lunes, 10 de septiembre de 2012

Mariola - Capítulo 8 - El despertar


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Mariola abrió los ojos, parpadeó, y suplicó mentalmente que todo aquello no fuera más que un sueño. 

- Buenos días, Mariola -la voz grave, una vez más, acudía a ella-.

Se cubrió de nuevo con la sábana, ocultando por completo su cabeza, como si ese simple gesto borrara la visión de aquel hombre, o la hiciese desaparecer de repente. Se tomó unos segundos para contestar, recobrando una ínfima parte de la compostura, dejando atrás cualquier resquicio de femme fatale que le quedara, retomando -de manera inconsciente- la actitud inocente y mojigata de la verdadera Mariola. 

Aún cubierta, se animó a preguntar en un leve susurro: ¿cómo sabes mi nombre?

Se sentía estúpida y avengonzada, y tenía al menos un millón de preguntas que le rondaban la mente, como por ejemplo, cómo había llegado hasta allí, o si había hecho algo con ese hombre. Trató de alejar esos pensamientos, reconduciéndolos hacia otros más seguros, y empezó a sentir cierto regustillo al saber que, al menos, había conseguido un hombre en su primera cacería.

- Porque me lo dijiste tú, anoche. A mí, y a toda la gente del Alabama
- ¿El Alabama? -preguntó contrariada-.
- El local en el que estuvimos anoche.
- Claro -dijo, mientras iba apartando las sábanas de su cara lentamente, atreviéndose a mirar por fin al hombre a los ojos-.
- Te he traído un ibuprofeno. Tómatelo -añadió, mientras se acercaba al borde de la cama, y le ofrecía una pastilla blanca y un vaso grande de agua-. ¿Te duele la cabeza?
- No mucho, la verdad. Más bien siento un malestar general, como si me hubiese ido hasta San Petersburgo corriendo... Y me duele muchísimo el pie izquierdo...
- Bueno, por si te sirve de consuelo, no estás en San Petersburgo... Me llamo Francisco. Encantado de conocerte, Mariola. Otra vez.

Se produjo un silencio incómodo, o al menos Mariola lo sintió así. Quería preguntar algo, lo que fuese, pero no sabía ni por dónde empezar. Gracias a Dios, él interrumpió sus pensamientos.

