jueves, 11 de mayo de 2017

2. Raquel y Marta

Para leer la primera parte, pincha aquí (1. Raquel y Pablo)

- Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
- Soy una persona que... -dudó un segundo más de lo necesario en si decirle su nombre o no, y finalmente decidió dejarlo así. Tampoco deseaba dar más información de lo estrictamente necesario-. Tengo entendido que se llama Marta. Me gustaría hablar con usted.
- ¿Qué desea? -contestó ella un poco alterada-. ¿Pablo está bien?
- Sí, sí. No se preocupe -Raquel trató de tranquilizarla-. Es sólo que considero que... 

Colgó el teléfono en un impulso irrefrenable. ¿Pero qué demonios estaba haciendo? Estaba harta de Pablo pero eso no le daba permiso para arruinarle la vida. Sus problemas conyugales eran sólo suyos, y ella ya sabía dónde se metía cuando aceptó la primera caricia de aquel malvado canalla encantador. Cogió otro cigarrillo, y se quedó sentada en el descalzador de la entrada, con la mirada perdida, sin saber muy bien qué hacer. Le hubiera encantado tener a alguien con quien contar, una mano conocida que le diera una palmada, una amiga con la que compartir todo este embrollo emocional que la tenía aprisionada en una cárcel inhumana desde hacía años. Le encantaría poder hablar con su madre, aunque era consciente de que jamás hubiera compartido el adulterio de su amante con ninguno de sus progenitores. Sus padres habían sido muy pulcros con su educación, especialmente en lo referente a la moralidad, y no estaba dispuesta a darles la noticia de que todo aquel esfuerzo no había servido absolutamente para nada, porque hay veces en que el corazón no entiende de ética. O al menos ella lo veía así.

No entendía por qué le costaba tanto dejar a ese hombre. Se habían cumplido todas y cada una de sus predicciones. Después de hablar con él por enésima vez, todos los huesos de su cuerpo habían perdido firmeza y se había derretido en sus brazos, pero no de amor sino de desidia. No sabía decir que no a Pablo, y se descubrió una vez más calculando el periodo del ciclo menstrual en el que se encontraba. No imaginaba nada peor que la posibilidad de quedarse embarazada de ese hombre.

Volvió a calzarse los pies con sus delicadas zapatillas de tacón, se anudó mejor la bata de seda blanca, y anduvo los pocos metros que la separaban del salón, para abrir el mueble bar con forma de mapa mundi y sacar un fabuloso whisky escocés que escondía tras mil botellas de oporto y ginebra. Las dudas había que enfrentarlas a lo grande. Al menos su abuela, a la que apenas recordaba, siempre decía eso. Dio el primer sorbo y notó cómo el líquido le abrasaba la garganta. Definitivamente odiaba el whisky pero tenía que hacerse la valiente en aquel día de dudas y miedos. Al menos tenía que demostrarse a sí misma que tenía fortaleza en algo, aunque fuese solo para tragar de aquella manera la bebida de los hombres.

Una lágrima impertinente se atrevió a enturbiar aquel tortuoso momento de silencio y dudas. Qué desgraciada se sentía, y qué sola. Empezó a acordarse de algunas personas que habían formado parte de su vida y de las que ya apenas sabía nada. Qué curiosa era la vida, que te unía y te desunía a capricho, sin previo aviso, tratándote como un mero títere que reza por salir de la rutina y -desafortunadamente- lo consigue. Recordó a antiguos compañeros del colegio para los que ella apenas había sido una sombra, y a los amigos de la universidad a los que hacía años que no veía. Se acordó de Jaime, y del primer Pablo; de Lucas, de Jean Pierre, y por último, pensó en el último Pablo. ¿Realmente estaba tomando la decisión acertada? Sintió que necesitaba un beso suyo, un abrazo. Y sintió el impulso de correr rauda hasta sus brazos, una vez más, envuelta en esa maldito aura de misterio que tanto la había ayudado en el pasado, pero que ahora mismo sólo suponía una trampa para sí misma. 

