cuando en realidad hacía alusión a un concepto bucólico y desamparado, mucho más próximo a una vida en ruinas, o a la depresión de los domingos. Aquella noche había decidido concederse la licencia de mostrar una actitud rotundamente crítica hacia el mundo, y en especial hacia los terroristas lingüísticos. Hacía años que no caía en semejante tentación. Resultaba más fácil dejarse vencer por la palabrería, culpando de su situación actual a las faltas de ortografía y los errores gramaticales, semánticos y sintácticos... Sólo un amante de las palabras podría entender la importancia de todo aquello, y desgraciadamente, apenas quedaban amantes de casi nada.

Metió la mano en la cesta de mimbre que tenía a su derecha, tanteando el contenido. Por fin sintió el tacto del cristal de Bohemia contra sus dedos. Cogió una de las dos copa de flauta, y descorchó una botella de champaña. Sirvió con sumo cuidado el líquido, y dio un sorbo simbólico, abstraída en sus pensamientos. Nunca había hecho un picnic sola, ni tampoco de madrugada. De hecho, nunca antes había hecho un picnic. Contempló la posibilidad de empezar a hacer algo nuevo cada día, más que nada por seguir con la dinámica de la velada. Podría resultar divertido.

Hubo un tiempo en que le gustaba controlar su vida, saber qué iba a hacer en cada momento y con quién, dominar las alarmas y los espacios. Pero ya no quería ser esa persona nunca más. Llevaba puestos unos guantes largos de satén negro, que le habían servido tantas otras veces para acariciar sensualmente el torso desnudo de algún enamorado fortuito. En la muñeca izquierda brillaba el reloj de oro que le regalaron siendo aún una niña. Soltó el delicado cierre lateral, y lo deslizó a través de su mano hasta conseguir liberarse de aquel pesado objeto, como si de un grillete se tratara. Lo observó durante varios minutos, dándose cuenta por primera vez de su verdadero valor, quizás iluminada por el reflejo de la luna llena. Se incorporó de golpe, en un completo arranque de impulsividad, y lo lanzó sin escrúpulos al infinito, tratando de alejarlo de por vida. 

Se sentó de nuevo sobre la sábana de franela, y se encaramó a una pequeña manta de viaje que solía llevar siempre encima. Sentía un frío profundo, helador, y tenía la intuición de que aquello era más el reflejo de un estado anímico que el de uno térmico. De repente la vista se le nubló con millones de escenas pasadas de llantos y amenazas.

Esa situación resultaba insostenible. Quería -necesitaba- sentirse en paz, liberarse al fin de los atropellos de su mente, y tenía claro que hacer un brindis por la autocompasión no iba a llevarle a buen puerto. Aunque también sabía que, en ocasiones, era mejor respetar sus propios tiempos. 

Llevaba dos meses de luto. Se suponía que tenía que sentir un dolor profundo y desgarrador, pero ella se identificaba más con los motivos hilarantes. Un ápice de culpa se le fue arremolinando en los huecos nasales, apoderándose segundos después de todas sus facciones. Se sentía juzgada hasta por los árboles, con sus hojas danzarinas a la par que siniestras. Una lluvia de gritos y sombras, traiciones y lágrimas... Nada. Llevaba dos meses haciendo un duelo que no dolía, porque aquel dolor no era comparable al que había sentido antes de cerciorarse de que se habían celebrado el entierro y el funeral. 

Por respecto a la familia, había decidido ofrecer varias misas. No conocía el procedimiento habitual, así que había metido una cantidad de dinero bastante generosa en un sobre, y se lo había mandado de forma anónima al único párroco que conocía. No creía en el cielo y el infierno, ni mucho menos en el purgatorio, pero sabía que aquél era el funeral que todos esperaban que ella organizara. Al fin y al cabo, no era más que un rito de enterramiento más, y ya nada importaba.

Empezó a sentir cómo un dolor de cabeza intensísimo se iba apoderando de su capacidad de raciocinio. No se sentía en absoluto preparada para dar un paso al frente y hacerse valer, sino más bien para dedicar una melodía arrítmica a las sombras de aquella luna coqueta y maliciosa. Se quitó los zapatos, permitiendo que las primeras gotas de rocío se colasen entre los dedos de sus pies. La humedad y la ligera brisa le hicieron acomodarse en su lecho silvestre, provocando quizá su algo nuevo del día siguiente...

