lunes, 26 de julio de 2010

La Aldea del Biendecir

Hace tiempo que ando yo pensando en una idea loca, que una vez Ana me comunicó, y que cada vez va cobrando más vida. Hace años, antes incluso de irnos a Polonia, ella ideó una vida de vuelta a los pueblos y al campo, en el que las personas vivían felices de una manera casi autosuficiente. Una aldea creada para crecer, en el que cualquiera tendría cabida. Un pueblo que promoviera la cultura, con talleres artísticos de todo tipo, con cursos extraescolares para centros educativos, con plazas cubiertas por firmas de visitantes... Un lugar pequeño y grande a la vez, que tuviera plaza e iglesia como antaño, y casa rural, y restaurante, y albergue, y casitas donde poder vivir tranquilamente alejados del humo y el ruido de Madrid.

Hace tiempo que esta idea surgió, y son muchas las personas que a día de hoy quieren formar parte de ella, personas que creen en el proyecto y ya se han buscado su hueco dentro de la aldea. Una señora el otro día me decía que ella iba a arar la tierra, y otra se pedía el puesto de pastora. Todos podemos ir, todos tenemos algo que aportar a la comunidad, y todos tenemos mucho que aprender de los otros.

Llevo ya unos meses moviéndome para enterarme de cómo llevar esta idea al mundo real, y por fin este fin de semana me fui a La Rioja, concretamente a un pequeño pueblito llamado Oteruelo de Ocón, con la intención de ver cada detalle y cada rincón, porque podría convertirse en La Aldea del Biendecir.

El sábado por la mañana salí de mi casa hacia Oteruelo, previo paso por Calahorra donde estaba mi hotel. Conocí a Abraham, el actual dueño del pueblo entero, y me di un paseo por las callecitas, por las casas casi destruidas, por la iglesia en ruinas, por los caminos de tierra, y la fuente entre zarzas. Y entonces lo vi. Vi que ese sería mi pueblo, que pasaría mi vida allí, entre vid y olivo, en el valle de Ocón.

Ya estoy viendo cuál será el siguiente paso. Continuará...




jueves, 22 de julio de 2010

Espera, Esperanza, espera...

Hace ya cosa de cinco años que no uso reloj. Un día descubrí que estaba enganchada a las horas, a calcular los minutos, a llegar puntual, a respetar el tiempo como si fuese un semi-dios o algo por el estilo... Después de aquello, empecé a consultar la hora -cuando lo consideraba necesario- en el teléfono móvil. Este sistema, si bien más aparatoso, hizo que disminuyera notablemente mi obesión casi compulsiva por la puntualidad. Se podría decir que hasta el momento yo me había considerado un ser puntual, y llegaba a tal mi paranoia, que había ocasiones en que llegaba a los sitios una hora antes por si acaso.

A día de hoy, he reflexionado muchísimo sobre las esperas. Creo que mi nombre fue premonitorio, y muchas veces me repetía a mí misma una frase para invocar paciencia: espera, Esperanza, espera. No es que me gustase esperar, de hecho es algo que por lo general me pone de bastate mal humor, pero me consideraba una víctima de todos aquellos que me tenían ahí postrada perdiendo el tiempo. Después de 24 años, creo que por fin he aprendido a darle al tiempo el valor que tiene. Me explico:

Yo siempre pensé que la puntualidad era uno de los pilares de la buena educación, y como para mí eso era algo fundamental, llegaba más que puntual a mis citas y reuniones varias. No importaba si tenía que dejar otra actividad a medias, o si interrumpía una conversación, porque yo me tenía que ir. Ahora mismo no haría nada de todo eso. Y es que he aprendido a respetar mi tiempo sin faltar al respeto, he aprendido a decidir cómo invertirlo sin menospreciar al otro, y he aprendido a no esperar en una esquina durante largos e infinitos minutos, mientras mi cabeza generaba historias a cual más negativa sobre las personas que no llegaban puntualmente a los sitios.

Es cierto, sigue sin gustarme esperar, y aún estoy trabajando en el hecho de que me gusta programar mis actividades, pero no pienso volver a repetirme aquella letanía de espera, Esperanza, espera, en primer lugar porque no me gusta nada, y en segundo porque me niego a seguir sentada esperando. Ha llegado el momento de actuar.


viernes, 16 de julio de 2010

Amar lo que es

Esta semana he tenido la enorme fortuna de dedicar unos días a descansar en Torremenga. La verdad es que me fui porque me habían hablado de un doctor buenísimo que estaba en Talayuela -un pueblo muy próximo al lugar en el que está la casa de mis padres allí-.

Yo andaba algo nerviosa, impaciente por experimentar ese nuevo sistema que estaba a punto de descubrir. Nada más entrar, el doctor me explicó que él apostaba por la medicina holística, y que esto era posible gracias a la Acupuntura de Völl. Me contó un poquito cómo funcionaba, y en seguida me sentó en una silla, con los pies apoyados en una especie de banqueta, y empezó a mirar punto por punto cada una de las partes de mi cuerpo reflejadas en los pies o en las manos.

