lunes, 10 de octubre de 2011

Alivio de luto

Faltaba poco para la medianoche. Un manto de estrellas aportaban un tono romántico a la velada. Ella nunca entendió por qué la gente usaba ese término para referirse a los asuntos amorosos, cuando en realidad hacía alusión a un concepto bucólico y desamparado, mucho más próximo a una vida en ruinas, o a la depresión de los domingos. Aquella noche había decidido concederse la licencia de mostrar una actitud rotundamente crítica hacia el mundo, y en especial hacia los terroristas lingüísticos. Hacía años que no caía en semejante tentación. Resultaba más fácil dejarse vencer por la palabrería, culpando de su situación actual a las faltas de ortografía y los errores gramaticales, semánticos y sintácticos... Sólo un amante de las palabras podría entender la importancia de todo aquello, y desgraciadamente, apenas quedaban amantes de casi nada.

Metió la mano en la cesta de mimbre que tenía a su derecha, tanteando el contenido. Por fin sintió el tacto del cristal de Bohemia contra sus dedos. Cogió una de las dos copa de flauta, y descorchó una botella de champaña. Sirvió con sumo cuidado el líquido, y dio un sorbo simbólico, abstraída en sus pensamientos. Nunca había hecho un picnic sola, ni tampoco de madrugada. De hecho, nunca antes había hecho un picnic. Contempló la posibilidad de empezar a hacer algo nuevo cada día, más que nada por seguir con la dinámica de la velada. Podría resultar divertido.

Hubo un tiempo en que le gustaba controlar su vida, saber qué iba a hacer en cada momento y con quién, dominar las alarmas y los espacios. Pero ya no quería ser esa persona nunca más. Llevaba puestos unos guantes largos de satén negro, que le habían servido tantas otras veces para acariciar sensualmente el torso desnudo de algún enamorado fortuito. En la muñeca izquierda brillaba el reloj de oro que le regalaron siendo aún una niña. Soltó el delicado cierre lateral, y lo deslizó a través de su mano hasta conseguir liberarse de aquel pesado objeto, como si de un grillete se tratara. Lo observó durante varios minutos, dándose cuenta por primera vez de su verdadero valor, quizás iluminada por el reflejo de la luna llena. Se incorporó de golpe, en un completo arranque de impulsividad, y lo lanzó sin escrúpulos al infinito, tratando de alejarlo de por vida. 

Se sentó de nuevo sobre la sábana de franela, y se encaramó a una pequeña manta de viaje que solía llevar siempre encima. Sentía un frío profundo, helador, y tenía la intuición de que aquello era más el reflejo de un estado anímico que el de uno térmico. De repente la vista se le nubló con millones de escenas pasadas de llantos y amenazas.

Esa situación resultaba insostenible. Quería -necesitaba- sentirse en paz, liberarse al fin de los atropellos de su mente, y tenía claro que hacer un brindis por la autocompasión no iba a llevarle a buen puerto. Aunque también sabía que, en ocasiones, era mejor respetar sus propios tiempos. 

Llevaba dos meses de luto. Se suponía que tenía que sentir un dolor profundo y desgarrador, pero ella se identificaba más con los motivos hilarantes. Un ápice de culpa se le fue arremolinando en los huecos nasales, apoderándose segundos después de todas sus facciones. Se sentía juzgada hasta por los árboles, con sus hojas danzarinas a la par que siniestras. Una lluvia de gritos y sombras, traiciones y lágrimas... Nada. Llevaba dos meses haciendo un duelo que no dolía, porque aquel dolor no era comparable al que había sentido antes de cerciorarse de que se habían celebrado el entierro y el funeral. 

Por respecto a la familia, había decidido ofrecer varias misas. No conocía el procedimiento habitual, así que había metido una cantidad de dinero bastante generosa en un sobre, y se lo había mandado de forma anónima al único párroco que conocía. No creía en el cielo y el infierno, ni mucho menos en el purgatorio, pero sabía que aquél era el funeral que todos esperaban que ella organizara. Al fin y al cabo, no era más que un rito de enterramiento más, y ya nada importaba.

Empezó a sentir cómo un dolor de cabeza intensísimo se iba apoderando de su capacidad de raciocinio. No se sentía en absoluto preparada para dar un paso al frente y hacerse valer, sino más bien para dedicar una melodía arrítmica a las sombras de aquella luna coqueta y maliciosa. Se quitó los zapatos, permitiendo que las primeras gotas de rocío se colasen entre los dedos de sus pies. La humedad y la ligera brisa le hicieron acomodarse en su lecho silvestre, provocando quizá su algo nuevo del día siguiente...

Faltaba poco para el amanecer. A lo lejos se oían el cantar de los pájaros y el de algún que otro grillo despistado. Le dolía todo el cuerpo. Abrió un ojo con cuidado pero la intensidad de la luz le hizo fruncir el ceño a modo de queja y volvió a cerrarlo al instante. Le costó un poco ubicarse, y rehacer mentalmente los sucesos de la noche anterior. Levantó su brazo izquierdo a la altura de los ojos, en un acto automático, con intención de averiguar qué hora era. Hizo un nuevo intento, pero no había ningún reloj. 

Entonces una gran sonrisa se dibujó en sus labios, y sintió -por fin- su tan ansiada paz.


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