Faltaba poco para el amanecer. A lo lejos se oían el cantar de los pájaros y el de algún que otro grillo despistado. Le dolía todo el cuerpo. Abrió un ojo con cuidado pero la intensidad de la luz le hizo fruncir el ceño a modo de queja y volvió a cerrarlo al instante. Le costó un poco ubicarse, y rehacer mentalmente los sucesos de la noche anterior. Levantó su brazo izquierdo a la altura de los ojos, en un acto automático, con intención de averiguar qué hora era. Hizo un nuevo intento, pero no había ningún reloj. 

Entonces una gran sonrisa se dibujó en sus labios, y sintió -por fin- su tan ansiada paz.


jueves, 6 de octubre de 2011

Más de 100 Mentiras

Hay un día al año, 24 horas enteras, con sus 1.440 minutos y sus 86.400 segundos en que celebramos el aniversario de nuestro nacimiento. Yo hoy me encuentro en ese punto, en la fecha señalada, en el día D.

Tengo la increíble suerte de tener una amiga -amiguísima- que trabaja en una revista bastante importante. Ayer me sorprendió con dos entradas para ir al pre-estreno (para el pase de  prensa) de Más de 100 Mentiras, el musical de Sabina. Salí con bastante tiempo. Siempre que voy a verle, me preparo para no montar un numerito espectacular en plan fan-loca-dispuesta-a-todo, de las que gritan hazme un hijo a pleno pulmón en mitad del espectáculo. Y es que cualquier persona que me conozca mínimamente sabe que Sabina me entusiasma.

Una terraza en la Gran Vía, dos amigas, un gin tonic con cáscara de limón, edificios altos, cien idiomas, mil gentes. Los nervios a flor de piel. Me pueden las ganas. ¿Qué tendrá Sabina, que me embriaga, que me posibilita la magia?

Eran las 20.30 en punto. Un actor comienza a recitar: en el mundo de Sabina -como en el mío- está prohibido prohibir. Empieza bien. Mis pupilas se dilatan de pura emoción, y observo embelesada a los artistas, con sus coplas y sus volteretas. Presto toda mi atención a esta otra historia de los bajos fondos, con sus yonkies, sus trapicheos y sus putas. Pongo mi mirada en las letras, en los acordes, en los sueños, en las catedrales, y en las más de cien mentiras que hacen que valga la pena...

Más de tres horas de desfase, de inquietud, de sonrisas y lágrimas, de felicidad, de entusiasmo, de alegría, de una vida tan a lo Sabina. Mi cumpleaños oficial (es decir, 6 de octubre a las 00.00h) empezó con la guinda final de Y nos dieron las diez, y las once, las doce y la una y las dos y las tres, y desnudos al anochecer nos encontró la luna...

Mi madrina siempre dice que tu año va a ser un reflejo de cómo fue el día de tu cumpleaños. ¿Acaso yo le puedo pedir algo más al mío? 

Esta mañana me he levantado pletórica, con una extraña sensación algo nacionalista, con Madrid tatuado en el tuétano. Me he vestido y he vuelto al centro, a empaparme de sus calles, de esta ciudad que me vio crecer, que me crió, y que me acompañará siempre allá donde vaya. Ya lo dice la canción: aunque muera el verano y tenga prisa el invierno, la primavera sabe que la espero en Madrid. ¡¡Yo de mayor quiero vivir en la Gran Vía!!

He tenido un día literario, bucólico, romántico. Un día de soledad y compañía, un día de amigos y abrazos, un día que es mi día y lo he celebrado conmigo, como a mí me gusta. A pesar de todo, siempre fui muy independiente. 

Quiero agradecer a todos las felicitaciones, los regalitos, los instantes que habéis invertido en pensar en mí.

P.D. Si alguien se quiere venir con Ana y conmigo a ver el musical de Sabina, que me lo haga saber (esperanzadetoro@gmail.com). Yo volveré este mes segurísimo.


