viernes, 19 de mayo de 2017

4. Raquel y Olga

Para leer la primera parte, pincha aquí (1. Raquel y Pablo).
Para leer la segunda parte, pincha aquí (2. Raquel y Marta).
Para leer la tercera parte, pincha aquí (3. Raquel y Juan).

Raquel se despertó en mitad de la noche, y le costó un poco centrarse en recordar todo lo que había pasado el día anterior. Le dolían aún los pies a rabiar y tenía una resaca descomunal. Se prometió a sí misma que no volvería a beber en su vida. Ya puestos, se prometió no volver a beber, ni a fumar, ni a caer en las redes de Pablo, ni de Juan, ni de cualquier otro galán que se le cruzara por el camino. Se sentía fatal.

Salió de la cama, aún completamente desnuda, y fue a trompicones hasta el cuarto de baño que se encontraba en la habitación contigua. Se miró en el espejo y sintió lástima de sí misma al comprobar que parecía que le hubieran pegado una paliza. Tenía todo el maquillaje corrido, el rímel le llegaba casi hasta la barbilla, y tenía unas ojeras tan grandes que parecía un oso panda. Abrió el grifo y se inclinó sobre el lavabo para dar un par de sorbos largos de agua. Tenía muchísima sed y sentía la lengua acartonada. Oyó que Pablo la llamaba desde el dormitorio para que volviera a la cama, pero decidió fingir que no le había oído deliberadamente, cerró la puerta de un golpe, se tapó con la bata de seda que estaba colgada en la pared y se sentó en el retrete para tratar de ordenar sus pensamientos. 

Lo único que le consolaba era que no había llegado a quedar con Juan la noche anterior. Eso hubiera sido uno de los peores errores de su vida, pero no por el hecho de verle, sino por sus intenciones al haberle llamado. Sintió alivio al saber que aún le quedaba algo de cordura a pesar de su insistencia en hundirse muy profundamente en el hoyo de la insensatez y la soledad. 

Se incorporó de nuevo, dispuesta a no tirar todo por la borda, y se dio una ducha de una hora. Necesitaba relajarse, sentir el agua caliente aligerando el profundo dolor que le estaba matando la espalda, notar cómo el chorro caía desde su cabeza hasta sus pies, y cómo los problemas parecían irse también por el desagüe. Cuando salió, se envolvió con la toalla, tratando de cubrir su cuerpo al máximo, y volvió al dormitorio para vestirse lo más rápido posible. Una vez en la habitación, anduvo a hurtadillas para evitar despertar a Pablo porque sabía que si la viera prácticamente desnuda la haría volver a la cama y, a decir verdad, era lo último que necesitaba en aquel momento: sexo por culpabilidad.

Se puso la ropa interior a toda pastilla, y se decidió por unos vaqueros y una camiseta ancha. No sabía lo que haría ese día, pero estaba claro que no se iba a ir a una gala de etiqueta, por lo que pasó de todo, salió de la habitación, bajó las escaleras de dos en dos, cogió su bolso de piel de serpiente y se fue de casa, consciente de que Pablo la llamaría de un momento a otro para hacerle el clásico interrogatorio de ¿a dónde has ido un martes a las seis de la mañana?, a lo que ella respondería lo primero que le viniese a la mente para evitar decir la verdad -una vez más-. Entonces le mandó un mensaje explicándole que necesitaba estar tranquila y pasar un día a solas, y acto seguido apagó el móvil. Tenía ganas de irse al aeropuerto y coger el primer avión que saliese, pero se dio cuenta de que no estaba viviendo el argumento de una película americana, y sabía también que los problemas no se solucionaban huyendo de ellos. 

Necesitaba un café, pero no quería ir al bar de la esquina porque no le apetecía encontrarse a ningún conocido o vecino y tener que ser educada con todo aquel que se cruzara en su camino, por lo que callejeó durante unos diez minutos hasta que dio con una cafetería decente que estaba abriendo en aquel momento. Ese día no se sentía como una diva digna de tacones y barras, así que se abandonó a toda la humildad que fue capaz de reunir, y se sentó en una silla baja, normal, de las de toda la vida, y se puso las gafas de sol ya que estaba amaneciendo y la luz empezaba a destrozarle las corneas. Pidió un café con leche y el periódico del día. Necesitaba distraerse de sus diálogos internos negativos, y no se le ocurrió mejor forma de hacerlo que leyendo las verdaderas tragedias del mundo. Era una niña malcriada sintiéndose así de mal cuando la gente moría de enfermedades horribles, o en la guerra, o incluso de hambre. Y su único problema era que no conseguía tomar las decisiones acertadas en su vida, lo que le producía una constante y molesta sensación de infelicidad. Abrió el periódico al azar, y se sorprendió al descubrir que aún existía la sección de ofertas de empleo. Echó un vistazo por curiosidad. Raquel no había trabajado en su vida. Sus padres habían fallecido en un accidente de avión cuando ella era muy joven, dejándole una herencia multimillonaria con la que podría vivir mil años a todo trapo. Eso sí, odiaba hablar de ello, y casi nadie lo sabía, por eso trataba de vivir de la manera más austera posible. Y por eso también había dado carpetazo años atrás a Milo, el canalla cazafortunas del Nuevo Mundo.

