martes, 6 de abril de 2010

Un viaje de chinos

Ayer, a las tres de la tarde, me subí al autobús que me llevaría durante 8 horas hasta Estigarribia, la localidad en la que haría noche aquel día.

Yo viajaba con la hermana Rosa, la misma a la que doy clases de computación. Nos montamos en el colectivo atómico con la ayuda de un señor encantador, y mientras buscábamos nuestros respectivos asientos –el vehículo ya en marcha- casi se me cae la hermana tres veces. Una vez colocadas las cosas en la parte superior, nos acomodamos cada una en su butaca, y casi se hizo el silencio durante el resto del recorrido.

Después de mis 36 horas de viaje a Río de Janeiro en enero, yo ya estaba más que puesta en el sistema altamente nocivo de los aires acondicionados de los colectivos, que recrean un microclima polar terrible para mi garganta, así que yo, ni corta ni perezosa, me puse unos calcetines largos, una chaqueta, y un pañuelo alrededor del cuello. Saqué del bolso mi iPod con sus 16 Gb de música, y empecé a escuchar las más de 400 canciones de Silvio, llegando a relajarme de tal forma que hasta conseguí echarme una cabezadita de dos horas.

Cuando me desperté, la hermana Rosa me miraba muy fijamente, como pendiente de mis estado anímico. Yo la tranquilicé todo lo que pude, y me metí una vez más en mi maravilloso mundo interior, al son de una fantástica guitarra cubana en Chile.

Al cabo de un rato, el conductor puso una película para que nos entretuviéramos, pero era casi imposible ver algo porque había gente viajando de pie en los pasillos del autobús. Yo estaba sorprendida de que aquellas personas, por ahorrarse un ínfima cantidad de dinero, aguantaran sus 8 horas con los bultos en la mano…

El caso es que yo estaba inmersa en mis pensamientos, cuando al fin pude visualizar algo de la peli que nos habían puesto, pero a los 10 minutos perdí por completo el interés. Se trataba de una producción china de los 80, con un Yakee Chang atómico, que disparaba sin parar a todo lo que se movía, y que no sólo salía ileso de cada reyerta, sino que parecía preparado para asistir al más elegante de los bailes de gala en la Embajada de Vietnam.

No sólo era mala, sino que se ganó la más que merecida etiqueta de “la peor película que he visto en mi vida”. A las dos horas, acabaron por fin los gritos y alaridos de los chinos agonizantes, y yo sentí ese ligero alivio de cuando un ruido constante cesa… Pero a los cinco minutos, comprobé horrorizada que en realidad la toma era la primera parte de una trilogía, que nos acompañaría hasta el final del viaje. Así que recorrimos las 4 horas restantes viendo a una serie de chinos clónicos dando patadas a otros chinos iguales a ellos, que siempre caían al suelo de forma dramática al ser brutalmente asesinados.

Cuando llegamos a Filadelfia (el poblado menonita), el autobús se estropeó, y tuvimos que esperar una hora hasta que nos pudieron montar en uno de repuesto, que era más parecido a los colectivos suicidas de Asunción, que a otra cosa. Así que volvimos a colocar nuestros bártulos, y nos sentamos en unos asientos no tan cómodos, pero asientos al fin y al cabo. En el fondo, yo agradecí el cambio ya que, al no tener aire acondicionado, abrí la ventana todo lo que pude, y empecé a aspirar profundamente el aire, que olía a tierra mojada tras la tormenta de la tarde. Disfruté enormemente de la última parte del camino.

Llegamos casi a medianoche, pero yo me lo pasé en grande. Creo que no necesito mucho para disfrutar de mí misma en realidad.

Los nervios me consumían un poco… Al día siguiente llegaría a Peña…

Continuará…


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