miércoles, 12 de octubre de 2011

Lo contrario al amor

Es jueves por la tarde. Has quedado con una amiga que lo acaba de dejar con su novio y quiere hablar contigo. Llegas tarde. Cruzas el paso de cebra y sale de la nada un ser gigante. Te chocas con el ente en cuestión, y tu bolso sale despedido por los aires. Te agachas de muy mal humor y empiezas a recoger con cierta urgencia la cartera, las gafas de sol, la bolsa con el maquillaje, las llaves de casa, y las del coche, un espejito, los chicles, el bote de sacarina, una entrada de cine del mes pasado, varios tickets de origen desconocido, el ipod, los cascos del ipod, el móvil, un cuaderno, la lista de la compra de antes de ayer, varios bolígrafos -¿acaso alguno pintará aún?-, el bote de perfume... Parece que ya está todo. 

Te incorporas de nuevo, con intención de decirle al tipo que tenga más cuidado. Y cuando te giras para plantarle cara, te quedas ensimismada con su sonrisa. Debería ser pecado sonreír así a una chica soltera. Tuerces la boca, tratando de mover la mandíbula. Quieres decir algo, lo que sea, pero sólo te sale un ligero balbuceo, más parecido a la carantoña de un bebé que a otra cosa. Oyes a lo lejos, como a millones de kilómetros de distancia, un triste lo siento. Y de repente, identificas aquella voz como propia. Él se inclina hacia ti, y se disculpa con la mirada. Os quedáis allí, colgados el uno del otro, como si fuerais los protagonistas de una comedia romántica. Entonces él se presenta. Se llama Sergio. Tú respondes entre suspiros. Os intercambiáis los números de teléfono, y seguís vuestro camino. 

Es en ese momento, en el que te haces consciente de la realidad, de tu amiga deprimida y sola esperando en un bar de la zona, de que aún no has colocado el ticket del parquímetro en el coche y es muy probable que te hayan puesto una multa, de que con el choque es más que posible que se te haya estropeado el maquillaje y tengas aspecto de prostituta francesa de los años 20, y de que lo único que deseas es que aquel chico -cómo se llamaba... ¿Sergio?- te llame en menos de diez minutos para invitarte a cenar esa misma noche.

Un rato después llegas al punto de encuentro, echas un vistazo rápido al local hasta dar con tu amiga, y te sientas junta a ella en una pequeña mesa en un rincón. Lleva puestas sus enormes gafas de sol de Dior. La única luz que alumbra la terraza es la de una farola algo estropeada que a ratos parpadea. Debe llevar llorando desde el mediodía... Habláis durante horas, y tú de vez en cuando miras discretamente la pantalla del móvil, por si el susodicho te ha mandado un mensaje de texto. Sigues escuchando a Pilar -que así se llama tu amiga-. Ha pasado ya por todas las fases: la rabia ante todos los desplantes, una lista infinita de defectos, la pena por los momentos que habían compartido, el odio a la suegra... Y después las dudas, ¿habré hecho lo correcto?, ¿y si le llamo?, igual estamos a tiempo de volver... Entonces yo siento una empatía profunda hacia ella, comprendiendo cada una de las microexpresiones de su rostro, cada mueca, cada sonrisa torcida, cada ápice de dolor. Sé que lo está pasando realmente mal, que ya le echa de menos, pero que sabe -muy en el fondo- que aquella relación no le conviene.

Después de varias coca-colas light con sus respectivas tapas, y un postre a base de chocolate (para calmar la pena de la ruptura), le doy un abrazo a caballo entre la ternura y el apoyo, me agradece mi paciencia, y nos despedimos con la promesa de hablar al día siguiente. Yo camino reflexiva hacia mi coche. Hurgo en mi enorme bolso, buscando las llaves, más por costumbre que por ahorrar unos segundos en la puerta buscándolas. El teléfono suena. Tengo un mensaje nuevo.

Hola. Soy Sergio, el chico al que has atropellado... jejejeje ¿Desayunamos mañana? Yo invito. 

Nunca me he considerado una persona machista, pero sí me sé muy mujer, y me gustan los detalles. Hace algún tiempo que tengo la premisa de que si un chico no me invita en la primera cita, no vuelvo a quedar con él. Sé que es una norma absurda, pero dice mucho de la actitud del otro. Y esto empieza bien.

Me monto en el coche y pongo la radio a todo volumen. Meto primera y conduzco tranquila hasta mi casa, tomándome unos minutos para contestar. No quiero resultar ansiosa. En cuanto entro por la puerta, empiezo a escribir: 

Ok. A las 11 en La Magdalena. 

Me desmaquillo, me lavo los dientes, me pongo el pijama, y me meto en la cama con una extraña sensación entre familiar y desconocida. Siento inquietud y bastantes nervios. Tengo una cita, una primera cita, y eso siempre me altera bastante.

