jueves, 25 de octubre de 2018

Delirios y tangos

Hace unos días que tu rostro me persigue por las esquinas de ese tango profundamente seductor que me reconoció una noche paraguaya entre anhelos y despertares. Mi alma está sedienta de apremios, como antaño, cuando caminábamos de la mano de un atardecer cristiano y vulnerable. Dame un beso lastimero, como aquellos que cantaba Gardel. Dame una mejilla sudorosa, tras horas de pasión casi arrepentida, con alcobas vacías a lo Sabina. Dame un instante de placer bohemio, de esos que afloran en el corazón de los insatisfechos. 

Arrastro un pie, y luego otro. Me quito el sombrero, y peleamos por él entre giros y bemoles. Compongo un desastre que se estrella catastróficamente contra tu muslo, aún anhelante. Me desvías por el buen camino, tras todos los esfuerzos que me costó sacarte esa sonrisa trémula. Te odio, y te quiero, y te sigo extrañando en una noche de inquietudes y pesares. Cómo me gusta ese hoyuelo tuyo tras cuatro hamburguesas infranqueables. Ay, mi diminuto armario de más de un millón de pesares. Me inspiras, y me sabes a melocotón entre los enjambres que acompañan tus más pequeños ademanes. La prosa nunca fue lo mío, pero definitivamente sí los manjares de la carne, que te esfuerzas por disimular entre calambres de otras edades. 

¿Sabías acaso del divorcio de los alemanes? Tus amigos me mostraron tus virtudes y me enseñaron a amar, Francia me dejó un gran champagne, los italianos un irrefrenable sentimiento de odio hacia aquellos ademanes, tan ajenos a mi mediterránea España. Otro giro, y gano yo. Dame otro beso que no me acuerdo de cómo sabías tras tres caladas. Se entremezclan la cordura y la fama. Tú me inspiras, como Jobs a la tecnología precaria. Me recuerdas a las dietas de los bajos fondos, esos que juré respetar. Y entre la neblina y la muchedumbre, sólo un fa. Cómo te quiero, vida mía. Te adoro más que los perros a la noche, más que Spielberg a Ryan. Más que los argentinos a vos. Convulsiono como una ingrata. 

Me pongo mis delicadas perlas y me visto de fulana. Ya sabes cuánto me gusta deleitarme con las más astutas nimiedades. Sólo tú lo sabes. Te debía un escrito, y tuyo es. Porque sólo tú sabes cómo, y sólo tú sabes dónde. También sabes por qué, aunque sólo tú sabes también por qué eso no es en absoluto importante. Mi cabeza da vueltas, como en un Vie en Rose descompasado y estridente que nadie entendería, ni siquiera tú. Te gané una vez más, frente a ti, dos extraños bailando en una pista vacía. Ya no lloro ni una lágrima. Me volviste fría al comprobar que ya no necesitaba ripiar por un amor que rechacé, que ya no volverá. 

Las piernas vuelan a placer, la mente gira entre la muchedumbre, los ojos se centran en un pecho amplio y firme. Mi hueco -siempre mi hueco- me muestra el amor que, de cuando en cuando, me convierte en muchacha inocente y artista. Un dedo, un símbolo, un arpegio que me devuelve a la vida de mi siglo postmoderno y frugal. Teclea con precisión, observa con criterio y vuelve a mí. Porque estoy aquí, expectante de ese maldito beso que sigo esperando. Ayer me limité a devolverte la mirada desde el otro lado del ruedo, y aún estoy aquí postrada esperando que las manos me guíen en un escrito delirante de besos a medianoche, de pasos a mediodía. Pescado o carne. Esa es la cuestión.

Vislumbro tus ojos, óculos penetrantes, que me animan a seguir escribiendo a camino entre Cela y Silvio. Hoy es noche de tango. Dame un sí en el bandoneón que me embriague toda una semana, que me recuerde que la gasa de nuestro amor no murió si no ayer, sino mañana. 

Pon el despertador a las dos, que la alondra cantará y Cookie querrá un poco de ese mismo amor. No huyas, no sientas terror, que Dios clamará por tu perdón. Ay mi cumparsita, que tanto has luchado por moverte entre lazos y apremios, entre palabras y comprensiones incomprensiones. Entre preguntas de antiguos amores descarriados. Qué lástima que tu cabeza no siga esta locura. Qué pena que el olvido no pueda siquiera salvarme. 

Desde el balcón recuerdo cada gesto, y esa manera tan seductora de comer chocolate. De bailar bajo el neón desbordante. De acariciar a extraños intocables. Verborrea. Eso es lo más frustrante. No me quites el sombrero, que nos mira mi madre.

Llámame algún día, o al menos, ámame entre manjares. Que hoy sólo deliro entre los de tu clase. Me cortaste un pelo, o solo medio. Sólo el tango lo sabe. Dame ese anillo y abre. Delírame. Sólo abre.

martes, 31 de julio de 2018

Lucas

Eran poco más de las seis de la mañana, y el mundo entero estaba patas arriba. Lucas suspiró de nuevo, casi con desánimo, dejándose llevar -una vez más- por la avariciosa sensación de tomarse una copa más. No se acordaba de la última vez que amanecía sin resaca, pero tampoco le importaba mucho. 

Reptó medio inconsciente hasta la cocina y descubrió que ya sólo quedaba una litrona de cerveza que unos días antes había abandonado a medias, vencido por la borrachera, ya sin gas y con cierto sabor a nevera.

