jueves, 5 de mayo de 2011

Anatomía de una emoción

Anoche andaba yo recordando los días de Nochebuena, en los que me reunía con toda mi familia, y los sillones de la entrada de casa de mis abuelos estaban llenos de regalos. Pensaba en las innumerables cajas enormes, perfectamente envueltas, con la promesa tácita de un juguete maravilloso. Muñecas, cochecitos, juegos de mesa... Aquello parecía un catálogo de Navidad de El Corte Inglés en directo.

Hace ya tiempo que aquellos años pasaron, y ahora los paquetes no ocupan tanto. Se ven cajas pequeñitas, mucho más difíciles de intuir... Una pulsera, unos guantes, quizá un libro... Pero sobre todo, me he dado cuenta, de que la gente ya no reacciona de la misma manera. Hay algo mucho más importante que abrir tu obsequio, y es justo, ver la cara de la persona a la que tú regalabas. Muchas veces, te quedas con una mirada de decepción al saber que aquel primo ha fingido circunstancia porque no le ha gustado nada, y sabes que aquel gorro de lana se quedará en el fondo del armario para siempre, para acabar -en unos años- en la bolsa de caridad de la parroquia. 

Nadie nos enseña a disfrutar con los regalos, a saber emocionarnos con ellos, ya sean una margarita o un coche nuevo. Detrás de aquel envoltorio hay una persona que ha dedicado un tiempo precioso a pensar en nosotros, en lo que más nos podría gustar, y sólo por eso ya se merece la mejor de nuestras sonrisas. La mejor de nuestras sentidas sonrisas.

Ahora está de moda regalar tiempo, regalar emociones, regalar experiencias y regalar ilusión. ¿Será que ya nadie se conforma con la bufanda de turno o la última novela de Isabel Allende? ¿Nos hemos dejado imbuir tanto en la sociedad postmoderna que ya sólo nos conformamos con un fin de semana en el Parador de Astorga o una cena gourmet en el Palace? 

La semana pasada tuve la fortuna de hacer un regalo a una amiga. Quise regalarle algo bonito, algo personal... Quise recrear la anatomía de una emoción. Y sí, elegí a la persona adecuada. Sus facciones se fueron contrayendo, su mirada derrochaba ilusión, y vi cómo abría ansiosa el primer paquete, los dedos parecían mucho más pequeños de lo habitual, y trepaban inquietos en busca de una de las trufas de chocolate blanco. Le encanta el chocolate blanco. Yo lo sé. Y acerté. No hizo falta marcharnos a la Conchinchina para que le gustara, pero si hubiese hecho falta, juro que lo haría por ver esos ojitos de nuevo. 

Muchísimas gracias, Elena. ¡Eres un sol!


1 comentario:

Anónimo dijo...

He leído tu entrada como siempre: deseosa de conocer el final pero a la vez disfrutando de cada palabra. Yo también he vuelto a aquellos años en los que había regalos por doquier. He pensado en cómo hacemos regalos y en cómo los recibimos... No esperaba el final. ¡Me ha emocionado! A veces el mejor regalo es una sonrisa o una mirada. Una conversación o unas palabras.... GRACIAS por regalarte y hacer tan buenos regalos a los demás.