domingo, 18 de marzo de 2012

Mariola - Capítulo 6 - El encuentro

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Mariola llevaba más de dos semanas sin saber nada de Joaquín. Por un lado estaba agradecida al Destino por brindarle este descanso a su sistema nervioso, pero por el otro, no podía evitar plantearse algunas cuestiones, como por ejemplo la importancia que le estaba dando a algo tan absurdo como la existencia de aquel señor. La ventaja de convivir con la enfermedad era que aprendía muchísimo de cada uno de sus inquilinos. Hasta hacía bien poco, Mariola nunca se había preguntado cómo funcionaba su organismo, o dónde estaba ubicado su páncreas. El mayor drama de su vida había sido la pérdida de sus padres, y a pesar de que en un primer momento fue duro, nunca quiso mostrarse trágica. Al fin y al cabo, todo el mundo asume que algún día perdería a sus progenitores, sólo que ella había tenido que enfrentarse a los hechos un poco antes de lo esperado.

De repente sintió cierta rabia hacia el Ser Superior, al que aún no le había puesto nombre. La palabra Dios le generaba cierto repelús, por resultar del todo aburrida. Si realmente existía un Más Allá -o lo que fuere-, tendría que estar representado por un ser cuyo nombre fuese algo mucho más simbólico, puede que incluso atrevido. Dios no significaba nada, o al menos no para Mariola.

Sentía rabia por motivos totalmente convencionales. Se había sumado a la masa para declararle la guerra al infinito, por la enfermedad de cada persona, por la ausencia total de sentido, por la existencia de la muerte, y del miedo, y de la falta de amor. Y a pesar de todas las cosas que veía a diario, de las historias que vivía cada tarde, sentía un profundo dolor en el pecho cada vez que regresaba a casa y tenía que hacer comida únicamente para ella misma. Llevaba cuatro largos años viviendo sola, siempre a la espera de que algún hombre la rescatara de aquel estado dramático -porque sí, lo único que a Mariola le parecía peor que la enfermedad o la muerte, era la soledad-.

Intentaba convencerse de que estaba bien así, de que la gente del hospital la llenaba más que cualquier otra cosa, de que podía hacer lo que quisiese, sin dar explicaciones, sin compromisos ni responsabilidades... Pero era perfectamente consciente de que todo eso no era más que una pose aprendida para no reflejar ni un ápice de su mayor debilidad, y la cruda realidad era que cada vez que alguien le preguntaba por su vida amorosa, un profundo dolor en el pecho le avisaba durante al menos dos horas de que no había cumplido ni por asomo sus propias expectativas vitales. 

Mariola no tenía problemas físicos ni mentales, aún estaba de buen ver, y a pesar de que se consideraba un poco fantasiosa, siempre pensó que algún hombre la querría. Pero al parecer, los hombres olían su miedo y huían, al igual que los animales... Definitivamente -pensó- los hombres eran como los perros. Su gesto se torció aún más, y empezó a refunfuñar en voz baja. Esa era siempre la consecuencia de su frustración: un enfado nada productivo contra el mundo por sus múltiples desgracias inverosímiles. 

Salió del hospital con cara de pocos amigos. Ese día estaba agotada, y lo único que le apetecía era alquilar varias comedias románticas que al menos apaciguaran su necesidad afectiva, al saber que en algún instante remoto y ficticio un hombre fue capaz de enamorarse de una pobre bibliotecaria bastante sosa, o de una solterona adicta a la bebida, o incluso de una prostituta inculta. Se prepararía un bol gigante de palomitas y se alimentaría de las ilusiones ajenas...

Se montó en el autobús, y se bajó dos paradas antes de lo habitual para ir al videoclub. Caminó un par de manzanas hasta el diminuto local de la esquina, y empujó la puerta de cristal. No conseguía abrirla, absorta en sus pensamientos, hasta que se centró en el enorme cartel colocado justo encima del pomo: cerrado por vacaciones. No podía creerse su mala suerte, y alzó los brazos en el aire en un gesto de profunda indignación. Dio la vuelta para volver a su casa. Estaba claro que el Destino no quería que continuase con su plan ligeramente depresivo, por lo que trató de cambiar de actitud, al menos en su mente. Quizá podría darse un baño de espuma con aquellas sales que se compró hace más de un año y que jamás llegó a utilizar. Sí, un baño sonaba fascinante. La idea empezó a cobrar forma en la cabeza, y casi -casi- podía sentir sus músculos mucho más relajados. 