Yo estaba absolutamente fascinada con el invento, y tras dos horas -que a mí se me pasaron volando-, concluyó que tengo 5 puntos algo descompensados, y que tendría que centrarme en ellos para encontrarme tan bien como me gustaría. Al final me recetó unas plantitas -que compraré este finde en algún herbolario-, y puede que incluso, con el tiempo, deje de tomar mis pastillas para el tiroides.

Han sido tres días maravillosos, en los que no existían los relojes, ni las normas, ni los horarios... Tres días pensados para relajarme, para disfrutar, para descubrir mi auténtico yo, y para abrir mi cuerpo y mi mente al mundo. Tres días para aprender, para compartir, para pensar, y para amar lo que es.

Nunca antes había visto esos campos con los ojos llenos de ilusión, ni me había sentido fascinada por la casa de techos infinitos, ni había paseado por el pueblo deleitándome con cada flor, con cada ladrillo, con cada puerta...

Siento que ahora realmente estoy empezando a vivir. Tengo un amigo muy sabio que una vez me dijo que las personas, desde que nacen hasta los 25 años, son esponjas dispuestas a aprender de cada movimiento que ven, pero que sólo a partir de entonces empiezan a vivir. ¿Será verdad? Le mando un beso enorme desde aquí al Pa'i Jaume, con el que tantas veces me inspiré, y que tantas cosas me enseñó.

viernes, 9 de julio de 2010

Adicta

Cuando yo era pequeña, y veía en la tele alguna escena en la que cualquier alcóholico se reunía en grupo alrededor de un grupo de personas confesando su adicción, a mí me hacía mucha gracia. Recuerdo incluso una vez en que jugué con mis amigas del cole a Alcóholicos Anónimos.

Supongo que siempre he tenido muy presente todo el tema de las adicciones porque mi madre -que es trabajadora social- me ha transmitido su miedo a todo tipo de sustancias. Lo que a mí nadie me contó jamás es que todos podemos ser adictos a cualquier cosa.

Conozco a un chico que no sale de su casa de la adicción que tiene a la PS, y tuve una alumna de inglés que sólo se divertía jugando al Wii Fit. Yo siempre intuí que en realidad era adicta a mil cosas, aunque no me lo quería reconocer a mí misma. Hasta ahora...

Ya desde niña fui consciente de mi adicción a la comida. A día de hoy ya no lo vivo como un problema, ni tampoco como un drama. Sé que no es más que el reflejo de un pensamiento intrusivo que me hace mucho daño, y que curaré con el tiempo, cuando me quiera más.

Unos años después de asentar mi primera adicción, empecé a fumar. Y como además de adicta, tiendo a la compulsividad, no me bastaba con fumar un poco, sino que tenía que hacerlo constantemente, llegando al extremo de consumir cada día 2 paquetes de tabaco, lo que suma un total de 40 cigarrillos diarios. No me siento orgullosa de aquel comportamiento, pero sí de haberlo dejado radicalmente, y hoy puedo decir que llevo 2 años y 7 meses sin fumar.

Durante mi etapa universitaria fui adicta a la Coca-Cola. Eso sí, siempre Light. Hubo un tiempo en que me tomaba cada día entre 4 y 6 litros de Coca-Cola light. Si a eso le sumamos los 40 pitillos, y mi constante adicción a la comida, imaginaos el cocktail molotov que convivía en mi estómago.

Después de eso, me hice adicta a la vida sana. Empecé a hacer deporte, me puse a dieta de sólo como alimentos naturales, y me apunté a un gimnasio (al que iba todos los días sin excepción). Investigué sobre las enfermedades derivadas de la obesidad, y traté de evitar por todos los medios aquellos alimentos que me hacían mal. Adelgacé más de 20 kilos, me puse en forma, y disfruté de aquella etapa que no dejaba de ser -desde mi punto de vista- una adicción más.

Durante mi estancia en Polonia, fui adicta a viajar, y pasaba casi más tiempo en otras ciudades que en Lodz, gastándome todo mi tiempo y mi dinero en buscar aviones, trenes, hoteles, espectáculos, playas, palacios, y puntos de interés.

Cuando ya estaba acabando la carrera, me di cuenta de que había sido adicta a casi todo lo que había pasado por mis manos y no me había dado tanto miedo como para probarlo. Me fui a Paraguay y tuve un punto de inflexión en mi vida para dedicarlo a pensar en todo esto. ¿Por qué mi personalidad, o mi carga genética, o mis pensamientos, o lo que fuera, hacían que me convirtiese en adicta?

He sentido adicción a la comida, al tabaco, a los viajes, a las personas, a salir de fiesta, a quedarme en casa, a estar deprimida, a estar alegre, a correr, a dormir, a llorar, a reír... A día de hoy he logrado mitigar un poco esa sensación esclava de ir hasta el fin del mundo si hiciera falta para satisfacer el mono, como con cualquier droga, pero creo que aún así aún me queda un largo camino por recorrer.

Estoy orgullosa de mí misma porque sé que ya me he encauzado, y lo primero ha sido reconocerme esta faceta a mí misma. Así que hoy, ante todos vosotros, me presento:

Hola, me llamo Esperanza, y soy adicta...