Siguió leyendo el diario, sin prestar demasiada atención a las noticias, centrándose básicamente en los titulares y poco más. Se sorprendió también al descubrir que había páginas enteras con publicidad. Pensaba que los anunciantes ya no se planteaban los medios tradicionales pero, al fin y al cabo, puede que el mundo no fuera tan moderno como Raquel pensaba. Estaba leyendo por encima una noticia cuando un publirreportaje en la página contigua llamó su atención. Se llamaba El Oráculo de Delfos y, aunque a Raquel siempre le había parecido que la antigua mitología griega era una idiotez, también le apetecía saber de qué iba aquel artículo. Descubrió con curiosidad y recelo que la dueña de aquel gabinete amoroso juraba que podía presentarte a tu pareja ideal en pocos meses. Se sintió atraída por la idea de que el amor fuera tan fácil, y una vez más, se agarró como un clavo ardiendo a ese nuevo planteamiento. Arrancó disimuladamente la hoja del periódico en la que estaba el número y los datos de contacto de El Oráculo de Delfos, y decidió llamarles más adelante, puede que ese mismo día cuando abriesen la oficina. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder. 

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Tres cafés más tarde, le pidió al dueño del bar si le dejaba llamar desde su teléfono fijo. No tenía la más mínima intención de encender su móvil, ya que se encontraría con un millón de llamadas de Pablo y no le apetecía hablar aún con él, y sintió cierta nostalgia al recordar aquella época en la que la ciudad estaba plagada de cabinas y no tenía la necesidad de andar pidiendo favores a nadie. 

Oyó la voz de un hombre al otro lado de la línea, y tras una breve introducción absolutamente estándar, pidió cita para media hora más tarde. La oficina no estaba muy cerca, pero podía coger un taxi y llegar a tiempo. Colgó, agradeció al dueño su amabilidad, le pagó sus múltiples cafés, y salió a la calle haciendo movimientos casi espasmódicos con la intención de conseguir un maldito taxi en la menor cantidad de tiempo posible, y unos diez minutos más tarde estaba sentada en un comodísimo asiento de cuero marrón, con la mirada perdida, y la ilusión renovada. Se sintió ligeramente alocada, como antes, y le encantó descubrir a esa Raquel que podía improvisar cualquier plan en cuestión de segundos. El trayecto se le pasó volando, y casi sin darse cuenta, estaba en la puerta de El Oráculo de Delfos. No sabía muy bien qué hacer. Se sentía un poco ridícula. Era joven y aún estaba de buen ver, no tenía hijos ni ningún tipo de carga, tenía dinero en la cuenta y suficientes amigos. Y aún así, no se sentía capaz de encontrar una pareja con la que compartir su vida de una manera plena, equilibrada, y sobre todo, normal. Se tomó un par de segundos más para respirar profundamente, y cuando se sintió preparada, llamó al telefonillo. Inmediatamente una voz la invitó a pasar. Ella empujó la puerta y se encaminó altiva y expectante a su siguiente aventura.

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No habían pasado ni cinco minutos cuando Raquel se dio cuenta de que se encontraba en el sitio correcto. Después de subir andando las escaleras hasta el segundo piso, se presentó y la pasaron a un amplio despacho de lo más refinado, con un escritorio precioso de estilo inglés. Al otro lado de la mesa estaba sentada una rubia despampanante, con los ojos achispados. La señora se levantó para presentarse, le tendió la mano a modo de saludo, le ofreció un café, y al ella rechazar su amable oferta, ambas se sentaron, cada una en su lado correspondiente.

La rubia, que se llamaba Olga, tenía un ligero acento extranjero que parecía ruso, aunque no estaba segura de aquello. Empezó preguntándole cómo había conocido la agencia, y ella explicó lo del anuncio en el periódico. Tras varias preguntas de cortesía, más por romper el hielo que por curiosidad, Olga le explicó cómo funcionaba el servicio, le dio un folleto con sus tarifas, y le habló de estadísticas y resultados. Raquel no sabía si aquello sería el timo de la estampita o una empresa seria, pero en realidad no le importaba lo más mínimo. Tenía sed de aventuras, necesitaba ampliar su círculo social pero, por encima de todo, quería pasárselo bien. Así que le dio su visto bueno, firmó las cláusulas de confidencialidad, pagó la indecente cantidad que le pedían, y comenzó a responder al exhaustivo cuestionario que garantizaba el éxito en las andanzas amorosas.