Pre-estreno de Más de 100 Mentiras
5 de octubre de 2011




lunes, 3 de octubre de 2011

Chicas, Madrid es nuestro

Era sábado por la tarde. Me acababa de pintar las uñas de un color rojo intenso, como la sangre, como yo. Hacía mucho tiempo que no escogía ese tono para decorar mis manos, tan puras, tan blancas, tan inocentes aún... Abrí el grifo de la ducha, tocando de vez en cuando el agua hasta asegurarme de que estaba a la temperatura idónea. Metí un pie en el plato, luego el otro, y empecé a sentir el delicado tacto de las infinitas gotas al rodar por todo mi cuerpo de mujer.

El vapor se arremolinaba en mi nuca y por un instante me olvidé de los relojes y de los tiempos. Me mojé todo el cabello, ahora de un color algo más nórdico si cabe, hasta que sentí el calor colarse por cada uno de mis poros. Qué placer.

Me enjaboné una vez, dos, tres; palpando cada centímetro, concentrada en los instantes, en los recovecos, en las curvas y en los miedos. Me lavé detenidamente, con suma delicadeza, como si mi mera presencia pudiera llegar a deleitarme por un acto de pura voluntad. Quería disfrutar de aquel día en el que había decidido celebrar mi cumpleaños con mis amigas.

Cuando hubo pasado el tiempo suficiente, salí de la ducha, y comenzó el maravilloso ritual de embellecimiento. Secadores, rulos, maquillaje, tacones de aguja, suspiros, miradas en el espejo, efectos de luz... Ya estaba lista. Vinieron a buscarme, me subí en el coche, e inauguré oficialmente aquella velada que prometía ser inolvidable. Hacía mucho que no disfrutaba de una noche de chicas. Quizá estoy volviendo a la adolescencia, quién sabe.

La Gran Vía miraba colérica a los transeúntes, sin un ápice de hospitalidad, dejando poco margen a la imaginación. Millones de coches rugían eufóricos al paso de sus homónimos, con aquellos faros que recordaban a los ojos de los lobos embravecidos. En mitad del atasco, abrí la puerta a la altura de Callao, dejando a mi compañera de aventuras buscando aparcamiento. La temperatura de aquella noche era de lo más agradable. Subí por la calle moviendo mi falda con soltura, y dejando un reguero de chasquidos de tacones contra el asfalto. Alguien más esperaba en el restaurante, y si no me daba prisa, perderíamos la reserva. 

Giré por la calle Hortaleza, y el inconsciente me hizo levantar la cabeza, mirando hacia arriba justo en el edificio de la esquina. Me vino a la mente un torbellino de recuerdos, de besos, de miradas, de momentos. Pasé de largo por los portales, omitiendo su presencia, como si estuviera en mitad de un camino intransitable. Y giré de nuevo a la izquierda, hasta mi destino final, en aquel discreto restaurante del barrio de Chueca.

La cena fue deliciosa, más bien sublime (ejem); hablamos de todo y de todos, nos reímos, compartimos, sentimos, casi lloramos, y nos sonreímos. Estaban ellas, estaban ellos. 

Quisimos tomarnos una copa, pero nuestras piernas -nuestras mentes- nos suplicaban a gritos que saliésemos al aire libre, que diésemos una vuelta antes de sentarnos de nuevo. Allí estábamos las cuatro, una vez más en Hortaleza, en el centro, en él. Comenzamos a andar, azotando calles, cada una inmersa en sus pensamientos. Alguien sugirió que fuésemos al Ne me quitte pas, un pequeño local de lo más acogedor que montó mi amiga Muna en Bilbao hace poco más un año. A esas alturas, yo ya había sacado de mi enorme bolso -al mejor estilo de Mary Poppins- mis bailarinas negras de lunares, y había hecho un discreto cambio de zapatos en un soportal, con la intención de conservar mis pies intactos antes de morir por el nocivo uso de los tacones.

Llegamos a Alonso Martínez, y giramos a la izquierda hacia la glorieta de Bilbao. Yo miraba fijamente las baldosas de la acera en actitud introspectiva, contando aquellos segundos infinitos. La rotonda no llegaba... Un paso, otro, otro más. Nada. Ni siquiera se atisbaba un semáforo, o un paso de peatones. Nada.

