A la una de la tarde, justo después de comer, me he montado en la camioneta de las monchis: un hammer chino 4 x 4 con doble tracción, ruedas pantaneras y una altura digna de un trapecista.
Mi primera impresión del recorrido fue espectacular: un camino de arena, a trozos similar al de la entrada a mi casa de Torremenga, y en otros algo más parecido a la arena de cualquier playa de la Costa Blanca. A ambos lados sólo se veían palmeras y más palmeras, una vegetación infinita, lianas, cáctus y mil tipos de árboles y plantas cuyo nombre desconozco. El paisaje no varió ni un poquito en los 200 km. hasta nuestro destino, y eso que tardamos 6 horas en llegar… Os podéis hacer una idea de la velocidad media que llevábamos…
A mitad del camino a mí me entraron unas ganas locas de hacer pis (el tereré es altamente diurético), y nada más decirlo, pararon la camioneta en seco, anunciaron una parada discrecional, y con un simple tené cuidado dónde ponés el pie que esto está llenito de serpientes, bajé muerta de miedo, y traté de darme la mayor prisa posible para acabar cuanto antes y regresar a mi confortable y seguro asiento. Pero lamentablemente, tuve que repetir ese mismo proceso una vez más, aunque en esta segunda ocasión me sentí como en casa, porque todo alrededor olía a Extremadura…
Según nos íbamos acercando a Pedro P. Peña, tanto el clima como el paisaje se iban volviendo desérticos y el polvo que se levantaba por el camino nos limitaba la visión. Cuando faltaban 20 km. para llegar a mí me entró un dolor de cabeza que amenazaba con convertirse en jaqueca, entre el aire acondicionado, el traqueteo, el espacio ridículo, las horas de coche…
Y cuando al fin llegamos (2 horas para 20 míseros kilómetros), a mí me entraron unas ganas locas de vomitar, y en cuanto me mostraron mi cuarto, me puse a llorar a moco tendido. Entre el calor, el agotamiento, el dolor de cabeza, y mi visión de ese momento… Dios santo, aquél era el peor lugar en el que yo había estado jamás. Una casita de madera, de esas yankies prefabricadas. Y nada más. Nada.
Yo pensaba una y otra vez en mi tía Sol (una de las hermanas de mi madre), que estuvo allí un mes entero con mi tía Concha. Pensaba en todas las monchis que pasaron por allí, incluyendo a mi tiísima, que estuvo 14 años.
El olor era desagradable, en una mezcla entre cerrado, viejo y podrido. El polvo ensuciaba todo, y daba igual la cantidad de veces que barrieras, porque siempre seguía estando sucio, y la sensación que a mí me daba era la de montarme en el primer autobús que me llevase directamente a Asunción. Y de allí, un avión a Madrid. Y ya no volver jamás a Paraguay en mi vida.
Sólo teníamos 3 horas de luz diarias, así que aprovechamos para ducharnos, cenar y lavar la ropa –que había llegado de color naranja-. Yo soñaba con el regreso, mientras mataba mil mosquitos del tamaño de elefantes, y me dormí pensando que estaba tumbada en mi cama de princesa de Pozuelo.
Las hermanas sentían un amor loco e incondicional por aquel lugar, y contaban historias y anécdotas de voluntarios que habían estado allí antes y habían regresado encantados. Así que decidí mantener mi mente abierta para aprender a disfrutar de cada segundo de ese lugar, y sólo atraer positividad a mi vida. No supe hacer nada más, y me quedé dormida pensando en lo que depararía el Universo al día siguiente…
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