Y allí está ella una vez más. Me encanta sentarme en la mesa de la
derecha, la que está tapada con un biombo chino, para poder observarla sin que
se dé cuenta.
Todas las tardes viene al Café du
París. Cuando entra en el salón parece que el tiempo se ha parado y es ella
quien lo controla. Sujeta la puerta de cristal durante al menos dos segundos,
inclina la barbilla y alza la mirada hasta el reloj de la repisa para comprobar
que son las siete en punto. Acto seguido, posa su mano enguantada sobre la barandilla
de color oro y baja los tres escalones de la entrada. Anda distraída los siete
metros que la separan de la barra, haciendo sonar exactamente veintiuna veces
sus altísimos tacones de aguja contra el parquet del suelo. Cuando llega a la
fabulosa tarima de caoba, se sienta en la última banqueta de la izquierda. El
contraste del terciopelo verde de las fundas del asiento siempre hace juego con
las ajustadas faldas que lleva día tras día a la altura de las rodillas. Con
ella no hay modas, ni complementos, ni aburrimiento.
Echa un vistazo a su alrededor distraída, aunque nunca mira a nadie realmente.
Deja su bolso como olvidado sobre la
barra y saca un cigarrillo. Es increíble lo bien que queda entre sus dedos… Su
boca se retuerce, mientras su mano se va acercando lentamente para exhalar el
humo del tabaco. Instantes después su rostro desaparece tras una nubecina
envolvente imposible de atravesar. Una vez quise acercarme para percibirla
mejor en ese momento, y sólo pude oler una mezcla de colorete, perfume caro y
un ápice de tabaco de importación.
Unos seis minutos después, apaga la colilla – ahora de color bermellón –
en el cenicero que alguien se ha molestado en hacerle llegar. Levanta la mano
ligeramente, y un camarero jovencito corre a atender su pedido. Ella no habla,
ni siquiera mueve los labios. Se limita a sonreír, y asiente con la cabeza en
un movimiento casi imperceptible.
Al cabo de la mitad de un instante, tiene en las manos una copa de
champaña. Acerca los labios al finísimo cristal de Bohemia, y saborea el
líquido hasta dar su aprobación con la mirada.
Llevo viniendo a este bar cinco años, y siempre la veo allí sentada. Su
ritual no ha variado ni un milímetro desde entonces. Cuando intento
imaginármela en sueños, jamás logro ser fiel a la realidad. Una vez intenté
describirla para mis adentros y no fui capaz. Es la máxima expresión de la
femineidad; tan elegante, tan proporcionada, tan perfecta. Habría sido la gema
más preciada de algún genio como Leonardo o Miguel Ángel. Y dado que ninguno de
nosotros –los que venimos cada día al Café
du París a observarla –somos genios, queremos rendir homenaje a nuestros
antecesores artistas con su presencia.
Todos sabemos cuándo entra porque las luces se atenúan y el tocadiscos,
siempre preparado para la ocasión, cambia para dar paso a los mejores momentos
de la Callas en la Scala de Milán. Está claro que sabe hacer justicia a la
melodía, porque sus citados 21 pasos forman ya parte del Carmen de Bizet; por ese motivo, hemos decidido entre todos
llamarla Habanera, en honor al pasaje
que suena siempre a su entrada en el local.
Pero nadie sabe cómo se llama, ni quién es, ni de dónde viene. Después
de tantos años, ella tampoco sabe nada de nosotros, así que nos hemos limitado
a ignorar este hecho y a adorarla de la única manera en que se puede observar
la belleza: de lejos.
Le dimos este nombre porque todos los que frecuentamos el local sólo por
queremos verla a ella, porque nos inspira. La mayoría somos artistas, y la musa
ha sido protagonista de sonetos, de esculturas e incluso de un réquiem. No
sabemos por qué, pero esa mirada negra esconde algo cautivador que me
obsesiona. Daría hasta mi propia vida por que me dedicara apenas dos minutos de
su tiempo para encuestarla con la mirada, para beberme sus ojos y degustarlos
como el mejor vino francés.
Hace cosa de un par de meses entró un extraño en el café. Nadie sabía
tampoco de dónde había salido, y evidentemente no era ninguno de nosotros, los
observadores de la Habanera. Se movía de una forma felina, y tras un rápido
vistazo, se dirigió raudo hasta nuestra musa. Yo me sentí muy violento. Hasta
entonces nadie se había atrevido a cruzar esa barrera tácita que la rodeaba,
esa aura maravillosa y mágica que casi la convertía en una diosa digna de su
corte de fieles servidores. El susodicho ni siquiera tanteó el terreno,
directamente la asedió. Ella, al sentirle tan cerca, levantó la mirada, más
sorprendida que otra cosa. Él hizo un gesto al chico de la barra indicándole
que llenara la copa de la señorita. El camarero obedeció raudo, pero la
Habanera tapó la copa con la mano derecha para expresar que estaba servida, y
le brindó a aquel niño –porque no debía de tener más de 12 años- la mejor de
sus sonrisas. El extraño estaba más intrigado si cabe, pero no estaba dispuesto
a rendirse tan fácilmente. Le rodeó la cintura muy decidido, dejando ver unos
brazos fuertes y musculosos. Ella no se apartó, ni mostró desagrado. Todo el
ambiente en el local era de pura tensión. Observábamos aquella escena inusual
con una mezcla de sorpresa y envidia. Yo no podía parar de preguntarme qué
habría pasado si hubiese sido yo el que se hubiera acercado algún día a la
Habanera. Pero a quién pretendía engañar: yo no tenía una actitud felina, ni
desafiante, ni mis brazos estaban cubiertos de músculos. Mi Habanera necesitaba
un hombre, y yo era un artista. Los artistas conocen muchas artes, excepto las
amatorias.
Estaba inmerso en mis pensamientos, cuando oí a lo lejos una voz de
mujer, de timbre cantarín y acompasado. La Habanera había emitido su primera
palabra en cinco años, y yo había sido tan tonto de no prestar atención a ese
momento. Ni siquiera sabía qué era lo que había dicho. Todos estábamos en
silencio, posiblemente compartiendo la misma idea, concentrados en oír de nuevo
un susurro, un ronroneo, o una nueva palabra de nuestra Habanera. No sé cuánto
tiempo nos quedamos allí, inquietos, vacíos, suspendidos en el aire. Entonces
él dijo:
-
Querida,
llevo una eternidad buscándote. Vámonos a casa.
Ella levantó una vez más la mirada, y se tomó unos segundos para
responder. Miró de soslayo el reloj de la repisa, que le avisaba siempre de en
qué punto de nuestro ritual se encontraba. Cogió con suma delicadeza la copa
vacía, y se la acercó a los labios para reafirmar su feminidad. Se incorporó,
colocando las manos a ambos lados de su cuerpo, y nos miró a todos y cada uno
de nosotros. Entonces, alzó la copa a modo de brindis, bebió el líquido
imaginario, y sin mirar a su acompañante añadió: querido, yo ya estoy en casa.