Comenzamos a hacer ripios entre las cuatro, y se nos fue el santo al cielo. Qué ameno empezó a resultar el camino entonces. Llegamos al fin al bar, y nos tomamos unos cócteles muy bien servidos. Yo me pedí un gintonic. Qué puedo decir: cuando algo me gusta, soy totalmente fiel. 

No sé que hora era cuando deshicimos nuestros pasos, rondando de nuevo la Gran Vía, haciendo un balance de la noche. Yo lo pasé realmente bien, con mis cuatro amigas. Qué sabio aquél que dijo que un amigo es un tesoro. Qué suerte tengo de que estén en mi vida estas tres chicas.

Llegué a casa un rato después. Me puse el pijama, y me metí en la cama. Medité unos minutos, con los ojos entreabiertos, y el alma extasiada. Qué complejas resultan estas cosas del amor. Qué delicia es estar viva...


sábado, 24 de septiembre de 2011

La primera vez que corrí

Para todo hay una primera vez. Está la primera vez que se te cae un diente, y la primera pesadilla, y el primer beso. Está el primer día de cole, y el de facultad. La primera vez que vas al cine, y la primera vez que cocinas... Para mí, hoy ha sido la primera vez que he disfrutado haciendo deporte. Claro, que mi imagen de dulce flor o de damisela en apuros me ha acompañado también en mi estrambótica aventura del día.

Después de un verano algo intenso, de un conjunto de nuevas sensaciones, y de un cambio energético enorme, he decidido empezar a cuidarme más, a respetarme, a tratarme como me merezco. Esto no consiste en pasarme todo el día en el SPA y en hoteles de cinco estrellas, que ya me gustaría a mí, sino más bien en controlar muy bien la dieta, y en hacer algo de ejercicio -por llamarlo de alguna manera-. Yo siempre había pensado que el deporte me odiaba, aunque creo que más bien era justo al contrario...

Esta tarde me he ido de compras con una amiga, y cuando he vuelto a casa estaba tan cansada, que me he sentado un poco y he merendado un bol de All Bran. Al cabo de un rato, me he vestido con mi nuevo kit de running, me he hecho una trenza bien apretada, he cogido el iPod recién cargado, y he salido de casa con la firme intención de empezar una rutina de correr media hora diariamente. 

Y así ha sido: yo subía con determinación por la calle paralela en dirección al pinar de los Oriol, con Rihanna acompañándome en mi heroica misión. Cuando he andado lo que consideraba un tiempo más que razonable para calentar los músculos, he empezado a correr más bien despacio, en un intento de sincronizar mis pasos con pequeños saltitos, mientras controlaba la respiración para no ahogarme. A los dos segundos, he notado cómo se me iban cayendo los pantalones, las enormes gafas cuadradas negras con lacitos (al mejor estilo Angelina Jolie huyendo de los paparazzi) acababan en el suelo cada dos por tres, las llaves se me enredaban con los cascos del iPod, y yo ya empezaba a notar cómo me iba transformando progresivamente en pájaro al regurgitar con cierta delicadeza los All Bran de la merienda. A todo esto, la nueva pista que sonaba en mi reproductor decía algo así como no pares, sigue sigue, y yo sentía que se me abrían las carnes, aunque en el fondo me daba ánimos para no parar, para seguir...

En ese momento me acordé de una persona que se hubiese reído muchísimo al verme, habría criticado mis gafas de señorita, y me hubiera dicho que yo no valgo para hacer deporte mientras me dedicaba una gran sonrisa. Evidentemente yo no aspiro a ser una deportista de élite, pero al menos hago un intento por mantenerme en forma...

He llegado a casa exactamente media hora después, con la firme convicción de que necesitaba un trasplante de pulmón, y que estaba rozando la delgada línea del infarto de miocardio. Esto ha sido hace un ratito ya. Ahora me siento realmente bien. Me daré una ducha, y continuaré disfrutando de este maravilloso sábado, en que he decidido quedarme en casita para seguir buscando mi alma, hacer un ejercicio de introspección, y quién sabe, quizá acabar viendo una peli romántica...




miércoles, 14 de septiembre de 2011

Recopilatorio

Nunca me consideré una persona pudorosa. La verdad es que prefiero la vida al natural, como los berberechos. Hoy me he sentado en mi pequeño rincón, en aquella esquina barroca del salón. He encendido un cigarrillo recién liado, y he aspirado con parsimonia. Quería disfrutar de las dos primeras caladas, las mejores. Oficialmente, he vuelto a fumar. Qué fracaso... 