Llegó al portal y entró en casa. Se desnudó, siempre fiel al ritual, se acercó al cuarto de baño para encender el grifo, y acto seguido fue hasta la cocina para descorchar un chardonnay con el que acompañar la velada. Ya empezaba a sentirse mucho mejor, y la sonrisa había vuelto a su cara. Cuando el baño estuvo preparado, se metió poco a poco, notando cómo el agua caliente iba desentumeciendo cada parte de su cuerpo. Se colocó cuidadosamente un paño en la cabeza para evitar el contacto de la espuma con su pelo, y repasó la última conversación que había mantenido con Joaquín Ferrero. Él le había dicho que se estaba guardando un as en la manga o algo así. El problema de hablar de estas cosas en presencia de un niño, y encima camuflarlo con cuentos de hadas, era que le generaban cierta confusión a la hora de interpretar las intenciones del otro. ¿Qué tipo de estrategia podía estar preparando aquel granuja? Sus pensamientos fueron derivando en todo tipo de ideas surrealistas, a cada cual más estúpida, por lo que decidió reconducir su mente hacia puertos más seguros, como campos de margaritas, o de amapolas, o de tulipanes amarillos. La nueva imagen la tranquilizó sobremanera, aunque el rostro de Joaquín siempre estaba presente de alguna manera, persistente, inquietante, perenne...

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El baño del día anterior había resultado de lo más productivo. Aproximadamente una vez al mes le entraba uno de esos berrinches, y de la misma manera que llegaban, desaparecían. Afortunadamente aquella vez había durado poco, y a la mañana siguiente no quedaba ni un ápice de odio en su interior. Su madre siempre le decía que por la noche los males eran muy negros, pero cuando amanecías la vida ya tenía otro color. 

Mariola abrió la ventana de su habitación y se dio cuenta con profunda alegría de que hacía un día muy soleado. Se vistió con un sencillo vestido de algodón de color amarillo, y se fue al centro de la ciudad dando un paseo. Le encantaba caminar cuando hacía buen tiempo, y notar en su piel el calor del sol matutino. 

Bajó las escaleras para salir a la calle, y en cuanto llegó a la esquina se percató de que había sido demasiado incauta con su atuendo, ya que aún era marzo y a pesar del sol, corría una brisa heladora. Subió de nuevo a su casa para coger una chaqueta y reanudó su marcha.

Como era sábado, había aprovechado para quedar con Mar, su amiga de la infancia, a la que hacía meses que no veía. Llegó a la cafetería antes de lo acordado, pero no le importó, ya que aprovechó para tomarse un café tranquilamente mientras leía el periódico. En realidad no le importaban mucho las noticias que aparecían en los diarios, pero le hacía sentir como la protagonista de una película antigua, que iba a un café parisino y entablaba conversación con bohemios e intelectuales. A veces llegaba a fantasear con la idea de disfrazarse, y ser cada día una persona distinta, de personalidad marcada y una historia personal fascinante, aunque nunca llegó a hacerlo, por temor a que alguien la reconociera...

A mediodía llegó Mar al bar, y se sentó junto a ella. Estuvieron hablando durante un rato hasta que al final su amiga le confesó que estaba embarazada de su segundo hijo. Se podía percibir la ilusión en su rostro, y Mariola sintió cierta envidia por la noticia, pero compartió su alegría y la abrazó para darle la enhorabuena. 

Estuvieron juntas poco más de una hora, y salieron de la cafetería prometiendo volver a verse la semana siguiente. Mariola sabía que eso no sucedería, y era más que probable que no quedasen de nuevo hasta que Mar tuviera el bebé. Desde que sus amigas habían empezado a casarse y a tener hijos, estaban demasiado ocupadas con sus nuevas vidas para salir con ella, lo que le parecía comprensible, aunque no significaba que le gustase...

Aún era pronto, y dado que hacía tan buen día, Mariola se quedó a pasar la tarde por el centro. Siempre le había gustado ver los escaparates, y disfrutar con la infinidad de acentos que se paseaban por su ciudad a cualquier hora del día. Allí el ambiente tenía un algo especial, y ella quería contagiarse de su magia. 

Se encontró frente a un parque muy bonito, y decidió quedarse a comer en una de las terrazas que había justo al lado. Se sentó en la que más le gustó, y pidió una ensalada de pollo con una copa de vino tinto. Se puso a observar a un grupo de niños que jugaban en los columpios, y pensó que era una verdadera lástima que sus niños del hospital no tuvieran nada de todo eso. Pensó en mil soluciones a esta nueva cuestión que le rondaba la mente y llegó a la conclusión de que le pediría a don Íñigo -el director del hospital- que comprase columpios a modo de pago por su primer mes de trabajo remunerado como conserje. La idea le produjo un enorme placer, y dado que ya estaban casi a final de mes, buscó en el bolso un trozo de papel y empezó a elaborar la lista que le pasaría a don Íñigo para que cubriese las necesidades de su trabajo en el hospital. 

- Disculpe señorita, ¿le importa si la acompaño?

Mariola se puso tensa al reconocer aquella voz grave.