En el tercer escalón se paró en seco, retrocedió sus pasos, y supo que estaba cometiendo un error garrafal -una vez más-. Corrió todo lo que pudo hasta el antiguo gramófono de su padre y puso el primer disco que encontró en la pila de autores. Entonces supo lo que debía hacer. Cogió de nuevo el teléfono, aún con dudas, pero segura de estar haciendo lo correcto.

Un tono. Dos. Ninguna señal.

Volvió a intentarlo. Merecía la pena salvar su vida, y quizá -sólo quizá- la de las demás personas implicadas en aquel embrollo.

- Hola. ¿Quién es?
- Siento molestarla de nuevo, señora. Nunca debí colgar el teléfono así. Disculpe mi mala educación. Realmente quiero hablar con usted. ¿Le importaría que nos viésemos mañana y nos tomásemos un café?
- Lo siento mucho, señorita, pero no estoy segura de querer saber lo que quiere decirme. Y por supuesto no me inspira usted ningún tipo de confianza... ¿Por qué debería hablar con usted?
- Porque llevo tres años acostándome con el padre de sus hijos.

Raquel ya había llegado a un punto en el que estaba harta de andarse con preliminares, avisos o cualquier tipo de convencionalismo social. Estaba harta de la vida, y no le importaba si aquella mujer la creía o no, pero necesitaba tenerla de su parte, que fuera su aliada. Esa era la única manera de conseguir que Pablo desapareciese de su vida. Y necesitaba un cambio que la ayudase a avanzar, a seguir adelante, a volver a construir, a crear, a hacer cosas grandes. Necesitaba salir de esa rutina tóxica en la que se había atrapado ella sola años atrás.

- Perdone, señora. Jamás pretendí darle una noticia así de esta manera. Pero realmente considero que usted debería... -no sabía cómo terminar esa frase. Incluso esto era un acto de puro egoísmo-. 
- No se preocupe. Llevo un tiempo imaginándomelo, pero creo que cuando usted me llama a estas horas de la noche es porque considera que deberíamos hablarlo. ¿Sabe usted? Las mujeres tampoco tenemos muchas opciones. A los políticos les encanta decir que sí, que somos iguales, y hacen campaña proclamando las mejoras que nos propician a diario. Pero cuando una se casa con un mal hombre, no tiene mucho más que aguantarse o divorciarse. Y en realidad, ninguna de las dos opciones hace feliz a una mujer. Creo que sé lo que me va a decir, pero al menos ha tenido la valentía de dar la cara, y sólo por eso, estoy dispuesta a escuchar lo que quiera decirme. La veo mañana en el Café de les Quereis a las cuatro de la tarde. ¿Sabe dónde está?
- Sí, señora. Allí estaré.

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Raquel sintió que le debía algo al mundo. Subió las escaleras una vez más y se metió en la cama, sintiéndose como Mata Hari en su primer asalto. Abrazó a Pablo por detrás, siendo más que consciente de la traición que estaba a punto de cometer. Él se giró e hicieron el amor despacio. Raquel sabía que aquella sería la última vez, y quería atrapar aquel último recuerdo para poder llevarlo para siempre en su memoria. Puede que en realidad sólo se estuviese engañando a sí misma, mitigando el horripilante dolor agudo que provocaba la soledad, pero aquella noche todo le valía, y acostarse con Pablo era lo único que podía saciar su sed de amor, por muy efímero que fuera.


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Raquel llegó al Café de les Quereis a las cuatro menos diez. Siempre había sido puntual, pero aquel día quiso adelantarse a su compañía por miedo a que le diera plantón. Nunca se había considerado una chica guapa, y por lo que había oído, Marta había sido una diosa. Necesitaba prepararse para enfrentarse a la mujer que había conseguido una promesa de su amante. 

Estaba absorta en sus pensamientos cuando un camarero le tocó inquisitoriamente el brazo, como obligándola a volver al mundo:

- Señorita, ¿se encuentra usted bien?
- Sí, perdone. ¿Me decía...?
- Nada, sólo le preguntaba si quería usted algo.
- Pues sí -Raquel barajó sus opciones. Era pronto para una copa y tarde para un vino. Necesitaba alcohol pero no deseaba parecer una adicta-. Un café con leche, por favor. 
- Marchando.