Se sentía deprimido y algo rancio, como el ambiente de su salón, viciado por el humo y el olor concentrado a whisky barato. Cogió un disco al azar de la estantería y lo metió dentro del reproductor. Tenía ganas de animarse un poco y olvidarse de la abulia que le consumía desde hacía ya más de diez meses. Se tumbó en el sofá, esperando a que sonara la primera canción, con la esperanza de que se tratara de algún hit del verano del 82. Pero se sorprendió sobremanera cuando se encontró con uno de los más -tétricos y deliciosos- nocturnos de Chopin. Movió la cabeza al son de la melodía, como lo hacen los macillos del piano. Dio un sorbo a aquel brebaje repugnante y disfrutó de cada nota, sintiéndose de nuevo un niño, cuando merendaba en casa de su abuela pan con chocolate. Cuando jugaba al escondite y la emoción le perseguía, cuando el viento tenía ese ligero punto placentero. Y se planteó una vez más qué era la muerte, para qué servía, por qué estábamos vivos. Nunca entendió lo que que era la vida, ni falta que le hacía...

Y de nuevo se acordó de Laura, aquella chica de mirada penetrante que le conquistó el corazón en su juventud, a pesar de que la cosa nunca llegó a mayores. Recordaba su sonrisa inquieta, y su forma maravillosa de oler los bombones antes de dar el primer mordisco. Se acordó de Laura, y se maldijo por no haber tenido la valentía de invitarla aquel mes de julio a tomar un helado y dar un paseo juntos. 

Ahora Lucas se enfrentaba a la peor de sus suertes. Había pasado gran parte de su vida adulta cuidando de una mujer enferma. Se había casado con ella, aunque aún no recordaba muy bien por qué. Hizo acopio de todas sus fuerzas por recordar el día en que la había conocido, sentada en un parque con un vestido fino de algodón. Parecía una mujer delicada, aire fresco, como hierba recién cortada. Salieron juntos apenas unos meses antes de que ella le dijera que padecía de leucemia. Fueron unos años muy duros, en los que él se sintió responsable de ella. Era tan vulnerable y estaba tan sola y tan enferma, que no se le ocurrió nada mejor que proponerle matrimonio para aliviar -de alguna forma- su pena. Y así pasaron los días, y los meses, hasta que María murió, un frío día de diciembre. Él sostuvo su mano hasta el final, y al entierro no fue nadie más que su antiguo jefe y una prima lejana de Almería. Quisieron decir que todo se había celebrado en la más estricta intimidad, pero sólo él sabía que nadie más quiso ir al entierro de una enferma solitaria y terminal. 

Nadie sabía mucho de ella. Sólo que era una pobre alma hundida, abandonada a su suerte nada más nacer, criada en un orfanato de monjas desde los primeros tres días de vida hasta que conoció a Lucas, que juró cuidarla hasta el día de su muerte. Y él sólo sentía que lo único que había hecho en su vida era velar a una moribunda durante años, con sus altibajos y sus miedos, y quedarse con una mísera pensión de viudedad que al menos cubriría los gastos de su más que evidente alcoholismo. 

Lo que Lucas no se atrevía a decir, ni siquiera a sí mismo, era que siempre había odiado a esa mujer. Le hizo gracia los dos primeros días, cuando acababa de asumir que jamás llegaría a nada con Laura. Pero nunca la había amado y quizá por eso la odiaba. Era su penitencia. Odiaba su forma de vestir, odiaba su manera de hablar, pero sobre todo, detestaba el olor que se quedaba en la habitación después de hacer el amor. Siempre pensó que rompería con ella antes de dar un paso más, pero en el momento en que María le confesó su enfermedad, le pareció inhumano abandonarla. Aún conservaba ese extraño sentido del honor que había heredado de su padre y que le impedía decir a una mujer en su lecho de muerte que se negaba a ser su esposo, aunque fuera sólo por unos días.

Y así llevaba casi un año, arrepintiéndose de sus decisiones, rezando a todos los dioses en los que creía - y en los que no- por que le dieran la paz que no sabía encontrar dentro de sí mismo. Y así llevaba también la misma cantidad de tiempo, si no más, pensando en la única mujer a la que había amado y había dejado escapar, por otra a la que había llegado a odiar por un sentimiento ridículo y antiguo. Y la culpabilidad le carcomía por dentro por decir esas palabras de una difunta, de su esposa, porque no era capaz de verbalizarlos en voz alta.

Quiso alejar todos esos pensamientos, y se centró en el nuevo nocturno que sonaba en el ya malgastado gramófono. Al fin y al cabo, era lo único que le quedaba de su mujer. Y con cada bemol y cada arpeggio se fue quedando dormido, como cada noche, en un plácido sueño etílico. Pero toda la culpabilidad y toda la pena acababan yéndose, aunque fueran unas horas, para no volver hasta el día siguiente. 

Y entonces la música dejó de sonar. Y Lucas durmió.

domingo, 28 de enero de 2018

Ir sola a por hamburguesas

He oído que ayer fuiste sola a por hamburguesas. Pero tú eres mi otra mitad. He conocido a muchos hombres en este impasse. Quizá peco de libertina, o puede que de liberal. Pero, al fin y al cabo, qué es lo que importa. Dan igual todos los poetas, los ligues de una noche, y todas las copas de champagne francés (cava? En serio?). Cualquier persona que te ofrezca cava no merece la pena. Tengo óvulos fuertes, como mis abuelas. Tengo sentimientos fuertes, como mis padres. Y tengo alumnos fuertes, como mi cartera de clientes. Da igual que bebas tanquerai o london. Al fin y al cabo, siempre estás tú al final. Soy un asno en el amor. Como decía Shakespeare....