viernes, 11 de diciembre de 2009

Vida de un piojo

Desde hace casi un mes, cada miércoles y viernes me dedico a despiojar a los niños. Los que me seguís a diario, ya sabéis de qué va el percal...

El primer día, empecé a rebuscar en la cabeza de una niña diminuta, y no quiero ni explicaros lo que salió de aquella exploración, pero lo peor llegó cuando me di cuenta de que según iban pasando por mi lado diferentes niños, adultos e incluso abuelitas, más me percataba de lo fatal que vive esta pobre gente.

No sé cómo describir algunas cabezas, que tienen tantas liendres que después de varias semanas de desparasitación, han cambiado de color, volviendo al moreno original (y abandonando un blanco canoso de lo más desagradable). Todos los días seguimos el mismo procedimiento: empezamos a mirar cabezas, captamos los tres o cuatro bichitos que merodean por la zona con sólo fijar la atención en las raíces de la nuca, con una instintiva e involuntaria cara de asco, cogemos el diminuto bote de loción, y la esparcimos bien por todo el cuero cabelludo.

A los más pequeños les encanta el olor que tiene, que recuerda a la manzana verde, y a los mayores les seduce más el ligero masaje obligatorio por sus cabezas. Cuando el ungüento lleva ya un buen rato, empezamos a lavar bien con champú, y después se colocan encima de un barreño enorme, y se cepillan muy fuerte sobre él para que caigan el mayor número de piojos. Nadie puede siquiera imaginar lo que sale de ahí... Centenares de pipis medio ahogados, que luchan en vano por sobrevivir a mis perversos planes aniquiladores de parásitos. ¡Es repugnante! Antes de venir a Paraguay, me pasé por una farmacia de Pozuelo y me dieron un producto que en teoría prevenía el asentamiento hippioso de los piojos, y cada mañana me rocío por todas partes, me pongo un pañuelo a lo musulmán, y que sea lo que Dios quiera... ¡Pero cómo vuelan los condenados!

Cuando mi cara ya no puede expresar más disgusto, comienzo a cortar el pelo. Ahora nos hemos hecho con una máquina de esas para rapar a los chicos, y me he convertido en la dueña del lugar. Les pongo a todos en fila india y esperan ansiosos a pasar por la silla de barbero que he instalado en el despacho. Van todos igualitos, parecen salidos de la mili, pero ya no les queda ni un sólo bicho, liendre o proyecto de tal.

En cambio las chicas son más complicaditas: unas porque no se quieren cortar el pelo, otras porque sus padres no les dejan, y las menos, porque me piden que se lo corte de las maneras más extrañas. El otro día, Angélica se sienta en mi silla, y me dice: profe Espe, yo lo quiero en "degradé". Y yo la miro alucinada y pienso -para mí- ésta se cree que soy peluquera. Pero con el tiempo y la práctica, me estoy planteando muy seriamente dedicarme profesionalmente a esto, porque ya sé hasta cortar flequillos de tres maneras distintas.

Pero no os creáis que esto acaba aquí, porque cuando pasamos las liendreras por las cabezas recién lavadas, salen piojos a mansalva, de diez en diez, y da igual a quién elijas o cuánta loción le hayas suministrado, porque están todos esos niños plagados de bichos.

Pero lo peor de esta cuestión, es que yo aún no entiendo para qué demonios sirve un piojo. Yo me lo planteaba el otro día, porque yo creo que ni siquiera forma parte de la cadena trófica. Un gusano alimenta al pájaro, y éste a su vez al zorro, y así sucesivamente... Pero, ¿y un piojo? Es un bicho repugnante que te absorbe la cabeza y va saltando de una a otra con el único fin de reproducirse sin piedad... ¿Quizá sea un invento de las industrias farmacéuticas?

Sólo hay dos seres en el planeta cuya existencia aún no he llegado a comprender: los piojos, por supuesto, y las garrapatas.



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