- ¿Qué te apetece cenar?
- ¿Cenar? 
- Sí, son las nueve, y sería un poco raro tomar café y tostadas a estas horas, ¿no?
- ¿Las nueve de la noche? -giró su muñeca para mirar la hora, pero el reloj no estaba-. ¿Sabes dónde está mi reloj?
- Sí, te lo metí en el bolso.
- ¿En el bolso? ¿Por qué?
- Porque nos cruzamos con un mendigo por la calle que te contó que tenía cinco hijos a los que alimentar y le habían despedido hacía ya dos años. Tú te pusiste a llorar y le diste tu reloj para que lo empeñara y de esa forma pudiera alimentar a su familia durante unos días. Él te miró con cara extraña, y lo tiró al suelo. Así que yo lo recogí y te lo metí en el bolso...
- ¿Y por qué no lo quiso?
- Porque nadie puede ir al supermercado y cambiar diez litros de vino por un reloj.
- Ah, comprendo -Mariola sentía ahora una mezcla entre indignación e incredulidad-. ¿Y dónde estaba el mendigo? Igual puedo ir a buscarle y ponerle en contacto con mis inquilinos. Seguro que alguno de ellos, o sus parientes, pueden ofrecerle un trabajo digno para que salga de la calle y... 
- ¿Tus inquilinos? -la interrumpió-. ¿Es que acaso eres la propietaria de un bloque lleno de viviendas con habitantes ricos?
Mariola se tomó unos segundos para responder. El silencio se estaba tornando violento de nuevo: oye Francisco, ¿tú y yo...? -la duda la estaba matando. Prefería matar dos pájaros de un tiro obviando responder acerca de los enfermos, y armarse de valor para salir de dudas sobre las hipotéticas, posibles, indeseadas relaciones sexuales de la noche anterior-.
- ¿Tú y yo, qué? -dijo él entre risas-.
- Ya sabes, tú y yo... ¿hemos...? ¿nosotros...? ¿ayer...? -él la miraba muy atento, perfectamente consciente de a qué se refería, pero prefería dejarla hablar y ver cómo sus mejillas iban tornándose cada vez más y más coloradas-. ¿Pasó algo?
- Sí, pasaron muchas cosas. Eres un torbellino, Mariola, aunque he de decirte que no toleras muy bien el whiskey -la mera mención a la bebida le produjo una arcada, y por si eso fuera poco, ya había alcanzado oficialmente su grado máximo de mortificación-. Aunque puedes estar tranquila.
- Pues ahora mismo siento muchas cosas menos tranquilidad. Creo que debería irme a casa. 
- ¿No quieres saber qué pasó?
- Mmm -dudó un instante-. ¿Cómo llegué hasta aquí?
- En taxi -respondió-.
- Pero, ¿por qué?
- ¿Qué es lo último que recuerdas?
- Que me pedí una copa, me fui a la sala de los VIPS, me senté, apareció Ricky, me llamó frígida, y después llegaste tú.
- ¿Y ya está?
- Sí. ¿Hay más?
- Sí.
- ¿Mucho más?
- Sí.
- Pues entonces creo que no me queda más remedio que escuchar la historia...
- Veamos... Me senté a hablar contigo, y me agradeciste que te quitara a Ricky de en medio. Me hablaste durante un buen rato de millones de personas sin ningún tipo de conexión aparente, y me explicaste con todo lujo de detalles cómo hacer una perfecta pedicura a una señora de más de 80 años. Luego llegó el encargado de la sala VIP con la clara intención de echarte porque había hablado con su jefe y aparentemente no podías estar allí, así que le dijiste que era muy joven para trabajar en ese ambiente. Estuviste aproximadamente una hora tratando de convencerle de que se hiciera abogado porque habías intuido que tenía una clara actitud negociadora ante la vida, y no sé cómo ni por qué, pero conseguiste que dejara su trabajo en ese mismo instante con la promesa de matricularse al día siguiente en la universidad. Se unió a nosotros y te contó que necesitaba el dinero para poder vivir porque sus padres le habían echado de casa al salir del armario, así que abriste el bolso y le diste 50 euros. Le dijiste que ese billete era un símbolo; representaba su futuro, y que lo guardara para pagar algo que realmente necesitase. El chico se levantó, no sin antes intercambiar vuestros teléfonos, y le dijiste al oído que ya no te quedaba dinero para pagar las consumiciones pero que podías fregar todas las copas de la noche a modo de pago. Al cabo de un rato apareció uno de los camareros y te ofreció trabajar en la barra durante una hora a cambio de beber gratis toda la noche. Así que aceptaste. Pero debiste interpretar mal sus palabras, porque te acercaste al DJ, y acto seguido te subiste literalmente a la barra, y empezaste a bailar de una manera un tanto... impetuosa. A mitad de tu primera actuación, tenías la atención de todo el local, lanzaste tus zapatos por los aires, y cogiste un micrófono de la cabina del DJ. Te presentaste ante todos, y explicaste que esa era la primera noche del resto de tu vida, así que querías que alguien te invitase a una copa. A los dos segundos tenías aproximadamente cien chupitos a tus pies, pero se cayeron todos cuando giraste sobre ti misma tratando de hacer lo que parecía una voltereta lateral... -Francisco comprobó que Mariola estaba totalmente encogida en la cama, posiblemente muerta de vergüenza, por lo que interrumpió el relato durante un par de segundos para que ella asimilara la historia-.
- ¿Una voltereta lateral? Pero si nunca supe hacerlas... Estas cosas no suceden así en las películas...
- Bueno, en realidad, depende de qué película -Mariola no contestó-. ¿Por qué no hacemos una cosa: te das una ducha, yo me encargo de que traigan algo de comida, y continúo contándote la historia cuando al menos estés más relajada?
- Me parece una buena idea -contestó, mientras retiraba la sábana. Cuando sacó los pies de la cama, le sorprendió ver todo su pie vendado hasta la rodilla, y se animó a preguntar: ¿por qué tengo el tobillo vendado?
- Porque te caíste y te hiciste una buena torcedura. Tuviste suerte de no rompértelo en dos.
- ¿Y fui a urgencias?
- Toma -dijo él, ofreciéndole una camisa de franela-, es mía, pero al menos te tapará. En el cuarto de baño encontrarás toallas limpias, y me he tomado la libertad de comprarte un cepillo de dientes. Es el verde. No tengas prisa. Cuando estés lista, te daré algo de comer. Necesitas reponerte. Fue una noche muy larga.
- Gracias -fue lo único que fue capaz de responder. ¿Acaso ese desconocido pretendía que se pasease por su apartamento medio desnuda, con una de sus camisas a modo de camisón? Y lo que era aún peor: ¿por qué estaba confiando en él? No quiso darle excesiva importancia, y ni siquiera sabía si necesitaba saber el final de la historia o prefería irse a su casa a encaramarse en la cama, y devorar películas románticas hasta morir sola por un coma diabético producido por un alarmante exceso de hidratos de carbono. Barajó sus opciones durante un par de segundos, y optó por darse esa ducha. Al fin y al cabo, había decidido ser una nueva Mariola, y aunque las cosas no estaban saliendo según lo previsto, el objetivo era justo ese: experimentar, sorprenderse, y dejarse llevar.

