Estaba de espaldas al mundo, y notaba cómo unos
ojos increpantes se fijaban en mí, en mis manos. Preferí no darme la vuelta y
disfrutar del regustillo de saberme admirada.
Cogí algo, como despistada, y jugueteé con mi
pelo, consciente del efecto que quería provocar. Quizá estaba resultando
ridícula, pero había que intentarlo. Mi cabeza empezó a vacilar, imaginando
formas fabulosas, casi místicas, totalmente fantasiosas. No era yo, sino otra
persona jugando a seducir. Tú eras tú, con esa gracia y ese enfoque protector
que me embriagaba hasta dejarme sin aliento, que me desnudaba en sueños ante
ti, que me dirigía cabizbaja hasta tus ínfimas fantasías eróticas. Sonó
una voz en mi conciencia que me obligaba a detener ese juego al instante,
gritándome lo tonta que era por concederme ese segundo de magia. Y yo escuchaba
a la dichosa voz, más por miedo que por obediencia. Los ojos seguían
incrustados en mis movimientos, y no había nada que yo pudiera hacer para
detener ese profundo latigazo de placer al saberme querida. Mi razón y el deseo
estaban batiéndose en duelo, y ni siquiera sabía de qué lado
posicionarme...
Decidí dejarlo estar, temblando de pánico,
sabiendo que quizá estaba renunciando al amor de mi vida, consciente de que,
tal vez, te estaba haciendo un favor. De repente sentí un calor inhumano,
casi tan candente como el infierno de Asunción en enero. Salí de la habitación
sin mediar palabra, y pude adivinar en tus ojos un ápice de sorpresa, una
profunda decepción. Era tan difícil relacionarme entre silencios...Me seguiste
con la mirada, una vez más, y tus pasos siempre llegaban a donde yo estuviera.
Volqué mis frustraciones sobre un cacharro viejo, lleno de manchas de grasa
seca. Lo froté dejándome el aliento. Quizá mi piel también tenía pequeños trozos
de tomate desde hacía días y no me atrevía a rascarlos...
Alguien se interpuso, mirando a ambos lados de
la partida, e intentó cortar la tensión que había en el ambiente. Quizá contó
un chiste, no lo recuerdo bien, porque yo sólo podía pensar en esos ojos que me
miraban el alma, que se deleitaban con mis manos en la mundana labor de fregar
un plato, que soñaban que acariciara su cuerpo desnudo, que lo besara, que me
hacían el amor. Pasaron mil años en el transcurso de esa mirada fiel,
inconmensurable, irremplazable, infinita. Mil años pensando, soñando, sabiendo.
Mil años con el poder de amarlos, con el poder de destruirlos. Esa mirada que
me lo daba todo en un guiño, que me lo seguía dando en un
suspiro. Entonces me di la vuelta, y yo también quise mirarte. Quise saber
quién me amaba tanto, en silencio, distante. Y mi mirada se volcó en tus
labios, y ya jamás subieron. Una fuerza sobrehumana me impulsó hasta tu mano,
suave y fuerte. Tu mano. Te acaricié suavemente, y sentí tu expectación. Tu
respiración empezó a agitarse, y tus labios -¡tus labios! - se arrugaron
gritándome callados que te diera un beso.
Entonces me lancé hasta tu boca, inocente y
tonta como antaño. Quise darte un beso de película, pero la timidez se apoderó
de mí. Empecé a apartarme rápidamente, y traté de pensar en un par de palabras
superfluas para disculparme por mi osadía, y así esconderme en una máscara de
locura transitoria y frivolidad. Entonces tú me agarraste con fuerza, pegándome
aún más si cabe a ti, rozando tu nariz con la mía, dejándome saber lo que
estabas pensando. Y ya nunca más me dejaste ir.
Me cogiste de la mano, y me miraste en serio por
primera vez. Me viste real y me hablaste del pasado. Entonces me montaste en el
coche, y me llevaste a todos lados: a la barrera de coral, a la lluvia de mayo,
a la biblia azul, al Teide y otra vez a tus brazos. Y allí me quedé, y aquí
estoy aún, a tu lado. Suspirando por los rincones, extasiándome con tus
halagos, llenándome los huecos con lisonjas y con harapos.
Yo estaba de espaldas al mundo, y tú te fijaste
en mí. Preferí no darme la vuelta. Prefiero seguir aquí. Tú sabes por qué...
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