Son las nueve de la noche. Aún es pronto para quedar con mi cita del día. Entro en el primer local que encuentro. Pido una copa de chardonnay y me dejo absorber por aquel lugar encantador. Sin saber cómo ni por qué, me descubro hablando con el dueño. Me cuenta que lleva poco tiempo en el negocio, que es un mal momento, que se acaba de ir a vivir con su pareja -y señala hacia el fondo del bar, donde un hombre barbudo más grande que un oso sonríe de oreja a oreja y me guiña un ojo-.
Yo me siento la protagonista de un libro de Corín Tellado, y me veo sola, en la barra, dando vueltas de forma distraída a mi copa, ligeramente abstraída entre el humo del tabaco, que se entremezcla en el ambiente con dos o tres perfumes de hombre.
No sé qué hora será ya, pero seguro que llego tarde. Últimamente le estoy cogiendo el gustillo a esto de ir con la soga al cuello. Supongo que como siempre me he caracterizado por ser más puntual de lo que me gustaría, ahora me dejo llevar por mi nuevo sentimiento pseudohippie y me desmeleno quitándome todos los relojes, dejándome llevar por cada uno de los momentos que vivo, como si fuese el último instante de mi vida...
Siento que algo vibra dentro de mi bolso, y sé que es ese señor con el que había quedado a cenar. Ya casi lo había olvidado. Respondo sin ganas, y me sorprendo al descubrir que lleva media hora esperando en el bar de enfrente. Pago al camarero y salgo corriendo, dejando a mi paso un trotar de tacones contra el asfalto. Ahí está, le veo. Yo me hago la coqueta y dispongo los ojos hacia un lado, en un movimiento apenas perceptible. Sé que ya se le ha pasado todo el enfado...
Nos sentamos en una mesa. Se trata de un mesón gallego de bastante buena reputación. No tengo hambre, pero él está tan ilusionado que sonrío a pesar de todo. Habla con el dueño y entre los dos apañan un menú muy ad hoc a mis necesidades alimenticias. Él me habla de sus hijos, de sus años viviendo en Dinamarca, y en el sur de España. Me dice que estudió Bellas Artes pero que jamás llegó a dedicarse al mundillo. Tiene más de 60 años, y yo me siento medio absorta por su sabiduría, por su experiencia y por su forma de expresarse.
Me siento muy frívola, y me excuso explicándole que necesito ir al cuarto de baño. Me miro en el espejo durante más de dos minutos, observando detenidamente cada rasgo de la cara, y por primera vez en mi vida me siento mayor. Me siento adulta. No sé en qué momento vislumbré un ápice de pena en mis gestos, pero olvidé el descubrimiento en el momento en que me tomé la segunda copa de ribeiro.
A la hora de los postres, uno de los camareros me trae una rosa francesa, denominada Esperanza hace siglos por un jardinero de Luis XIV. Dentro del envoltorio hay una nota, pero prefiero dejar a la imaginación del lector su contenido. Siento mi rostro enrojecer, le doy las gracias, y hago un amago de bostezo que trata de expresar más sueño que otra cosa.
Me propone ir a tomar unos gintonics, pero prefiero marcar un poco las distancias. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de una conversación, de una compañía, de una cena, de una rosa... Pero considero oportuno mostrar a aquel señor que yo le considero más un abuelito encantador que un pretendiente en potencia.
Me acompaña hasta el coche, no dejó que pagara nada. Me da un abrazo y me pide que le llame. Creo que sabe que no lo haré, al menos en mucho tiempo. Me siento en el asiento del conductor, giro ligeramente el retrovisor para ampliar mi campo de visión. Me siento extraña, así que me tomo dos segundos para ordenar mis pensamientos. Me pinto los labios una vez más de rojo intenso y vislumbro por el rabillo del ojo a mi acompañante andando calle arriba, probablemente en dirección a su casa. Yo me siento ya tranquila...
Dos días después no volví a pensar en la cena de aquel día. No volví a pensar en él.
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