Se encerró en el cuarto de baño, se desnudó ligeramente intimidada por la posibilidad de que Francisco la estuviera espiando con alguna cámara oculta en una de las bombillas o en la cajita del algodón, pero pensó que tampoco pasaba nada por que un hombre viese a una mujer duchándose. El agua abrasaba, justo como a ella le gustaba, y al cabo de unos diez minutos empezó a sentir cómo los músculos se desentumecían. Definitivamente, necesitaba una ducha. Cuando estuvo preparada, cerró los grifos y cogió la toalla que había dejado preparada a un lado. Se enrolló con ella, y se miró al espejo. Tenía un aspecto horrible, con unas terribles ojeras moradas, patéticamente cubiertas por los restos del rímel corrido.
Al cabo de un rato sintió la necesidad de cantar Si tú me dices ven de Los Panchos, uno de los boleros predilectos de su madre. Empezó tarareándola, mientras se desenredaba el pelo con los dedos, y se fue animando progresivamente: si tú me dices ven, lo dejo todo. Si tú me dices ven, será todo para ti. Mis momentos más ocultos, también te los daré, mis secretos que son pocos, serán tuyos también... Había conseguido perder la noción del espacio y el tiempo, totalmente absorta en su canción, cuando oyó que una voz grave, lejana, cantaba desde la habitación contigua, siguiendo la letra con ella: Si tú me dices ven, lo dejo todo -Mariola se concentró en escuchar- que no se te haga tarde y te encuentres en la calle perdida, sin rumbo, y en el lodo. Si tú me dices ven, lo dejo todo... 

Sentía que, de alguna manera, la letra iba dirigida a ella. ¿Realmente la habría encontrado en la calle perdida, sin rumbo y en el lodo? La mera idea la horrorizaba. Había llegado el momento de disipar las dudas. Salió del cuarto de baño, vestida con la camisa de franela pero sin la venda. Se la había quitado para ducharse y le pareció una estupidez volver a ponérsela sin saber realmente cómo hacerlo. Se sentía extraña y tímida, pero se obligó a mantener la compostura y continuar al menos con la idea que le quedaba de la nueva Mariola. Fue directa hacia la cocina y se detuvo en la puerta, apoyándose en el quicio.

- Huele fenomenal. ¿Qué es? -dijo, mientras miraba con atención los millones de platos con comida que cubrían la encimera-.
- No sabía qué te apetecería, así que he llamado a todos los restaurantes de comida a domicilio de la zona. Puedes elegir entre pasta, pizza, sushi, tortilla, pollo asado, tortitas, ensaladas varias, hamburguesas, sandwiches, aperitivos variados...
- Gracias, pero no tenías por qué molestarte. Me hubiese valido cualquier cosa que tuvieras en la nevera -dijo Mariola, realmente impresionada por el despliegue culinario-.
- Créeme, es mejor que yo no me acerque a la cocina. Se me da mucho mejor comer que cocinar.
- En ese caso has hecho bien. No queremos que después de todo resultes tú también herido -ambos se rieron, y Mariola añadió-: ¿eres fan de Los Panchos?
- No mucho, pero esa canción es un clásico. Me gusta la buena música -y sacudió los hombros, demostrando que no le importaba especialmente el tema-.
- ¿Quieres que te ayude en algo? -se ofreció-.
- Quiero que vayas al comedor y te sientes. Como ves, la cena está lista. Yo voy a llevar las cosas. Tengo un vino estupendo, no sé si te apetecerá probarlo... -la pregunta estaba implícita en la frase-.
- Por supuesto -cogió varios platos y se los apoyó en los antebrazos, le guiñó un ojo y se dio la vuelta-. ¿Vienes?