Me levanto prontísimo, consciente de que tengo que hacer mil cosas antes de salir. Dedico un par de horas a arreglarme el pelo, a elegir el modelito, y a maquillarme de tal manera que esté guapa y natural, pero sin pasarme. Al fin y al cabo, es sólo un desayuno.

Salgo de casa adrede a las 11 en punto. Calculo que voy a tardar unos quince minutos en llegar, pero todo lo bueno se hace esperar. Le mando un mensaje disculpándome de antemano por el retraso, y dirijo mis pasos hacia el lugar en cuestión. Aparco sin problemas, y le veo a lo lejos, mirando el reloj cada dos segundos. Me gusta provocar esa sensación en los hombres. 

Ando coqueta por la acera, y cuando estamos apenas a unos metros de distancia, nuestras miradas se cruzan, conectan una vez más, en una actitud ligeramente desafiante. Ninguno de los dos aparta los ojos del otro. Cómo me gusta ese chico.

Me saluda, nos damos dos besos, y hace un comentario halagador sobre mi aspecto. Si él supiera que al final he tardado tres horas... Todo marcha bastante bien. Me pregunta qué voy a pedir, y yo respondo que quiero un café y una tostada. Empezamos a hablar y todo marcha fenomenal. Yo mareo el pan de un lado a otro, aunque al final apenas pruebo bocado. Él se da cuenta, pero no dice nada. Hablamos sobre nuestras familias, nuestros deseos, nuestros trabajos. Descubro muchas cosas sobre él. Parece abierto, divertido y simpático, y aunque él no lo sepa, ya me ha conquistado.

Me acompaña hasta el coche, y me dedica una de sus maravillosas sonrisas. Nos despedimos una vez más, y me pregunta si quiero volver a verle. Yo tengo ganas de gritarle un sí profundísimo, pero prefiero ser algo pícara, y le respondo algo que en aquel momento me suena ocurrente. Abre la puerta, yo entro, y le dedico un guiño. Él se va andando en dirección contraria, y yo miro sus pasos por el retrovisor izquierdo. ¿Me llamará?

Enciendo el motor, conduzco unos metros hasta girar por la esquina, y me paro de nuevo. Saco el móvil y llamo a una amiga -que no es Pilar- y le cuento cómo me ha ido. Estoy entusiasmada. Hacía años que no sentía algo parecido. Cómo describirlo... ¿Ilusión?

Tenemos una serie de citas maravillosas, en las que un juego de miradas, inquietudes y sueños danzan a la par por las concurridas calles de Madrid. Es como si me hubieran pintado una sonrisa permanente en la boca. Hablamos a diario, comentamos cómo nos ha ido el día, cenamos a menudo, compartimos momentos, confesamos secretos... 

Un día él pregunta por mis relaciones anteriores. No le gusta lo que oye, se muestra celoso y posesivo, y su sonrisa -esa maravillosa sonrisa que me enamoró- se borra de su rostro. Yo me encuentro un sábado por la noche sin saber dónde está, y me convierto en un ser poseído por el ansia de control, por la angustia, por el miedo a perderle. Los meses pasan, y la situación empeora. Nos vamos cerrando el uno en el otro. Ya no hacemos apenas planes separados. Lo hacemos todo juntos, viajamos juntos, salimos con nuestros amigos juntos, discutimos, nos reconciliamos. Los buenos momentos son maravillosos, pero los malos...

Ya ha pasado casi un año, y todo sigue igual. Esto es justo lo que me contaban mis amigas que les pasaba con sus respectivos novios, lo que yo tantas veces antes había denominado lo contrario al amor. Nos queremos, pero nos hacemos daño mutuamente. Decido romper la relación, aunque dentro de mí siento un dolor profundísimo que me quema, que me mata, que me arde. Quiero y no quiero. 

Quedo con él, una vez más a las 11 en La Magdalena. Me acuerdo de aquella primera vez en que me puse el despertador llena de ilusión y me pasé horas arreglándome para él. Cómo hemos cambiado. Le comento mis miedos y le lanzo la bomba. Él me mira sorprendido, pero dice que va a respetar mi decisión. Le admiro muchísimo por su actitud, y yo me planteo si estaré haciendo lo correcto. Le miro por última vez, le doy un beso rápido en la mejilla derecha, y salgo disparada, con los ojos llenos de lágrimas, y el pulso inquieto. Me pongo mis enormes gafas -de Yves Saint Laurent- y llamo a Pilar. Quiero hablar con ella. 

Charlamos durante horas, nos tomamos miles de coca-colas light con sus respectivas tapas, y un postre a base de chocolate (para aliviar las penas). Deseo que me llame, pero no lo va a hacer. Y yo tengo que mantenerme firme. Qué irónica es la vida. Entonces sólo me queda pensar que la mayoría de los sufrimientos de hoy, llegará un día, en que ni siquiera duelan...



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