Así ha empezado mi recopilatorio, el análisis de lo que hoy soy y su porqué. Me he transportado a una exposición de Sargent en el Thyssen hace unos años... He recordado a La Vendedora de Cebollas, mi obra predilecta. Siempre me identifiqué con aquella muchacha de ojos marchitos, llorosos, inocentes, quizás cansados de pelar cebollas... ¿Cómo puede caber tanto misterio en tan poco espacio? 

A mis 25 tiernos años he viajado bastante, he conocido otras culturas, he pasado por fases hippies, pijas, católicas, inmorales, exquisitas, costrosas, escandalosas, ateas, sibaritas, fanáticas, políticas, apolíticas, rebeldes... Qué puedo decir: nunca me conformé con la primera opción. 

Estoy muy orgullosa de mí. Tal vez sueno ególatra... Yo prefiero denominarme sincera. Me reitero: estoy muy orgullosa de mí. Un miércoles cualquiera, un septiembre tranquilo, un año que es mío... Un día como hoy, me he sentado en ese pequeño rinconcito del salón, proyectando nubes de humo fugaz, y he decido guiar mis pensamientos hacia un recopilatorio exhaustivo de lo que ha sido mi vida hasta este instante.

Al contrario de lo que muchos piensan, soy bastante discreta con mi intimidad. Una vez tuve una discusión algo dispar con una amiga sobre el pudor. Ella me tachaba casi de nudista, y la verdad es que quién sabe, nunca digas nunca, nunca digas siempre. Siempre quise pasar una temporada en paños menores, pero no con intención de reivindicar ideas trasnochadas, sino más bien para saber qué se siente al liberarse de esa vergüenza de manera permanente. Ahora me doy cuenta de que en realidad no necesito desnudarme para alcanzar dicho estado.

Si la mayoría de las personas que me rodean supiesen todo sobre mí, posiblemente se escandalizarían. Qué genio el que inventó los secretos. Me gusta mantener cierta información para mí, pero hoy me he dado cuenta de que omitirla no hace que se desvanezca. Y por eso, he querido recopilar mis vivencias. Creo que me daría para escribir un buen libro. Algún día lo publicaré, porque como dice la canción, dos sólo pueden guardar un secreto si uno de ellos está muerto... Y siguiendo esta premisa, ¿para qué ocultarse? Preparaos: dentro de poco tendremos Espe al Desnudo.




domingo, 11 de septiembre de 2011

El poder de las palabras

Los segundos se agrupaban en mi nuca, plasmando el regreso de algunos tiempos en que los relojes cobraban importancia. A lo lejos sólo se oía un tic tac acompasado que en su día llegó a desquiciarme. Esperé paciente, aunque ni siquiera sabía muy bien qué era lo que estaba a punto de ver. Dos ojos, clavados en mi sombra, me miraban de una manera que se me antojó ligeramente inquisidora. Seguí esperando, y comenzaron a brotar las palabras. Escuché lo que tenían que decirme, prestando toda mi atención.

Un algo extraño comenzó a conmoverme, extrayendo pequeñas gotas de mi alma, ahora adormilada tras varios meses de hibernación. Las sensaciones se entremezclaban con espirales doradas de otras auras, y fui sintiendo cómo se juntaban hasta fusionarse en un sólo ser. Una enorme hiedra ensangrentada empezó a subirme desde la matriz, enredándose con cada de uno de mis órganos, hasta salir despedida por la boca -años después- en forma de nido de moscas. 