No hacía falta una respuesta; él simplemente la siguió hasta la mesa, que ya estaba preparada para la cena, y sirvió las dos copas de vino. Mariola se sentía muy seductora, con su camisa masculina, demasiado corta para ser un vestido de mujer. Pero también era muy consciente de que él vigilaba atentamente cada uno de sus movimientos.

- Espero que te guste. Llevo toda la tarde cocinando para ti -dijo, sonriendo-.
- Seguro que me gusta. ¿Brindamos? -Mariola contestó entre risas-.
-  ¿Y por qué vamos a brindar?
- Por tus dotes culinarias. Y también porque el destino me haya traído hoy hasta aquí.
- Brindemos pues -chocaron las copas, y bebieron el sorbo de rigor sin perder el contacto visual-. ¿Crees en El Destino?
- ¿Qué sino me traería aquí ayer?
- Yo creo que tuvo mucho que ver una borrachera descomunal debida a un exceso de alcohol de calidad cuestionable, una lesión leve, y una serie de acontecimientos extravagantes, más bien desafortunados.
- ¿Desafortunados?
- ¿Crees que estás preparada para que te siga contando la historia?
- Claro, por qué no...
- Bien, pues continuaré entonces... ¿Dónde me había quedado? -dijo, mirando al techo tratando de hacer memoria-.
- En que me lesioné el tobillo tratando de hacer una voltereta lateral -inquirió Mariola-.
- ¡Ah, sí! Te caíste y te torciste un tobillo, pero no debió de dolerte, porque te incorporaste de inmediato. Al poco rato te diste cuenta de que ya no podías bailar como hasta el momento, así que nos explicaste a todos que debías pagar tus consumiciones trabajando en la barra, y como ya no podías continuar, decidiste subastar un beso tuyo. El ambiente cada vez estaba más caldeado, y las pujas empezaron en ese preciso instante. Después de media hora, un tío ganó el premio, pero otro te bajó de la barra y te dijo que trataras de apoyar el pie en el suelo. Toda la gente clamaba que os besarais, pero el que te había bajado de la barra dijo que era médico y que necesitabas ir a urgencias. Tú te acercaste a él, le susurraste algo al oído, y acto seguido le pegaste un puñetazo en la cara. Le gritaste que eso era por Dieguito, así que todos dedujimos que os conocíais. Él se incorporó, se tocó la nariz para comprobar si sangraba, y te levantó en volandas. Pero el resto de los clientes no se lo tomó muy bien, así que varios hombres intentaron frenarle y se organizó una verdadera pelea en el local. Tú te levantaste, cojeando, te acercaste hasta mí, me cogiste de la mano, y me llevaste hasta la barra. Y entre los puñetazos y las botellas por el aire gritaste -dirigiéndote al susodicho- que yo era tu novio, y que no se atreviera a volver a besarte nunca más. La trifulca empezó a ser realmente peligrosa, así que te urgí a que nos marcháramos cuanto antes, pero como la salida estaba bloqueada, se acercó el chico al que habías convencido para que empezara la universidad, y nos ayudó a escapar por la puerta trasera. Tú apenas podías andar, habías perdido los zapatos al principio de tu baile, y cada vez te costaba más mantenerte en pie, así que te cogí en brazos, paré un taxi, y nos llevó a la primera farmacia de guardia que encontramos. Una vez allí, nos abrió una chica joven, de unos 25 años, y nos dijo que nos podía vender una venda pero nos aconsejó que fuéramos a urgencias para que te hicieran una radiografía. Cuando nos íbamos a marchar al hospital, la chica te reconoció desde el taxi, y nos dejó pasar a la trastienda. Te dio un vaso de agua y un antiinflamatorio, y te vendó el pie. Me presentaste como Pablo, tu novio, y ella empezó a contarme que tú te habías portado muy bien con su padre, y que era lo menos que podía hacer por ti. Estuvimos un rato charlando, hasta que nos fuimos definitivamente. Entonces pasó lo del mendigo y el reloj, y tú te enfadaste muchísimo con él y le exigiste que se presentara al día siguiente en el despacho de alguien, un hombre creo, aunque no recuerdo su nombre. Te montaste en el taxi de nuevo, y te apoyaste en mi hombro. Iba a preguntarte dónde vivías para indicarle al conductor la dirección, pero te quedaste dormida al instante, así que te traje a mi casa. Nada más entrar te encerraste en el baño y estuviste vomitando al menos dos horas, y cuando saliste, agotada, te dejé ese camisón sobre la cama. Cerré la puerta, y te quedaste dormida de nuevo. Y lo demás ya lo sabes...