- Bueno Raquel, me alegro de que te hayas animado. Ya verás cómo te vas a alegrar enseguida de haber dado el paso. Hay mucha gente que no viene porque se consideran bichos raros, o porque piensan que las personas que llaman a la agencia sí que lo son. Pero la realidad es que aquí viene gente de todas las edades y clases sociales. Te sorprendería si pudieras ver nuestra base de datos -Raquel debió poner cara de pilla, porque inmediatamente Olga añadió-: lo que obviamente no puedes hacer. Pero bueno, empecemos con la entrevista. En primer lugar, ¿qué buscas en una pareja?

Raquel se quedó pensativa. Jamás se había hecho esa pregunta a sí misma, y se dio cuenta de lo importante que hubiera sido ir allí con las cosas un poco claras. Otra vez esa impulsividad que en la mayoría de los casos se convertía en un arma de doble filo. Se limitó a improvisar y responder lo primero que le venía a la mente.

- ¿Qué busco? Mmm -suspiró, haciendo ver que se pensaba la respuesta, más por aparentar tener cierto criterio que por estar inventándose algo que decir que no fuera una estupidez-. Busco enamorarme, me encantaría encontrar a un hombre que me quisiera con locura, que me cuidara cuando me pongo mala, y que quisiera formar una familia.
- ¿Tienes claro que quieres ser madre?
- Sí -respondió, para su sorpresa, sin siquiera pestañear-.
- ¿Sabes cuántos hijos te gustaría tener?
- Pues la verdad es que no lo sé. Supongo que esas cosas hay que ir viéndolas. Creo en la paternidad responsable, por lo que tendré los hijos que me pueda permitir no sólo a nivel económico, sino también a nivel físico y emocional. No quiero sobrecargarme y acabar contratando a una interna que sea la que realmente eduque a mis hijos. Eso sí que lo tengo claro.
- Pero aún eres joven.
- Ya lo sé, pero no tiene nada que ver con eso. Puede que con dos me plante porque la situación me supera o, por el contrario, me anime y tenga seis. Quién sabe. Ya se verá...
- ¿No te planteas ser madre soltera?
- Sï, me lo he planteado muchas veces, pero al final siempre descubro, de una manera profundamente egoísta, que quiero que el padre de la criatura me ayude. Y si pienso con detenimiento, también quiero que se involucren en la educación de mis niños.
- Bueno, veo que tienes las cosas bastante claras. Cambiemos de tema: ¿a qué te dedicas?
- Estudié Bellas Artes en la universidad porque quería ser pintora, pero ahora mismo estoy pasando por lo que podríamos definir como un periodo de sequía artística.
- ¿Ah, sí? ¿Y en qué consiste?
- Básicamente en que no puedo pintar. No paro de obligarme a sentarme frente al lienzo en blanco y todo lo que hago es pura basura, copias baratas de otros artistas, pero nada de lo que me pueda sentir orgullosa y mandar a una exposición.
- Ya veo. ¿Te había pasado esto antes?
- No, pero la sequía lleva ya unos cuantos años.
- ¿Y de qué vives?

Se hizo un silencio incómodo, y Olga se dio cuenta enseguida de que Raquel no quería responder a esa pregunta. Trató de tranquilizarla lo mejor que pudo:

- No te preocupes. Es sólo un dato más a tener en cuenta a la hora de ver las expectativas de tu futuro marido. Hay mujeres que desean ser amas de casa y son claras desde el principio, de la misma manera que hay hombres que no quieren mantener a sus mujeres y también lo dicen.
- Ya... Yo tengo una pensión vitalicia. Mis padres fallecieron hace unos años y me dejaron lo suficiente para ir tirando -una vez más, no había sido del todo sincera, ni siquiera con su recién estrenada casamentera, pero no se sentía capaz de presentarse como una cuenta andante en Suiza, sino como Raquel, solitaria y evasiva, crítica incólume, artista casi retirada-.
- ¿Y cuánto te gustaría que él ganara?
- A mí eso me da igual.
- ¿Y a qué te gustaría que se dedicase?
- También me da igual.
- ¿Hay alguna profesión que detestes? Por ejemplo, hace tiempo llegó una mujer que decía que detestaba a los abogados y que jamás podría estar con uno...
Raquel miró al cielo, pensando que había gente realmente estúpida por el mundo. Se limitó a sacudir los hombros para dar a entender que le importaba dos pimientos si era barrendero, economista o vendedor ambulante. Y terminó haciendo un gesto con la mano para indicar que podían continuar con el interrogatorio.
- Muy bien -siguió Olga-. ¿Te gusta viajar?
- Me encanta.
- ¿Sí? ¿Cuándo y a dónde te fuiste por última vez?
- El mes pasado fui a París unos cuantos días a visitar a un amigo que es el dueño de una afamada galería de arte. En realidad no hice nada de turismo. Sólo fui en busca de inspiración, y como puedes comprobar, no sirvió de mucho. Eso sí, disfruté inmensamente de la ciudad, como siempre.
- Ya veo. ¿Y antes de esa vez? ¿Algún gran viaje?
- Claro, el verano pasado fui a la India. Recorrí el país de arriba a abajo, algunas partes de mochilera y otras en hoteles preciosos. Hay que ver los contrastes que existen dentro del mismo país. En realidad, dentro de la misma ciudad.
- Ya -dijo Olga-. Yo pensé lo mismo cuando estuve hace unos años. ¿Te gustó?
- Sí, aunque no es mi país favorito. De hecho, dudo mucho que vuelva.
- ¿Por qué?
- Ver la pobreza, sentir la miseria, me mata. No puedo soportarlo.
- ¿Y tienes algún destino nuevo en mente?
- Sí, este verano quería irme a Cuba, aunque no sé si lo conseguiré.
- ¿Por qué no?
- Porque tengo que encargarme de unos asuntos pendientes de la herencia y voy a aprovechar el verano, que ya está a la vuelta de la esquina, para poner todo en orden.
- Comprendo... Bueno -siguió-, y ¿cómo te imaginas al hombre de tus sueños?
- ¿Que cómo qué? -Raquel se quedó pasmada, sin saber qué responder a aquello-. Pues como un príncipe azul, ¿no? Aunque soy consciente de que eso no existe.
- Sí -dijo Olga entre risas-, pero si te imaginaras al hombre perfecto para ti, ¿cómo sería?
- Pues -empezó de forma pensativa- debería ser alto y fuerte, de ojos azul intenso y cabello rubio al viento. Con una personalidad arrebatadora, de esas que te arrastran a hacer cosas que jamás hubieras imaginado. Me gustaría que me hablara con respeto y ternura, que desease ser padre tanto como yo, que no necesitase mi dinero, que fuera educado y de buena familia y que fuera bueno en la cama -Raquel se sorprendió a sí misma por lo superficial que estaba siendo. En realidad ella no era así en absoluto, y miró desesperada a Olga mientras apuntaba todo lo que ella iba diciendo en el ordenador. Quizá lo que Raquel estuviera describiendo fuera la contraportada de un folletín al más puro estilo de Corín Tellado, pero ella le pedía mucho más a la vida, y precisamente por eso había acabado sentada en el despacho de la casamentera contando sus miedos, sus expectativas y sus fracasos a una rubia rusa a la que no conocía de nada-. Perdona, Olga, pero si no te importa voy a empezar de nuevo. Creo que estaba nerviosa y me he dejado llevar por el momento. -Se tomó un segundo para reflexionar sobre lo que diría a continuación, y siguió hablando-. Para mí el hombre perfecto sólo tiene que tener una cosa: pasión. Pasión por la vida, pasión por su trabajo, pasión por su familia. Sólo eso: pasión.
Olga le devolvió la mirada con cierta admiración, y le hizo la que sería la última pregunta del día.
- No entiendo nada. Eres joven, guapa, rica, divertida y culta. ¿Qué hace una chica como tú necesitando de mis servicios? Te voy a ser sincera, no es lo normal recibir a clientas tan fantásticas. Creo que voy a tardar muy poco en emparejarte. De hecho, tengo ya en mente a un par de candidatos que podrían encajar contigo. Y ya sabes: somos las mujeres siempre las que decidimos cómo, cuándo y con quién.

Raquel se quedó con la última frase de Olga en la cabeza. Al terminar la entrevista, ambas se levantaron de sus respectivas sillas, y la casamentera tuvo la amabilidad de acompañarla hasta la puerta. Se dedicaron una despedida de cortesía, Raquel bajó las escaleras también andando, y al salir a la calle, vio incrédula que estaba lloviendo. Normalmente le molestaría estropearse su precioso peinado de peluquería, pero ese día se sentía liberada por primera vez en años, así que empezó a caminar, notando cómo se empapaba hasta los huesos. Anduvo la enorme distancia que le separaba de su casa, y cuando llegó a la puerta, se detuvo un momento antes de meter la llave en la cerradura. Había llegado la hora de enfrentarse a Pablo una vez más, y recordó aquellas últimas palabras de Olga: nosotras decidimos cómo, cuándo y con quién. Ya estaba lista para aplicarlo a su vida. 

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