miércoles, 5 de septiembre de 2012

Mariola - Capítulo 7 - La cacería

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Cuando Mariola se despertó se sentía desorientada. No sabía exactamente dónde se encontraba, y le costó algo más de un minuto adivinar -más bien suponer- lo que había sucedido la noche anterior. 

Desde que Joaquín la besó sin previo aviso, unos meses antes, había tomado la firme determinación de dejar de ser la mojigata que todos creían, que ella se consideraba. Ese mismo día, había salido de compras, sola, y había hecho lo que las revistas de moda llamarían una renovación de vestuario. Adiós a las camisas sencillas y a las faldas a la altura de la rodilla. Ella siempre había sabido que no era una Marilyn Monroe ni una Rita Hayworth, pero al fin y al cabo, había pocos hombres de su edad que supiesen quiénes eran esas divas despampanantes. El mundo estaba algo loco, y parecía que la mujer más atractiva era la que más carne enseñaba...

Llegó algo exhausta a casa, con unas ganas locas de meterse en la cama, pero su propósito de dar un cambio radical a su vida se habría visto frustrado, una vez más, por su impertinente sueño, y eso era algo a lo que no estaba dispuesta a renunciar esta vez. Se dio una ducha rápida, se peinó cuidadosamente siguiendo las instrucciones de un video casero que había encontrado en youtube, y se maquilló los ojos negros, tan rasgados como los de un gato. Se miró en el espejo para aprobar mentalmente el resultado, y se dio cuenta -muy a su pesar-, de que con ese aspecto jamás conseguiría conquistar a un caballero de los que ya no quedaban, de los que te retiran la silla para que te sientes en un restaurante lujoso, o los que se adelantan al camarero para pedirles, con una simple mirada, que te sirvan otro chardonnay. Pero estaba claro que ella ese día no quería caballeros, sino hombres, y por primera vez en su vida, se dio cuenta de que iba a salir de caza.

Se sentía extraña, casi díscola, y se atrevió a juzgarse por aquella actitud tan reprobatoria. Oyó a lo lejos la voz de su madre tachándola de fresca -por no usar otra palabra mucho más apropiada-, pero estaba decidida a hacerlo, y al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Merecía divertirse, merecía disfrutar de su juventud, y merecía algo más que un puñado de amigas embarazadas, una casa vieja, y sus queridos -aunque poco futuribles- inquilinos del hospital. 

Cogió uno de los nuevos bolsitos -bastante inútil, por cierto- en el que apenas cabían las llaves, el carnet de identidad, y un billete arrugado de 50€. Pensó que los hombres eran muy caros, ya que ella jamás en la vida se había gastado tanto dinero en un solo día, pero acalló sus pensamientos y se convenció de que al menos la experiencia valdría la pena. 

Dos horas y 59 minutos después -porque sonaba mejor que decir tres horas exactas- salió de su casa dando un portazo, con la cabeza bien alta, y una duda de lo más inquietante: ¿a dónde demonios iría ahora?

Empezó a andar calle abajo, pero en seguida se dio cuenta de que si continuaba caminando, los pies comenzarían a dolerle de un momento a otro a causa de los altísimos tacones de aguja. Miró a su alrededor, y vio que se acercaba un taxi por el sentido contrario. Salió corriendo, casi persiguiendo el coche, hasta que el conductor se percató de su presencia, y frenó en seco. Ella entró rápidamente orgullosa de su recién estrenada espontaneidad, y le suplicó al taxista que le llevara a cualquier sitio en el que hubiera música, alcohol y hombres. Quiso que su voz resultara atractiva, y demostrar una seguridad de la que evidentemente carecía, por lo que puso acento extranjero y fingió que estaba en la ciudad por negocios y necesitaba divertirse. El señor se limitaba a asentir con la cabeza, y condujo al menos diez minutos callejeando con la clara intención de sacarle unos cuantos euros más de los necesarios. Ella se hizo la tonta para confirmar su estúpida nacionalidad indeterminada, simplemente extranjera, y le pidió con su acento indescriptible y macarrónico que se diera prisa. 

El taxi paró al final de una calle, justo delante de un local cuyo umbral custodiaban dos negros gigantes, iluminados por lo que debían ser diez millones de luces. Ella bajó del coche, se irguió, y empezó a caminar hacia la entrada con toda la decisión de la que fue capaz. El negro de la derecha le abrió la puerta para que pasara, y se sintió un poco aturdida al entrar debido al ruido y al gentío aglutinado en aquel sitio. Visualizó una de las tres barras que había en ese piso, y se dirigió rápidamente a pedir una copa. El camarero la miró de arriba a abajo, con un aire relativamente insultante. 

- Whiskey. Solo. 

Se sintió muy atrevida. Era la primera vez que pedía un whiskey, iba a ser la primera vez que probase una bebida con más graduación que el vino, y era también la primera vez que había pedido algo sin decir por favor. Creyó que ser maleducada por una noche iba bien con su recién estrenada personalidad.

El camarero no le quitaba los ojos de encima, y preparó su copa sosteniéndole la mirada deliberadamente. Cuando terminó de servirle, dijo:

- ¿Algo más... señorita?
- Sí, que dejes de mirarme las tetas. 

