Creo que me caigo en cada baldosa que piso con la mente, sin apenas levantarme de la cama ya me siento nadie, menos que nadie: menos nadie. Me preocupo; yo sólo me preocupo por ti, y por mí, y por ellos. Siempre todo está en mi cabeza pero no sale a airearse ni un mísero instante.
Y da rodeos, y reflexiona, y se ahoga. Pero sigue fumando neuronas entre suspiros racionales, que ni siquiera acompañan a otros pensamientos aún más sinceros, reales, adustos, imaginables, odiosos, banales, idiotas, austeros, razonables. Y no te confundas, que te odio. Te odio por tu volatilidad mental, por tus puñales venenosos que no contagian, pero matan, liquidan y amotinan en los bares caseros de las abuelas bisabuelas. Y te odio por tu inconmensurabilidad, por dejar de ser íbice y transformarte en óbito, por rasgar las vestiduras de mis queridas amigas: las uvas. Y te odio por no regalarme aquel cetro líquido que tanto me costó recabar.
Te odio por permitir aquella trinca, aquel momento envilecido por el apremio del trastorno noctámbulo. Te odio por votar a favor de motivos políticos algo rancios y colegidos a los ajenos. Te odio por inficionar mis pensamientos algo perversos, por conseguir que desee una conmutación alienígena pasajera, y que esboce los palabros achampañados que te ensombrecen cual guía espiritual.
Te odio, y te quiero, y te añoro, y te mato. Que no quiero lo que quiero, pero amo lo que amo.
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