Mariola estaba sin habla. La noche había resultado del todo surrealista, aunque en el fondo, muy en el fondo, sentía un placer incomprensible por tener una aventura de juventud, la primera de su vida, y poder guardarla como un tesoro vital.

- Muchas gracias por todo -se limitó a decir-. No sé cómo agradecértelo.
- No hace falta que me lo agradezcas.
- Seguro que cuando saliste de tu casa no pensaste que volverías con una mujer borracha, generadora de broncas, lesionada, y bastante perjudicada.
- Bueno, nadie tiene por qué saber todo eso. Me quedo con la experiencia y con las ganas de seguir conociendo a la excéntrica Mariola...
- Aún tengo una pregunta más...
- Dime.
- ¿Llegué a besar al ganador de la subasta?

Entonces ella se incorporó de la silla, sin esperar la respuesta. Bordeó la mesa y se colocó delante de él. Acto seguido, le rodeó la cara con ambas manos, acariciando ligeramente sus pómulos, y se inclinó hasta su oído para susurrar: a partir de ahora te llamaré Pancho.

Él la miraba fijamente, a la espera, en silencio. Ella se inclinó, muy despacio, acercando sus labios lentamente a los de él, sin llegar a rozarle. Cada uno podía sentir la respiración agitada del otro, sus respectivos alientos con olor a vino, las pulsaciones aceleradas. Entonces ella finalmente rompió la distancia que los separaba, y empezó a besarle como si ese fuera el último instante de su vida. Parecían dos adolescentes desenfrenados, conociéndose, descubriendo lo desconocido. Y al fin y al cabo, quién podía decir que no lo fueran.

Entonces Mariola se separó de repente, haciendo caso omiso al aturdimiento que sentía tras el que posiblemente había sido el mejor beso de toda su vida, y volvió a inclinarse para susurrar: Pancho, yo siempre cumplo mi palabra, y creo que anoche me ganaste un beso.

(Continuará...)

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Mariola - Capítulo 7 - La cacería

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Cuando Mariola se despertó se sentía desorientada. No sabía exactamente dónde se encontraba, y le costó algo más de un minuto adivinar -más bien suponer- lo que había sucedido la noche anterior. 

Desde que Joaquín la besó sin previo aviso, unos meses antes, había tomado la firme determinación de dejar de ser la mojigata que todos creían, que ella se consideraba. Ese mismo día, había salido de compras, sola, y había hecho lo que las revistas de moda llamarían una renovación de vestuario. Adiós a las camisas sencillas y a las faldas a la altura de la rodilla. Ella siempre había sabido que no era una Marilyn Monroe ni una Rita Hayworth, pero al fin y al cabo, había pocos hombres de su edad que supiesen quiénes eran esas divas despampanantes. El mundo estaba algo loco, y parecía que la mujer más atractiva era la que más carne enseñaba...

Llegó algo exhausta a casa, con unas ganas locas de meterse en la cama, pero su propósito de dar un cambio radical a su vida se habría visto frustrado, una vez más, por su impertinente sueño, y eso era algo a lo que no estaba dispuesta a renunciar esta vez. Se dio una ducha rápida, se peinó cuidadosamente siguiendo las instrucciones de un video casero que había encontrado en youtube, y se maquilló los ojos negros, tan rasgados como los de un gato. Se miró en el espejo para aprobar mentalmente el resultado, y se dio cuenta -muy a su pesar-, de que con ese aspecto jamás conseguiría conquistar a un caballero de los que ya no quedaban, de los que te retiran la silla para que te sientes en un restaurante lujoso, o los que se adelantan al camarero para pedirles, con una simple mirada, que te sirvan otro chardonnay. Pero estaba claro que ella ese día no quería caballeros, sino hombres, y por primera vez en su vida, se dio cuenta de que iba a salir de caza.

