domingo, 18 de abril de 2010

La penúltima excursión al Bajo

Ayer por la tarde me fui una vez más al Bajo, la zona en la que viven todos los niños del comedor. En realidad, el Bajo es una explanada inmensa repleta de chabolas (por llamarlo de alguna manera), en el que viven miles y miles de personas entre restos de escombros y basura. Las casas suelen ser cuatro maderas viejas, mal puestas, y un techo de chapa, a menudo destrozado...

Yo me fui en parte para despedirme de una señora, a la que es muy probable que ya no vuelva a ver. Así que me encaminé junto a la hermana Esther (la monja atómica), y partimos derechitas a investigar el lado oeste del Bajo (en el que yo aún no había estado).

Nos cruzamos por el camino con la casa de la abuela de Felipe, un chico del que ya hablé hace meses, y que está francamente envuelto en una espiral autodestructiva de drogas y alcohol. Aprovechamos para saludar, y averiguar un poco qué estaba pasando... La abuela, una viejita de pelo cano y piernas hinchadas, nos contó con los ojos llorosos todas sus desgracias. Nos ofreció asiento en unas sillas raídas sin patas, y empezó a hablar en guaraní. Yo me quedé pálida en cuando me senté y empecé a oír algunas de las historias... Sentía una necesidad imperiosa de salir de allí corriendo, correr muy lejos, donde eso no existiera, donde no pudiera recordar que hay gente que vive así... Mil lágrimas me vinieron a los ojos, casi incontrolables, a punto de salir a raudales... Y entonces pensé que si esa señora llevaba viviendo en aquel cuchitril más de 80 años, yo podría aguantar al menos una hora... Y aguanté... ¡Vaya si aguanté! También vi a Felipe colocado, sin apenas poder contestar, ni entender qué estaba pasando... A mí se me partía el alma...

Cuando salimos de su casa, continuamos nuestro camino hacia la siguiente parada: la visita a la susodicha señora, cuyo marido cobra un sueldo algo digno en comparación con el resto, que no tienen ni donde caerse muertos. Yo esperaba encontrar algo mucho más decente, al menos una construcción de material... La señora me mostró encantada su hogar, como si me abriera las puertas del Château de Versailles. Nada más entrar me sofocó el desagradabilísimo olor a basura, excrementos de animal, comida, concentración, polvo y orina. La casa tenía, por todo tener, una habitación del tamaño de la mía de Madrid, con dos camitas, una moto, una tele, y varios pollos rondando alrededor. El suelo era de tierra, y estaba cubierto de mondas de naranja, espinas de pescado, y pises de gallina... Los 4 hijos del matrimonio que allí vivía correteaban, descalzos, llevándose consigo toda la suciedad, y esparciéndola por las camas... Mi mente no podía dejar de volar hacia el resto de los países en los que he estado antes que éste... Sin lugar a dudas, Paraguay es un lugar paupérrimo.

Salí de allí, impactada, sensible, asustada, impotente y angustiada. Pensé en todos y cada uno de mis niños, en sus historias, en sus problemas, en sus preocupaciones... Y entonces entendí que la mayoría acaben prostituyéndose, o drogándose, o muriendo en una reyerta callejera, o en la cárcel, o alcoholizados... Lo entendí todo de golpe.

Seguí caminando por el Bajo, y me enteré de que el día anterior, se había encontrado en una casa en concreto a un chico de 14 años, con algún tipo de deficiencia, encadenado, tirado en el suelo, con el pelo y las uñas larguísimos, maltratado, violado y abusado en todos los aspectos en que se puede abusar de una persona... Y lo peor, es que eran sus propios padres los que le hacían todo eso... ¡Gracias, gracias y mil gracias al universo por mis padres! No dejo de repetir esa frase desde ayer...

Cuando ya nos íbamos, las dos con la cara descompuesta, vimos grupos y grupos de señores, todos ya medio borrachos o drogados, con caras agresivas, y las manos muy largas. Menos mal que una de las mamás del comedor nos acompañó hasta la casa de las hermanas, advirtiéndonos de los infinitos peligros del Bajo un sábado a esas horas...

Se suponía que yo hoy había quedado con una familia para seguir recorriendo las casas y llegar hasta el río (kilómetros y kilómetros de pobreza, alcoholismo y miseria), pero me disculpé amablemente y le dije que ya iría en otro momento a lo largo de la semana, antes de regresar a mi amada España...

Han pasado 24 horas exactamente desde eso, y aún tengo el olor tatuado en la pituitaria, los ojos llenos de lágrimas contenidas, y la mente en estado de shock. ¡Pobre gente! Si todos nosotros nos diéramos de vez en cuando un paseo por aquel lugar, habría menos problemas en el mundo...

Ya os contaré cómo me va la última visita, que presumiblemente será el martes o el miércoles... Porque, por cierto, ya solucioné el problema del billete, y vuelo el 25 de abril, via Sao Paolo, llegando el 26 por la mañana a Barajas. Seguiré dando detalles cuando tenga más información... 



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