lunes, 16 de agosto de 2010

Super Woman sí que existe

Llevo un tiempo observando de cerca el comportamiento de las mujeres. Es algo que me llama muchísimo la atención: a las jovencitas de pantalón corto y camiseta de tirantes, las treintañeras agresivas con trajes de Calvin Klein, las señoras refinadas, y también a las góticas desencantadas. Hay mil estilos, mil clases, mil formas y mil maneras de vestir, de reivindicar una identidad, sentirse cómoda y de ser mujer.

Pero lo que más me alucina es lo poco que ha evolucionado el concepto de la femineidad. Hace años -muchos años ya- las mujeres no eran más que madres, amas de casa, y si eso amantes. En los 80, el mundo terminó por definir la nueva imagen de la mujer trabajadora, y gran prueba de ello son los tratados feministas, e incluso más que eso, el reflejo en el cine de este nuevo boom, como por ejemplo el espectacular papel de Melanie Griffith en Armas de Mujer.

Yo me considero muy afortunada al haber convivido desde pequeña con una madre que se levantaba cada mañana a las 7 para ir a trabajar, y también le agradezco que me haya transmitido el concepto de la libertad económica que da el no depender jamás de nadie, y mucho menos de un hombre. Me encantaba ver a mi madre comprándose sus modelitos para el trabajo: falditas con vuelo, blusas con cuello de nido de abeja y collares a juego con los zapatos de tacón. Me encantaba cuando me llevaba al cole mientras se iba maquillando: giro a la izquierda, un poco de colorete; semáforo en rojo, rímel negro; rotonda, brillo de labios.

Ya han pasado unos cuantos años desde que mi madre me llevaba por las mañanas, pero observando a las mujeres, me doy cuenta de que en realidad nada ha cambiado. Una se levanta mínimo una hora antes de salir de casa, y es que hay que lavarse el pelo, hidratarlo con mascarilla, ponerse el serum para puntas abiertas. Peinarlo, alisarlo y ponerle laca. Después maquillarse, que si el antiojeras, que si la crema especial para pieles secas, que si el antiarrugas, que si el iluminador del rostro...

Esta mañana, en el autobús, me he parado a observar a una señora de unos cincuenta. Iba radiante. He hecho un pequeño cálculo mental del tiempo que habría dedicado a arreglarse, y os aseguro que por lo menos hora y media. Iba de punta en blanco, quizá a una reunión o a un congreso. Cuando hemos llegado a nuestra parada, ella se ha bajado despacito, tratando de evitar caer estrepitosamente por las escaleras con sus altísimos tacones de 10 centímetros. Ya con los pies en tierra firme, ha salido corriendo con una funda para el portátil, el bolso enorme, y la mochila para el gimnasio. Entonces yo me he dado cuenta -una vez más- de la sociedad que estamos creando. Y yo no digo que no nos cuidemos, que evidentemente eso es algo imprescindible hoy en día para estar sanos. Pero el concepto de la mujer trabajadora cada vez está más recargado de exigencias posmodernas.

Supongo que 30 años no son suficientes para cambiar el rumbo de la historia, pero si algo está claro es que aún hay muchas expectativas sobre nuestras cabezas. Todos esperan que estudiemos una carrera, que nos casemos jóvenes, que nos compremos una casa a medias con un hombre (que gane más que nosotras), que seamos madres -que seamos buenas madres-, cariñosas con nuestros hijos, atentas, devotas, que tengamos nuestros hogares como una patena, que nos vayamos de vacaciones a la playa, que saquemos un rato para preguntar la lección a los niños, y otro para llevarles a las mil actividades extraescolares, y que además sigamos ascendiendo a nivel profesional. Pero es que por si esto fuera poco, tenemos que cuidarnos, hacer una hora de ejercicio al día, hacer la cena al maridito, estar radiantes siempre, e invitar a los suegros a comer los domingos... En realidad, la inserción de la mujer al trabajo no es más que la fusión de dos conceptos que desde mi punto de vista son incompatibles entre sí tal y como están planteados. Esto es: ya no sólo eres ama de casa y madre, sino que además tienes que dejarte los cuernos en un trabajo para estar a la altura de él. ¿Pero qué clase de sociedad estamos creando?

Me encantaría detenerme frente a cada una de estas mujeres y preguntarles si son felices, si les gusta estar siempre estresadas, no tener tiempo para ellas, ser unas marionetas del tiempo que les tocó vivir, hacer siempre todo a medias, nunca llegar al nivel que los demás esperan de ellas, y dedicar su vida a servir a otros. Siempre a otros: al marido, a los hijos, al jefe...

Yo tengo clarísimo que me niego en rotundo a elegir una vida de agobios y horarios al milímetro. Me niego. Creo que cada día te da lo que más te conviene, y así pienso vivir mi vida. Eso sí, estaré agradecida toda la vida a mi madre por pertenecer a esa generación de las Super Woman que iniciaron el cambio de nuestro mundo. ¡Gracias!



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