Esta mañana he decidido airearme un poco al mejor estilo Asunceno, y he comunicado a las monchis que me iba al Mercado 4. Una por una me han mirado como si tuviese algo raro en la cara, y han asentido como si me consideran ya una más del clan (yo para mis adentros pensaba "ja, que se creen que me voy a hacer monja", pero de la ilusión también se vive).
El caso es que, guiada por las indicaciones de la hermana Esther, he recorrido el tramo que me separaba de la sombra-parada del autobús, y cuando ha llegado uno de la línea 2 he levantado el brazo para indicarle que me quería subir. Según se iba acercando, yo intuía que no tenía la más mínima intención de parar, así que he empezado a agitar el brazo como si tuviera convulsiones, cada vez más rápido, y la gente de alrededor se apartaba por miedo al desastre. A pesar de todo, mis esfuerzos no han dado ningún fruto, y he tenido que esperar al 34, que tarda mucho más y además iba hasta la bandera -de hecho, he tenido que dejar pasar dos porque estaban llenos-. Cuando ha llegado el tercero, he empujado como he podido a un lado y a otro, y me he colocado entre un brazo, dos manos y un sobaquillo maloliente, pero yo me metía en ese autobús como que me llamo Esperanza.
El caso es que una hora después he aparecido en una especie de monstruo con carpa. Yo no podía parar de pensar en mi madre y en lo que habría disfrutado allí. Es un mercadillo gigante en el que venden de todo. ¿Qué quieres ropa? ¿Una especia? ¿Un coche? Todo está en el Mercado 4. Es como una mezcla entre el mercadillo de Majadahonda y el de Viana do Castelo pero por 7.
Algunos paraguayos dicen que ese es el primer centro comercial de Asunción, y bueno, a mí me gustaría pensar que Monsier Lafayette se inspiró en este mercado a la hora de crear sus famosas galerías parisinas, aunque la realidad es que la historia del lugar deja bastante más que desear. Debe haber unos dos millones de puestos, y a cada paso que das una señora -o varias- se te acercan proponiéndote todo tipo de productos y tratando de vender las baratijas más sorprendentes. Una incluso me ha ofrecido una funda para el móvil, unas tijeras de barbero, dos horquillas, un trapo de cocina, un cortauñas y ¡un litro de aceite de cacahuete! por el módico precio de 5.000 guaraníes (unos 80 céntimos de euro). Y no os vayáis a pensar que es que en este país se regalan las cosas, sino más bien que hay determinados vendedores ilegales que montan sus negocios de una manera tan misteriosa que nadie sabe cómo es posible que obtengan beneficios. Tampoco he probado sus productos, así que a lo mejor el truco está en que vienen rotos, o usados, o podridos... Aunque sí, he de decir que siempre venden cosas de lo más variopintas.
A todo esto, mientras las tenderas me abrumaban tentadas por mi aspecto (casi todo el mundo piensa que soy norteamericana), y más que por mi aspecto por mi supuesto bolsillo, he mirado el reloj y me he dado cuenta de que ya era la hora de volver, así que me he comprado un abanico (¡gracias a Dios que a alguien se le ocurrió inventarlo!), y alguna que otra cosa más para regalar en Navidad a las hermanas. Y cuando ya me iba, a lo lejos, he divisado lo que andaba buscando: una báscula (es muy difícil seguir una dieta sin comprobar los progresos). He perseguido al escurridizo señor por todo el Mercado 4 con el objetivo de que me vendiera el dichoso peso (nota aclaratoria: temperatura a la sombra: 42ºC; humedad: 77%; botellas de agua helada ingeridas en una hora: 4; estado de salud: al borde del desmayo). Y por fin he conseguido mi preciado premio, después de regatear un poco con el susodicho tendero, cuyos productos procedían de destinos un tanto sospechosos. Le he hecho pesarse varias veces para comprobar que funcionaba, y me he vuelto tan contenta con mi nueva y preciada adquisición.
Claro, que aquello del Mercado 4 es como un laberinto de telas y vendedores, y he tardado un buen rato en sonsacar a alguno de los viandantes cuál era el lugar desde el que tenía que tomar mi colectivo, pero por fin, unas cuantas botellas de agua más y abanico en mano, me he montado en el autobús (de la línea 2, por cierto), y me he encaminado derechita al comedor, para despiojar a todos los niños. Los miércoles dedicamos el día a higiene personal, que es una manera muy polite de llamar a lavar, cortar y rebuscar en las cabezas de los chicos que pasan por aquí. Sé que a muchos de vosotros no os gusta el tema, pero me parece fundamental aclarar que hemos quitado a dos niñas 52 y 103 piojos respectivamente... ¡Para que luego nos quejemos de mala vida!
Os dejo a todos, con el alma despiojada y el pelo con olor a ensalada. A los piojos también les gusta mi pelo... ¡Qué se le va a hacer!
1 comentario:
No hago más que reirme pensando en ti llena de piojos y despiojando a niños (con lo que a ti te horroriza eso). Seguro que ahora no te parece tan espantoso.
Animo!Qué eres una machota.
Bss
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