Transcribo literalmente de mi diario:
Esa mañana abrí el ojo por primera vez a las 6, pero me quedé en la cama hasta que era completamente de día. En realidad, tenía unas ganas locas de ir al cuarto de baño, pero me vencía el miedo a las serpientes de cascabel frente a mis necesidades urinarias...
Una hora más tarde, cuando el sol estaba bien alto en el cielo, me abrigué bien como pude, y salí al exterior por fin... Ciertamente no tenía tan mal aspecto a plena luz del día, aunque hacía bastante frío. Desayuné, y en cuanto terminamos, la hermana Esther me hizo el ritual de bienvenida, que consistía en elegir uno de los más de 30 esencieros que tenían en el comedor, y darme uno a elegir. Yo escogí uno que decía vainilla, y entonces ella lo agarró, me lo extendió por la frente e hizo una cruz en cada una de mis muñecas. Me dijo que eso significaba que era bien recibida en su hogar, y que deseaba que me sintiera como en mi propia casa. A mí me encantó aquel ritual, y decidí incluirlo en mi vida futura, cuando regrese a Madrid.
Justo después de eso, acompañé a Mª Teresa - la encargada de la tienda de artesanía que las hermanas tienen como fondo social para fomentar la economía y las culturas indígenas-, a comprar nuevos artículos, y venderlos posteriormente en el pequeño local de Asunción.
La experiencia de la compra de artesanía no tenía desperdicio: venían primero las señoras, con estolas, alfombras, yicas, bolsones y todo tipo de artilugios tejidos a mano. Y cuando ellas terminaron de vender sus productos, llegaron los señores con sus tallas de madera de palosanto. Tenían animales desérticos, Sagradas Familias, Pesebres completos, peines, pinchos para el pelo...
Yo hacía de cajera, así que tenía una calculadora en la mano, el dinero en otra, y en los momentos libres servía el tereré para todos los que estábamos sentados a la mesa. En una de éstas, llegó a mis manos una peineta preciosa de madera, y en ese mismo momento se la pagué al señor y me la quedé para mí, y no me la quité en todo el día. Yo me sentía muy española con ella. Claro, que no tenía nada que ver con las preciosas peinetas tradicionales de nácar, pero aún así, yo estaba encantada.
Después de comer y de echarme un poco la siesta, hice sandiada, que consiste básicamente en partir una sandía por la mitad, ponértela en las rodillas, coger una cuchara, y empezar a comer. ¡Qué gusto! Esa es sin lugar a dudas una de las tradiciones paraguayas más refrescantes... Aunque la verdad es que no me pude terminar esa media sandía... ¡Me parecía una barbaridad!
Por la tarde, me fui al lado argentino del Chaco. Tardé una hora y pico en llegar, pero mereció la pena. En realidad, no tiene nada diferente respecto al lado paraguayo, y ni siquiera hay aduana ni frontera, pero sólo por atravesar el camino, el desierto, los altísimos cactus de 5 metros, el polvo, las serpientes, las águilas, los esqueletos de vacas... Sin lugar a dudas, mereció la pena. Realmente, esto es como en las pelis del oeste: los vaqueros van con las perneras, los sombreros de ala ancha, las carreteras forman remolinos de polvo, las casitas solitarias...
Aprovechamos el viaje para comprar hielo y conservar frescos los alimentos... Y cuando regresamos, estábamos de nuevo cubiertos de polvo. Yo sentía que necesitaba un buen baño, pero al regresar, nos sorprendieron con que no había agua ni luz. A mí me recordó a las excursiones de padres. Me explico:
Hace ya unos años, mi padre y algunos tíos más (todos ellos de mi familia Mingo) montaron un viaje anual al que bautizaron como Excursión de Padres, y que consistía básicamente en que sólo los varones adultos y los niños podían participar de la aventura.
Solíamos hacer competiciones para ver quién llegaba más sucio, no nos duchábamos en 3 días, nos alimentábamos de leche con galletas y helados, y dormíamos en tiendas de campaña que a la mañana siguiente apestaban a pies, humedad, concentración y humanidad.
La última vez que yo fui a una excursión de padres, supliqué o rogué todo lo que pude por darme una ducha, y me dijeron a regañadientes que esa sería mi última oportunidad de viajar con ellos, porque yo ya había alcanzado mi máximo grado de pijerío, o lo que es lo mismo, yo ya no era ni padre ni niña. ¡Y cuánta razón tenían...!
Pues bien, mi aventura de hoy fue como una excursión de padres, pero a lo bestia. Cuando crucé el río Pilcomayo, sabía que el Pipo -mi tío Javi-, hubiese matado por vivir eso mismo, con los 45º C a la sombra incluidos.
Y gracias a Dios, retomando la historia anterior, al fin regresó el agua y las 3 horas diarias de luz, así que me di la mejor ducha de toda mi vida. Con cada gota, desde la cabeza hasta los pies, salían chorros de polvo, ya convertidos en barro. Y cuando me consideré lo suficientemente limpia y aseada, me metí en mi cama-hamaca dispuesta a dormir casi eternamente.
Es increíble esto del Chaco: es un híbrido entre selva y desierto. Por el día, las temperaturas llegan a los 56ºC, y por la noche descienden a 3º. Hay que estar preparado para cualquier imprevisto, y desde luego si algo he aprendido de mi estancia en Paraguay es a no esperar nunca nada, y a adaptarme siempre a las circunstancias. Todo esto es tan sumamente imprevisible... ¡Que hasta hace gracia!
Continuará...
2 comentarios:
ajjaj no te imagino entre serpientes y esqueletos de vaca..xddd pero tiene que ser impactante estar en aquel ambiente y sobretodo aprender a convivir con ese mundo :=)
Y menuda sandia!!!!!No me extraña que no te la terminaras...xddd
MAS MAS MAS....
Me encantan tus aventuras!!!!!!!!!!!! Eres super valiente!
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