jueves, 20 de mayo de 2010

Maniquíes madrileños

Cuando regresé de Paraguay, hace ya tres semanas, me fui con mis amigos a cenar a uno de los restaurantes de moda de Pozuelo. Como había bastante cola, nos quedamos en la puerta del local esperando un buen rato a que alguna mesa quedase libre.

Yo sentía una enorme curiosidad por todas las cosas que me rodeaban. Después de haber pasado tanto tiempo en un país absolutamente paupérrimo, el excesivo derroche que había a mi alrededor me resultaba abrumador. Me fijé en la pareja que nos precedía. Ella vestía pantalones de Armani, camisa de Dior, bolso de Carolina Herrera, y unos Manolos ideales. Hice un brevísmo cálculo mental, y pensé que con lo que se había gastado esa chica (porque era francamente joven) en uno de sus modelitos, yo podría haber alimentado a los hermanos Acosta durante un año entero.

Seguí mirando a las personas que estaban sentadas en aquel lugar, ellos fumaban puros larguísimos, ellas bebían gin-tonics... Hice un esfuerzo enorme por comprenderles, por no criticar su estilo de vida... Porque, al fin y al cabo, esa es justo la manera de vivir a la que yo estaba destinada, al haber nacido -a pesar de la crisis- en uno de los paises más desarrollados del mundo.

Me acordé de todas las veces en que yo deseé comprarme unos zapatos como aquellos, o que gasté más de lo que ahora me gustaría en una comida, o que incluso envidié esa vida. Y entonces fui consciente, una vez más, de lo que Paraguay había influido en mí. Me di cuenta de que esas personas que tantas veces antes me habían parecido dignas de admiración, ahora me resultaban maniquíes, seres de plástico. Y a pesar de que cada persona tiene algo que enseñar a los demás, yo prefería tomar como ejemplo a cualquiera de mis niños.

El pasado lunes tuve la enorme suerte de quedarme durante una hora entera sentada en un banco, mirando a un pájaro comer algunas miguitas de pan del suelo. Yo estaba absorta en mis pensamientos, concentrada en los movimientos de su pico al ingerir la comida, cuando apareció un señor mayor, de unos 70 años, arrastrando la pierna derecha. Llevaba unos pantalones grises con tirantes, como los compadritos de las tanguerías, y apoyaba la mitad de su cuerpo sobre un bastón medio roído. Automáticamente centré mi atención en él.

El señor estaba muy concentrado en una bolsa blanca de escombros. Yo no entendía qué podía encontrar de interesante en aquel montón de restos de pintura y pared. Él se acercó muy lentamente, e hizo un primer análisis de su contenido. Metió la mano que tenía libre, y sacó un trozo de pan. Se notaba que era la parte superior de un bocadillo cuyo dueño anterior había despreciado en su momento. El cojito no dudó en metérselo en la boca, y empezar a masticar ansioso el primer bocado en mucho tiempo.

Entonces yo pensé que realmente no hacía falta irse hasta Paraguay para ver ese nivel tan escandaloso de pobreza. Es cierto que si bien allá la mayoría de la población es indigente, aquí sigue existiendo una realidad a la que yo jamás había prestado atención, porque estaba mucho más ocupada en plastificarme.

Quiero seguir el proyecto que empecé en el comedor, continuar un proceso de entrega que comenzó hace unos meses y que deseo convertir en mi nuevo proyecto de vida...

Ya sabéis que acepto compañía.


1 comentario:

Yolanda Viveros Márquez dijo...

Hola Espe, me alegra mucho sentirte tan humana,tan enriquecida y saberte afortunada. Paraguay a pesar de su pobreza tiene su propia magia y belleza, sólo el que lo experimenta puede conocerlo porque es indescriptiblemente bello, para mí es mi cuna, mi hogar al que regresar siempre cuando quiero dar gracias por la vida. Te mando un abrazo fuerte.