- ¡Joaquín! Bueno, yo... -se había quedado sin palabras-. Estaba esperando a alguien.
- Perdona, no sabía que estabas acompañada. 
- Sí, mi novio está a punto de llegar -las palabras habían salido disparadas de su boca. No comprendía por qué había mentido tan descaradamente a Joaquín, ni tampoco sabía cómo podía salir de aquel embrollo-.
- ¿Tu novio? No sabía que salieses con alguien...
- Tú y yo no somos amigos, así que no te cuento las cosas que pasan en mi vida.
- ¿Y cómo se llama ese novio tuyo? 
- Pablo.
- ¿Pablo? ¿Y a qué se dedica?
- Es ingeniero de caminos. 
- ¿Y cuándo le conociste?
- ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio? -Mariola temía haber caído en su propia trampa, y ya estaba pensando de dónde podría sacar a un hombre que se hiciese pasar por su novio-.
- No, es sólo curiosidad. 
- Ya te he dicho que no somos amigos, y yo sólo comparto mi vida con mis amigos. 
- Bueno, quizá algún día lleguemos a serlo... 
- Señorita -dijo el camarero interrumpiendo la conversación-, aquí tiene su ensalada de pollo. ¿Quiere que le traiga pan?
- Sí, gracias -contestó-.
- ¿Y usted, caballero, quiere que le traiga algo? -preguntó a Joaquín-.
- Pues sí, lo mismo que ella.
- De ninguna de las maneras -añadió Mariola-. El señor se marcha.
- ¿Señor? -insistió el camarero a Joaquín-.
- Tráigame lo mismo que la señorita, por favor -respondió sosteniendo la mirada a Mariola-.
- Claro, jefe, en un minuto se lo traigo. Qué nerviosa tiene hoy a la parienta, ¿eh?
Mariola lanzó una mirada de odio a Joaquín mientras miraba al camarero alejarse entre risas.
- No soy su parienta -respondió ella indignada, consciente de que ya no podía oírla-. ¿Acaso te resulta divertido? -inquirió a Joaquín, que se estaba riendo a carcajadas-.
- Sí, mucho.
- ¡No entiendo cómo un niño tan adorable como Diego puede tener un padre tan odioso como tú!
- Yo también te resulto adorable.
- Eso no es cierto en absoluto.
- Sí, sí lo es. Sino, ya te habrías ido hace un rato.
- Hay gente que tiene modales...
- Por cierto, si realmente estabas esperando a tu novio, ¿por qué has pedido la comida antes de que llegara él?
- Pues porque puede que... -empezó a balbucear- !No tengo por qué darte explicaciones!
- Es cierto, no tienes que explicarme nada, aunque si fueras mi novia, jamás te dejaría plantada.
- ¿Quieres decir como aquella vez que quedamos y llegaste una hora tarde?
- Eso es diferente.
- ¿Ah sí? ¿Y por qué?
- En primer lugar porque estaba de guardia. En segundo, porque he dicho si fueras mi novia... Y además porque entonces sólo sabía de ti lo que me habían contado... Ahora es diferente.
- ¿Crees que me conoces? -respondió con tono irónico-.
- Sé reconocer algo bueno cuando lo veo, y me hizo falta muy poco para saber que me gustas. 
- ¿Qué te crees, que soy un producto que puedas comprar? -Mariola trató de restar importancia a ese último comentario-.
- Sólo sé que cuando algo me gusta, siempre lo consigo.
- Eres un soberbio.
- Yo prefiero pensar que soy un luchador. 
- Aquí tiene jefe, su ensalada. ¿desean que les traiga algo más? -el camarero había vuelto para traerle a Joaquín su comida-.
-  Querida, ¿quieres algo más? -le preguntó Joaquín con una amplia sonrisa-.
- ¡No! -su mirada echaba fuego-.
- Todo en orden, entonces. Muchas gracias por todo -el camarero desapareció al instante-.
- ¡No soy tu querida ni pienso serlo jamás! ¿Te ha quedado claro?
- Clarísimo. Esta ensalada no sabe a nada. ¿De verdad que te ha gustado? -Joaquín la miraba con aire despreocupado, como si ella estuviese encantada con su presencia-.
- Se me está haciendo tarde. Creo que me voy a marchar ya... -dijo ella mientras se levantaba-.
- ¿Y tu novio? -dijo él con cierto tono irónico-.
Mariola no sabía qué decir. Estaba dispuesta a cualquier cosa antes que reconocer a Joaquín que le había mentido.
- Está claro que no ha podido venir. Sus razones tendrá. 
- Sus razones tendrá seguro... -dijo. Él también se incorporó, dejó una cantidad de dinero más que suficiente para pagar la comida sobre la mesa, y se acercó a Mariola para agarrarla por la espalda-.
- ¿Pero qué estás haciendo? -contestó ella-.
- Acompañarte -él respondió con total normalidad, como si fuese algo que llevasen haciendo toda la vida-.
- ¿Y a dónde te crees que me acompañas? -Mariola no era en absoluto consciente de que ya estaban andando por el parque. Él la guiaba, con su mano derecha colocada estratégicamente con firmeza y suavidad sobre su espalda. Joaquín la apoyó sobre uno de los árboles que estaban más apartados del barullo de los niños-.
- A enseñarte de verdad lo que es un cuento de hadas -entonces él se inclinó, y la besó-.

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