martes, 24 de julio de 2012

Nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos

Hacía calor. Un calor pegajoso y aplastante, como solía ser habitual en la cidad de Cáceres durante el mes de julio. Me monté en el coche, y estuve una hora entera dejándome llevar, absorta en el paisaje. De fondo sonaba un canalla cualquiera cantando eso de yo te querré como jamás te quiso quien más te haya marcado.

Una mezcla entre tangos y malabares me llevaron una vez más a una explanada de arena, de expectación, de nervios, de coincidencias y milagros. Y nos dieron las diez y las once, y una ligera brisa nos regaló un principio imprevisible, un silbido resquebrajado, un Serrat mayor, un Sabina poeta. 

Los brazos en alto, una espiral de música y humo, tintos y disfraces, ventanas y puertas, cielos e infiernos, caras en el espejo, mañanas y azares. Y empezaron a sonar. Cada canción me recordaba a mí, o a tantos otros a los que alguna vez puse nombre. Cada minuto era mágico, cada segundo me devolvía la esperanza de lo intenso, me vaciaba de todos a cada instante.

Jamás lo había sentido así, impaciente, deseosa, anhelante. Entonces tocaron aquella canción, mi favorita, y cerré los ojos recordando el primer beso que me diste mientras sonaba hacía ya mucho tiempo en otro concierto de Sabina. De repente cobró sentido cada palabra, cada estrofa, cada verso. Y me vi a mí misma en una sucesión de imágenes, como si estuviese visualizando mi vida a través de una película. Vi que nos dijimos adiós, ojalá que volvamos a vernos. Vi también cómo el verano acabó, y el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno. Y a tu pueblo el azar, otra vez, el verano siguiente me llevó y al final del concierto me puse a buscar tu cara entre la gente. Y no hallé quien de ti me dijera ni media palabra. Parecía como si me quisiera gastar el destino una broma macabra... Tu memoria vengué a pedradas contra los cristales; sé que no lo soñé, protestaba mientras me esposaban los municipales... Y empecé esta canción, en el cuarto donde aquella vez me quitabas la ropa...

Y nos dieron las diez y las once, las doce y la una y las dos y las tres, y ya no hacía calor, sino un frío intenso, pegajoso y aplastante, nada propio del mes de julio. Y a la mañana siguiente me compré unas nuevas entradas para vivir ese trocito de lo que fue, y ver a mi canalla preferido en Madrid el 20 de septiembre. 
 

lunes, 9 de julio de 2012

La Habanera


Y allí está ella una vez más. Me encanta sentarme en la mesa de la derecha, la que está tapada con un biombo chino, para poder observarla sin que se dé cuenta.

Todas las tardes viene al Café du París. Cuando entra en el salón parece que el tiempo se ha parado y es ella quien lo controla. Sujeta la puerta de cristal durante al menos dos segundos, inclina la barbilla y alza la mirada hasta el reloj de la repisa para comprobar que son las siete en punto. Acto seguido, posa su mano enguantada sobre la barandilla de color oro y baja los tres escalones de la entrada. Anda distraída los siete metros que la separan de la barra, haciendo sonar exactamente veintiuna veces sus altísimos tacones de aguja contra el parquet del suelo. Cuando llega a la fabulosa tarima de caoba, se sienta en la última banqueta de la izquierda. El contraste del terciopelo verde de las fundas del asiento siempre hace juego con las ajustadas faldas que lleva día tras día a la altura de las rodillas. Con ella no hay modas, ni complementos, ni aburrimiento.

Echa un vistazo a su alrededor distraída, aunque nunca mira a nadie realmente.  Deja su bolso como olvidado sobre la barra y saca un cigarrillo. Es increíble lo bien que queda entre sus dedos… Su boca se retuerce, mientras su mano se va acercando lentamente para exhalar el humo del tabaco. Instantes después su rostro desaparece tras una nubecina envolvente imposible de atravesar. Una vez quise acercarme para percibirla mejor en ese momento, y sólo pude oler una mezcla de colorete, perfume caro y un ápice de tabaco de importación.

