lunes, 3 de octubre de 2011

Chicas, Madrid es nuestro

Era sábado por la tarde. Me acababa de pintar las uñas de un color rojo intenso, como la sangre, como yo. Hacía mucho tiempo que no escogía ese tono para decorar mis manos, tan puras, tan blancas, tan inocentes aún... Abrí el grifo de la ducha, tocando de vez en cuando el agua hasta asegurarme de que estaba a la temperatura idónea. Metí un pie en el plato, luego el otro, y empecé a sentir el delicado tacto de las infinitas gotas al rodar por todo mi cuerpo de mujer.

El vapor se arremolinaba en mi nuca y por un instante me olvidé de los relojes y de los tiempos. Me mojé todo el cabello, ahora de un color algo más nórdico si cabe, hasta que sentí el calor colarse por cada uno de mis poros. Qué placer.

Me enjaboné una vez, dos, tres; palpando cada centímetro, concentrada en los instantes, en los recovecos, en las curvas y en los miedos. Me lavé detenidamente, con suma delicadeza, como si mi mera presencia pudiera llegar a deleitarme por un acto de pura voluntad. Quería disfrutar de aquel día en el que había decidido celebrar mi cumpleaños con mis amigas.

Cuando hubo pasado el tiempo suficiente, salí de la ducha, y comenzó el maravilloso ritual de embellecimiento. Secadores, rulos, maquillaje, tacones de aguja, suspiros, miradas en el espejo, efectos de luz... Ya estaba lista. Vinieron a buscarme, me subí en el coche, e inauguré oficialmente aquella velada que prometía ser inolvidable. Hacía mucho que no disfrutaba de una noche de chicas. Quizá estoy volviendo a la adolescencia, quién sabe.

La Gran Vía miraba colérica a los transeúntes, sin un ápice de hospitalidad, dejando poco margen a la imaginación. Millones de coches rugían eufóricos al paso de sus homónimos, con aquellos faros que recordaban a los ojos de los lobos embravecidos. En mitad del atasco, abrí la puerta a la altura de Callao, dejando a mi compañera de aventuras buscando aparcamiento. La temperatura de aquella noche era de lo más agradable. Subí por la calle moviendo mi falda con soltura, y dejando un reguero de chasquidos de tacones contra el asfalto. Alguien más esperaba en el restaurante, y si no me daba prisa, perderíamos la reserva. 

Giré por la calle Hortaleza, y el inconsciente me hizo levantar la cabeza, mirando hacia arriba justo en el edificio de la esquina. Me vino a la mente un torbellino de recuerdos, de besos, de miradas, de momentos. Pasé de largo por los portales, omitiendo su presencia, como si estuviera en mitad de un camino intransitable. Y giré de nuevo a la izquierda, hasta mi destino final, en aquel discreto restaurante del barrio de Chueca.

La cena fue deliciosa, más bien sublime (ejem); hablamos de todo y de todos, nos reímos, compartimos, sentimos, casi lloramos, y nos sonreímos. Estaban ellas, estaban ellos. 

Quisimos tomarnos una copa, pero nuestras piernas -nuestras mentes- nos suplicaban a gritos que saliésemos al aire libre, que diésemos una vuelta antes de sentarnos de nuevo. Allí estábamos las cuatro, una vez más en Hortaleza, en el centro, en él. Comenzamos a andar, azotando calles, cada una inmersa en sus pensamientos. Alguien sugirió que fuésemos al Ne me quitte pas, un pequeño local de lo más acogedor que montó mi amiga Muna en Bilbao hace poco más un año. A esas alturas, yo ya había sacado de mi enorme bolso -al mejor estilo de Mary Poppins- mis bailarinas negras de lunares, y había hecho un discreto cambio de zapatos en un soportal, con la intención de conservar mis pies intactos antes de morir por el nocivo uso de los tacones.

Llegamos a Alonso Martínez, y giramos a la izquierda hacia la glorieta de Bilbao. Yo miraba fijamente las baldosas de la acera en actitud introspectiva, contando aquellos segundos infinitos. La rotonda no llegaba... Un paso, otro, otro más. Nada. Ni siquiera se atisbaba un semáforo, o un paso de peatones. Nada.

Comenzamos a hacer ripios entre las cuatro, y se nos fue el santo al cielo. Qué ameno empezó a resultar el camino entonces. Llegamos al fin al bar, y nos tomamos unos cócteles muy bien servidos. Yo me pedí un gintonic. Qué puedo decir: cuando algo me gusta, soy totalmente fiel. 

No sé que hora era cuando deshicimos nuestros pasos, rondando de nuevo la Gran Vía, haciendo un balance de la noche. Yo lo pasé realmente bien, con mis cuatro amigas. Qué sabio aquél que dijo que un amigo es un tesoro. Qué suerte tengo de que estén en mi vida estas tres chicas.

Llegué a casa un rato después. Me puse el pijama, y me metí en la cama. Medité unos minutos, con los ojos entreabiertos, y el alma extasiada. Qué complejas resultan estas cosas del amor. Qué delicia es estar viva...


1 comentario:

Concha dijo...

Que gusto da leerte Espe....eres una artista!