lunes, 15 de mayo de 2017

3. Raquel y Juan

Para leer la primera parte, pincha aquí (1. Raquel y Pablo).
Para leer la segunda parte, pincha aquí (2. Raquel y Marta).

Raquel estaba devastada. La única esperanza que le quedaba se había esfumado de la manera más extraña, y ahora se encontraba totalmente sola ante una situación que le venía más que grande. Siempre había imaginado que Marta sería su salvavidas en caso de necesidad porque, en realidad, estaba más sola que la una. No podía contar a nadie que estaba saliendo con un hombre casado. Era consciente de que los tiempos habían cambiado muchísimo, pero sabía que cualquiera la juzgaría enseguida sin siquiera plantearse nada más. Al menos ella se juzgaba cada día y odiaba su abominable doble vida.

Anduvo lo que le parecieron kilómetros, casi vidas, hasta que se percató de que podía notar el sonido de su corazón en el empeine debido al dolor que le estaban produciendo los tacones. Se paró en seco, tratando de adivinar dónde estaba. Se había pasado más de dos horas caminando sin rumbo, sin ser siquiera consciente de a dónde se dirigía. Vio a lo lejos lo que parecía un bar y tomó la decisión de ir a comprobar si estaba abierto para poder así sentarse un rato. Según se iba acercando hasta el local veía con más claridad el cartel de la puerta, con un enorme Luka's dibujado en el centro, rodeado por un millón de luces de neón rosas y azules, y pensó con condescendencia que el dueño probablemente sería un nostálgico de esos que siguen enamorados de la estética de los 80. En realidad, era eso o que estaba a punto de entrar en un puticlub, y teniendo en cuenta que no tenía ni la más remota idea de dónde estaba, decidió auto convencerse de que bien podría salir Alaska del dichoso bar, porque lo último que necesitaba aquella noche era un numerito indeseado.

Cuando era más joven solía vivir mil aventuras y sus amigos la miraban ojipláticos cada vez que les contaba animada sus últimos relatos. Entonces sintió una profunda pena por sí misma, y se dio cuenta de que ya no recordaba cuándo había sido la última vez que le había pasado algo digno de compartir ante unos gintonics bien cargados. ¿Qué quedaba ya de aquella chica divertida, que viajaba siempre con unas bragas de repuesto en el bolso porque sabía cuándo salía de casa pero no cuándo iba a volver? ¿Qué quedaba de la Raquel improvisada, de la Raquel cambiante, de lo que ella siempre había pensado que era Raquel? ¿Sería que se estaba haciendo mayor, o que había perdido esa esencia única y especial que la convertían en un torbellino casi inalcanzable?

Llegó hasta la puerta del Luka's -nunca había entendido la manía estúpida de cambiar las ces por kas-, y se asomó por las ventanas para echar un vistazo y comprobar que el friki ochenteno realmente estaba por allí y no un grupo de rumanas esqueléticas explotadas por otro rumano corpulento con pinta de mafioso a la antigua usanza. Cuando se tranquilizó al ver que en realidad no había nadie, más que una camarera bastante normal y un par de mesas ocupadas por lo que parecían grupos de amigos apurando la última, abrió la puerta con la poca fuerza que le quedaba en el cuerpo, y se sentó en una silla alta frente a la barra. Cada vez que hacía eso se sentía medio Lauren Bacall, medio Rita Hayworth, y le encantaba sentirse tan sensual como cualquiera de las grandes divas del cine americano de los años 50, con esas miradas perdidas, con esos andares amanerados, con esos maravillosos besos prohibidos entre bambalinas. Cómo le hubiera gustado a Raquel ser actriz, y cambiar de personalidad, de estética, hasta de alma cada día.

Se inclinó sobre la barra del bar, pensando en qué pediría mientras veía cómo la camarera se iba acercando a ella a cámara lenta.

- ¿Qué le pongo?-, dijo la chica arrastrando las palabras, sin mirarla a la cara, como una autómata aburrida de la vida-.
- ¿Qué me recomienda?-

