La primera vez que fui al cine, mis padres me llevaron a ver La Cenicienta. Después de aquel día, cuando vi una calabaza gigante bien madura, yo creía que vendría el hada madrina a conventirla en un carruaje elegante y cursilón, que me llevaría a conocer a un príncipe multimillonario que se enamoraría de mí a primera vista. Daba igual que Cenicienta fuese una mujer tristona rodeada de mugre, porque lo mejor estaba por llegar...
Un tiempo después, vi La Bella y La Bestia. En este caso, el concepto cambiaba: ya no soñaba con un apuesto príncipe azul, sino con una bestia horrible y gruñona, que después de tratarme fatal, un día yo -la supuesta princesa- le rescataría de unos lobos hambrientos, y entonces se transformaría en un hombre apuesto que también viviría en un palacio impresionante. No importaba el hecho de que estuviese secuestrada en un castillo (casi) en contra de mi voluntad, porque lo mejor estaba por llegar...
Después de ver Blancanieves y los Siete Enanitos, pasé una larga temporada con aprensión a las manzanas. Y tras ver La Bella Durmiente, temía dormirme y no despertar durante cien largos años, una vez más a la espera de que ese valiente caballero me besara para salvarme de mi maleficio. Daba igual que hubiese estado escondida en un bosque toda su vida, o que dormir tantos años no te matase de inanición, porque por supuesto, lo mejor estaba por llegar...
Cuando vi El Rey León, mi visión sobre los animales en general, y sobre los leones en particular cambió radicalmente. Desde aquel momento, cada vez que iba al zoo imaginaba románticas historias de amor entre el macho y alguna de las hembras, sus futuros bebés, y sus amigos monos, jabalíes y demás bichos amigables. Pero en realidad, todo daba igual, porque la esperanza en llegar a ser amiga de los leones le otorgaba un nuevo sentido a la realidad, y reafirmaba la idea de que lo mejor estaba por llegar...
Pero la verdadera revolución llegó cuando vi Aladdin. Sí, definitivamente esa película marcó un antes y un después en mi vida. Me encontraba ante una princesa caprichosa, mimada, terca y pseudo-depresiva, que constantemente estaba negando todas las oportunidades que el destino le brindaba: una larga lista de príncipes hacía cola a las puertas de su magnífico palacio árabe. Una princesa de ojos moros, atractiva, rica y medio desnuda, que se contoneaba para conquistar al malo y enamorarse de un ladronzuelo sin oficio ni beneficio. ¿Y qué te esperaba pensar, que lo mejor estaba por llegar?
Empecé a sentarme sobre la alfombra del salón convencida de que saldría volando, rozaba las lámparas de mi casa con la esperanza de que saliese un genio que me concediera tres deseos, y pensaba que existirían cuevas misteriosas llenas de tesoros... Claro, que hasta ahora el único personaje de Disney que realmente era azul era el genio.
Ya me he cruzado con muchos príncipes en mi vida, pero eran amarillos, negros, rojos, verdes o rositas. Y ni un solo genio. Ni uno solo.
¿Y qué me espera pensar? ¿Que llegará alguien que me rescatará de mi vida? ¿Una vida que jamás acabará en un palacio, con un príncipe rico? ¿Que jamás tendré que preocuparme por el trabajo, o por el alquiler, o por tener amigos? Para qué, si hay en alguna parte un príncipe azul que se encargará de resolver esas y muchas otras cuestiones. Un príncipe que me querrá siempre, incondicionalmente, independientemente de lo que hago, de si engordo o adelgazo, de si estoy triste o alegre, de si doy una fiesta o me quedo leyendo en la cama, de si escribo o veo una peli...
Pero lo peor de todo, es que sigo pensando, aún a día de hoy, a mis 25 añazos, que lo mejor está por llegar...
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