Unos seis minutos después, apaga la colilla – ahora de color bermellón – en el cenicero que alguien se ha molestado en hacerle llegar. Levanta la mano ligeramente, y un camarero jovencito corre a atender su pedido. Ella no habla, ni siquiera mueve los labios. Se limita a sonreír, y asiente con la cabeza en un movimiento casi imperceptible.

Al cabo de la mitad de un instante, tiene en las manos una copa de champaña. Acerca los labios al finísimo cristal de Bohemia, y saborea el líquido hasta dar su aprobación con la mirada.

Llevo viniendo a este bar cinco años, y siempre la veo allí sentada. Su ritual no ha variado ni un milímetro desde entonces. Cuando intento imaginármela en sueños, jamás logro ser fiel a la realidad. Una vez intenté describirla para mis adentros y no fui capaz. Es la máxima expresión de la femineidad; tan elegante, tan proporcionada, tan perfecta. Habría sido la gema más preciada de algún genio como Leonardo o Miguel Ángel. Y dado que ninguno de nosotros –los que venimos cada día al Café du París a observarla –somos genios, queremos rendir homenaje a nuestros antecesores artistas con su presencia.

Todos sabemos cuándo entra porque las luces se atenúan y el tocadiscos, siempre preparado para la ocasión, cambia para dar paso a los mejores momentos de la Callas en la Scala de Milán. Está claro que sabe hacer justicia a la melodía, porque sus citados 21 pasos forman ya parte del Carmen de Bizet; por ese motivo, hemos decidido entre todos llamarla Habanera, en honor al pasaje que suena siempre a su entrada en el local.

Pero nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni de dónde viene. Después de tantos años, ella tampoco sabe nada de nosotros, así que nos hemos limitado a ignorar este hecho y a adorarla de la única manera en que se puede observar la belleza: de lejos.

Le dimos este nombre porque todos los que frecuentamos el local sólo por queremos verla a ella, porque nos inspira. La mayoría somos artistas, y la musa ha sido protagonista de sonetos, de esculturas e incluso de un réquiem. No sabemos por qué, pero esa mirada negra esconde algo cautivador que me obsesiona. Daría hasta mi propia vida por que me dedicara apenas dos minutos de su tiempo para encuestarla con la mirada, para beberme sus ojos y degustarlos como el mejor vino francés.

Hace cosa de un par de meses entró un extraño en el café. Nadie sabía tampoco de dónde había salido, y evidentemente no era ninguno de nosotros, los observadores de la Habanera. Se movía de una forma felina, y tras un rápido vistazo, se dirigió raudo hasta nuestra musa. Yo me sentí muy violento. Hasta entonces nadie se había atrevido a cruzar esa barrera tácita que la rodeaba, esa aura maravillosa y mágica que casi la convertía en una diosa digna de su corte de fieles servidores. El susodicho ni siquiera tanteó el terreno, directamente la asedió. Ella, al sentirle tan cerca, levantó la mirada, más sorprendida que otra cosa. Él hizo un gesto al chico de la barra indicándole que llenara la copa de la señorita. El camarero obedeció raudo, pero la Habanera tapó la copa con la mano derecha para expresar que estaba servida, y le brindó a aquel niño –porque no debía de tener más de 12 años- la mejor de sus sonrisas. El extraño estaba más intrigado si cabe, pero no estaba dispuesto a rendirse tan fácilmente. Le rodeó la cintura muy decidido, dejando ver unos brazos fuertes y musculosos. Ella no se apartó, ni mostró desagrado. Todo el ambiente en el local era de pura tensión. Observábamos aquella escena inusual con una mezcla de sorpresa y envidia. Yo no podía parar de preguntarme qué habría pasado si hubiese sido yo el que se hubiera acercado algún día a la Habanera. Pero a quién pretendía engañar: yo no tenía una actitud felina, ni desafiante, ni mis brazos estaban cubiertos de músculos. Mi Habanera necesitaba un hombre, y yo era un artista. Los artistas conocen muchas artes, excepto las amatorias.

