jueves, 10 de junio de 2010

La prueba de Excel

Esta semana tuve mi primera entrevista de trabajo desde que volví de Paraguay. Así que el lunes, me pinté el ojo, y me puse un par de flushes de perfume, dispuesta a conseguir aquel empleo que pintaba mejor que bien. Andaba yo a eso de las cinco menos cuarto, perdida en algún punto entre Bailén y Segovia, subiendo escaleras como una condenada, y planteándome cómo demonios sobrevivirían las personas en aquellos siglos tan lejanos, en los que el decoro era casi una forma de vida, y los vestidos recatados impedían respirar a un sólo poro de la piel mientras el susodicho se ahogaba por los malditos escalones.

Y unos dos descansos y un par de horas de planteamientos laberínticos después, me vi parada frente a un restaurante precioso, de pinceladas andaluzas, en tonos rojos y negros. Llamé discretamente al timbre, y esperé hasta que una voz femenina me instó a entrar a través del telefonillo.

Pasé el soportal, y seguí de una manera casi instintiva por un diminuto pasillo antiguo que había a la derecha del restaurante. Subí el tramo de escaleras que me separaban del primer piso, y aluciné al comprobar que era una réplica exacta de lo que yo siempre habia imaginado que sería el Madrid antiguo: pequeños balcones con barandas verdes, suelos de madera, puertas pintadas de blanco... Seguí mis pasos hacia el destino final. Entré en la oficina del restaurante, y esperé a que llegara mi turno de ser atendida. Yo no dejaba de mirar impresionada la maravillosa habitación en la que estaba sentada. Me encantaban los adoquines, y los techos, y el crujir de la madera frente a los pasos acelerados de una secretaria... Estaba disfrutando de lo lindo, cuando un señor me invitó a pasar a su despacho.

Me comentó las condiciones del trabajo, y yo supe que lo haría la mar de bien: relaciones públicas de un restaurante. Estuvimos charlando durante un periodo de tiempo que a mí se me pasó volando, y entonces él empezó a hablarme de las pruebas. Yo le miré algo extrañada. ¿Pruebas? ¿Qué pruebas?

Me llevaron a la habitación contigua y me dejaron a solas con un texto de lo más extenso sobre el mercado inmobiliario español. A mí me pareció un tema aburridísimo y en absoluto relacionado con el trabajo en cuestión, pero me dijeron: léelo y resúmelo. Así que yo leí y resumí.

Un rato más tarde, cuando hube acabado, entró en la sala una rubia despampanante de las que quitan el hipo, y se presentó como Mandy from L. A. Yo supe que lo que tocaba en ese momento era hablar en inglés un rato, hasta convencer a la yankie aquella de que mi nivel era mejor que bueno para el puesto.

Por último -y aún en inglés- me pidieron que hiciese una serie de cálculos en un Excel, a través de los senos y los cosenos, y que a continuación plasmase mis resultados en un gráfico completísimo sobre la evolución de la crisis a nivel nacional. Según me iban explicando el ejercicio, a mi me sudaban más las manos. Me dejaron sola en aquella habitación que de pronto se volvió enorme, y mi mente demasiado vacía.

Cogí la hoja y la miré. Había una lista con todas las comunidades autónomas, y a su derecha una relación de datos de los últimos años, que hacían alusión al precio por metro cuadrado de las viviendas en España. Yo empecé a introducir los datos en mi hoja verde de Excel, mientras por otro lado me hacía consciente de que sería mucho más rápido hacerlo por la cuenta la vieja, así que -como me estaban grabando con la web cam- no se me ocurrió otra cosa que apuntarme los resultados en la mano para hacer una comparación de precios de una manera más eficaz.

Aproximadamente media hora después mi mano se tornó negra en un conjunto de sumas y multiplicaciones, con restos de sudor frío por el agobio, y mi mente estaba ya en otra dimensión mucho más parecida a la angustia post-traumática que a cualquier situación racional real. Y cuando el reloj marcó la hora en punto, me hice consciente al fin de mis propios pensamientos, y del origen de los mismos. Yo, Esperanza de Toro, estaba al borde de un ataque de histeria por una pruba de Excel que evidentemente no sabía hacer. No me gustó exigirme tanto a mí misma, y mucho menos sufrir por algo que en teoría tenía que ser un motivo de disfrute para mí. Así que, con las mismas, me levanté, indiqué a la rubia que ya había terminado y me fui por donde había venido, dándome un paseo alucinante alrededor del Palacio Real, y dejándome seducir por los maravillosos jardines de Madrid en primavera.

Y así, sin más, me senté en el Café de Oriente, me tomé una deliciosa cerveza, y me olvidé por completo de esa terrible sensación que me estaba corroyendo el espíritu. Y disfruté. Y sonreí. Y fui muy feliz en aquel momento.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Bueno, a mí me sucedío lo mismo. Es de lo más de frustante. Pero la verdad me hizó mucha gracia tu historia, jijijiji.En fin, en estos días ando repasando el jódido excel.