El camarero se fue raudo y pidió a gritos su café a través de un ventanuco enano que había al fondo del bar. Le resultó desagradable que se hablaran de forma tan indecorosa, pero por otro lado, sabía que probablemente jamás volvería a aquel precioso café parisino en pleno centro de Madrid. Dos minutos después tenía su bebida en la mesa, y una Marta algo agitada la miraba desde la puerta, tratando de observar cada gesto, y probablemente preguntándose qué tenía aquella jovencita que había conseguido alejar a su marido de su lado. 

Marta se sentía herida, y ni siquiera comprendía muy bien qué hacía allí. Se suponía que debía odiar a Raquel, y en cambio sentía lástima por ella porque había caído -como tantas otras- en las garras de un empresario granuja al que no le temblaba el pulso a la hora de firmar cheques en Chanel o Dior, pero que luego no tenía ni dónde caerse muerto.

- Buenas tardes -Marta le tendió la mano a Raquel, quizá como símbolo de paz, o simplemente fuera una mujer educada y punto-.
- Buenas tardes -respondió Raquel, envuelta en un sentimiento de esperanza y vergüenza-. Por favor, tome asiento -dijo con voz temblorosa, mientras señalaba con la mano izquierda una silla vacía frente a ella-.
- Bueno, pues aquí estamos. La esposa y la amante juntas. Supongo que querrá decirme algo más aparte de lo obvio.

Raquel dudó un instante. ¿Realmente quería decirle algo más? No había pensado jamás en el plan. Sabía que acudir a la mujer de Pablo sería efectivo, pero nunca imaginó que le preguntaría qué hacer. Suponía que ella se encargaría de llevarle a rastras hasta su casa, hacerle arrepentirse de sus malos actos, hacerle incluso lamentar haber nacido. Pero, ¿ella qué papel jugaba en aquella reprimenda?

- Pablo no me deja ir -empezó-. Le he dejado mil veces. Soy consciente de que jamás debí iniciar una relación con un hombre casado, pero ahora me siento fatal, y no consigo apartarle de mi vida. Es como una garrapata que se ha metido en mi cuerpo, en mi vida, hasta en mi casa, y no hay manera de expulsarle. Se lo he pedido, se lo he suplicado, pero no hay manera...

Marta la escuchaba, pero lo que realmente hacía era mirarla atentamente. Se sintió muy observada, pero la dejó hacer. Era lo mínimo que podía darle.

- Así que te acuestas con mi marido durante años y ahora pretendes que te solucione yo la papeleta. Es así, ¿no? Llevo casada con Pablo más de veinte años. Sé que él jamás me va a dejar, de la misma manera que sé que tú no has sido la primera ni serás la última. Llevo aguantando a ese hombre demasiado tiempo y le conozco mejor que nadie en el mundo, y lo siento, pero mi paciencia tiene un límite. Le quiero porque me ha dado tres hijos hermosos, pero también le odio. Probablemente por las mismas razones que tú. No te quiero ayudar con esto. Y de hecho creo que ni siquiera puedo aunque quisiera. Cuando una se mete en mitad de una relación corre el riesgo de enfrentarse a situaciones para las que no está preparada. Y creo que eso es lo que te está pasando. 

Marta hizo amago de levantarse, y Raquel la miró ensimismada mientras cogía su bolso de imitación, y giraba sobre sí misma para irse. Dejó un billete encima de la mesa y se giró una vez más para decirle algo:

- No me vuelvas a llamar. No merezco esto. Pero él ahora es tuyo. Busca la manera de deshacerte de él y entonces yo lucharé como siempre por llevarle a mis brazos. Mientras tanto, es tuyo. Y por eso te invita él al café. Buenas tardes.

Entonces Raquel se quedó ahí sentada viendo cómo Marta se alejaba, sintiéndose miserable al saberse minúscula, y siendo plenamente consciente de que jamas sería, ni por asumo, la mitad de mujer que era Marta. Y se despidió de ella haciendo un gesto casi imperceptible con la cabeza para que supiera, de alguna manera, que sí que la había ayudado.

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