Me trasladé a algún acantilado de los miles que hay en Galicia. Una familia de rocas ennegrecidas reposaban en los laterales del barranco, mientras el mar desataba su furia contra ellas, abusando de su poder erosivo e indestructible. Una manta de nubes se arremolinó en el cielo, mimetizándose con la escena, disparando de una forma desgarradora sus lamentos a la tierra. Y ahí en medio, sólo se veía una sombra, despeinada por el temporal, salpicada por las olas, removida por el viento, hipnotizada por la magia de los tormentos, pensativa, delirante... Emocionada, emotiva, emocionante.

Y de ese rostro cayó una única lágrima, que sirvió de anfitriona a todas las demás. 


martes, 23 de agosto de 2011

Este adiós no maquilla un hasta luego

Es muy difícil escribir cartas, especialmente cuando una ha de sincerarse. Es difícil saber que jamás verás la cara de la otra persona al leerla, o incluso tener la infinita duda de si algún día el receptor se dignó a abrirla o simplemente la desechó...

Dicen que cuando no tienes nada que decir, es mejor que no digas nada. Pero, ¿y qué pasa cuando tienes mucho que contar y no puedes? ¿Qué pasa cuando las palabras se te atragantan en algún punto del esternón, luchando por salir, apresadas, constreñidas, desquiciadas? ¿Qué pasa cuando estás confundida, y embriagada, y dolorida? ¿Qué pasa cuando sientes que te pueden las ganas?

Llevo todo el día escribiendo la dichosa carta. Millones de palabras merodeando por mi cabeza: una, otra, y otra más. Todas en fila india, muy ordenadas, como en los mejores desfiles militares. Esta cabecita mía, que tiene que esforzarse sobremanera por darle órdenes a mi persona, órdenes que se niega a oír, siempre rebelde, siempre sin causa. 

Te he escrito una carta mental que no me atrevo a plasmar en un papel. Cuando escribo con el corazón, me gusta hacerlo con pluma y tinta, sobre un trozo de pergamino antiguo. Sólo he hecho eso dos veces antes en mi vida, y me apena decir que en ambas ocasiones fue para despedirme. Hoy me veo de nuevo en la misma tesitura, pero es que hay un algo dentro de mí que me impulsa a explayarme, a marcarme un monólogo que no requiera de respuesta, a cerrar una puerta que siempre estará abierta. Porque yo soy así. Y no hay más. 

Podría pasarme meses divagando sobre lo que fue y no será, describiendo con pelos y señales este miedo atroz que me congela, que me desnutre y me alimenta. Podría hablarte de una canción y algunos besos que valen más que el oro del Perú. Podría conducir frenética, obviando todo ápice de cordura, y acabar en algún lugar desierto gritando a los cuatro vientos este dolor que me carcome, que me tiene presa desde hace tiempo, que me impulsa constantemente hacia el mismo punto podrido de siempre. Y podría también sentarme en mi cama con las piernas cruzadas, y empezar un nuevo querido alguien. Pero me he dado cuenta, ahora mismo, mientras escribía este aullido, de que simplemente quiero agradecerte tu presencia.

Se me hace duro pensar que cohabitas el mismo Universo que yo, que en cualquier momento nuestros caminos podrían volver a juntarse. Pero también se me hace fácil saber que me enseñaste la lección más grande que nadie me ha regalado. Tu rostro viajará conmigo hasta el final de mis días, y te recordaré con cariño, simplemente porque he decidido que así sea. Sumaré tu paso por mi vida a mi anecdotario surrealista -¡cómo me gusta esa palabra!-, y dejaré los lamentos para otro, que hoy no es el día. 

¡Gracias de todo corazón, gracias con letras mayúsculas! ¡Gracias, gracias, gracias! ¡Gracias! Estoy segura de que tú también sufres. Me he puesto en tu lugar, y te he comprendido. Te he mandado luz y amor, y ya nada más importa. Porque he llegado al final del camino, y he desvelado el acertijo. ¡Qué sencillas resultan a veces las cosas cuando les dedicas tiempo! 

Qué fácil resulta liberarse. Las cartas no siempre tienen por qué esperar una respuesta del otro, porque todo lo que buscas, está dentro de ti. Qué fácil es escribirte ahora, con el alma más ligera y el estómago lleno... Ya lo sabes: y antes de que me quieras como se quiere a un gato, me largo con cualquiera que se parezca a ti... Yo también sé despedirme... a lo Sabina.