martes, 29 de marzo de 2011

Homenaje a Patricia (Adiós con la Vesícula)

Y llegó el día D. El jueves pasado me operaron, diciendo adiós para siempre a Patricia (para los que no estéis al corriente de la situación, ése es el nombre que le puse a mi vesícula).

Cuando desperté y los efectos de la anestesia desaparecieron por completo, yo sólo podía pensar en que Patricia ya no estaba más conmigo, dentro de mí, produciendo -atenta y puntual- sus bolsitas de bilis, para ayudarme a digerir los alimentos que a mi hígado le resultaban más pesados... Ya no estaba allí, tan verde y pequeñita... Y si hubiera tenido fuerzas para algo, me habría puesto a llorar.

Realmente, una parte de mí -literalmente- murió el jueves pasado, día 24 de marzo de 2011, y eso merece una despedida en toda regla, con la importancia que ha supuesto en mi vida. Yo llevo ya cinco días honrando su corta vida en mi interior, agradeciéndole cada mañana y cada noche lo perfecta que ha sido para mí, lo que me ha querido, y lo que la he querido yo a ella. Y es que además, ha sido fiel hasta el final. Sus últimas acciones hacia mí, me están ayudando a reducir la diabetes, a adelgazar, y a reconducir mi vida alimenticia -que es algo francamente importante-. 

Pero ya no está. Tengo cuatro heridas en el costado derecho que lo prueban, y un vacío inmenso detrás del hígado que me dice a cada instante que Patricia ya no está, que se ha ido, y que ya no va a volver más.

Ese momento se ha esfumado, aprendí a valorar su presencia demasiado tarde, pero al fin y al cabo así tenía que ser. He aprendido una gran lección y Patricia, querida Patricia, me ha hecho uno de los mejores regalos del mundo. Ahora mismo, estoy dándole una importancia espectacular a mi cuerpo como nunca antes lo había hecho. Pero he comprendido que lo importante no es si tienes celulitis, o 20 kilos de más, o el ojo torcido. Lo importante es estar sano, encontrarte bien contigo mismo, y ser feliz. No hay otro cuerpo más perfecto en el mundo entero que el tuyo, para hacer de casa de tu alma. 

Ahora mismo valoro todos los órganos que aún me quedan, les dedico un tiempo todos los días para agradecerles con el alma entera que funcionen tan bien, que desarrollen sus funciones vitales a la perfección sin que yo les diga absolutamente nada, que formen parte de mí, que sigan dentro, y que me conserven con vida. 

Y sino, os planteo esta pregunta: ¿quién ha pensado alguna vez cómo estará su apéndice o para qué sirve? ¿o el colon? ¿o el riñón izquierdo?

Parece mentira que sólo nos fijemos en todos ellos -en el conjunto de nosotros- cuando hay algo que no anda bien, que duele o que nos hace vomitar... Durante mucho tiempo yo he actuado así. ¿Y qué pasa el resto del tiempo?

Voy a honrar a Patricia. Yo me la imagino ya en el cielo, paseando al lado de algún viejito, haciendo de ojeadora para cuando me toque a toda mí ir, tener a alguien que me informe de cómo funcionan allí las cosas. Y mientras tanto, me manda luz y amor, su espíritu me acompaña, y me enseña a cada momento a seguir honrándola como se merece, con solemnidad, valentía, constancia y mucho amor.

Muchas gracias, Patricia. Infinitas gracias. Me has salvado la vida. 




Yo con 4 años. 

sábado, 19 de marzo de 2011

¿Y si...?

Es sábado por la tarde. Hace sol, parece que por fin aparece la primavera este año. Estoy en casa, después de la sobremesa de peli y soledad, y pienso: ¿y si...?

Qué pasaría si muriese mañana, qué me gustaría hacer, a qué personas llamaría o a cuáles querría ver. Puede que me fuese a pasear por El Escorial, o que quedase con mis amigos. Posiblemente disfrutaría de mi familia, diría todas esas cosas que al final siempre se quedan en el tintero, repartiría mis escasas pertenencias, reflexionaría sobre lo que ha sido mi vida hasta el día de hoy. Y ese sería el punto más terrorífico de todos.

He aprendido inglés, he estudiado una carrera, he vivido un año entre los fríos polacos, y otro en el horno paraguayo. He estado en tres continentes, he paseado por París en verano, he escuchado a la Filarmónica de Viena en directo, me he cruzado con Joaquín Sabina dos veces, y con André Rieu otras dos. He amado intensamente, he perdido amigos por el camino, y he tenido la fortuna de conocer a mis cuatro abuelos. 

He llorado mucho, muchísimo, y he reído aún más. He conducido de noche por el Chaco, y he disfrutado en un mercedes antiguo descapotado con un pañuelo rojo de seda sobre la cabeza. He estado en una boda budista, he hecho yoga, y he corrido por la mañana con mi perra al lado. He soñado con cada uno de los proyectos que se me pasaban por la cabeza, y he abrazado muy fuerte a la persona de la que estaba enamorada. He pintado un desnudo, he escrito un lamento, y me he sonreído al leerlo años después. He pensado en mi futuro tanto que parece que hasta lo he vivido, y he llegado a adelgazar 30 kilos en unos pocos meses. 