Estaba inmerso en mis pensamientos, cuando oí a lo lejos una voz de mujer, de timbre cantarín y acompasado. La Habanera había emitido su primera palabra en cinco años, y yo había sido tan tonto de no prestar atención a ese momento. Ni siquiera sabía qué era lo que había dicho. Todos estábamos en silencio, posiblemente compartiendo la misma idea, concentrados en oír de nuevo un susurro, un ronroneo, o una nueva palabra de nuestra Habanera. No sé cuánto tiempo nos quedamos allí, inquietos, vacíos, suspendidos en el aire. Entonces él dijo:

-        Querida, llevo una eternidad buscándote. Vámonos a casa.
Ella levantó una vez más la mirada, y se tomó unos segundos para responder. Miró de soslayo el reloj de la repisa, que le avisaba siempre de en qué punto de nuestro ritual se encontraba. Cogió con suma delicadeza la copa vacía, y se la acercó a los labios para reafirmar su feminidad. Se incorporó, colocando las manos a ambos lados de su cuerpo, y nos miró a todos y cada uno de nosotros. Entonces, alzó la copa a modo de brindis, bebió el líquido imaginario, y sin mirar a su acompañante añadió: querido, yo ya estoy en casa.




            

   

sábado, 7 de julio de 2012

Temblores que matan

Tu pulso se empieza a acelerar, un molesto sudor frío te acaricia las manos recordándote que estás nervioso, las palabras huyen asustadas, te vacías de ti, y de todo, y sólo queda ese profundo miedo que te ahoga, que te inunda, que te sacude, que te domina, que te tiene preso...

Unos ojos curiosos, casi desesperados, me ruegan en silencio que lea su alma a través de una simple mirada. Y yo lo hago, pero preferiría cruzar los siete mares a nado antes que aceptar esa infinita deuda disfrazada. Me visto de recelo, me puede la rabia, y un sinfín de lágrimas silenciosas me siguen diciendo que no sabes, que no puedes, que te crees cobarde.

Entonces estallo, el ego se apodera de mi ser, desvarío en un bucle de descontrol, de exceso de control quizá, de todos tus ruegos. Estoy vomitando palabras, como antaño. Qué extraño resulta sentir, ver, padecer estas circunstancias del otro lado. Yo te sé capaz, te sé entero, y a pesar de todo te compadezco por esa maldita mirada tuya, ese afán exigente que se cree con derecho a maltratarme injustamente, a decirme que yo soy la única culpable de hasta el más ínfimo de tus rasguños, de tus secuelas emocionales, de tus lamentos más oscuros. Qué extraño resulta quedarse con la eterna duda de saber qué estarás pensando. Qué extraño saberte lejos, atontado, melancólico, delirante, imperfecto, insensible, defectuoso, despedido, humillante. 

Me despierto una vez más en el ojo del huracán; la curiosidad me ha arrastrado hasta aquí, en un atisbo de locura. Quiero gritarte que te vayas, que me dejes, que me engañaste, que no me mereces, que no eres nadie, que odio este ser que me posee cada vez que no te sueño, que no te veo, que no me callas. Quiero arrancarte los ojos con los dientes, arañarte esa expresión obsecuente que me mata, que me recuerda a cada instante que tú eres yo, y el todo, y la nada. Quiero hablarte de arroces y pollos, y de príncipes que se convirtieron en ranas...

