jueves, 27 de mayo de 2010

Un viaje en metro

Esta mañana iba yo en metro a las 8 de la mañana. Me subí en Moncloa con destino Sol, para llegar puntual a mi nuevo y brevísimo trabajo temporal. Estaba sentada en uno de los asientos de los laterales, y me fijaba atentamente en toda la gente que compartía aquel vagón conmigo.

Había una madre con su niña pequeña, un grupo de adolescentes uniformados, otro grupo de adolescentes algo anárquicos en el vestir, muchos señores trajeados con fundas de portátil, señoras con tacones altísimos, universitarios leyendo a toda prisa las últimas líneas del temario antes del primer examen, un mendigo que apestaba a vino, un par de veinteañeros que volvían de fiesta -quizá en busca de algún after-...

En realidad, el metro siempre me pareció un medio de transporte de lo más especial, porque acoge a personas de todo tipo. En el metro no existe el clasismo, ni el racismo, ni la xenofobia, ni nada de nada. En el metro estás tú y el mundo, con tus pensamientos, con la extraña mezcla de perfumes y olores, con el periódico del compañero de al lado, con el café de la rubia de la izquierda, con el hip hop del ipod de un negro gigante, con el acento británico de un par de turistas, y con todas tus dudas existenciales en la mano.

El metro tiene algo mágico que los autobuses no comprenden. En el metro los sueños vuelan. Y no porque lo diga Gallardón, sino porque simplemente es así. Me encanta bajar por las escaleras concentrada en el sonido, y adivinar si habrá llegado ya el tren y es el momento de echarse a correr; o el de apretujarte contra codos, pies y cabezas en busca de algo de espacio vital; o llevarte una enorme alegría cuando de repente un día sin motivo te has subido en un vagón que está vacío. Me gusta imaginar qué estarán pensando todas esas personas que comparten un tiempo de su vida conmigo, qué será de sus vidas, a qué se dedicarán, y quién les esperará por las noches cuando lleguen a sus casas. Me gusta sentir el movimiento en cada curva, en cada raíl algo viejo, en cada parada. Y me gusta sentir que estoy en una gymkana cada vez que salgo y tengo que ir siguiendo las flechas en busca de mi salida correcta.

Pero lo mejor de todo llega cuando asciendes por las escaleras de tu estación, y empiezas a oír el barullo de Madrid, de la ciudad. Las bocinas alteradas, los tacones contra las aceras, los motores a punto, los repartidores de panfletos... Y entonces respiras profundamente, y te llenas de todo eso. Poque no sólo en medio del monte se puede disfrutar de un olor maravilloso, que si bien no es todo lo puro que le gustaría a mis pulmones, sí representa para mí las delicias de saberse en casa.


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