He sido AuPair en Cambridge y en Manchester, he visitado a Gonzalo en Dublín y a Belén y Álvaro en Londres, he conocido a casi todos los miembros de mi familia, y me he desnudado a mi manera en Los Mundos de Espe. He cenado en Chueca y he comido en el Ritz. He ayudado a unas cien familias en Asunción, y he hablado con sinceridad sobre mis sentimientos al menos con una persona. He cogido en brazos a cada uno de mis hermanos recién nacidos, y he jugado con ellos hasta caer rendidos de agotamiento sobre el sofá. He visto muchas series, muchísimas, y he pasado horas frente al ordenador esperando a que alguien me escribiera. Me han robado el móvil dos veces, y la cartera una. He aprendido a fumar entre amigas, y he aprendido a dejarlo también entre amigas. He mirado al cielo llena de dudas suplicando una respuesta, y me he dejado calentar por el sol.

Podría hacer un recuento de todas las cosas que he hecho, y siempre sería insuficiente. Estoy muy orgullosa de lo que he vivido hasta el momento, y aunque es cierto que a día de hoy cambiaría algunos pequeños matices, al fin y al cabo, esa es mi vida. Esta soy yo. 

Pero por mucho que me esfuerce, no consigo responder a esa pregunta, esa que me ronda la cabeza desde hace días y que siempre me resulta imposible de resolver: 

Espe, ¿y si murieras mañana? ¿Y si...?


miércoles, 9 de marzo de 2011

Y volví de Stuttgart (Recuerdos polacos)

Hace un par de semanas me fui a Stuttgart a pasar unos días agradabilísimos, entre la nieve y los recuerdos polacos. Todo, hasta la más pequeña de las flores que adornaban la habitación del hotel, me devolvía a aquel diminuto pueblito llamado Lodz, en que los judíos asentaron su guetto justo antes de la Segunda Guerra Mundial, y años más tarde, los comunistas construyeron bloques inmensos de hormigón a modo de viviendas casi compartidas.

Cuando vivía en Polonia no tenía blog, no divulgaba mis experiencias en una especie de ventana al mundo, aunque puedo asegurar sin un ápice de temblor en las manos que aquel año marcó un antes y un después en mi vida. No sé por qué y sí lo sé. Las calles casi imperiales, casi rusas; los abrigos de pieles, los gorros forrados, los guantes de esquiar, y el frío... Ese frío que te cala hondo, que se te mete en los huesos, que tiene un olor tan intenso, que hasta duele en cuanto lo intuyes. Ese olor a nieve, a frío, a antiguos sufrimientos, a otras vidas, a mucha muerte...

Viví en Polonia un año, y aprendí muchas cosas de la vida. Aprendí a mirar con otros ojos, a compartir mi vida, a cuidarme sola. Aprendí a viajar como me gusta, a disfrutar con un buen sauvignon blanc de Israel y con un cabernet chileno. Aprendí que nada es para siempre, aunque a veces parezca que es irrompible. 

Hace unos días me fui a Stuttgart. Era mi regalo de cumpleaños a mi amiga Ana: irnos las dos al concierto que André Rieu daba el 26 de febrero en una pequeña ciudad de Alemania. Y allí nos fuimos, de nuevo forradas cual cebollas frioleras, cubiertas hasta los pelos con abalorios varios ex-polacos, y empezamos a pasear por las magníficas calles de la Alemania de hoy.

Y entonces sentí pena. Ya me pasó esto cuando estuve en Berlín hace un par de años... ¿Por qué los alemanes tienen avenidas espectaculares, un nivel adquisitivo envidiable para el resto de los europeos, un país totalmente reconstruido, nuevo... bonito? En cambio vas a Polonia, al país de la derrota, a la cuna de Auschwitz, a las caras largas, los sonidos tristes, las tardes deprimentes, y no hay un sólo rincón, una esquina o una sombra que no reflejen el pasar de la guerra por sus entrañas.

Y ahora me he visto una vez más ante el enemigo -yo me siento muy solidarizada con el pueblo polaco-, con sus hoteles capitalistas, sus museos y sus tranvías, y no puedo evitar pensar que ahí también está la guerra presente. Se siente la culpa, el bochorno, la desesperación, y la profundidad de los pensamientos de las viejitas que se sientan a tomar el té en corrillo. Puede que perdieran y ahora no lo parezca. Puede que los padres de estas señoras se dedicaran a matar judíos. O puede incluso que ellas mismas tuviesen que huir de los nazis. En cualquier caso, da igual lo bonito o desarrollado que parezca ese país. La guerra existió, fue una realidad, y por mucho que omitan hablar sobre el tema, yo les siento aún más desgraciados que cualquiera de los antiguos países del este. Y aquí es donde me doy cuenta, de verdad, de que el dinero no da la felicidad. Ni la da, ni la compra. 


Ana y yo en Lodz (Polonia) en nuestro cumpleaños 2007