Se sentía extraña, casi díscola, y se atrevió a juzgarse por aquella actitud tan reprobatoria. Oyó a lo lejos la voz de su madre tachándola de fresca -por no usar otra palabra mucho más apropiada-, pero estaba decidida a hacerlo, y al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Merecía divertirse, merecía disfrutar de su juventud, y merecía algo más que un puñado de amigas embarazadas, una casa vieja, y sus queridos -aunque poco futuribles- inquilinos del hospital. 

Cogió uno de los nuevos bolsitos -bastante inútil, por cierto- en el que apenas cabían las llaves, el carnet de identidad, y un billete arrugado de 50€. Pensó que los hombres eran muy caros, ya que ella jamás en la vida se había gastado tanto dinero en un solo día, pero acalló sus pensamientos y se convenció de que al menos la experiencia valdría la pena. 

Dos horas y 59 minutos después -porque sonaba mejor que decir tres horas exactas- salió de su casa dando un portazo, con la cabeza bien alta, y una duda de lo más inquietante: ¿a dónde demonios iría ahora?

Empezó a andar calle abajo, pero en seguida se dio cuenta de que si continuaba caminando, los pies comenzarían a dolerle de un momento a otro a causa de los altísimos tacones de aguja. Miró a su alrededor, y vio que se acercaba un taxi por el sentido contrario. Salió corriendo, casi persiguiendo el coche, hasta que el conductor se percató de su presencia, y frenó en seco. Ella entró rápidamente orgullosa de su recién estrenada espontaneidad, y le suplicó al taxista que le llevara a cualquier sitio en el que hubiera música, alcohol y hombres. Quiso que su voz resultara atractiva, y demostrar una seguridad de la que evidentemente carecía, por lo que puso acento extranjero y fingió que estaba en la ciudad por negocios y necesitaba divertirse. El señor se limitaba a asentir con la cabeza, y condujo al menos diez minutos callejeando con la clara intención de sacarle unos cuantos euros más de los necesarios. Ella se hizo la tonta para confirmar su estúpida nacionalidad indeterminada, simplemente extranjera, y le pidió con su acento indescriptible y macarrónico que se diera prisa. 

El taxi paró al final de una calle, justo delante de un local cuyo umbral custodiaban dos negros gigantes, iluminados por lo que debían ser diez millones de luces. Ella bajó del coche, se irguió, y empezó a caminar hacia la entrada con toda la decisión de la que fue capaz. El negro de la derecha le abrió la puerta para que pasara, y se sintió un poco aturdida al entrar debido al ruido y al gentío aglutinado en aquel sitio. Visualizó una de las tres barras que había en ese piso, y se dirigió rápidamente a pedir una copa. El camarero la miró de arriba a abajo, con un aire relativamente insultante. 

- Whiskey. Solo. 

Se sintió muy atrevida. Era la primera vez que pedía un whiskey, iba a ser la primera vez que probase una bebida con más graduación que el vino, y era también la primera vez que había pedido algo sin decir por favor. Creyó que ser maleducada por una noche iba bien con su recién estrenada personalidad.

El camarero no le quitaba los ojos de encima, y preparó su copa sosteniéndole la mirada deliberadamente. Cuando terminó de servirle, dijo:

- ¿Algo más... señorita?
- Sí, que dejes de mirarme las tetas. 

Mariola no se lo podía creer. Estaba en racha. Cogió el vaso y se lo bebió de un trago, golpeándolo después contra la barra con fuerza a modo de petición tácita de que le rellenara la copa. Cuando el camarero se giró para coger de nuevo la botella, ella abrió la boca todo lo que pudo para intentar expulsar el fuego imaginario que le salía a borbotones de la garganta, pero en cuanto sus miradas se cruzaron una vez más, retomó su actitud desafiante. 

Mientras cogía la segunda copa de la noche, decidió tomárselo con más calma, en primer lugar porque quería saborear el whiskey para hacer una valoración objetiva de si le gustaba o no, y en segundo, porque quería volver a su casa de cualquier manera excepto en ambulancia. 