Mariola no se lo podía creer. Estaba en racha. Cogió el vaso y se lo bebió de un trago, golpeándolo después contra la barra con fuerza a modo de petición tácita de que le rellenara la copa. Cuando el camarero se giró para coger de nuevo la botella, ella abrió la boca todo lo que pudo para intentar expulsar el fuego imaginario que le salía a borbotones de la garganta, pero en cuanto sus miradas se cruzaron una vez más, retomó su actitud desafiante. 

Mientras cogía la segunda copa de la noche, decidió tomárselo con más calma, en primer lugar porque quería saborear el whiskey para hacer una valoración objetiva de si le gustaba o no, y en segundo, porque quería volver a su casa de cualquier manera excepto en ambulancia. 

Echó un rápido vistazo a la discoteca. Había una pista de baile con bastantes personas, en su mayoría mujeres, bailando lo que supuso que serían las canciones de moda, y a lo lejos una pequeña sala con sillones amplios y mesas bajas. Se le antojó sentarse un rato para seguir observando el local desde otra perspectiva, así que anduvo la corta distancia que separaba la barra de la salita, y se sentó en la primera butaca que encontró libre. 

- Disculpa, pero no puedes sentarte aquí -le dijo un crío, de unos 18 años, vestido con el mismo polo que todos los camareros-.
- ¿Y eso quién lo dice? -se animó a contestar-.
- Esta es una zona reservada para los vips. 
- ¿Y qué te hace pensar que yo no soy una de esos vips?
- No tienes la pulsera amarilla que identifica a las personas que pueden estar en esta zona, así que lárgate. 
- Y tú no tienes dos ojos en la cara. Deberías ir a preguntarle a tu jefe si puedo o no estar aquí, y tendrás suerte si no te pone de patitas en la calle.

El chico se quedó mirándola, medio embobado, quizá tratando de recordar aquella cara o poniéndole un nombre. Dudó un par de minutos y se marchó. Mariola sabía que tenía todas las de perder, y si el chaval se decantaba por consultar al responsable, lo más probable fuese que acabaran echándola a patadas de aquel antro, aunque prefirió correr el riego. Al fin y al cabo, nadie la conocía allí y esa era su primera cacería. No entendía cuál sería el concepto de VIP en esa discoteca, quizá un miembro de la aristocracia, o un famoso, o simplemente un cliente habitual, pero estaba claro que ella no era ninguna de esas tres cosas. 

Estaba absorta en sus pensamientos cuando se le acercó un hombre que debía tener algo más de 30 años. Se sentó en la butaca contigua sin pedir permiso, y se inclinó hacia ella con la clara intención de empezar una conversación:

- Hola, nena -dijo-.
- ¿Qué pasa, acabas de salir de una peli de los 60?
- ¿Perdona?
- ¿Qué quieres... nene? -contestó Mariola haciendo hincapié en las dos últimas sílabas-.
- Conocerte.
- ¿Por qué?
- Porque eres la mujer más guapa que he visto en mi vida.
- ¿Eso te funciona con todas?
- Con la mayoría. Soy Ricky.
- Muy bien, Ricky, ¿por qué no te buscas a una adolescente a la que te puedas camelar con un par de palabras tontas?
- Porque me gustas tú.
- Mala elección. Respuesta incorrecta.
- ¿Por qué no me dices lo que quieres oír para acortar la charla de rigor y nos podemos ir de una vez a echar un polvo? -Mariola dio un sorbo largo a su whiskey, que por cierto no le gustaba en absoluto, pero prefirió tomarse unos segundos para contestar y disimular su sorpresa ante aquella proposición-.
- Ricky, si fueras una nube, ¿dónde lloverías?
Ricky se rascó la cabeza con los nudillos, posiblemente tratando de encontrar una respuesta ingeniosa a una pregunta que muy probablemente jamás le habían hecho.
- ¿Qué pasa, tía, que te va a bajar la regla y tratas de inspirarte pensando en anuncios de compresas?
- Vete a probar en otro sitio, aquí no tienes nada que hacer.
- Puedo hacer que te echen del reservado.
- Inténtalo.
- ¿Pero quién coño te crees que eres para rechazarme? ¡Frígida!
- La señorita te ha dicho que te vayas -una voz grave salió de detrás de ella. Mariola se giró para comprobar quién era aquel hombre que había salido a defenderla, y sintió una profunda decepción al darse cuenta de que no era Joaquín, sino un hombre cualquiera de los muchos que rondaban la ya aburrida sala VIP-. Toma cariño -dijo él refiriéndose a ella-, te he traído la copa, como me pediste -y esa afirmación tan rotunda puso punto final a los aires de gallito de Ricky, dejando un leve aroma a pachulí y a chulo de barrio-.

Ese era el último recuerdo que Mariola tenía almacenado en su memoria. Se incorporó ligeramente, apoyándose sobre los codos, y descubrió que no llevaba su atuendo de tigresa, sino un ligero camisón de satén, estaba en una cama que no era la suya, y un hombre -quizá el salvador de la última copa- le miraba desde el otro lado de la habitación.

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1 comentario:

posicionamiento seo dijo...

interesante post, saludos desde chile.