¡Hola a todos de nuevo!
Una vez más, os voy a contar una experiencia un tanto curiosa que viví ayer por la tarde:
Llevaba toda la semana esperando como agua de mayo la primera comunión de una niña del comedor, la hija de Rosana la cocinera (os juro que dedicaré una entrada entera a esa mujer excepcional), que me había invitado amablemente porque quería que participara de ese día tan especial para ella. Así que su madrina, Monika -una alemana cuyo marido está aquí haciendo una investigación sobre la santidad de un cura misionero belga- me ofreció su coche para que pudiese llegar al acto de una manera más o menos normal. Yo acepté, encantada de tener un plan diferente, y quedamos en que me recogerían ella y su esposo a las 6 de la tarde en mi casa. Al final, la hermana Rosa (que con todo el cariño del mundo os comento que es casi como una momia) se apuntó también al cotarro, y estábamos las dos preparadísimas 10 minutos antes de lo acordado.
Yo me puse guapa para la ocasión, me maquillé un poco y me puse el pelo algo más arreglado que de costumbre, y con ese simple cambio casi ni me reconocieron las hermanas al despedirme de ellas. El caso es que a las 6 en punto (la puntualidad alemana es la más admirable del mundo) llegaron Michael y Monika, vestidos de sport, y con una sonrisa de oreja a oreja nos llevaron en su pequeño Toyota blanco. Después de media hora de camino, ya en el barrio de Limpio (donde era el jolgorio), cruzamos por un camino de piedras y barro que conseguía un efecto en el coche tal, que simulaba a la perfección el movimiento de los aparatos anticelulíticos de los gimnasios. Y tras otros 15 minutos de remedio casero para fortalecer las piernas, aparcamos en un huequito y nos fuimos derechitos a la iglesia.
Clara, la niña que hacía la primera comunión, estaba feliz de que hubiésemos ido a verla, y nos dirigió hasta el lugar que nos había reservado ella personalmente. Saludamos a su madre y a 3 de sus 5 hermanos, y esperamos a que empezase la ceremonia. Aproximadamente 2 horas después, un sermón aburridísimo e incomprensible, 92 primeras comuniones más y algún que otro canto cuyo lema era algo así como "Dios es comida que se nos da", por fin salimos a la calle a tomar el fresco, y pudimos charlar un rato con Clara para que nos contara lo contenta que estaba.
Como la familia es absolutamente paupérrima, Monika le compró unos pendientes monísimos e invitó a todos a una excursión el domingo por Caacupé (un lugar de peregrinación), y yo le compré un vestidito veraniego que se puso enseguida feliz, ya que era la primera vez en su vida que le regalaban ropa.
Y yo estaba esperando a que nos dieran una patata frita, un vino o al menos un vasito de Coca-cola, pero ese momento no llegó. Clara y su familia se fueron a encamarse, y el matrimonio alemán me propuso ir a tomar una cervecita bien fría a un restaurante típico de la región de Baviera que había cerca de allí. Avisé a mi tía de que llegaríamos más tarde, y acepté más que encantada, feliz de hacer algo a la europea.
Cuando llegamos al lugar en cuestión todo olía a chucrut, a codillo y a cerveza, y la verdad es que me recordó muchísimo a los restaurantes polacos en los que pasaba tanto tiempo durante mi año viviendo en Lodz. Y me encantó despejarme por un rato, hablar de cosas normales con gente normal, que entendía cómo me sentía aunque en ningún momento hablamos de sentimientos, sino más bien de comida típica alemana y de viajes por el mundo. Les estuve contando mi experiencia polaca -tema que siempre se ve truncado por los desastres de la Segunda Guerra Mundial- y Michael me explicó los detalles de su investigación...
Pero todo tiene un final, y en este caso nuestra agradable conversación se vio interrumpida por una vocecilla de ultratumba que dijo algo así como: ¿pero qué hace una monja a las 10 de la noche tomando cerveza? Y nos cortó todo el rollo, así que nos volvimos a casa y santas pascuas, con la promesa de quedar otro día para ir a otro lugar que ellos frecuentaban y que intuían que me gustaría aún más.
Llegamos a casa, yo más relajada aunque con mis ansias sociales aún insatisfechas, y le conté la experiencia a mi tía que seguía despierta. Se tiraba de risa cuando le conté lo que nos había dicho la hermana Rosa, y me dijo que si ella hubiese venido también se habría puesto a tomar cerveza también como una loca, pero que esta monchi en concreto está ya muy viejita para tanto trote...
Así que me metí en la cama tan ricamente, descansé más que cualquier otro día, y di gracias al Universo por haberme puesto en contacto con dos nuevas personas con las que poder entablar amistad. La verdad es que los alemanes me gustan, y no sé por qué, pero siento muchísima seguridad estando con ellos. Quizá por su fama de personas rectas y firmes, quizá por la sonrisa de este matrimonio de Munich, pero la verdad, es que estoy deseando volver a quedar con ellos.
¡Un beso enorme a todos, y hasta mañana!
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