Qué extraño, y qué liberador ser tormenta, escampar mi alma. 


lunes, 2 de julio de 2012

Manual para panolis y canallas

Érase una vez que se era, en un país muy lejano, había una princesa encerrada en lo más alto de la más alta torre. Nadie le pidió que subiera allí, ni tampoco estaba sometida a un malvado embrujo que debía romperse con un beso de amor verdadero. Simplemente a la princesa le gustaba sentir el placer del viento helado de la mañana en su cara. Pero sobre todo, su actividad predilecta, era bailar el tango. Cada día pasaba horas y horas escuchando las mismas melodías, y danzaba sola al son de ese tono característico y melancólico del bandoneón.

Nadie comprendía que disfrutara con algo tan absurdo, y algunos se atrevieron a confundir su pasión con locura. Fueron muchos los hombres que recorrieron grandes distancias hasta la morada de la princesa. Se vestían con sus mejores armaduras y blandían pesadas espadas, con la irritante presunción de mostrarle lo que había más allá de la torre.

Al principio, ella les recibía siempre con una actitud cordial, pero distante. Les invitaba a pasar y les pedía que bailaran un tango con ella. Pero al final todos esos supuestos caballeros se negaban, pretendiendo acelerar aquel trámite casi burocrático de besarla para cumplir con su papel en la historia de cuento de hadas. 

Una mañana, la princesa se asomó a su ventana -como cada día- a aprender una nueva lección del viento, y observó a lo lejos a un campesino que le devolvió la mirada. Él segaba los campos de trigo, y ella contemplaba con devoción su labor acompasada, arrítmica, desafiante. Le invitó a pasar, y él obedeció. Todos sabían que nadie podía negarse a los encantos de una princesa. 

Estaba tardando mucho tiempo en subir los escalones hasta lo más alto de la torre. Pero ella recordó con paciencia que en ocasiones los caminos más sencillos pueden transformarse en auténticas batallas de combate. 

Cuando él al fin llegó, se encontró con una puerta entreabierta. Sonaba una canción de fondo, de acento porteño. Llamó discretamente, aunque estaba claro que todas las señales indicaban que aquello era una evidente invitación a pasar. Agachó la cabeza, y se decidió a entrar tras tomarse dos segundos más de lo necesario. No todos los días tenía la ocasión de estar en los aposentos de una princesa, y en realidad no sabía muy bien cómo actuar...

Había oído muchas historias sobre lo que habría allí: príncipes prisioneros, una joven deforme, cadáveres inhumanos, botes repletos de sangre, manuales de brujería... Él no tenía prejuicios, aunque sentía un cosquilleo solemne en el estómago, propio del respeto a lo desconocido. 

Dio un paso al frente, cruzando el umbral, pero un torrente de luz le obligó a taparse los ojos con el brazo. Cuando se hubo acostumbrado al reflejo, su mirada se topó una vez más con la de la princesa. Ambos se quedaron allí, estupefactos, ensimismados, cada uno en un extremo de la habitación. Se podía oír el breve sonido de sus respiraciones, ambas desacompasadas, interrumpiendo la deliciosa melodía de un tango cualquiera. Ella levantó la mano derecha, dejándola suspendida en el aire, en una actitud coqueta, sin títulos, ni miramientos, ni desaires. Él se adelantó otro metro, acortando una distancia física, hiriente, casi delirante. Un sutil movimiento de cadera, otro paso. Un guiño desafiante, y ya no quedaban pasos que dar.

Él le rodeó la cintura con delicadeza y decisión, y ella se rindió al placer de bailar su primer tango acompañada. 

Por la mente de la princesa pasaron todos los besos que no dio, que se quedaron en el tintero. Demasiadas palabras tiernas vacías, demasiadas tormentas de juicios errantes y comparaciones envenenadas. Entonces se dio cuenta de que ningún caballero antes le había preguntado cuál era su nombre. Justo después de la última vuelta, se acercó más si cabe a él, le cogió de la mano, y le guió hasta su ventana. 

Él miró maravillado las vistas, y ella, al contemplar su ensimismamiento, le susurró al oído traviesa, juguetona, expectante: ¿qué te dice el viento?

A lo que él respondió: que no te deje escapar, Araia.