La chica, que no debía tener más de veinte años, sacudió los hombros y frunció los labios sin hacer ningún ruido. Raquel lo interpretó como una falta absoluta de deseo por ayudarla, más por indiferencia que por desidia, así que se dio cuenta de que no iba a echarle una mano y a seguirla en su papel improvisado de diva de los cincuenta. Salió del rol, volvió a la realidad, y fijó de nuevo la mirada en la camarera, para pedirle una copa de Hennessy, y volver a perderse en sus pensamientos. Le rogó que pusiera algo de jazz si fuera posible. Tomar cognac con los últimos éxitos comerciales era casi un sacrilegio, una falta de respeto hacia la vida. Se fijó en cada uno de sus movimientos, en cómo se dirigió hasta un antiguo tocadiscos -parecía que había acertado con la teoría del dueño nostálgico de otra era- y ponía un disco con lo mejor de Billie Holiday. Después se metió en lo que parecía un diminuto almacén y salía al instante con la botella cerrada. Se sintió afortunada al darse cuenta de que iba a estrenar el licor ella, y observó con fascinación cómo iba cayendo el líquido en la enorme copa de balón que, si bien no era la más adecuada, al menos permitiría oxigenar correctamente su bebida. Cuando terminó de servir, Raquel cogió la copa con la mano, girándola ligeramente, tratando de deleitarse con los olores que iban surgiendo con cada movimiento. Dio un sorbo y notó cómo le abrasaba toda la garganta. Entonces se dio cuenta de que ya estaba preparada para analizar su situación y trazar un nuevo plan.

En el fondo sabía que era como una bomba de relojería a punto de estallar, y entendía que a los hombres les asustara ese torbellino lleno de vitalidad, lleno de emociones. Durante su juventud había estado con varios chicos de su edad hasta que se dio cuenta de que ella lo que realmente necesitaba era un hombre de verdad, con cada una de sus letras. Un hombre que supiera guiarla a lo largo de la vida, con sus altibajos emocionales, su maravilloso e impoluto caos y sus extrañísimas manías. La primera vez que descubrió aquello fue en los brazos de Milo, un argentino encantador diez años mayor que ella, que la trataba como un galán de los de antes, abriéndole las puertas y apartándole la silla en los restaurantes. La historia de Milo duró poco: al mes de empezar a salir había descubierto que el caballero andante era un cazafortunas en busca de una heredera en el viejo continente para conseguir papeles y liquidez. El día en que se dio cuenta de aquello se sintió como una auténtica idiota, pero por otro lado, agradeció al cielo haberlo descubierto a tiempo, por lo que le explicó de la manera más sincera posible que ella era más pobre que las ratas, y a él le faltó tiempo para salir corriendo en busca de otra preciosa jovencita millonaria a la que engatusar. Y así fue cómo Raquel reafirmó la teoría de su padre de que una nunca debía fiarse de un argentino.

Su siguiente conquista había llegado poco tiempo después, cuando Raquel quedó fascinada ante un hombre de mundo que le doblaba la edad. No quería ni acordarse de su nombre, aunque sabía perfectamente que se llamaba Juan. Aquel hombre había sido un verdadero gimnasio espiritual para ella y, de alguna manera, le echaba de menos. Sentía que era su alma gemela -en una comunión intelectual más que física- en un universo perfecto de excentricidades solitarias. Juan llegó a su vida de la forma más extraña: Raquel estaba en la cola de la pescadería bastante acelerada, y él le había cedido su turno. Desde entonces, había empezado a ir cada semana al mercado los jueves a las cinco con la esperanza de volver a ver a aquel señor, ya que algo dentro de ella le impulsaba a querer hablar con él una vez más. A la cuarta semana iba a tirar la toalla y a cambiar su rutina, cuando coincidió de nuevo con él. Ese fue el principio de una preciosa amistad que duró un par de años, y que acabó el día en que él quiso dar un paso más en la relación. Si a ella no le hubiera pillado totalmente desprevenida, puede que se hubiera atrevido a saltar con él. Pero en el fondo sintió miedo, no sabía si a la diferencia de edad, o a la profunda admiración que le causaba. En cualquier caso, Raquel quiso desaparecer y él no se lo impidió, por lo que dio por hecho que tampoco estaba tan interesado, y al cabo de un tiempo ya estaba a otra cosa.

En aquel preciso instante, con la mente ya un poco achispada tras tres tragos largos de cognac, sintió una necesidad casi olvidada de llamarle, y recordó con melancolía algo que él le había dicho cuando aún eran amigos: existe una fuerza cósmica que hace que no te encuentres nunca más a tus ex, incluso aunque seáis vecinos. A Juan no podía ponerle la etiqueta de ex, quizá como mucho la de ex amigo, aunque ambos sabían que habían sido mucho más que eso. Entonces cogió el teléfono y le llamó, arrepintiéndose al instante de haberlo hecho. Pero ya era tarde, y Juan había contestado al otro lado de la línea:

- ¡Hola! -dijo él animosamente, con aquella voz cascada tan característica-.
- Hola -contestó ella mucho menos entusiasta. No sabía ni qué decirle-. ¿Qué tal estás?
- Estoy realmente bien. ¿Tú qué tal?
- Yo... -dudó un instante. No sabía si quería que realmente le contara cómo estaba o preferiría una respuesta de cortesía. Optó por ir a lo seguro-. Estoy bien, sin mucha novedad.
- Eso es fantástico -se hizo un silencio un poco incómodo-. Ha pasado mucho tiempo. Me alegro mucho de oír tu voz.
- Yo también, la verdad. Y sí, ha pasado mucho tiempo. De hecho, si te soy sincera, he cambiado mucho.
- Eso es normal. Cuando nos separamos, eras una niña. Probablemente ya seas una mujer.
- No sabría qué decirte... Antes era más sabia. Al menos tenía las cosas bastante más claras...
- ¿Qué te ha pasado? -preguntó él, y Raquel sintió inmediatamente el alivio de saber que aún la conocía casi mejor que ella misma-.
- Nada, una relación complicada. Y que hoy te echo de menos.
- ¿Complicada por qué? -probablemente no quiso dar importancia al último comentario. Juan siempre había sido un hombre sabio. O al menos, un gran conocedor de las mujeres en general y de ella en particular-.
- Porque estoy saliendo con un hombre casado, lo que ya de por sí es bastante complicado. Y porque quiero dejarle y no se deja dejar.
- Pues sí que parece complicado, sí. Pero... -dudó un segundo antes de seguir-. ¿Tú le quieres?
Raquel se quedó callada. Notaba la respiración de Juan al otro lado del teléfono, esperando pacientemente una contestación que ni siquiera ella era capaz de responderse a sí misma en un tono de absoluta sinceridad. Suspiró lánguidamente y acabó respondiendo con la voz quebrada:
- No lo sé.
- Pues eso es lo primero que tienes que averiguar. Da igual que esté casado o que sea el mismísimo Papa de Roma. Lo importante es que te aclares, y así podrás vivir feliz contigo, sabiendo que estás siendo coherente, y actuando en consonancia con tus emociones y tus pensamientos. Pero si mantienes una relación complicada que ni siquiera deseas, entonces no serás feliz jamás.
-Ya lo sé... -volvieron a quedarse en silencio, y ella se rindió a la única emoción que no podía controlar en aquel preciso instante-. ¿Te apetece tomarte una copa conmigo?
- Claro -contestó él rápidamente-. ¿Dónde estás?
- En un bar a las afueras tomándome un Hennessy. Recuerdo lo mucho que te gustaba...
- Sí, aunque ya apenas bebo. Dame la dirección que llamo a un taxi y voy para allá.
- Espera un momento, que voy a preguntar.

Raquel llamó con la mano a la camarera para avisarla de que se acercase. Cuando estaba lo suficientemente cerca, le preguntó por la dirección del local, a lo que le respondió que estaban a punto de cerrar y que no aceptarían más clientes a esas horas. Se quedó un poco conmocionada. De todas las cosas imprevisibles que estaban sucediendo durante ese día, lo último que esperaba era que cuando por fin se había decidido a quedar con un antiguo asunto sin resolver, le dijeran que no podía ser en aquel ambiente tan rancio y perfecto a la vez para un reencuentro sin sobresaltos. Entonces apeló una vez más a la sensatez, cogió con fuerza el teléfono y dijo:

- Lo siento mucho, Juan, pero están a punto de cerrar y la verdad es que yo estoy agotada. Creo que me voy a ir a casa. ¿Te parece si quedamos mejor otro día?
- Claro -contestó él sin mostrar ninguna emoción-. Avísame cuando quieras.

Y así, sin más, colgó el teléfono con una mezcla entre orgullo y nostalgia. Hizo un resumen de la jornada, y se dio cuenta de lo aberrante de todo el día: había quedado con la mujer de su amante para que le alejara de su lado sin obtener el más mínimo resultado, se había desollado los pies por caminar más de diez kilómetros con sus mejores zapatos de tacón, se había emborrachado en el que probablemente era el bar más cutre en el que había estado en toda su vida, y había retomado una historia moribunda que ya creía en el olvido. Se sintió un fracaso absoluto como mujer, más aún, como ser humano. Y se sintió también ridícula al saber que Pablo la había llamado unas mil veces y ella no le había cogido el teléfono. Entonces no le quedó más remedio que reconocer -reconocerse a sí misma- que tenía pánico a la soledad, y que no tenía ánimos para enfrentarse a ella. Sacó un par de billetes arrugados de la cartera y los dejó en la barra a modo de pago por su consumición, bajó del taburete de un salto, se pintó de nuevo los labios -ya pálidos tras todo el día sin retocar-, y se rindió a sus emociones. Sacó el teléfono del bolso para acabar fracasando estrepitosamente una vez más esa noche. Marcó automáticamente los números que se sabía de memoria, y contestó de la manera más dicharachera de la que fue capaz:

- Hola, querido. Siento no haberte llamado antes pero he estado muy liada... Espérame despierto que ya voy para casa.

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