martes, 22 de junio de 2010

Inocente de esquina

Una vez mi abuela Espe me dijo que lo del café de la mañana es algo imperdonable en Madrid, y qué razón tenía. Ya puedes ser un currito o el directivo más temido de una empresa, que todo el mundo comprenderá y esperará pacientemente si llega a verte y resulta que saliste a tomar un café.

Pues bien, yo me fui esta mañana a por mi café de rigor a eso de las 11, y como tenía algo de prisa y no me quería retrasar mucho, fui a un bar al que no había ido nunca pero que estaba justo debajo de mi oficina. Nada más entrar, un chino muy sonriente me preguntó qué quería, y yo le pedí un cortado, por favor. No había terminado de pronunciar la palabra, cuando tenía en mi lado de la barra un vaso largo de cristal con mi café más que dispuesto, a la temperatura perfecta, listo para beber e irme.

Yo me quedé pensando dos segundos si pedirme una tostada con tomate o quedarme con el café y punto, cuando un señor encantador, que debía rondar los 80, se me acercó y me dio los buenos días. Desde el principio congeniamos perfectamente, y nos pusimos a hablar sobre la ciudad de Madrid. Yo perdí por completo la noción del tiempo, y me imbuí en las historias más que truculentas de Felipe II, Carlos III y algún que otro Conde-Duque de Olivares. No sé en qué momento Luis -que así se llamaba el señor- pagó mi cuenta sin que yo me enterara, y como me estaba encantando la conversación, le di mi número cuando me lo pidió por si algún día volvía a desayunar ahí y podíamos coincidir de nuevo para tomarnos otro café.

Miré el reloj con horror, y me excusé rápidamente explicándole que debía volver a mi trabajo. Él insistió en acompañarme hasta la puerta, y yo, indiferente, no me negué. Nos dimos la mano, luego él me dio dos besos, y me agarró de la cintura. Su mano bajó muchos centímetros más de lo necesario, y yo me quedé de lo más sorprendida. Pensé que la edad a veces nos juega malas pasadas, y me fui de allí pitando por si las moscas.

Cuando subí a la oficina de nuevo, les conté a mis compañeros que creía que un abuelito había intentado ligar conmigo. Empezaron a preguntarme, yo les fui respondiendo, y de repente uno de ellos me explicó, con mucha delicadeza, que el bar en el que yo me había tomado el café era un local de citas en el que las prostitutas iban en busca de nuevos clientes.

Según me iban contando más y más sobre la cafetería, mi cara se iba contorsionando en formas surrealistas, hasta el punto de darme cuenta de que me habían tomado por una prostituta. Rápidamente me miré y me tranquilicé al comprobar que mi estilo no tenía nada de provocador, sino más bien todo lo contrario, y me horroricé al acordarme de que le había dado mi número de teléfono a un señor que pensaba que yo era un puta.

Al final descubrí que sólo me quedaban dos opciones: tomármelo como algo horrible, o sacar mi más que desarrollado sentido del humor y descubrir con alegría que aún no había perdido la inocencia. Al fin y al cabo, yo no me había dado por aludida ni por un instante de todo aquel simulacro malintencionado de coqueteo de los bajos fondos.


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