jueves, 28 de enero de 2010

El Cristo del Corcovado

Hace unos cuantos años, me fui unos días de vacaciones a Lisboa con mis padres, y a la entrada de la ciudad, vi por primera vez un Cristo que saludaba a los recién llegados a la capital de Portugal. Mi madre nos contó su historia, y me dijo también que era una réplica del original carioca. En ese precioso instante, supe que algún día iría a Río de Janeiro y lo vería con mis propios ojos.

La semana pasada, aproximadamente 8 años después de eso, pude postrarme a los pies del impresionante Cristo de casi 40 metros de altura, y también pude conocer por primera vez en mi vida una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno.


Después de pasar una fabulosa mañana en la playa y de hacer un picnic en la piscina, Ani y yo nos vestimos dispuestas a visitar el famosísimo Cristo Redentor del Monte Corcovado. Desde que llegamos a las taquillas del bondinho -un tranvía antiquísimo que te lleva hasta la cima-, nos dijeron que había una cola de 2 horas y media. Y por supuesto, esperamos todo lo que hizo falta. Después de comprar las entradas, accedimos a una réplica de estación antigua, con todas las banderas del mundo ondeando en el techo, y vagones ya en desuso a modo de decoración. Personas de todas las nacionalidades comentaban en diferentes idiomas y señalaban orgullosos el trozo de tela que correspondía a su país de origen. Algunos incluso explicaban el significado de los escudos, los colores o los símbolos que contenían...


Y cuando llegó por fin la hora, nos subimos al curioso trenecito, con muchas ganas de ver de una vez esa vista de la ciudad que ha recorrido el mundo entero. He de reconocer, que el bondinho, si bien es un aparato arcaico, algo decrépito y que no pasa de los 10 km por hora, es también el medio de transporte más romántico sobre el que llegar al Cristo, por lo que su precio y su espera, merecieron la pena en cuanto empezamos a atravesar el Parque Nacional de Tijuca. Pudimos ver un paisaje absolutamente selvático, cuajado de animales silvestres, lianas -¡de las de verdad!-, cocoteros... Parecía como si estuviésemos en la película de King Kong por lo menos...

Y cuando llevábamos aproximadamente media hora en el tranvía, apareció por fin un atisbo de esa vista, con el estadio de Maracaná de fondo, como una corona entre los distintos edificios.

Salimos del tren, y subimos las escaleras que nos separaban de nuestro destino final. Y ahí estaba: el Cristo Redentor en persona, igual que en las fotos, igual que en las muchas películas yankies. Sólo que esta vez era yo la protagonista del viaje paradisíaco que me llevaba hasta lugares mágicos y espectaculares...




Me hice miles de fotos, y me sentí pletórica ante semejante monumento. Allí nos encontramos a Rocío, nuestra amiga del autobús, y decidimos seguir la visita con ella. Y simplemente nos limitamos a mirar durante dos horas el paisaje carioca, las playas infinitas, el cielo azul, las nubes como algodones, y todo el espectáculo que nos ofrecía el mismísimo paisaje...

Yo, Esperanza de Toro Mingo, afirmo con absoluta rotundidad que merece la pena ir a Río de Janeiro sólo por ver esas vistas. Hubo incluso una ocasión en que abrí mis brazos en cruz, simulando la postura de la estatua, y me sentí como en aquella escena de Titanic, en que Jack Dawson le dice a Rose que hiciese eso mismo, y se limitase a sentir. Yo sentí todo eso, y mucho más. Me sentí libre.

Continuará...





1 comentario:

Concha dijo...

Habrá que visitar esas vistas...pero lo que más me gusta de este post es la foto del final, estás im-presionante!! GUAPA! :-)