miércoles, 16 de noviembre de 2011

Criadas y señoras


El sábado pasado tuve la instructiva oportunidad de servir como Dios manda a una mesa de ocho comensales. Una amiga me pidió ayuda con una comida especial que tenían aquel día en su casa, algo relacionado con una sociedad gastronómica, vinos buenos y conversaciones cultas. Yo acepté su petición, y ayudé en todo lo que pude. Tengo que reconocer que nunca antes había servido a nadie, o al menos, yo no había tenido la sensación de servidumbre en el sentido estricto de la palabra.

Me levanté bien pronto, y fui hasta allí para echarles una mano. Puse la mesa de manera automática, de la misma manera que se hace en mi casa a diario, cuidando con precisión y cierta urgencia los detalles, esos pequeños matices que convierten una mesa en una oda en sí misma, y la alejan irremediablemente de la ostentosidad vulgar del nuevo rico.

Mi labor principal consistía en aportar cierto protocolo al evento, y en segundo lugar, servir -sí, servir- las mesas, haciendo las veces de camarera de sala. A las dos en punto llegaron los invitados. Yo me limité a retirar sus abrigos con sumisión, llevar las bebidas que me iban pidiendo, y reponer los cuencos con los aperitivos, previamente dispuestos a tal efecto. 

Cuando la señora de la casa estuvo preparada, conduje a todas las personas hasta el comedor, y comencé a servir los platos, en riguroso orden. En la cocina no dábamos abasto, entre fogones y ollas, descorchar blancos y decantar tintos, emplatar, desmoldar y calentar. Esperé hasta que consideré que había transcurrido el tiempo suficiente, y me acerqué disimuladamente hasta la mesa, para iniciar la tarea de retirar los platos sucios y dar paso a los nuevos sabores. 

Durante los breves instantes en que estuve ahí postrada, pude escuchar un pequeño fragmento de la conversación que mantenían los invitados. Hablaban de las buenas formas, del protocolo y de los nuevos ricos. Entonces a mí me salió una vena que creía dormida tras mi estancia en Paraguay. Escuché a hurtadillas aquel diálogo que me resultó del todo inverosímil, y juzgué descaradamente a aquellas mujeres que reproducían como papagayos alguna norma que habrían oído en cualquier sitio. Me sentí fatal, como una espía traidora, juzgando en silencio las opiniones de otros. ¿Hacía cuánto que yo no juzgaba? Pero me sentí aún peor al saberme del todo invisible, como un elemento decorativo más de aquella mesa que yo misma había preparado apenas unas horas antes. 

Ese pensamiento me torturó durante un par de días, impulsándome constantemente a hallar una solución a mi recién estrenado crucigrama. Era consciente de que mi sentimiento no tenía nada que ver con el hecho de haber servido una mesa -dicho así resulta hasta ridículo-, sino más bien con algo tan profundo, que no existían palabras para expresarlo.

La casualidad o el destino quisieron que me cogiera el lunes una gripe como las de los niños pequeños. Y el aburrimiento me ha llevado hoy a ver, postrada en mi cama, una película titulada Criadas y Señoras -muy buena, por cierto-. En ella hablaban de todo el tema de la esclavitud de los negros en Estados Unidos en los años 60, y de su posterior liberación. Es una película muy tierna, que me ha abierto muchísimo los ojos. 

Debe ser terrible sentir la humillación de tener que viajar en un autobús diferente que tu amo, o comer una comida distinta, o incluso usar otro cuarto de baño. Entonces me he puesto a comparar mi vida de princesa con la de todas aquellas personas que tienen que matarse por conseguir su salario, y que son capaces de pasar por lo que sea con tal de alimentar cada día a sus hijos. ¿Qué deben de sentir todos esos maravillosos seres, que vienen desde países de Asia, Latinoamérica y Europa del este, y que nos sirven de mil maneras distintas a diario? ¿Qué pensarán? ¿Qué les gustaría gritar a sus jefes? ¿Cómo habrán aprendido a actuar con semejante humildad, con una devoción que me fascina, y que me resulta del todo admirable?

Y en mitad de todas esas preguntas, me miro hacia dentro, y me doy cuenta con infinita tristeza de que en mi casa jamás compartimos la mesa con un miembro del servicio. Recuerdo que una vez le pregunté a mi madre que por qué esto era así. A decir verdad, no recuerdo bien la respuesta, pero una cosa tengo clara: si hoy tuviera que etiquetar el papel de la criada y de la señora, lo haría justo al contrario de lo que uno prevería, porque no hay más esclavo que el que depende de una norma social, ni más señor que el que, a pesar de todo, se siente libre.


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