Echó un rápido vistazo a la discoteca. Había una pista de baile con bastantes personas, en su mayoría mujeres, bailando lo que supuso que serían las canciones de moda, y a lo lejos una pequeña sala con sillones amplios y mesas bajas. Se le antojó sentarse un rato para seguir observando el local desde otra perspectiva, así que anduvo la corta distancia que separaba la barra de la salita, y se sentó en la primera butaca que encontró libre. 

- Disculpa, pero no puedes sentarte aquí -le dijo un crío, de unos 18 años, vestido con el mismo polo que todos los camareros-.
- ¿Y eso quién lo dice? -se animó a contestar-.
- Esta es una zona reservada para los vips. 
- ¿Y qué te hace pensar que yo no soy una de esos vips?
- No tienes la pulsera amarilla que identifica a las personas que pueden estar en esta zona, así que lárgate. 
- Y tú no tienes dos ojos en la cara. Deberías ir a preguntarle a tu jefe si puedo o no estar aquí, y tendrás suerte si no te pone de patitas en la calle.

El chico se quedó mirándola, medio embobado, quizá tratando de recordar aquella cara o poniéndole un nombre. Dudó un par de minutos y se marchó. Mariola sabía que tenía todas las de perder, y si el chaval se decantaba por consultar al responsable, lo más probable fuese que acabaran echándola a patadas de aquel antro, aunque prefirió correr el riego. Al fin y al cabo, nadie la conocía allí y esa era su primera cacería. No entendía cuál sería el concepto de VIP en esa discoteca, quizá un miembro de la aristocracia, o un famoso, o simplemente un cliente habitual, pero estaba claro que ella no era ninguna de esas tres cosas. 

Estaba absorta en sus pensamientos cuando se le acercó un hombre que debía tener algo más de 30 años. Se sentó en la butaca contigua sin pedir permiso, y se inclinó hacia ella con la clara intención de empezar una conversación:

- Hola, nena -dijo-.
- ¿Qué pasa, acabas de salir de una peli de los 60?
- ¿Perdona?
- ¿Qué quieres... nene? -contestó Mariola haciendo hincapié en las dos últimas sílabas-.
- Conocerte.
- ¿Por qué?
- Porque eres la mujer más guapa que he visto en mi vida.
- ¿Eso te funciona con todas?
- Con la mayoría. Soy Ricky.
- Muy bien, Ricky, ¿por qué no te buscas a una adolescente a la que te puedas camelar con un par de palabras tontas?
- Porque me gustas tú.
- Mala elección. Respuesta incorrecta.
- ¿Por qué no me dices lo que quieres oír para acortar la charla de rigor y nos podemos ir de una vez a echar un polvo? -Mariola dio un sorbo largo a su whiskey, que por cierto no le gustaba en absoluto, pero prefirió tomarse unos segundos para contestar y disimular su sorpresa ante aquella proposición-.
- Ricky, si fueras una nube, ¿dónde lloverías?
Ricky se rascó la cabeza con los nudillos, posiblemente tratando de encontrar una respuesta ingeniosa a una pregunta que muy probablemente jamás le habían hecho.
- ¿Qué pasa, tía, que te va a bajar la regla y tratas de inspirarte pensando en anuncios de compresas?
- Vete a probar en otro sitio, aquí no tienes nada que hacer.
- Puedo hacer que te echen del reservado.
- Inténtalo.
- ¿Pero quién coño te crees que eres para rechazarme? ¡Frígida!
- La señorita te ha dicho que te vayas -una voz grave salió de detrás de ella. Mariola se giró para comprobar quién era aquel hombre que había salido a defenderla, y sintió una profunda decepción al darse cuenta de que no era Joaquín, sino un hombre cualquiera de los muchos que rondaban la ya aburrida sala VIP-. Toma cariño -dijo él refiriéndose a ella-, te he traído la copa, como me pediste -y esa afirmación tan rotunda puso punto final a los aires de gallito de Ricky, dejando un leve aroma a pachulí y a chulo de barrio-.

Ese era el último recuerdo que Mariola tenía almacenado en su memoria. Se incorporó ligeramente, apoyándose sobre los codos, y descubrió que no llevaba su atuendo de tigresa, sino un ligero camisón de satén, estaba en una cama que no era la suya, y un hombre -quizá el salvador de la última copa- le miraba desde el otro lado de la habitación.

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