Transcribo literalmente de mi diario:
En mitad de ninguna parte, un desierto infinito se extiende sobre el continente americano. Mis ojos captan raudos una serie de imágenes que pretenden hacer las veces de mirada para el mundo, en un intento de que cualquiera pueda viajar conmigo a este lugar.
Nada más entrar al poblado, una pequeña casita de ladrillo precede el enorme pozo que se alza sobre las cabezas de los indios guaraníes, y les provee de agua. Justo después, una serie de pequeñas construcciones de madera, barro, chapa o plástico coronan el paisaje de color sequía. Sólo se divisa algún que otro árbol tímido de palosanto, y bastantes cactus de espinas amenazantes.
Los animales conviven con los humanos, como compañeros cómplices de la miseria, o simplemente como socios en una misma fotografía: todos esqueléticos, perros, gatos y gallinas pasean por los patios en busca de cualquier resto que comer.
Los indígenas son sorprendentemente altos. Ellas son delgadísimas, de tripa hinchada. Visten faldas hasta los tobillos de telas finas, y camisetas raídas. Ellos miran curiosos a su alrededor, y llevan perneras como los vaqueros del Oeste. Cuando se encuentran con alguien, siempre saludan dando la mano, pero sin apretar. Es más un gesto amistoso con una amplia sonrisa en los labios que otra cosa. Tienen las orejas enormes, el pelo negro, largo y liso, y los ojos rasgados. Algunos hablan castellano, pero la mayoría sólo se expresan bien en cualquiera de las lenguas indígenas que conviven en el Chaco.
El lugar huele a polvo y a madera, y el aire es tan puro, que hasta asfixia. El calor seco resulta casi insoportable durante las largas horas de la tarde, y puedes ir sintiendo por segundos cómo la piel se te va agrietando al exponerte al ambiente... El silencio es absoluto, y sólo se percibe el sonido del viento cuando está anocheciendo. Y entonces las temperaturas cambian, y un frío helado se te cuela por los huesos, obligándote a buscar una manta gruesa con que cubrirte.
El cielo es de un azul puro, sincero, como en el dibujo de un niño, y las nubes parecen trozos de algodón dulce robados de una feria.
Ahora mismo estoy sentada en una silla de madera. Me balanceo ligeramente hacia atrás, y sé que si mi tía estuviera aquí me reprendería. Me siento traviesa, jovial y fantasiosa. Me da la impresión de que en cualquier momento aparecerá un guapísimo Clarke Gable vestido de asesino a sueldo. Entraría en el Saloon del pueblo, y pediría un whisky doble para esperar a que apareciese el malo de la película, apuntando con una pistola en cada mano... Y hasta puedo ver su cara en un cartel colgado de la pared del despacho del sheriff, en el que pondría un WANTED enorme, y la cantidad de dinero con la recompensa justo debajo del retrato... Me imagino el momento justo en que el susodicho buscado entrase en el burdel en cuestión y, tras echar un rápido vistazo al local, mirase a los ojos del cazarrecompensas. Y también supongo los cinco segundos posteriores de tirante silencio, la calma que precede a la tempestad...
Pedro P. Peña se podría describir como ese breve lapsus de tiempo: tenso, callado, expectante, placentero y misterioso. El único inconveniente es que, aquí, rara vez ganan los buenos...
Continuará...
Continuará...
Mi visión de la casa de Pedro P. Peña. Dibujo en mi diario.
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