domingo, 25 de junio de 2017

6. Raquel y Piluca

Para leer la primera parte, pincha aquí (1. Raquel y Pablo).
Para leer la segunda parte, pincha aquí (2. Raquel y Marta).
Para leer la tercera parte, pincha aquí (3. Raquel y Juan).
Para leer la cuarta parte, pincha aquí (4. Raquel y Olga).
Para leer la quinta parte, pincha aquí (5. Raquel y Oliver).

Raquel trató de tranquilizarse, aunque no sabía muy bien cómo. Siempre había pensado que conseguiría superar todo aquello de alguna manera mágica, que Dios o sus padres le mandarían la fuerza necesaria para enfrentarse a un problema para el que obviamente ella no estaba preparada, aunque en aquel momento, con Pablo al otro lado de la puerta poseído por los celos, pensó que probablemente moriría allí, sola y angustiada, y que nadie acudiría a socorrerla. 

- No pienso abrirte la puerta -dijo ella, profundamente asustada-.
- Raquel, ábreme. Sabes que no voy a hacerte daño -sus palabras sonaban sinceras, aunque su tono no decía lo mismo-.
- Pablo, me das miedo.
- ¿Que te doy qué? -dijo él, incrédulo-. ¿Te montas en el coche de un tío al que no conoces de nada, y el que te da miedo soy yo? ¿Qué demonios te está pasando? -increpó Pablo, con un tono de voz mucho más alto de lo normal, en el que se notaba su angustia, su miedo y, sobre todo, su rabia-. Por favor, déjame entrar. Sólo quiero hablar. Te quiero más que a mi vida, haría cualquier cosa por ti, y lo sabes. Sólo quiero comprobar que estás bien y que ese hombre no te ha hecho nada. Necesito un abrazo. Te juro que no voy a hacer nada. Ya estoy mucho más tranquilo, pero necesito saber que estás bien.

Raquel se lo pensó dos segundos, pero él había dicho las palabras mágicas. Probablemente no había nadie en el mundo que la conociera mejor, y él sabía qué decir en cada momento para conseguir que ella bajara la guardia. Se acercó a la puerta lentamente, con todas sus alertas gritándole a viva voz que no le dejara entrar, pero se sentía muy sola, muy débil y, sobre todo, muy querida, así que giró la llave las dos vueltas necesarias para abrir, giró el pomo, y dejó entreabierta la puerta a modo de invitación. Él se quedó en el umbral, mirándola a lo lejos, esperando una palabra de aliento que le indicara que deseaba su compañía. Estuvieron así unos cinco minutos, en un tira y afloja visual, en el que ella no daba su brazo a torcer, y Raquel dudaba hasta de sí misma. Finalmente se deshizo de sus corazas, se dio la vuelta, y le indicó con la mano que pasara. En realidad, hacía mucho frío en la calle.

- ¿Quién era ese y por qué has salido de su coche?
- Un tío con el que he tenido una cita.
- ¿Un tío con el que has qué...?
- No te pongas tan alarmista. Ya te conté que me había apuntado a la casamentera, y éste es el primer chico con el que he quedado. Quiero apostar por esta nueva relación. Parece un hombre serio, y sobre todo, parece dispuesto a apostar por mí...
- ¿Que parece dispuesto a qué? -Pablo estaba alucinado. Nunca pensó que ella hubiese hablado en serio respecto al Oráculo de Delfos, y sin lugar a dudas no pensó que fuera capaz de quedar con otro que no fuera él. La rabia le consumía por dentro y empezó a golpear con todas sus fuerzas el sofá-. ¿Cómo se llama? ¿Te has acostado con él? ¿Os habéis besado? ¿Estás enamorada? -lo decía mientras golpeaba con fuerza todo lo que estaba a su alcance, dejando a Raquel con un sentimiento de inferioridad brutal, y un pánico instintivo a perder la vida-.
- Pablo, para -gritó Raquel, profundamente asustada-. ¡Para! -volvió a gritar-.
- ¿Es que no te das cuenta? Estoy perdiendo al amor de mi vida delante de mis narices y no puedo hacer nada -y entonces siguió rompiendo cosas en el salón, para la desesperación de Raquel, y la angustia de Pablo-. Yo te quiero. Te quiero más de lo que he querido a nadie. Estoy dispuesto a renunciar a mis hijos, a mi mujer, a mi dinero. Lo único que quiero es acostarme contigo cada noche, y mirarte a la cara cuando te levantas. Quiero darte besos a diario en ese diminuto lunar que tienes al lado del ombligo. Quiero ver cómo das el primer sorbo de café por las mañanas y suspiras de placer. Quiero comprarte zapatos caros porque disfrutas sintiendo el cuero en tus plantas al caminar. Quiero llevarte a los mejor hoteles del mundo y satisfacer todas tus necesidades. Quiero que seas feliz. Raquel, déjame hacerte feliz.

