miércoles, 9 de marzo de 2011

Y volví de Stuttgart (Recuerdos polacos)

Hace un par de semanas me fui a Stuttgart a pasar unos días agradabilísimos, entre la nieve y los recuerdos polacos. Todo, hasta la más pequeña de las flores que adornaban la habitación del hotel, me devolvía a aquel diminuto pueblito llamado Lodz, en que los judíos asentaron su guetto justo antes de la Segunda Guerra Mundial, y años más tarde, los comunistas construyeron bloques inmensos de hormigón a modo de viviendas casi compartidas.

Cuando vivía en Polonia no tenía blog, no divulgaba mis experiencias en una especie de ventana al mundo, aunque puedo asegurar sin un ápice de temblor en las manos que aquel año marcó un antes y un después en mi vida. No sé por qué y sí lo sé. Las calles casi imperiales, casi rusas; los abrigos de pieles, los gorros forrados, los guantes de esquiar, y el frío... Ese frío que te cala hondo, que se te mete en los huesos, que tiene un olor tan intenso, que hasta duele en cuanto lo intuyes. Ese olor a nieve, a frío, a antiguos sufrimientos, a otras vidas, a mucha muerte...

Viví en Polonia un año, y aprendí muchas cosas de la vida. Aprendí a mirar con otros ojos, a compartir mi vida, a cuidarme sola. Aprendí a viajar como me gusta, a disfrutar con un buen sauvignon blanc de Israel y con un cabernet chileno. Aprendí que nada es para siempre, aunque a veces parezca que es irrompible. 

Hace unos días me fui a Stuttgart. Era mi regalo de cumpleaños a mi amiga Ana: irnos las dos al concierto que André Rieu daba el 26 de febrero en una pequeña ciudad de Alemania. Y allí nos fuimos, de nuevo forradas cual cebollas frioleras, cubiertas hasta los pelos con abalorios varios ex-polacos, y empezamos a pasear por las magníficas calles de la Alemania de hoy.

Y entonces sentí pena. Ya me pasó esto cuando estuve en Berlín hace un par de años... ¿Por qué los alemanes tienen avenidas espectaculares, un nivel adquisitivo envidiable para el resto de los europeos, un país totalmente reconstruido, nuevo... bonito? En cambio vas a Polonia, al país de la derrota, a la cuna de Auschwitz, a las caras largas, los sonidos tristes, las tardes deprimentes, y no hay un sólo rincón, una esquina o una sombra que no reflejen el pasar de la guerra por sus entrañas.

Y ahora me he visto una vez más ante el enemigo -yo me siento muy solidarizada con el pueblo polaco-, con sus hoteles capitalistas, sus museos y sus tranvías, y no puedo evitar pensar que ahí también está la guerra presente. Se siente la culpa, el bochorno, la desesperación, y la profundidad de los pensamientos de las viejitas que se sientan a tomar el té en corrillo. Puede que perdieran y ahora no lo parezca. Puede que los padres de estas señoras se dedicaran a matar judíos. O puede incluso que ellas mismas tuviesen que huir de los nazis. En cualquier caso, da igual lo bonito o desarrollado que parezca ese país. La guerra existió, fue una realidad, y por mucho que omitan hablar sobre el tema, yo les siento aún más desgraciados que cualquiera de los antiguos países del este. Y aquí es donde me doy cuenta, de verdad, de que el dinero no da la felicidad. Ni la da, ni la compra. 


Ana y yo en Lodz (Polonia) en nuestro cumpleaños 2007

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