lunes, 12 de abril de 2010

El final del viaje a Peña

Transcribo literalmente de mi diario:

Y al fin llegó el día de regresar a Asunción... A las 3 de la mañana sonó el despertador de la hermana Esther, en un curioso levántate, son las tres; levántate, son las tres. A mí me recordó al que mi amiga Ana tenía en Polonia cuando vivíamos juntas, y que siempre luchaba por apagar antes de que siquiera dijera la segunda palabra...

El caso es que cuando hubimos recogido todo, algo más de una hora después, estábamos de nuevo montadas en aquella camioneta gigante, con toda la parte trasera cargada, y seis personas abordo de un lugar en el que apenas cabían cinco con las justas...

El camino de tierra estaba francamente mal, lleno de barro, con charcos infinitos de agua... Constantemente derrapábamos, y el coche iba de un lado a otro, creando una sensación muy similar a la de las turbulencias de los aviones... Yo cerré los ojos, y me visualicé sana y salva en Asunción. Y eso me funcioné bastante bien. 

A eso de las ocho, cuatro horas más tarde, paramos a desayunar pan y queso caseros, y un vaso de café. Me tomé mi primer café de los últimos cinco meses, y me supo a gloria bendita. Definitivamente, me gusta muchísimo, y ahora mismo no alcanzo a comprender por qué decidí dejarlo... Un hábito que he reincorporado a mi vida a partir de hoy, ¡definitivamente!

Y un rato después, cuando aún quedaban como mínimo dos horas largas (30 kilómetros) por aquel camino infernal, lleno de baches,  piedras y animales, me entró una de las peores jaquecas de mi vida. Al principio sólo note un dolor de cabeza insistente, que fue seguido de un ligero revoltijo de estómago, y acabó convirtiéndose en ese sentimiento terrible de que en cualquier momento el cerebro se te partirá en dos... 

Cuando me sentía mal, le decía al conductor que me parara, y tal cual, me bajaba, me quitaba el pareo a modo de burka, y vomitaba. No tenía agua, ni pañuelos para limpiarme, así que me tomé un ibuprofeno como buenamente pude, y cuando volvía a sentir aquel malestar, repetíamos el proceso de parar-vomitar-continuar. 

No recuerdo un viaje peor en toda mi vida, creyendo que me estaba muriendo, con la garganta ya destrozada a consecuencia de la bilis, la cabeza machacada, y el camino como un vaivén sofocante y desequilibrado...

Llegamos a Mariscal -el primer pueblo con asfalto de todo el Chaco- a las 12 de la mañana (8 horas después para 180 kilómetros), y mientras la hermana Esther hacía una serie de gestiones en la comisaría de policía, me dejó en casa de unas monchis españolas para ver si al menos me daban agua o cualquier cosa parecida al Primperán. Afortunadamente, el mero hecho de bajar de aquel coche ya me recompuso de una manera milagrosa, y tras una manzanilla y medio litro de agua mi cuerpo empezó a sentirse bien de nuevo.

A la una estábamos otra vez en camino, dispuestas a recorrer los 600 km. que quedaban hasta Asunción, y en cuanto llegamos a Filadelfia (el siguiente pueblo), Esther empezó a encontrarse mal, así que manejé yo hasta Pozo Colorado, el internado de las hermanas en el Chaco paraguayo...

Allí hicimos una breve parada para ir al cuarto de baño, y continuamos directamente hasta casa. Mientras yo conducía, Esther no hacía más que meterse conmigo, y a mí me hacía muchísima gracia. Así que nos pasamos el resto del camino discutiendo medio en broma -ambas sabíamos que era así-, pero en una de éstas, la hermana Rosa intervino y dijo que no era momento de ponerse a aprender a conducir. A las dos nos entró una risa de lo más estruendosa, y continuamos así hasta Asunción... Llegamos a casa a las 9 de la noche, agotadas, sucias, post-enfermas, muertas de sueño, de hambre y de todo.

El viaje fue toda una odisea, y yo no paraba de pensar en que Esther y mi tía lo hacen cada mes... A pesar de todo, me alegré muchísimo de haber ido, de conocer aquel lugar único en el mundo, sus gentes, sus hábitos, sus costumbres... Me alegré de pasar unos días en ese sitio, de comprar artesanía, de visitar a los indígenas en sus casas, de compartir su mate, de correr con los niños, de probar su comida, y beber su agua. De adivinar el trabajo de las monjas allá, de ver la lluvia en pleno desierto, de dormir en una cama-hamaca en una casita de madera, de sentirme como en una peli del Oeste, de tener tiempo para reflexionar, de valorar aún más si cabe lo que tengo, y de aprender la lección de aquel niñito que me regaló sus talles de palosanto...

Mi valoración del viaje: una experiencia única, especial e irrepetible. ¡Como todo en mi vida!


1 comentario:

Yolanda Viveros Márquez dijo...

Pedro P. Peña es una de las realidades de las monjas que más admiro, para mí es increíble que alguien pueda decir que viene "encantado" de ese lugar; pero las monchis lo viven y hasta son capaces de ser felices allí, desde luego no me queda más que bajarme el sombrero y decir gracias!!.