martes, 31 de julio de 2018

Lucas

Eran poco más de las seis de la mañana, y el mundo entero estaba patas arriba. Lucas suspiró de nuevo, casi con desánimo, dejándose llevar -una vez más- por la avariciosa sensación de tomarse una copa más. No se acordaba de la última vez que amanecía sin resaca, pero tampoco le importaba mucho. 

Reptó medio inconsciente hasta la cocina y descubrió que ya sólo quedaba una litrona de cerveza que unos días antes había abandonado a medias, vencido por la borrachera, ya sin gas y con cierto sabor a nevera.

Se sentía deprimido y algo rancio, como el ambiente de su salón, viciado por el humo y el olor concentrado a whisky barato. Cogió un disco al azar de la estantería y lo metió dentro del reproductor. Tenía ganas de animarse un poco y olvidarse de la abulia que le consumía desde hacía ya más de diez meses. Se tumbó en el sofá, esperando a que sonara la primera canción, con la esperanza de que se tratara de algún hit del verano del 82. Pero se sorprendió sobremanera cuando se encontró con uno de los más -tétricos y deliciosos- nocturnos de Chopin. Movió la cabeza al son de la melodía, como lo hacen los macillos del piano. Dio un sorbo a aquel brebaje repugnante y disfrutó de cada nota, sintiéndose de nuevo un niño, cuando merendaba en casa de su abuela pan con chocolate. Cuando jugaba al escondite y la emoción le perseguía, cuando el viento tenía ese ligero punto placentero. Y se planteó una vez más qué era la muerte, para qué servía, por qué estábamos vivos. Nunca entendió lo que que era la vida, ni falta que le hacía...

Y de nuevo se acordó de Laura, aquella chica de mirada penetrante que le conquistó el corazón en su juventud, a pesar de que la cosa nunca llegó a mayores. Recordaba su sonrisa inquieta, y su forma maravillosa de oler los bombones antes de dar el primer mordisco. Se acordó de Laura, y se maldijo por no haber tenido la valentía de invitarla aquel mes de julio a tomar un helado y dar un paseo juntos. 

Ahora Lucas se enfrentaba a la peor de sus suertes. Había pasado gran parte de su vida adulta cuidando de una mujer enferma. Se había casado con ella, aunque aún no recordaba muy bien por qué. Hizo acopio de todas sus fuerzas por recordar el día en que la había conocido, sentada en un parque con un vestido fino de algodón. Parecía una mujer delicada, aire fresco, como hierba recién cortada. Salieron juntos apenas unos meses antes de que ella le dijera que padecía de leucemia. Fueron unos años muy duros, en los que él se sintió responsable de ella. Era tan vulnerable y estaba tan sola y tan enferma, que no se le ocurrió nada mejor que proponerle matrimonio para aliviar -de alguna forma- su pena. Y así pasaron los días, y los meses, hasta que María murió, un frío día de diciembre. Él sostuvo su mano hasta el final, y al entierro no fue nadie más que su antiguo jefe y una prima lejana de Almería. Quisieron decir que todo se había celebrado en la más estricta intimidad, pero sólo él sabía que nadie más quiso ir al entierro de una enferma solitaria y terminal. 

Nadie sabía mucho de ella. Sólo que era una pobre alma hundida, abandonada a su suerte nada más nacer, criada en un orfanato de monjas desde los primeros tres días de vida hasta que conoció a Lucas, que juró cuidarla hasta el día de su muerte. Y él sólo sentía que lo único que había hecho en su vida era velar a una moribunda durante años, con sus altibajos y sus miedos, y quedarse con una mísera pensión de viudedad que al menos cubriría los gastos de su más que evidente alcoholismo. 

Lo que Lucas no se atrevía a decir, ni siquiera a sí mismo, era que siempre había odiado a esa mujer. Le hizo gracia los dos primeros días, cuando acababa de asumir que jamás llegaría a nada con Laura. Pero nunca la había amado y quizá por eso la odiaba. Era su penitencia. Odiaba su forma de vestir, odiaba su manera de hablar, pero sobre todo, detestaba el olor que se quedaba en la habitación después de hacer el amor. Siempre pensó que rompería con ella antes de dar un paso más, pero en el momento en que María le confesó su enfermedad, le pareció inhumano abandonarla. Aún conservaba ese extraño sentido del honor que había heredado de su padre y que le impedía decir a una mujer en su lecho de muerte que se negaba a ser su esposo, aunque fuera sólo por unos días.

Y así llevaba casi un año, arrepintiéndose de sus decisiones, rezando a todos los dioses en los que creía - y en los que no- por que le dieran la paz que no sabía encontrar dentro de sí mismo. Y así llevaba también la misma cantidad de tiempo, si no más, pensando en la única mujer a la que había amado y había dejado escapar, por otra a la que había llegado a odiar por un sentimiento ridículo y antiguo. Y la culpabilidad le carcomía por dentro por decir esas palabras de una difunta, de su esposa, porque no era capaz de verbalizarlos en voz alta.

Quiso alejar todos esos pensamientos, y se centró en el nuevo nocturno que sonaba en el ya malgastado gramófono. Al fin y al cabo, era lo único que le quedaba de su mujer. Y con cada bemol y cada arpeggio se fue quedando dormido, como cada noche, en un plácido sueño etílico. Pero toda la culpabilidad y toda la pena acababan yéndose, aunque fueran unas horas, para no volver hasta el día siguiente. 

Y entonces la música dejó de sonar. Y Lucas durmió.