Seguro que alguna vez habéis pensado, después de una noche de fiesta pues hoy me iría a Valencia y dormiría en la playa, o pues yo me iría a pasar el día a La Rioja. Eso es a lo que mi amigo Jordi llama planes improvisados, y que en realidad tienen bastante gancho, al menos para personas como yo.
Por supuesto, que hay veces en que no nos damos permiso para convertir esos sueños momentáneos en reales, pero yo ayer, tras tomarme un par de cañas por el centro, ya en el coche de vuelta a casa, a las 11 de la noche, mientras hacía un cálculo rápido de las horas que iba a dormir, mi acompante dijo una de esas frases que empiezan por un pues yo hoy me iba a... y que suelen acabar en meras fantasías.
Yo me quedé mirando fijamente a un punto indefinido de la Carretera de La Coruña, y le dije:
- ¿A dónde te irías?
- Al Escorial, a la silla de Felipe II, a gritar al mundo entero todo lo que se me pase por la cabeza.
Entonces yo respondí un simple:
- ¡Vámonos!
Y allá que nos fuimos, un lunes por la noche, a pesar del futuro madrugón del día siguiente, a pesar de que ni siquiera habíamos cenado, y a pesar de lo que el Padre Crítico (camuflado de sentido común) nos decía.
Me encanta El Escorial. Es un pueblecito mágico, en el que todo es posible, en el que la magia crece de los árboles, emana de los balcones y se esconde en los pequeños cafetitos -como el Croché-, que están preparados para acoger almas bohemias como la mía.
Fue sin lugar a dudas una experiencia increíble, refrescante y muy espontánea. Y quizá por eso la disfruté tanto. Me encanta hacer cosas con mi Niña Libre. Me encanta ser siempre yo.
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