Y entonces Raquel se rompió de nuevo, abandonándose al placer de saberse querida. Se entregó a Pablo sin pensar, sin siquiera saber. Pero en realidad Pablo la quería. Pablo conocía sus secretos más oscuros, y la quería a pesar de todo, y se convenció a sí misma de que aquello era lo mejor, se convenció de que nadie la querría como Pablo. Y se fundió en sus brazos aquella noche, irremediablemente, una vez más.


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Raquel se despertó con un desasosiego que se salía de sí misma. No se podía creer que hubiese perdonado a Pablo una vez más, a pesar de su arranque de ira. Sabía que se estaba traicionando a sí misma, y se arrepintió -una vez más- de haberse dejado llevar por la falsa ilusión del amor cuando, en el fondo de sí misma, sabía que eso era cualquier cosa menos amor. Entonces decidió llamar a Piluca, su amiga de la infancia, para compartir las noticias con ella. 

Piluca se había casado hacía pocos meses y estaba embarazada de gemelos. Aunque no siempre había sido así. Piluca era para Raquel un ejemplo de superación. Hacía años ella también había estado en el hoyo de una relación complicada pero, a pesar de todo, había conseguido salir de ella, recuperar sus emociones, y encontrar a un hombre maravilloso con el que formar una familia. En el fondo sentía un poco de envidia, aunque se alegraba profundamente por ella. Sólo Raquel sabía lo muchísimo que Piluca merecía todo aquello. 

Habían quedado esa misma tarde para tomar unas copas, aunque al llegar al bar de turno, Raquel se lamentó profundamente del plan al saber que su amiga se tomaría un té con leche. Y entonces se compadeció de sí misma, sintiéndose patética, pidiendo un gintonic después de comer para aligerar su lengua y el dichoso té para cuidar a las criaturas que se gestaban en el vientre de Piluca.

- Pero bueno, Raquel, ¿a qué vienen estas prisas? -empezó Piluca, en cuanto les trajeron sus bebidas-.
- Estoy muy triste. Me siento atrapada.
- ¿Pablo otra vez? - Piluca sabía lo de su aventura desde el principio. Piluca era su amiga del alma, su alma gemela, su confidente, y siempre compartía con ella hasta el más íntimo de sus secretos-.
- Sí -dijo, sin saber muy bien qué más añadir-. Ayer se volvió loco. Quedé con un tío y, cuando volví a casa, él nos estaba esperando escondido. Vio cómo me despedía de él, y no pudo resistir que le diera un beso delante de sus narices. Empezó a dar puñetazos a todo lo que tenía por delante y... -Raquel no fue capaz de continuar-.

Sus amigas ya habían empezado a formar sus propias familias y estaban ocupadas en otras cosas, y ella estaba atrapada en una relación que no sólo no le hacía feliz, sino que le hacía sufrir muchísimo. No sabía muy bien cómo romper con todo aquello y sabía que en el fondo, muy en el fondo, era una víctima de sí misma. Tenía un miedo intrínseco a la soledad del que se sentía incapaz de librarse, y seguía manteniendo la llama de lo que -quizá- un día fue, pero nunca más sería. Buscaba una vida normal, como la de todas las personas que le rodeaban, y por algún motivo incomprensible, no se sentía merecedora de conseguirlo. A cambio se conformaba con una cama caliente y un hombro sobre el que llorar que tenía que compartir con otra mujer que, a pesar de todo, era una señora de los pies a la cabeza.

- Sabes que siempre te apoyaré en todo lo que decidas -continuó Piluca- pero esta relación va a acabar contigo. Yo te voy a ayudar decidas lo que decidas. Pero no te rindas. Siempre has sido una mujer excepcional con aires de femme fatale. Sólo tienes que recordarlo.
- Ya... Efectivamente, se me ha olvidado. Ya no sé poner posturas seductoras, ni mirar a un hombre como antes. Se me ha olvidado lo que era que te mirasen como si fueras el mejor postre de un menú. Simplemente, he perdido mi esencia...
- Pues eso no puede ser. A ver, cuéntame lo de Oliver, y ya verás como sacamos muchas más cosas en claro...

Y entonces Raquel se sintió -un poco- como en los viejos tiempos, cuando hablaba con su amiga de sus ligues, y se reían durante horas ridiculizando antiguas historias de novios perversos en la cama, o aduladores de sus miembros, o simplemente panolis incompetentes. Raquel siempre había pensado que lo mejor del sexo era compartir la experiencia con sus amigas. Y ellas se habían pasado unas tres horas hablando de sexo. Quizá la vida no fuera tan mala, al fin y al cabo.

(Continuará...)