sábado, 22 de octubre de 2011

Ssshhhh!

Sssshhhh, no se lo digas a nadie. ¿Cuántas veces hemos dicho esto tras contar uno de esos secretos que nos parecían dignos de un confesionario?

Los seres humanos tenemos la particularidad de obviar la realidad del otro ser. Me explico: hace cosa de un año, le conté a una amiga algo que para mí era realmente importante. Tengo que reconocer que la noticia era una bomba, pero yo estaba haciendo un acto de confianza -algo que, por cierto, no es nada habitual en mí-. Le rogué encarecidamente que mantuviese el secreto. Ella me lo prometió por lo más sagrado, y ahí acabó la cosa. Nos fuimos a cenar, luego a tomar una copa, y yo me sentí especialmente orgullosa de aquella relación, ya que a partir de ese momento ya la podía considerar verdadera. ¿Acaso el amor -o la amistad- no se debe fundamentar en la confianza?

Todo siguió su curso, y unos cuatro meses después me enteré -a través de otra amiga en común- de que lo que para mí había sido un acto de amor-confianza, se había convertido en el cotilleo del año para todo el grupo de amigos. Me quedé blanca, con un sabor ácido en la boca, y una profunda pena. Pero a pesar de todo, por mucha rabia que yo sienta, siempre soy una persona comprensiva, y puedo llegar a entender que la tentación a veces nos juega malas pasadas, porque yo también he actuado mal en muchas ocasiones. Hice esta pequeña reflexión, y acto seguido llamé a mi amiga para ver cuándo podríamos vernos. Quedamos a tomar un café, y le solté mi pregunta clara, concisa, sencilla y directa: ¿por qué lo has hecho? Yo pensaba que iba a recibir una respuesta sincera, un acto de humildad, una disculpa... Algo, lo que fuese. Nada. Yo notaba cómo las expresiones de mi cara se iban tornando cada vez más y más agrias, según iba escuchando una historia fantástica que no tenía nada de creíble. Qué decepción sentí en aquel momento. Qué decepción, qué pena más grande, qué tristeza, qué duelo. 

No he vuelto a llamar a mi amiga -ex-amiga- para quedar, y ella tampoco se ha puesto en contacto conmigo. Al principio, sentí muchas ganas de dejarlo pasar, omitir aquel incidente y seguir adelante. Pero luego me di cuenta de que si yo misma no me respetaba, ¿quién iba a hacerlo sino? 

Ya lo dice el refranero español: somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios.


2 comentarios:

JOSE LUIS MINGO dijo...

Espe:

Muy bonito como explicas las cosas, pero te diré que, desde la experiencia de ser mayor, que, a veces, el mucho afecto a las personas puede obligarnos a hacer por ellas cosas que esas personas no entienden en el momento pero que, con el paso del tiempo, no dejan, no dejamos, de agradecer el bien que se les hizo o que nos hicieron. Y eso a pesar de que lo sintieran, de que lo sentieramos, antes como una trementa expresión de desafecto.

Muchos besos

Dinah Laurel dijo...

A mi me pasó algo parecido, yo creo que a veces es mejor quitarse a esas personas de encima, porque jamas traen nada bueno... yo siempre fui mi confiada con mis amistades y lo acabé pagando, pero aprendi que no puedo confiar en todo el mundo y que mi mejor amiga soy yo misma.